Año 969 antes de nuestra era
Templo de Amón, Tebas
La noticia de la enfermedad de Khakheperre Setepenamun, Pinedjem, había atravesado los gruesos muros del templo de Ipet-isut y se había extendido por todo Uaset. Los habitantes, tanto de la ciudad como del templo, estaban realmente inquietos. A los graves problemas económicos y sociales que impedían que el país levantara el vuelo intentando emular los logros alcanzados en el pasado, se unía ahora la inminente pérdida de un sacerdote y faraón de facto a quien el pueblo quería y respetaba. Su hijo Psusenes III estaba preparado para encabezar el tránsito que en breve se produciría en la tierra de Kemet, pero hasta entonces, hasta que el alma de su padre no cruzara el umbral del reino de Osiris, todo el poder seguía en sus manos.
Al igual que habían hecho otros funcionarios de alto rango, Takelot fue aquella mañana al templo para presentar sus respetos al viejo sacerdote, quien le había hecho llamar de forma urgente. En la conversación que habían tenido días atrás, Pinedjem le había encargado la búsqueda de una morada de eternidad oculta y olvidada, una antigua tumba que nadie conociera y cuya presencia sólo apareciera en los registros de las dependencias de los escribas de la necrópolis. Takelot había dedicado las últimas horas a examinar los antiguos rollos de papiro donde aparecía marcada la ubicación de todas las tumbas de la orilla oeste, y creía haber encontrado una que colmaría los requisitos de Pinedjem: una galería abandonada, no lejos de donde se hallaba el templo de millones de años de la reina Maatkare Hatshepsut. Él mismo había ido a visitarla, acompañado de dos de sus ayudantes, para comprobar sobre el terreno que cuanto se indicaba en el texto del archivo era correcto.
Además de todo esto, Takelot suponía que Pinedjem, ahora que sentía que su final estaba cerca, querría despachar con él algunos puntos que no habían quedado cerrados en su última conversación sobre la seguridad en la necrópolis. Sabía que si conseguía colmar los anhelos del sacerdote-rey conseguiría el preciado tesoro prometido. Anhelaba un repertorio de textos sagrados, únicos, que le ayudaran a alcanzar por su poderosa magia los límites más lejanos del reino de Osiris. Con ellos podría vivir eternamente con más lujo y boato del que jamás había soñado.
Al llegar a la zona de palacio donde se celebraban las recepciones a los dignatarios y a los personajes importantes de la administración, a Takelot le extrañó que el encuentro con Pinedjem no tuviera lugar en el salón de recepciones, tal como era habitual. Un grupo de guardas lo llevaron por la parte trasera del edificio hasta la zona donde estaban las habitaciones privadas del clero. Tras cruzar un suntuoso jardín, accedieron por una puerta doble, protegida también por la guardia del templo, a los aposentos del sacerdote-rey. Uno de los soldados lo acompañó hasta un lecho levantado en medio de la cámara. En él estaba Pinedjem. Su cabeza descansaba sobre un acolchado cojín colocado sobre un reposacabezas de color azul intenso. Su médico intentaba bajarle la fiebre colocándole en la frente un paño empapado en agua fría.
—Buenos días, Takelot. —La voz del sumo sacerdote del clero de Amón, entrecortada por un ataque de tos, sonó débil tras el fino velo de lino que colgaba hasta el suelo desde el capitel de una columna—. Acércate, te lo ruego.
Takelot obedeció al instante.
—Me has hecho llamar…
—Así es, Takelot. Quiero saber cómo está el asunto de la morada de eternidad que comentamos en nuestro encuentro anterior. Mi tiempo se acaba…, quiero dejarlo todo arreglado antes de comenzar el viaje en mi barca celeste.
Al escriba libio le impresionó ver cómo el sacerdote-rey se enfrentaba a su destino sin que le temblara la voz.
—Tal y como señalaba en el informe que te envié al día siguiente, después de realizar las correspondientes comprobaciones sobre el terreno, hemos dado el visto bueno para que esa morada se utilizada de nuevo por ti.
—¿La visitaste tú mismo?
—Así es, Pinedjem. Está excavada en un lugar sin parangón. Oculta de tal forma en un resquicio de la montaña que evita de manera natural su visión desde cualquier parte. Se trata de un pozo de casi treinta codos[11] que luego se adentra en las entrañas de la montaña. Cuenta con una galería inmensa, de más de ciento veinticinco codos, que podremos cegar en diferentes puntos para asegurar aún más su acceso.
Takelot guardó silencio, a la espera de una nueva pregunta de Pinedjem, pero durante un rato sólo se escuchó el entrecortado sonido de su respiración.
—¿Cuántos ataúdes caben en esa galería?
El escriba de la necrópolis dio un respingo; no esperaba esa pregunta.
—No te entiendo, Pinedjem —respondió, extrañado—. Es una galería enorme. Cabrían decenas de ellos. Además, a mitad de camino hay una pequeña depresión que forma una sala a la que se accede por una escalinata apenas desbastada en la piedra de la montaña. Y al final del corredor se abre una nueva habitación; podríamos colocar tu ajuar allí.
Takelot desconocía si aquella explicación tan exhaustiva satisfaría la curiosidad de Pinedjem. Era una pregunta realmente insólita. Ante el silencio del sumo sacerdote, el escriba preguntó:
—¿A qué te refieres con los ataúdes, Pinedjem?
—He pensado que, en la morada de eternidad que te mandé buscar en la montaña, me acompañen los miembros de mi familia. Rekhamun, el artesano de la fayenza, me trajo de su taller los nuevos ajuares para algunos de ellos, especialmente los que más han sufrido los saqueos en la necrópolis.
—Una sabia decisión —aprobó Takelot asintiendo con la cabeza—. Agrupar a toda la familia en el mismo espacio facilitará su vigilancia.
—Pero también se corre el riesgo de que un nuevo saqueo perjudique a todos al mismo tiempo.
—Es cierto, pero todo apunta a que los saqueos se han acabado. En las últimas semanas no ha habido noticias de nada parecido. Creo que las cosas se están haciendo bien.
—Sobre eso he estado pensando —dijo el sacerdote-rey—. Estar postrado en el lecho me ha dado el tiempo necesario para reflexionar en tan grave problema. Lo que acabo de comentarte es una solución parcial. Además de mi familia, podría incluir en la misma morada a los que me precedieron en el gobierno de la tierra de Kemet. Mi intención es salvaguardar la memoria de todos nuestros antepasados, una gran estirpe de la que yo soy el último vástago. Huiremos de grandes fastos. No hay tiempo ni recursos para ello.
La imagen pronto cobró forma en la cabeza de Takelot. Trasladar todos los enterramientos, ataúdes y ajuares que en ese momento se hallaban en el templo a un lugar secreto del que sólo él tendría conocimiento era una golosina muy atractiva.
—¿Qué te parece esta nueva medida, Takelot? —preguntó Pinedjem, quien se había percatado de la emoción en el rostro del libio.
—Es singular, desde luego, y creo que muy acertada —aseveró el escriba con esforzada vehemencia—. El lugar reúne las condiciones para llevarlo a cabo sin problemas.
—Será un proceso lento. —Pinedjem dio un manotazo al paño que el médico insistía otra vez en ponerle sobre la frente, y continuó—: Es la primera vez que se decide utilizar un escondite de estas características. Las circunstancias obligan a ello. Es mejor concentrar los enterramientos en un único lugar, fácil de vigilar. Una necrópolis como el valle donde nuestros ancestros han descansado desde la expulsión de los pueblos pastores es demasiado grande y conlleva los problemas que todos ya sabemos.
—Yo mismo me encargaré de que se haga como deseas, Pinedjem.
El sumo sacerdote del clero de Amón giró por primera vez la cabeza para observar a su funcionario.
—Eres leal, Takelot… —dijo con un asomo de sonrisa en los labios.
—Siempre lo he sido, Pinedjem. Y antes que yo, lo fue mi familia. Siempre hemos dado lo mejor de nosotros para el servicio del templo de Ipet-isut.
—Así me consta, mi fiel escriba…
Takelot se sobrecogió al escuchar aquellas palabras en los labios de Pinedjem. Por primera vez en mucho tiempo tenía la sensación de que estaba a punto de rozar con la yema de los dedos su gran anhelo: el poder y la confianza absoluta del faraón. Hizo una genuflexión en señal de agradecimiento.
—Has cumplido tu parte —añadió el sumo sacerdote con un hilo de voz—. Ya no me quedan fuerzas para ir yo mismo a comprobar que cuanto me dices es cierto, pero confío en tu palabra.
—No te arrepentirás, Pinedjem.
—Así pues, creo que eres merecedor de la distinción que ya te anuncié: podrás disfrutar de los mejores repertorios de textos sagrados y de un conjunto de ataúdes decorados en los talleres más exquisitos del barrio de los artesanos de la ciudad.
El escriba empezó a soñar despierto. Se sentía poderoso sabiéndose poseedor de la magia de esos textos durante toda la eternidad. Su nombre permanecería de forma perpetua.
—Veo que te agrada la recompensa.
—Mentiría si lo negara, Pinedjem. Es un honor viniendo de ti.
—Ahora, si me lo permites, quiero premiar tu fidelidad con algo más sustancial. Algo que ninguno de mis subordinados ha conseguido nunca y que, te aseguro, de aquí al poco tiempo que me queda antes de emprender mi viaje a la tierra de Osiris, nadie más disfrutará.
—No sé si merezco tal distinción —añadió con falsa modestia el libio—. Me limito a servirte como lo hizo mi padre antes que yo y el padre de mi padre tiempo atrás.
—Desde luego que sí, Takelot, mereces eso y más. Quiero que formes parte de mi familia en Rostau.
Takelot sabía perfectamente lo que eso significaba. Muy pocos funcionarios conseguían tal gracia después de años de trabajo en la corte: descansar eternamente en una morada de eternidad vinculada al faraón. Eso significaba que cuando Takelot falleciera sería enterrado junto a Pinedjem en la morada de eternidad que él mismo había elegido para el sacerdote-rey.
—No tengo palabras para expresar mi gratitud. —El escriba volvió a inclinarse y se llevó las manos a los muslos en señal de respeto y gratitud—. Creo que no soy digno de tan glorioso honor y privilegio.
—Pocos alcanzan tal honra —continuó Pinedjem, con la respiración entrecortada—. Eso creo que lo sabes.
—En mis años de trabajo en las dependencias de los escribas de la necrópolis me he limitado a cumplir fielmente las órdenes que se me daban —mintió Takelot sin rubor—. Aunque es cierto que en los tiempos en que vivimos la lealtad no es una virtud que abunde en la tierra de Kemet.
—Así es, Takelot. Ésa es la razón por la que considero que debo recompensarte. Uno de tus compañeros ha hablado bien de ti…
El escriba guardó silencio. Se preguntaba quién podría haberle dado su apoyo, pero pronto decidió que eso no le interesaba, lo realmente importante era lo que había conseguido.
—¿No tienes curiosidad por saber quién ha dado referencias de ti de una forma tan amable?
La pregunta de Pinedjem sacó a Takelot de sus pensamientos en los que se veía sumido en un mundo de grandeza.
—¿Quién ha sido? —preguntó sin mucho interés.
—Ahmose.
La sangre se heló en el corazón del escriba.
—¿Ahmose…, has dicho?
Pinedjem volvió a dirigir la mirada hacia su escriba. Quería ver su expresión al escuchar el nombre de su compañero muerto pocos días atrás. Takelot, nervioso, comenzó a frotarse las manos. Por primera vez empezó a desconfiar de las palabras de Pinedjem y temió que todo aquello no fuera más que una trampa.
—En efecto, Ahmose.
—¿Y qué dijo de mí? —preguntó el libio intentando mostrar cierta tranquilidad en el tono de su voz.
Pinedjem volvió a cerrar los ojos. Le costaba respirar, notaba que el tiempo se le acababa. El médico, que no se separaba de él un solo instante, apenas podía remediar el dolor interno que sufría. La temperatura iba subiendo, el sudor le cubría el rostro.
—Has de saber que conozco todo lo que sucedió. Ahmose lo contó antes de que fuera asesinado…
—¿Asesinado, dices?
—¡No mientas!
El grito de Pinedjem resonó como un estruendo en la cámara real. El esfuerzo le costó un nuevo ataque de tos. Sentía tal presión en las sienes, que se llevó las manos a la cabeza mientras se retorcía por el dolor. Sus fuerzas se consumían como una lámpara de aceite.
Takelot no se atrevió a replicar. Permaneció mudo, sin saber qué hacer, frente al lecho de su señor. Por un instante pensó en salir huyendo, pero aquella idea enseguida le pareció una locura. Decidió que esperaría su oportunidad y, como había hecho siempre, embaucaría a Pinedjem con su elocuencia. Una sarta de medias verdades, pensó, serían suficientes para reconducir la situación. Debía confiar en sí mismo.
—Pinedjem, creo que cometes un error.
Viendo que el sumo sacerdote no respondía, el escriba libio se animó a construir su coartada.
—Aún no he descubierto qué le pasó a Ahmose. Quizá sufrió un desgraciado accidente, pero me inclino a pensar que fue víctima de sus cómplices en los robos, tal y como te dije. A veces los amigos pueden convertirse en enemigos.
Pinedjem continuó en silencio, aguardó a que la sangre dejara de presionar sus sienes. Al poco, respiró hondo, tomó fuerzas y se atrevió a hablar.
—¿Y qué me dices de Paykamén?
Takelot destensó las manos de puro miedo.
—¿Paykamén? ¿Quién es ese hombre? —intentó reaccionar el escriba.
Pinedjem levantó una mano; era la señal que sus guardas personales estaban esperando. Junto a la cama aparecieron dos soldados que sujetaban fuertemente a un hombre. Takelot aferró su delicado traje de lino al ver el rostro cabizbajo de Paykamén. El sacerdote que había servido de esbirro para llevar a cabo los robos en la necrópolis se hallaba frente a él. Apenas podía mover un solo músculo por los golpes recibidos en las últimas horas.
—¿Es éste el hombre que llevaba una máscara sagrada de Anubis, el dios chacal? —preguntó uno de los guardas al tiempo que sacudía al malherido sacerdote para espabilarlo.
Paykamén no tuvo fuerzas para levantar la cabeza. Cegado por la luz, se vio obligado a entornar los ojos para poder centrar la vista.
El sacerdote de la Casa de la Vida observó a Takelot. Al ver los brazos del escriba, Paykamén reconoció las joyas y el color de la piel del misterioso hombre que siempre permanecía oculto bajo la máscara de madera de Anubis, junto al estrecho ventanal de la habitación en Ipet-isut.
—¿Es el hombre que te hablaba desde la oscuridad? —insistió el soldado con una nueva sacudida.
No tuvo fuerzas para contestar, se limitó a asentir con la cabeza. Acto seguido, fue arrastrado hasta la salida de la cámara real.
—Está claro que ese hombre es presa del pánico —señaló Takelot fingiéndose tranquilo—. Ha sufrido torturas, habría acusado a cualquier trabajador de la corte con tal de que el suplicio cesara. Espero que pienses como yo, Pinedjem.
Pasaron unos instantes antes de que el sumo sacerdote dictara sentencia.
—Takelot, la respuesta de ese hombre confirma todas las sospechas que me han atormentado.
—¡Pinedjem, ese hombre miente! ¡No lo había visto en mi vida!
Pero antes de que el escriba acabara su débil defensa, varios soldados de la guardia lo rodearon sujetándolo enérgicamente por los brazos.
—El único que miente aquí eres tú, Takelot —replicó el sacerdote-rey en tono tranquilo—. Has estado aprovechándote de tu puesto y de mi confianza para hacerte con los tesoros de mi familia. Querías alcanzar la vida eterna robándosela a los demás. Pero ahora la magia no te salvará. Yo te condeno y te maldigo, Takelot. Mataste a Ahmose porque temiste que hubiera averiguado la verdad y, a la vez, para inculparlo de tus crímenes.
El escriba libio intentó zafarse de los hombres que lo sujetaban, pero uno de ellos le golpeó la espalda y le hizo caer de rodillas ante el lecho de Pinedjem.
—Voy a emprender mi viaje por el Amduat —anunció el sumo sacerdote con un hilo de voz—. Alcanzaré el reino de Osiris; nadie me lo impedirá. Ni siquiera tú, Takelot. Tanto tiempo luchando contra los ladrones de tumbas en la Grande y Majestuosa Necrópolis de Millones de Años de los Faraones, Vida, Salud y Prosperidad, en el occidente de Uaset, y nunca me di cuenta de que la enfermedad que carcomía las entrañas de la ciudad estaba dentro de mi propia casa…
Pinedjem giró la cabeza y observó al escriba arrodillado frente a su cama. El médico le colocó un nuevo paño húmedo en la frente.
—Mis hombres de confianza han inspeccionado la morada de eternidad elegida por ti y han comprobado que se trata de un lugar idóneo para emprender el camino de forma discreta y lejos de las miradas de los ladrones insidiosos como tú, Takelot. Descansarás eternamente junto a mi familia en ella.
Al escuchar estas palabras, el escriba libio levantó la cabeza, extrañado. No comprendía aquella contradicción.
—Te preguntarás qué pretendo, ¿no es así? —continuó el sacerdote-rey—. Te lo diré. Comenzarás tu camino antes de que caiga la noche. Serás momificado, siguiendo los estrictos y sagrados ritos que nuestro pueblo ha venido manteniendo desde que germinó la tierra de Kemet como una sola nación bajo el poder de Menes. Serás envuelto en vendas de fino lino, el mejor tejido del que dispongan los talleres reales del templo de Ipet-isut. Tu cuerpo será colocado después de setenta días en un ataúd de madera. Descansarás en la misma morada de eternidad que yo y toda mi familia.
Takelot esbozó una sonrisa. Iba a ser ejecutado por graves delitos, pero podría disfrutar de la vida eterna junto a la corte con la cual su familia había trabajado desde hacía generaciones.
—Pinedjem, tu misericordia es infinita.
—Eres tan estúpido que no has entendido nada de lo que he dicho.
—Si me perdonas, seguiré sirviéndote en el Amduat con lealtad y nobleza. Lo juro.
—Es demasiado tarde para eso, Takelot —señaló Pinedjem apenas con un suspiro—. Quiero cumplir las promesas de gratificación que te hice días atrás. Sólo habrá un cambio en ellas: contarás con los mejores afeites, la mejor madera para el ataúd, las vendas del lino más rico…, pero los textos mágicos te serán negados.
Takelot abrió los ojos hasta que casi se le salieron de las órbitas. Sintió el mismo pavor que si estuviera delante del peor de sus terrores.
—No habrá una sola mención a tu nombre ni en éste ni en el otro mundo —prosiguió el sumo sacerdote de Amón—. Te enfrentarás tú solo al infierno. ¿Sabes lo que eso significa, Takelot?
El escriba de la necrópolis no tenía fuerzas para responder. El miedo ante el futuro que le esperaba le carcomía las entrañas. Nadie temía el momento de la muerte; el tránsito podía ser más o menos rápido y doloroso, pero esa sensación pasaría, sería completamente fútil. Sabía que le obligarían a beber un líquido ponzoñoso, ni el peor de los verdugos querría mancharse las manos con él. Y después de eso, debería enfrentarse solo, sin ayuda de la poderosa magia de los sacerdotes, al futuro aciago que se le pronosticaba.
—Pasarás el resto de la eternidad en tierra de nadie, en la más absoluta oscuridad…, vagando en la nada, donde solamente viven los atormentados que, como tú, han sido castigados a errar sin destino en los caminos del inframundo más oscuro. Ése es mi deseo y así se cumplirá.
—¡No!
Devorado por el pánico, Takelot sólo pudo poner los ojos en blanco y ahogar un grito. De nada le sirvió. Los guardas le llevaron a rastras fuera de la cámara en la que Pinedjem estaba a punto de comenzar su viaje al reino de Osiris.
—¡Tengo grandes tesoros guardados! —dijo a la desesperada a los soldados que lo custodiaban—. ¡Puedo pagar los textos! Pagaré lo que me pidáis para que escriban mi nombre sobre las vendas de mi momia y mi ataúd. Quiero hacer el camino como lo hicieron mi padre y el padre de mi padre antes que él.
Las cortinas que cubrían la entrada de la habitación volvieron a caer con suavidad sobre el dintel de la puerta. El sacerdote-rey permaneció en la cámara acompañado de su médico y de dos de sus asistentes de confianza.
Todo estaba hecho. Pinedjem era consciente de que su presencia allí ya no era necesaria. El fatídico momento había llegado. Lo había dispuesto todo para su funeral: su ataúd, el lino que se emplearía en el vendaje de su momia, los textos mágicos grabados sobre los papiros más finos de la Casa de la Vida, los ushebtis de Rekhamun…, todo estaba en su lugar a la espera de comenzar el proceso de setenta días en los que el ritual funerario debía llevarse a cabo. El sumo sacerdote de Amón continuaría con las mismas leyes sagradas de Maat que se habían seguido en la tierra de Kemet desde que el valle fue gobernado por primera vez bajo la poderosa maza de Menes. Los sacerdotes que acompañaban a Pinedjem sólo aguardaban la señal para comenzar el ritual.
No hubo que esperar mucho. Khakheperre Setepenamun, Pinedjem, comenzó su viaje casi sin avisar. Cuando el médico se acercó para tomarle el pulso, el sacerdote ya buscaba la luz y recitaba las oraciones grabadas en sus textos sagrados dedicadas a Osiris.