Miércoles, 6 de julio de 1881
Orilla oeste de Luxor
Era evidente por qué los Abderrassul llamaban a aquel lugar la Montaña de las Momias. Hasta donde alcanzaba la vista sólo se veían ataúdes, muchos de ellos abiertos, y cuerpos momificados.
El techo de la primera habitación no era muy alto. Estaban a pocos metros de la entrada, adonde todavía llegaba algo de luz, pero en el lugar donde se encontraban la oscuridad lo devoraba absolutamente todo.
Brugsch, tea en mano, se acercó al sarcófago que tenía más próximo. Era muy hermoso, de color blanco y con varias franjas amarillas que simulaban las tiras de cuero que cubrían los vendajes de la momia. Alguien había arrancado las manos de la decoración de la tapa. Sin embargo, el rostro estaba intacto, perfectamente modelado y con una hermosa peluca azulada.
—¿Puedes leer el nombre? —preguntó Kamal, expectante.
Brugsch paseó la luz de arriba abajo por las columnas de texto. Con la punta del dedo recorrió una inscripción votiva en un lateral del ataúd.
—Éste pertenece a… Nebseni…
Ahmed Kamal frunció el ceño.
—¿Nebseni?
El alemán se volvió hacia su compañero.
—El hijo de Paheri-ib y Tamosi, sacerdote puro, wab y escriba…
—Ya, pero entonces no es un enterramiento del Tercer Período Intermedio… —señaló Kamal—. La tipología de este ataúd es de comienzos de la XVIII Dinastía, no de la XXI. Leamos a quién perteneció aquél.
El egipcio pasó con sumo cuidado por encima del ataúd de Nebseni. Brugsch le ofreció el brazo para que se apoyara. Todavía no eran conscientes de lo que tenían ante sí. Los tesoros que habían pasado por las manos de los ladrones en la tienda de Antoun Wardi provenían de aquel recóndito cubículo.
Ahmed Kamal se agachó ante otro ataúd y puso la antorcha en alto para no dañar la capa de estuco y pintura que cubría aquella joya faraónica.
—¿Puedes leer algo? —preguntó, ansioso, el alemán.
—No está claro, pero parece que pertenece a una mujer importante… Aquí dice: «La cantora de Amón en Tebas, hija del rey…». No se puede leer el nombre, pero el texto continúa: «Esposa principal del rey, Señora de los Dos Países, Duat-Hathor Henut-taui».
Brugsch dio un respingo y se acercó de inmediato. Estaba delante de los restos de la mujer que había dado pie a que la investigación comenzara meses atrás en el anticuario de Wardi. La tapa de madera había perdido gran parte del estuco y la policromía que la había cubierto por entero tres mil años atrás. El rostro había sido arrancado; una banda central apenas permitía conocer algo más de su dueña. Entre los dos abrieron con mucho cuidado el ataúd. Dentro, la momia de la esposa real estaba perfectamente empaquetada con vendas de lino amarillento por el paso de los siglos. Debajo, en el fondo de la cubeta del ataúd, Brugsch reconoció la imagen de la diosa Nut, Señora del Cielo, protegiendo con sus brazos abiertos el cuerpo de la reina.
Junto al ataúd había varias cajas de ushebtis, vasos canopos para contener las vísceras de la momificación y parte de un ajuar compuesto principalmente por vasos de metal.
Todo era muy extraño… Henut-taui había vivido hacia el año 1000 a. C., pero aquel ataúd era tipológicamente muy anterior, de la XVII Dinastía, casi cuatrocientos años anterior. Volvieron a colocar la tapa en su sitio.
—Henut-taui… —dijo Brugsch con voz emocionada.
El entusiasmo embargó a los dos egiptólogos. Aquél era un descubrimiento fascinante.
Ahmed Kamal fue a ver otro ataúd y Brugsch se acercó a uno blanco, enorme, que estaba en el suelo, junto a la puerta por donde habían entrado. Era un ataúd poco llamativo. El rostro del dueño, ancho y apenas dibujado por unas líneas negras, no había atraído a los ladrones. Parecía estar intacto. Seguramente lo habían colocado allí los Abderrassul, apartado, porque era mucho menos atractivo que otros más coloridos. Acarició la tapa de madera. Era áspera y tenía algunas zonas astilladas debido a los traslados sufridos en la Antigüedad. Todo parecía indicar que en su origen había estado cubierto por una delgada lámina de oro arrancada de cuajo por los saqueadores hacía milenios. Sobre la tapa, en el pecho, había una larga inscripción en escritura hierática. Brugsch comenzó a leer. Enseguida su rostro perdió cualquier tipo de expresión. Su silencio no pasó inadvertido a sus compañeros.
—¿Pasa algo, efendi? —preguntó Mohamed.
Hasta entonces, sorprendido por la reacción de los dos egiptólogos, no había abierto la boca.
El alemán no respondió. Seguía leyendo con asombro lo que decía aquel modesto texto grabado con tinta negra hacía treinta siglos.
—Émile, ¿qué pasa? —preguntó Kamal desde el otro lado de la pequeña habitación— ¿Qué has visto?
Al no recibir respuesta, se acercó a donde estaba su compañero. Mohamed, extrañado, se unió a ellos. Brugsch parecía hipnotizado por aquel ataúd.
—Mirad esto… —dijo cuando estuvieron a su lado.
Mohamed desconocía hasta las nociones más mínimas de la escritura de los faraones, pero le bastó ver la expresión de Kamal para saber que se trataba de algo extraordinario.
—¿Qué dice? —preguntó el joven egipcio, lleno de curiosidad.
Brugsch tragó saliva y llevó el dedo índice de la mano derecha al comienzo del segundo párrafo escrito sobre la tapa del ataúd.
—Aquí pone —respondió con un hilo de voz—: «Año décimo, cuarto mes de la estación peret, día decimoséptimo del reinado de Siamún. El día en que el rey Men-Maat-Ra Setmer-en-Ptah, Vida, Salud y Prosperidad, fue traído desde su tumba…».
—¡El ataúd y la momia del faraón Seti I, el padre de Ramsés II el Grande! —interrumpió Ahmed Kamal, emocionado por el increíble hallazgo—. Entonces, no es la tumba de la reina Henut-taui ni de Pinedjem…
—Al parecer estamos en una especie de escondite —dijo Brugsch poniéndose en pie—. Conocemos papiros que hablan de los saqueos de las tumbas en época faraónica y de los peligros que corrían los reyes ya en la Antigüedad.
—Aquí hay ataúdes y momias de como mínimo cinco dinastías… La época más gloriosa de la historia de Egipto.
La emoción cortó el aliento de los arqueólogos.
Mohamed no entendía dónde estaba la maravilla de todo aquello. Para él no eran más que antikas, piezas que los efendis valoraban, nada más. No sabía de nombres, dinastías ni tipologías de sarcófagos.
—¿La tumba sigue por ahí? —le preguntó Brugsch señalando el giro hacia el norte en aquella primera estancia.
—En efecto.
El pequeño de los Abderrassul no sabía qué más contestar. No quería adelantar al jefe de los efendis la sorpresa que se iba a llevar en cuanto doblase la esquina.
Brugsch se acercó, iluminó el interior de la nueva galería con su antorcha y descubrió un enorme pasillo del que no alcanzaba a ver el final. Todo estaba repleto de ataúdes, en el suelo y apoyados en las paredes. Allí estaba la historia viva de Egipto. El rostro de los protagonistas de los relieves, en los monumentos de fría piedra, de pronto cobraba vida y sentido.
—Kamal, ven aquí.
Cuando su secretario se acercó, apenas pudo controlar la emoción.
—Esto parece un sueño —dijo Brugsch con el rostro demudado por la impresión del hallazgo.
Avanzaron por la galería. Podían ir erguidos, aunque en algunas partes rozaban el techo con la cabeza.
Encontraron fragmentos del sarcófago de Ramsés I, el del sacerdote Pinedjem I y las momias dentro de sus ataúdes de madera de los faraones Amenofis I, Tutmosis II y Tutmosis III. Había otros ataúdes imposibles de identificar a primera vista. Algunos contaban con textos en muy mal estado, casi imposibles de leer. Uno de ellos llamó la atención de Brugsch. Era un ataúd austero, de madera y, a diferencia del resto, no poseía ninguna inscripción. Al mover la tapa, en su interior encontró una momia. Se agachó para verla de cerca y buscó alguna evidencia que le diera el nombre del hombre o la mujer que allí descansaba. Pero fue en vano. Aquellos restos permanecieron mudos a los ojos del egiptólogo. La momia estaba cubierta de un material extraño y, lo peor de todo, despedía un olor nauseabundo. Brugsch tocó el recubrimiento que la envolvía. Luego miró a Kamal y se lo señaló.
—¿Qué es eso? —preguntó el egipcio.
—Una piel de animal.
—Nunca había visto nada parecido…
—Yo tampoco —reconoció Brugsch.
—El cuerpo parece estar perfectamente vendado pero se ha protegido con este pellejo que hiede como una cloaca.
Se levantaron.
—Será mejor que no toquemos nada de este ataúd hasta que lo hayamos sacado de aquí —dijo Kamal, solícito, mientras volvía a colocar la tapa en su sitio.
Brugsch observó el rostro apenas esbozado sobre la madera blanca, carente de toda decoración y referencia epigráfica. Luego se alejaron y continuaron inspeccionando la galería. Unos veinte metros más allá, el suelo descendía de nivel. En la roca madre se habían esbozado de forma burda unos peldaños para poder bajar a una nueva sala. Ésta era de mayor tamaño y también estaba repleta de ataúdes. En el suelo había uno enorme. Brugsch se acercó a él con curiosidad, preguntándose cómo habrían conseguido introducirlo en aquel estrecho agujero sin que sufriera daños aparentes. La luz de las antorchas no era la mejor manera de ver los detalles, pero era evidente que se trataba de una obra magnífica.
—La reina Ahmose-Nefertari —dijo al tiempo que pasaba suavemente la yema de los dedos sobre los delicados jeroglíficos que recorrían una banda en la parte frontal del ataúd—. Es increíble… Debe de medir casi cuatro metros de altura. ¿Cómo consiguieron meterlo en un lugar tan angosto?
Todo eran preguntas.
—Éste es el ataúd de Ahmose —señaló el arqueólogo egipcio—, el fundador de la XVIII Dinastía… Y dentro está su momia.
—¡Aquí dice Ramsés II! —gritó Brugsch.
Apoyado en una pared, un austero sarcófago de madera, sin ningún tipo de decoración, parecía contener los restos momificados del mayor faraón de la historia de Egipto.
—Tiene un texto muy similar al que hemos visto en el sarcófago de su padre, Seti I —añadió Ahmed Kamal—. Debieron de traerlos al mismo tiempo.
Los datos empezaban a encajar en la cabeza de los dos arqueólogos. Las momias de los reyes enterrados en el Valle de los Reyes habían sido sacadas de sus tumbas durante las épocas de agitación política para ser escondidas en un lugar seguro: en aquella tumba olvidada, lejos de los caminos y senderos convencionales de la montaña. Su recuerdo se perdió y sólo una casualidad permitió su hallazgo casi tres mil años después.
Tres nuevos escalones daban paso a una galería aún más larga que la anterior. Al final de esos más de treinta metros se encontraba el final de la tumba: una cámara rectangular acogía el enterramiento de la familia de Pinedjem II y su esposa Nesikhonsu.
—Éste debe de ser el enterramiento más cercano a nosotros en el tiempo, hacia 935 antes de nuestra era —indicó Ahmed Kamal—. Todos los que hemos visto hasta ahora son anteriores. Seguramente la tumba les perteneció, tal y como señala el grafito que hemos visto al final del pozo. El resto de los ataúdes fueron colocados aquí para asegurarse que no cayeran en manos de los ladrones de tumbas.
—Es posible que usaran una tumba más antigua. Este túnel podría ser de la XVIII Dinastía. Eso no lo sabremos hasta que estudiemos todo este material.
Los dos egiptólogos permanecieron casi dos horas en la tumba. El secretario egipcio contó más de cuarenta momias y otros tantos ataúdes. Mohamed había seguido a pocos pasos los descubrimientos y la identificación de ataúdes y momias con los grandes reyes de Egipto.
—Aquí debe de haber más de cinco mil objetos… —advirtió Kamal—. Émile, ¿qué tienes pensado hacer?
Brugsch no tenía respuesta para aquella pregunta.
No sabía cuál era la mejor manera de sacar todo aquello de allí; lo único que tenía claro era que debía hacerlo y cuanto antes. El hallazgo de la tumba pronto estaría en boca de todos, y era imposible imaginar qué podría pasar en caso de un ataque organizado. Poniéndose en el peor de los casos, llegó a imaginar una pequeña revuelta de los habitantes de Gurna para recuperar lo que consideraban suyo y echar por la fuerza a los efendis. Debían actuar con rapidez.
—Hay que valorar qué es más importante —señaló—: el registro de todas las piezas o su pronto traslado a El Cairo, en concreto al Museo de Bulaq.
—Quizá lo mejor sería sacarlo todo cuanto antes —señaló Kamal—. Desde esta misma noche. Habría que traer el Nimro Hedashar a esta orilla y cargar allí el material.
—Todo esto no cabe en el barco —replicó Brugsch con preocupación—. Tenemos que solicitar uno mayor a El Cairo, pero tardará varios días en llegar. Mientras tanto, hay que inventariar todas las piezas aunque sea someramente. Sólo eso podría llevarnos semanas.
—Deberían sacarlo todo cuanto antes —intervino Mohamed—. Recluten hombres de confianza en Luxor y Gurna y páguenles un buen dinero por unos pocos días de trabajo. También necesitarán más guardas para custodiar el barco y la entrada de la tumba y evitar que nadie se acerque a los alrededores ni de día ni de noche.
—Algunos ataúdes parecen muy pesados… —apuntó Brugsch—. Se necesitarán más de seis hombres para llevarlos hasta la orilla. El trayecto no puede recorrerse de noche, el suelo es inestable, no podemos arriesgarnos a que se les caiga la carga. A pesar del calor del verano y de los cientos de curiosos que se agolparán en el camino, el traslado ha de hacerse de día.
—Habrá que estructurar el trabajo en dos etapas —propuso finalmente Ahmed Kamal—. Primero llevaremos los ataúdes al pie del circo donde se encuentra la tumba; es un lugar cerrado y de fácil vigilancia. Y luego a la orilla del río, donde nos esperará el vapor que transportará las piezas.
—Eso nos llevará días enteros… —Brugsch chasqueó la lengua con preocupación—. Entre el peso, el polvo y el calor, los hombres tardarán horas en alcanzar el río. Estamos a más de cuatro kilómetros de la orilla…
—Pero no hay otra solución —afirmó Kamal.
—No se olviden de los abdabehs —advirtió el pequeño de los Abderrassul—. Hay que tener cuidado con ellos.
Brugsch y su secretario enarcaron las cejas desconcertados.
—Los abdabehs son una tribu peligrosa del desierto —explicó Mohamed—. Mi familia ha tratado en muchas ocasiones con ellos. Cuando sepan que los efendis se llevan el contenido de la tumba, montarán en cólera y atacarán.
Brugsch, preocupado, agachó la cabeza, se llevó la mano a la barbilla y miró los ataúdes que tenía alrededor. ¡Los había por decenas! Los problemas parecían sumarse uno tras otro. Sin mediar palabra comenzó a desandar el camino que los había llevado hasta allí. Los otros dos lo siguieron. El aire era pesado, en algunas zonas costaba respirar. La luz de las antorchas parecía animar los rostros de los ataúdes; los egiptólogos tenían la impresión de que les estaban dando la bienvenida.
Cuando alcanzaron la escalinata que ascendía al primer nivel del gran pasillo, Brugsch se detuvo frente al ataúd blanco sin nombre y volvió a percibir el olor nauseabundo que desprendía la momia guardada en su interior.
—Reforzaremos la guardia —dijo mirando el misterioso ataúd blanco—. No nos queda otra. Como ha dicho Mohamed, reclutaremos lo antes posible a cuantos hombres podamos para el traslado de los ataúdes… avisaremos al jedive de la necesidad urgente de contar con soldados para esta operación.
—Sólo podemos hacer eso y rezar para que todo salga bien —sentenció Ahmed Kamal.