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Año 969 antes de nuestra era
Barrio de los artesanos, Tebas

Rekhamun había madrugado para ir al templo de Ipet-isut justo después del amanecer. La temperatura era fresca. La densa calima que cubría la ciudad convertía el trayecto desde el barrio de los artesanos en una suerte de viaje por el inframundo. Nadie había vuelto nunca de las oscuras tierras del Amduat para relatar una vivencia así, pero los habitantes de Uaset creían que las brumas de la oscuridad debían de ser muy parecidas a aquel paisaje fantasmagórico. El encalado blanco de las casas apenas asomaba entre la niebla, y la vegetación prácticamente había desaparecido de la vista; todos sabían que estaba allí, frente a ellos, pero invisible en aquel sueño de terror y pesadilla. Rekhamun sentía que caminaba hacia las profundidades más oscuras de las aguas del caos, donde la malévola serpiente Apofis reinaba a sus anchas.

Los acontecimientos vividos en los últimos días no ayudaban a mejorar el ambiente. La muerte de Ahmose, los robos en la necrópolis y, sobre todo, las envidias y falsas acusaciones, junto a los escasos rescoldos de la maltrecha confianza que hasta entonces imperaba en la gran capital de la zona sur de Kemet, iban minando poco a poco el ánimo de los habitantes de Uaset.

Acompañaban al maestro de la fayenza varios porteadores que llevaban en cajas cubiertas con paños los encargos recibidos del templo. Los saqueos de los últimos meses habían obligado a repetir los ajuares de varios miembros de la familia real, un trabajo tedioso para los obreros y aprendices pero con un resultado soberbio, como sucedía con todo lo que salía del taller de Rekhamun. El brillo de la fayenza agradaría a los dioses y a los Osiris resucitados en la tierra de Rostau para su disfrute durante toda la eternidad. Rekhamun sabía que iba a recibir toda clase de halagos. Estaba acostumbrado a ellos, así había sido en su familia durante generaciones. La mayor recompensa, fuera el cliente un faraón, un sumo sacerdote, un noble o un modesto artesano, era la satisfacción por el trabajo bien hecho, la gratitud del comprador ante la belleza de esos objetos sagrados que le ayudarían a alcanzar la vida eterna. Otros colegas abandonaban su esfuerzo a la poderosa magia de los textos que acompañaban a los ushebtis, se limitaban a hacer un pequeño bosquejo con fayenza muy tosca y a grabar en ellos el nombre del difunto, pero Rekhamun sabía que si la figura momiforme era hermosa, el trabajo en Rostau sería mucho más agradable.

Aquella mañana, sin embargo, no era una más. Rekhamun iba al sagrado templo de Ipet-isut no sólo para hacer entrega de esas magníficas piezas. Además, el maestro de la fayenza se había propuesto, si tenía fuerzas para ello, confesar a Pinedjem uno de sus mayores secretos.

La comitiva del maestro no tardó en alcanzar la avenida de esfinges, que llevaba a una de las entradas al sagrado templo. Las puertas estaban abiertas. Un pequeño grupo de sacerdotes estaban esperándolo para conducirlo en presencia de Pinedjem. Rekhamun no visitaba Ipet-isut desde hacía meses. Para los últimos encargos había delegado la entrega en sus aprendices o ayudantes. Normalmente el trabajo en el taller requería de su presencia, no podía permitirse el lujo de abandonar los hornos por mucho tiempo, pero esta ocasión era especial: quería entregar en mano las piezas y hablar después del problema que tanto le atormentaba.

Al contrario que en otras partes de la ciudad, la limpieza en las calles que separaban los distintos edificios y viviendas del templo era extrema y se respiraba un ambiente de sosiego y tranquilidad. Eso le ayudó a calmarse. La bruma había empezado a elevarse, dejando a la vista las coloridas paredes de algunas casas. Los primeros rayos de sol comenzaban a incidir sobre las fachadas de los templos menores y los edificios administrativos. Ipet-isut era una explosión de color para los sentidos, un viaje a la magia ancestral que siempre había reinado en la tierra de Kemet.

—Buenos días, maestro Rekhamun.

—Buenos días —respondió el artista al sacerdote que le dio la bienvenida junto a uno de los edificios más importantes del templo.

—Pinedjem te espera en el salón de recepciones.

Cual una comitiva extranjera que llevara presentes al faraón, los porteadores cruzaron en fila la puerta del palacio, precedidos por el propio Rekhamun y acompañados por el sacerdote que los había recibido. El sonido de las sandalias sobre el rico enlosado de calcita les acompañó durante su camino hasta una segunda puerta que se veía al fondo de la galería. A ambos lados, un par de guardas custodiaban el acceso. Al ver llegar al sacerdote, acompañado del artesano y su séquito, abrieron de par en par las puertas y dejaron libre el paso al salón de recepciones de Ipet-isut.

Pinedjem, sentado en su sagrado trono en el centro del salón, vestía las ropas que lo señalaban como sumo sacerdote del clero de Amón en la ciudad de Uaset y gobernador al mando de toda la región sur de la tierra de Kemet. Junto a él, inmóvil pero atento a los deseos de su señor, se encontraba el médico del sacerdote-rey. La salud de Pinedjem se había deteriorado en los últimos tiempos. Los problemas y las preocupaciones habían hecho mella en él, algo de lo que Rekhamun no tardó en darse cuenta.

Cuando todos estuvieron dentro del salón, dispuestos en fila frente al faraón, doblaron el espinazo en señal de respeto y sumisión.

—Incorporaos…

La voz quebrada de Pinedjem sólo se oyó gracias al silencio que se había instalado en el salón después de la entrada del grupo.

—Pinedjem, el maestro Rekhamun trae tu ajuar y el de tu familia —señaló el sacerdote.

El sumo sacerdote observó las cajas que portaban los trabajadores del taller.

—Querido Rekhamun… siempre cumples tu trabajo con excelencia.

—Gracias, Pinedjem. Es para mí un honor trabajar para tu familia.

Pinedjem guardó silencio unos instantes, como si reflexionara qué hacer. Después, ayudado por su médico, se levantó. Bajó los peldaños de la escalinata apoyándose en su bastón regio, se acercó a uno de los aprendices que cargaba con una caja de ushebtis y cogió uno. El nombre de Henut-taui estaba grabado con primor en la parte delantera de la figura; le acompañaba la fórmula religiosa que la convertía en Osiris resucitado en el Amduat.

—Nadie recrea nuestro cuerpo como tú, Rekhamun —señaló, emocionado, el sacerdote-rey con apenas un hilo de voz.

—Tus palabras elogian mi trabajo y te lo agradezco, Pinedjem.

—Es un trabajo extraordinario. Me apena reencontrarme con mi familia en estas circunstancias. Deberían estar disfrutando de la vida eterna en el centro de la montaña occidental, pero alguien ha roto ese descanso de manera incalificable.

—Ahí descansa nuestra preocupación. Ante esa tesitura los elogios carecen quizá de sentido.

—No, Rekhamun, el elogio es merecido. Ipet-isut ha confiado en el trabajo de tu familia desde hace muchos años. Eres el único capaz de dotar de magia a tus creaciones.

—Mi don reside en los dioses de la tierra de Kemet. Sólo soy un mero instrumento de sus decisiones.

Pinedjem paseó frente a los aprendices cargados con el ajuar encargado al taller. Como si pasara revista a su ejército del Más Allá, el sumo sacerdote fue leyendo los nombres escritos en las cajas. Se detenía delante de cada porteador y tomaba una muestra del magnífico trabajo realizado por el maestro artesano. Luego, con todo el cuidado que le permitían sus temblorosas manos, volvía a dejar la figura en el pequeño arcón, cubierto con hermosas escenas que recreaban el culto a las divinidades del Amduat. Osiris, Isis, Nut, Anubis, Hathor…, todos los dioses estaban ahí, esperando a que llegara el momento del viaje del sacerdote-rey. Pinedjem era consciente de que su encuentro con Osiris estaba más cerca de lo que nadie imaginaba.

Cuando llegó frente al último porteador, Hepu, el aprendiz más aventajado del taller de la fayenza, se estremeció ante la cercanía del sumo sacerdote del clero de Amón. Rekhamun había querido premiar el trabajo de su pupilo haciéndole portar la caja en la que descansaban los ushebtis que acompañarían al propio Pinedjem en su viaje al Más Allá. El sacerdote destapó la caja, uno de sus asistentes tomó la delicada tapadera, hecha con madera de sicomoro, y Hepu inclinó el pequeño arcón para que Pinedjem pudiera ver el contenido con facilidad. El brillo azul de las figuras le deslumbró.

—¿Los has hecho tú mismo? —preguntó Pinedjem, admirado, tomando un ushebti del interior.

Hepu, nervioso, no supo qué responder. No quería dejar a su maestro en segundo plano… Miró a su derecha, donde estaba Rekhamun. Éste asintió con la cabeza y sonrió.

—Sí…, señor. Los hice yo con el asesoramiento de mi maestro Rekhamun.

Pinedjem giró la figura entre sus huesudos dedos. Con cada movimiento, el sol que entraba por las celosías del salón chocaba con la superficie de la figura, provocando destellos a cada cual más brillante. El ushebti, mucho más grande que los de sus familiares, medía al menos ocho dedos. Estaba perfectamente modelado en la fayenza azul más resplandeciente que jamás había visto. Los brazos, cruzados sobre el pecho, el derecho sobre el izquierdo, asían dos azadas para labrar las tierras de Rostau. Sobre la espalda pendía una redecilla: la bolsa llena de semillas que pronto cubrirían los campos del cultivo del mundo de Osiris y proporcionarían alimento a Pinedjem por toda la eternidad. La peluca tripartita estaba ceñida por una cinta que, atada por la parte de atrás, dejaba caer los extremos formando un elegante lazo. Sobre el cuerpo, seis líneas delimitaban en sendos registros el texto mágico que daría vida a la figura en el inframundo.

—«El iluminado, el Osiris —leyó el sacerdote-rey de forma pausada—. El sumo sacerdote de Amón, Pinedjem, justificado, dice: ¡Oh, ushebti! Si soy llamado o soy destinado a hacer cualquier trabajo que haya de realizarse allí en la tierra del dios, si ciertamente además se te ponen obstáculos como a un hombre en sus obligaciones, debes presentarte por mí en cada ocasión de arar los campos, de irrigar las orillas o de transportar arena del este al oeste: “Aquí estoy”, habrás de decir…».

Cuando acabó de leer los últimos signos, volvió a disfrutar de su belleza haciéndolo girar con delicadeza entre sus dedos.

—Seguro que funciona —señaló Pinedjem para convencerse a sí mismo de la fuerza y la magia de la figura—. No me cabe la menor duda.

El sumo sacerdote se giró para regresar al trono. Se sentía cansado. Su médico y un sirviente lo flanquearon durante el corto recorrido que lo separaba de los escalones; no eran más que unos pasos pero a él le parecieron un peregrinaje interminable.

—Casi no puedo ni con el cargo que me otorgó la tierra de Kemet —dijo mientras su cuerpo se balanceaba al ritmo de la pesada cabeza de leopardo que pendía sobre su pecho.

Una vez sentado, Pinedjem, agotado, cerró los ojos, apoyó el rostro sobre el bastón regio y descansó unos instantes. En el salón de recepciones sólo se oía la entrecortada respiración del sacerdote.

—Puedes retirarte, Rekhamun —dijo Pinedjem con los ojos entreabiertos—. Te agradezco infinitamente tu esfuerzo. La calidad del trabajo te será recompensada con un precio superior al pactado en un principio. Estoy muy satisfecho contigo.

Al escuchar estas palabras, la comitiva que había acompañado al maestro de la fayenza dobló el espinazo en una exagerada genuflexión. Acompañados de una pequeña escolta de la guardia del templo, abandonaron el salón.

—El que tiene que estar agradecido soy yo, Pinedjem —repuso Rekhamun llevándose las manos a los muslos e inclinándose—. Es un honor para mí y mi estirpe poder colaborar para la gloria eterna de tu familia.

El maestro artesano hizo una pausa y tragó saliva, nervioso por lo que se había propuesto decir a continuación.

—Pinedjem, me gustaría que me concedieras unos instantes para hablar contigo de un asunto de gran importancia…

El sumo sacerdote abrió los ojos, sorprendido.

—Por supuesto. ¿De qué se trata?

—Es… es un asunto delicado.

—¿No estás de acuerdo con el dinero que recibirás por tu excelente trabajo? —Pinedjem miró a uno de sus asesores y añadió—: Que se le doble la cantidad de oro que teníamos pensado pagarle por sus piezas. Me parece justo.

—No, Pinedjem, no es eso. El dinero acordado cubre con creces las expectativas de nuestro taller; te estoy muy agradecido.

—¿Entonces? —El sacerdote-rey parecía cada vez más extrañado—. ¿Cuál es ese asunto que tanto te preocupa?

—Creo que podríamos decir que es un… asunto de Estado.

Pinedjem despertó del letargo en el que parecía sumido desde el comienzo del encuentro con el taller de Rekhamun, apoyó las dos manos en el bastón regio y se irguió para escuchar con atención.

—Adelante, habla.

—Se trata de la muerte de Ahmose.

Las palabras del maestro artesano cayeron como un mazazo sobre Pinedjem. Confiaba plenamente en Rekhamun, sabía que cualquier cosa que él dijera debía ser tenida en cuenta.

—Te escucho —dijo con el ceño fruncido.

—Ahmose vino a verme al taller pocas horas antes de que apareciera muerto en las aguas del templo.

—Me dijeron que estuvo haciendo preguntas en la Casa de la Vida, aquí en Ipet-isut, y que luego desapareció misteriosamente.

—Sí, pero eso sucedió después de visitar mi taller —explicó Rekhamun—. Vino solo. Quería confesarme un temor que le afligía y no quería dejar más testigos de su presencia en mi taller que yo mismo y algunos de mis aprendices. Ellos podrán dar testimonio de su visita. Al enterarme de su muerte a la mañana siguiente, les rogué que no comentaran nada a nadie hasta que yo hablara contigo.

—Debía de estar muy afligido para hacer algo así con tanta rapidez y tanto secretismo.

—Así es —afirmó Rekhamun, cada vez más nervioso.

—¿Y por qué no lo consultó conmigo? Teníamos una relación muy estrecha.

—Cuando conozcas la historia, entenderás por qué no lo hizo.

—Cuéntame pues qué le preocupaba.

Rekhamun miró con recelo a los hombres que había en el salón. Prefería que aquella historia quedara entre Pinedjem y él. El sumo sacerdote se percató de su temor; miró a la guardia y con un simple gesto les ordenó que abandonaran la sala de recepciones; lo mismo hizo con el sirviente que acompañaba al médico. Éste fue el único que permaneció junto a él.

Cuando estuvieron los tres solos en el centro del salón, Rekhamun tragó saliva de nuevo y cruzando los dedos de las manos con nerviosismo comenzó a hablar.

—Ahmose estaba realmente muy angustiado cuando llegó al taller. Como de costumbre, le dije que me acompañara a una habitación en la que recibimos a los clientes. Nos sentamos allí y no quiso esperar a que mi servicio nos trajera algo para beber, tal como era la costumbre siempre que venía a verme. Me di cuenta entonces de que se trataba de un asunto grave.

Rekhamun tomó aire para darse fuerzas y prosiguió.

—Me dijo que creía saber quién era la mano ejecutora de los robos de la necrópolis. Quién proporcionaba los datos de las moradas de eternidad.

Al escuchar estas palabras, Pinedjem bajó la mirada al suelo. Los latidos de su corazón comenzaron a acelerarse hasta alcanzar un ritmo endiablado. El sumo sacerdote respiró hondo para intentar tranquilizarse y reposar la tormenta de nombres y sentencias que podría tomar y que en aquel momento volaban por su cabeza.

—Te contó quién era el traidor de la Casa de la Vida que proporcionaba los datos…

—No, Pinedjem, la información no salía de Ipet-isut… sino de las dependencias de los escribas de la necrópolis.

Pinedjem levantó la mirada de golpe y observó atónito al artesano. La expresión de sus ojos se tornó triste y desencajada. No soportaba la traición. No alcanzaba a comprenderla. Sacando fuerzas de la rabia y la desolación que en aquel momento lo embargaban, se puso en pie apoyándose en su bastón. Los pensamientos se agolpaban en su cabeza. ¿Cómo nadie se había dado cuenta? ¿Cómo no se había percatado de los errores que siempre señalaban en la misma dirección? Confiaba plenamente en las palabras de Rekhamun, sabía que lo que le estaba contando era la verdad. Midiendo cada uno de sus pasos, caminó despacio de un extremo a otro del estrado. De pronto se detuvo y miró fijamente a su amigo. Un solo nombre resonaba en el interior de su cabeza.

—Takelot —dijo con un hilo de voz.

El silencio de Rekhamun confirmó sus sospechas.

—Takelot me ha traicionado… —susurró Pinedjem como si no acabara de creérselo. Regresó al trono. Estaba cansado, pero una extraña fuerza interior parecía darle energías para afrontar su última batalla, seguramente la más agria de todas. Cuando se hubo sentado, miró a Rekhamun y añadió—: Quiero que me cuentes todo lo que te dijo Ahmose.

Rekhamun, sereno, empezó a contar las sospechas que le había transmitido el escriba de la necrópolis respecto a su compañero libio.

—Fue Takelot quien, durante el interrogatorio, pidió que se diera agua al prisionero.

—Agua que él mismo había emponzoñado… —agregó Pinedjem, que comenzaba a ver las cosas claras.

—Así debió de ocurrir, señor. Ahmose se percató de que en los últimos robos los ladrones habían accedido al valle por puntos de vigilancia que Takelot supervisaba.

—Takelot quiso engañarme reconociendo su error delante de mí —espetó Pinedjem; aquello añadía más leña al fuego de la traición—. No tuvo ningún reparo en ello.

—Claro que no. Actuó en todo momento con sangre fría. Sabía que si reconocía un error, el último sospechoso sería precisamente él. Es más sencillo buscar culpables en otras personas. Es insólito que sólo hubiera un hombre en el puesto de vigilancia. Se lo podría haber dicho a Ahmose. Sin embargo, se lo calló. Prefirió pedir perdón una vez cometido el robo.

—El ladrón sabía a qué hora debía entrar y salir de la necrópolis sin ser visto… —dijo el sumo sacerdote—. Ahmose me comentó una vez que ellos mismos son los que ordenan las rondas nocturnas, cómo y a qué hora se deben hacer.

—Las circunstancias dieron además una coartada a su plan. Dos hombres de la guardia murieron de forma inesperada. Takelot sabía que los guardas no pueden entrar en las tumbas si no es por un asunto realmente grave y urgente. Si lo hacen, corren el riesgo de morir a manos de la justicia. Siempre van sin antorchas, más en una noche en la que al parecer la luna brillaba con todo su esplendor.

El sumo sacerdote de Amón escuchaba el testimonio de su artesano con la mirada perdida en los muros del fondo del salón. Poco a poco, la historia comenzaba a tener sentido.

—Takelot tiene acceso a todos los datos de la biblioteca donde se señala qué hay en cada morada de eternidad —prosiguió Rekhamun—. Los ladrones de tumbas no suelen saber dónde entran. La mayoría de los robos en la necrópolis son simples saqueos, una búsqueda de objetos de valor a la desesperada, entran en varias tumbas al azar. Aquí no. Sabían perfectamente adónde ir y qué robar en cada lugar.

Rekhamun guardó silencio mientras el sumo sacerdote reflexionaba.

—Si no recuerdo mal —señaló Pinedjem rompiendo el silencio—, Ahmose me contó que antes de que el prisionero exhalara el último suspiro intentó pronunciar el nombre de la persona que había dirigido la operación. Y ese nombre nada tenía que ver con Takelot…

—En efecto, Pinedjem. —Rekhamun parecía tranquilo ante la mención de ese pequeño detalle—. Takelot se ocupó de tomar nota de todo lo que se dijo en el interrogatorio. Beki, el orfebre que detuvieron no lejos de mi taller, comenzó a decir un nombre antes de morir a causa del veneno que había ingerido con el agua. Ese nombre no aparece en el informe, Takelot no lo registró, pero Ahmose lo tenía bien grabado en la memoria.

—¿Qué nombre dijo? —preguntó Pinedjem.

—Cabría esperar que Beki hubiera mencionado a Takelot. Pero al parecer el escriba libio fue más inteligente: utilizó siempre a un intermediario al que seguramente nunca mostró su rostro. El orfebre pronunció el comienzo de un nombre: Pay. Ahmose estuvo investigando de quién podría tratarse y dio con la clave. El nombre completo es Paykamén, trabaja bajo la tutela del supervisor de los ganados del santuario. Al poco de que este hombre descubriera que Ahmose estaba detrás de sus pasos, el escriba fue asesinado.

—No se trató de una muerte por accidente ni de un suicidio… —dijo Pinedjem con espanto.

—No, todo indica que lo asesinaron. Paykamén también acabó con Nesumontu, el tercer ladrón de la necrópolis, para que nadie conociera los detalles del robo.

El sumo sacerdote recordó que Takelot le había dicho que corrían rumores acerca de que Ahmose era un encubridor de los robos.

—Menudo traidor…, menudo cobarde… —Pinedjem apretaba los puños con fuerza—. El libio me dijo que Ahmose regresaba de la Casa de la Vida y que allí pudo haber descubierto algo que incomodara a los ladrones. Así fue, pero Takelot tergiversó la realidad para maquillarla de confesión. Me contó que había sido un accidente, cuando realmente él mismo estaba detrás de su muerte.

—Tus palabras no hacen más que confirmar las sospechas que le costaron la vida al escriba. Takelot sabía lo que estaba ocurriendo y quería obtener tu favor gracias a medias verdades. Con esos gestos, su protagonismo en la trama quedaba oculto por los falsos rumores que vertía sobre Ahmose.

Pinedjem dejó caer el peso de su cuerpo contra el respaldo de su trono y cerró los ojos. El médico no perdía de vista sus reacciones. Acontecimientos como aquél no hacían más que minar su salud y restarle fuerzas para seguir adelante.

—Te agradezco tu valentía, Rekhamun. Tu familia y tú siempre os habéis mostrado leales.

—No se trata de ningún mérito —se justificó el artesano quitándose importancia—. Así deberíamos actuar todos.

—Cierto, pero la lealtad es una cualidad extraña entre los habitantes de Uaset. Todos parecen ofuscados por el brillo del oro, como si eso les garantizara la vida eterna en el reino de Osiris. Hay culpas y pecados tan atroces que ni siquiera los libros mágicos pueden reparar. Nadie ha conseguido regresar de Rostau para contarlo, pero estoy convencido de que son muchos los que no llegan hasta allí por más que cubran sus moradas de eternidad de textos sagrados y de imágenes de los dioses para que protejan su tránsito hasta la eternidad.

—La magia de Kemet es muy poderosa, créeme —advirtió Rekhamun—. Si sabes usarla correctamente puedes conseguir cualquier cosa. Pero también tiene sus trucos.

Pinedjem se levantó y, con la ayuda de su médico, bajó los escalones para despedirse del artesano.

—Te agradezco lo que has hecho, Rekhamun —dijo colocando su mano sobre el hombro de su siervo.

Luego dio media vuelta y avanzó hacia la puerta apoyándose en su regio bastón.

—Necesito descansar. Mandaré llamar a Takelot para que venga a verme a mis aposentos. Tengo que hablar con él.