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Miércoles, 6 de julio de 1881
Luxor

Émile Brugsch no había conseguido pegar ojo en toda la noche. Estaban a principios del mes de julio y el calor apretaba con dureza en toda la región. No era habitual trabajar en los meses estivales, pero la posibilidad de hallarse cerca de la meta había obligado a todos los miembros del Servicio de Antigüedades a permanecer esos días alerta. Y la espera había merecido la pena. Al menos eso opinaban Wilbour, De Rochemonteix y Ahmed Kamal, pero el egiptólogo alemán no estaba tan seguro. Aunque había tomado todas las precauciones posibles, temía que aquel gesto de buena voluntad por parte de Mohamed Abderrassul no fuera más que una simple triquiñuela para ganar tiempo. Los habitantes de Gurna conocían la ubicación de decenas de tumbas en la Montaña Tebana que los arqueólogos ignoraban por completo. Muchas de ellas tenían pinturas y relieves sorprendentes; algunas conservaban incluso el ajuar funerario intacto. Lo que preocupaba a Brugsch es que le llevaran a un lugar en el que se hubiera depositado parte del ajuar del verdadero yacimiento. De ser así, resultaría muy difícil conocer la verdad, y la valiosa información que podría sacarse de aquel trabajo se habría perdido para siempre por la cerrazón de los saqueadores de tumbas de Gurna.

Fuera como fuese, no era el momento de ponerse a hacer cábalas sobre el contenido de aquel lugar secreto. Brugsch había pasado gran parte de la madrugada deliberando con sus compañeros. Pidió a Ahmed Kamal que reclutara hombres de confianza para formar un pequeño grupo armado que los protegiera en su camino hacia la Montaña Tebana. Cuando los habitantes de Gurna descubrieran que su mayor secreto había sido dado a conocer a los efendis, podría suceder cualquier cosa. Brugsch prefería tenerlo todo bien atado, no dejar nada al azar.

Mohamed Abderrassul había permanecido esos días en el barco por razones de seguridad. Poco antes del amanecer, el egipcio seguía reunido con Émile Brugsch y su colaborador más cercano, Ahmed Kamal; parecía sentirse más cómodo junto a su compatriota. Otros consideraban que el egiptólogo egipcio era un traidor de su país; colaborar con los efendis no estaba bien visto entre los lugareños. Los habitantes de Gurna no entendían que uno de ellos compartiera el mismo interés histórico por los antiguos faraones que un extranjero. Se aceptaba que trabajaran como asistentes o criados de los efendis, en definitiva eran los que mejor pagaban, pero coincidir en sus gustos, y más cuando se trataba de las preciadas antikas, el secreto mejor guardado por los habitantes de la orilla oeste de Luxor, resultaba cuando menos sorprendente e incomprensible.

Sentados en una esquina de la habitación se hablaban Mariam, Charles Wilbour y Maxence de Rochemonteix. Los tres permanecían al margen y en absoluto silencio, como les había indicado Brugsch. Era necesario que los dos hombres estuvieran presentes, y Mariam parecía tranquilizar a Mohamed, pero cualquier comentario fuera de lugar podría hacer cambiar la opinión de Mohamed y echarlo todo por tierra.

—No es un lugar peligroso si se toman las precauciones necesarias —señaló el pequeño de los Abderrassul.

—¿Cuántas veces has estado allí? —preguntó Ahmed Kamal con curiosidad.

—Pocas —respondió Mohamed con la mirada perdida en el suelo, como si estuviera confesando un grave delito—. La primera cuando mi hermano Ahmed la descubrió, luego me mostró el camino, y después he ido a buscar piezas para vender. La última vez fue hace unas semanas…, fuimos a por una momia.

—No has ido mucho, entonces. —Ahmed Kamal parecía sorprendido.

—No, aunque he pasado cerca en muchas ocasiones. Mi hermano Ahmed ha sido siempre prudente en las visitas. En todos estos años no creo que haya entrado más de seis o siete veces en la Montaña de las Momias.

—¿Cómo la has llamado? —preguntó el alemán.

—La Montaña de las Momias, Gebel al Mummiauat.

Todos se miraron con extrañeza. Los egipcios daban nombre a los lugares donde vivían dependiendo de antiguas tradiciones y no era infrecuente que un hallazgo arqueológico acabara bautizando una ciudad o una aldea, pero nadie había oído hablar jamás de aquel insólito lugar.

—Nuestra familia le puso ese nombre —precisó Mohamed percatándose de la sorpresa de los efendis—. Nadie más la llama así. Para ustedes y el resto de los egipcios ese lugar es Deir el-Bahari.

Todos guardaron silencio ante aquella revelación.

—El circo rocoso donde se levanta el templo de la reina Hatshepsut —dijo por fin Brugsch rompiendo el silencio.

El nombre árabe, Deir el-Bahari, literalmente el «convento del norte», venía de un antiguo cenobio copto que había junto al templo faraónico.

—Así es, pero la tumba no está exactamente allí, se encuentra muy cerca, sí, pero en un lugar que nosotros llamamos la Montaña de las Momias.

Los egiptólogos intentaron imaginar cómo era el lugar que los Abderrassul identificaban de aquella forma tan singular. Todas las tumbas de la antigua Tebas tenían momias. No debía de ser nada extraño.

—Háblanos de ese lugar —dijo Brugsch sin esconder el deseo que le empujaba a ir corriendo hasta allí a cada instante que avanzaba el relato de Mohamed.

—Lo encontramos por casualidad hace varios años.

—¿Cuándo exactamente? —preguntó el alemán.

—No lo recuerdo bien —contestó Mohamed con la mirada perdida en el techo de la habitación—. Yo era apenas un adolescente.

—¿Hace cinco o seis años? —Brugsch intentaba obtener una respuesta que encajara con los indicios que tenían.

—Quizá alguno más; sí, tal vez siete años.

Los egiptólogos intercambiaron una mirada; aquello confirmaba sus sospechas. La fecha encajaba a la perfección con el año en que comenzaron a aparecer en el mercado ilegal de antigüedades las piezas del Tercer Período Intermedio.

—Continúa, por favor, Mohamed —pidió Brugsch.

—Íbamos con nuestro vecino Kamal. Una cabra se había perdido. No eran buenos tiempos, como ahora, pero entonces no había alternativas con las que sacar dinero para alimentar a la familia, así que buscamos al animal con tesón.

Mohamed se interrumpió. No se encontraba cómodo contando la historia a los efendis. Todo le parecía una pesadilla.

—Tranquilo, confía en nosotros —le indicó Ahmed Kamal poniéndole una mano en el brazo—. Prosigue, por favor.

Pasados unos segundos, Mohamed tomó aire y reanudó su relato.

—Era casi de noche y en los riscos donde nos encontrábamos hay numerosas grietas en la roca, así que avanzábamos con mucho cuidado. De pronto dimos con un agujero enorme en el suelo. Kamal llevaba una caja de cerillas, encendió una y la lanzó dentro para intentar saber la profundidad del lugar. Parecía muy profundo. Con la ayuda de una cuerda, mi hermano se descolgó por el pozo en busca de la cabra. Pasaron muchos minutos hasta que nos hizo una seña para que lo eleváramos.

El pequeño de los Abderrassul volvió a guardar silencio.

—Llevaremos varias sogas —dijo Ahmed Kamal con naturalidad—. Toma un poco de agua.

—Tampoco vendría mal un tronco de palmera para hacer de travesaño por el que descolgarnos —añadió Mohamed—. Facilitaría las cosas. —Apuró el agua y prosiguió con su relato—: Mi hermano apareció con la cabra, un tanto malherida. Todos nos alegramos de nuestra suerte y dimos gracias a Dios, pero mi hermano Ahmed dijo que teníamos que irnos de allí enseguida, que aquél era un lugar maldito y que había visto cosas horribles en el fondo del pozo. Nos pidió que mantuviéramos en secreto lo que habíamos vivido esa noche y regresamos a la casa.

—¿No os dijo qué había visto allí abajo? —quiso saber Brugsch.

—No. Yo era muy joven y sabía que en la aldea abundaban las historias sobre encuentros con los afrit, los guardas de las tumbas de los faraones. Tuve miedo y no volví a sacar el tema nunca más.

—Creíste que os habíais topado con los afrit… —dijo Kamal.

—Así es. Olvidé lo sucedido aquella noche hasta que mi hermano hace unos meses me sacó del engaño. Un día mi madre me dijo que Ahmed debía contarme algo. Esa noche me llevó al lugar donde está la tumba, descendí con él al pozo y entré en ella…

Un silencio tenso lo cubrió todo.

—¿Sólo hay una tumba? —preguntó el egiptólogo alemán con incredulidad mientras miraba a su colega egipcio.

—Sí, es un pozo que da acceso a una enorme galería.

Aquello confirmaba las palabras de Mariam, que ya había dicho a Brugsch que se trataba de una única tumba.

—Realmente nunca he entrado de día, siempre he ido allí por la noche para evitar que alguien nos descubriera.

Émile Brugsch se levantó y caminó por su improvisada oficina en el Nimro Hedashar. No había mucho espacio. Decidió abrir una de las ventanas. El calor a esas horas de la madrugada, cuando el sol anunciaba el amanecer por detrás de los templos de Luxor y Karnak, se hacía notar. El egiptólogo se desabrochó el cuello de la camisa.

—Una sola tumba, no una necrópolis —intervino De Rochemonteix mientras se levantaba y se acercaba al egipcio—. ¿Es de gran tamaño?

Mohamed asintió.

—No es como las tumbas que hay en el otro lado de la Montaña Tebana o las de Biban el Moluk, el Valle de los Reyes. No hay grandes habitaciones. Es un pasillo largo al que se llega por un pequeño acceso. Todo es muy estrecho. En algunas partes no se puede caminar erguido.

Mohamed dibujó en el aire una «L» con un palo muy largo, dando a entender la extremada longitud de la galería principal. Los hombres del Servicio de Antigüedades se miraron extrañados. Esa tipología era completamente insólita.

—¿Y las paredes tienen relieves o pinturas? ¿Hay alguna clase de signo? —inquirió De Rochemonteix.

—Allí abajo la oscuridad lo cubre todo, pero yo diría que no. Las paredes están apenas desbastadas. No hay esos signos de los antiguos faraones, ni dibujos o escenas. No es como las tumbas del valle que usamos como establos. Es distinta.

—Si no hay habitaciones, ni pilares que sujeten el techo, ni pinturas…, ¿qué hay dentro? —preguntó Brugsch.

—La galería principal está repleta de ataúdes y momias —respondió Mohamed—. Algunos son como dos hombres de alto, y otros tienen recubrimientos dorados. Además, hay cajas con miles de ushebtis, jarras, muebles, joyas y amuletos en las momias…

Wilbour hizo un gesto de incredulidad a su compañero De Rochemonteix. Sabía de las exageraciones de los habitantes de Gurna cada vez que encontraban un objeto cualquiera en el desierto. Un fragmento de un viejo sarcófago de madera podía convertirse en el lecho de oro de un renombrado rey.

La única manera de comprobarlo era ir a ese lugar.

—Creo que no nos queda nada más por hacer aquí —dijo Brugsch dando por terminada la charla—. En el embarcadero nos espera un transbordador con nuestros hombres para marchar a la otra orilla.

Con los primeros rayos del sol, Mohamed, Brugsch, Ahmed Kamal y Mariam estaban preparados para cruzar al oeste de Luxor, la orilla de los muertos. Wilbour y De Rochemonteix se quedarían en el Nimro Hedashar a la espera de noticias.

En uno de los extremos de la embarcación, Mohamed, con la cabeza gacha y la mirada perdida, seguía dándole vueltas a lo acontecido en los últimos meses, preguntándose si las cosas podrían haberse hecho de otra forma. Su familia había recibido mucho apoyo por parte de los vecinos, pero también había otros que, celosos desde siempre de su éxito, los habían señalado como los verdaderos culpables de que los efendis hubieran tomado interés por la Montaña Tebana y las antikas de los faraones.

Al llegar a la otra orilla, los esperaban varios soldados montados a caballo. Iban engalanados con traje blanco de chaqueta, tarbush rojo y fusil en ristre, preparados para cualquier emergencia. Se habían encargado de que en los alrededores no hubiera ningún campesino que pudiera importunarles en el trayecto hasta la montaña.

Una vez todos hubieron montado en sus respectivos caballos, miraron a Mohamed Abderrassul.

—Te seguimos —dijo Brugsch ante el silencio inicial del egipcio.

—Lo más fácil es ir primero hacia Deir el-Bahari, donde se encontraba el antiguo monasterio —respondió Mohamed en tono quedo.

—Pues adelante.

—Debería ir primero con algunos hombres hasta el templo de la reina Hatshepsut —señaló Kamal—. Por precaución. No vaya a ser que los vecinos, que seguro que ya saben que estamos aquí y por qué, hayan preparado alguna emboscada…

—Sólo mi hermano y yo sabemos dónde está esa tumba —intervino el menor de los Abderrassul—. Allí no habrá nadie. La gente tiene que trabajar para sacar adelante a su familia, no tiene tiempo de organizar emboscadas.

—Te entendemos, Mohamed, pero no está de más tomar algunas precauciones —explicó Brugsch—. Seguramente no todos los vecinos estén de acuerdo en que nos muestres el emplazamiento. Es por nuestra seguridad y también por la tuya.

—Recuerde, efendi, que hemos hecho un pacto: mi familia se verá liberada de cualquier tipo de persecución —recordó Mohamed.

—Tienes mi palabra.

Acto seguido, Brugsch alzó la mano e iniciaron la marcha. En el camino se cruzaron con algunos labradores que los observaban con curiosidad. La sorpresa de los habitantes de Gurna llegó al ver a Mohamed en la comitiva de los efendis. Un campesino dio un codazo a su compañero, señaló al pequeño de los Abderrassul, soltó la azada y salió corriendo en dirección a la casa que había a apenas un centenar de metros. Mohamed presenció la escena con preocupación. En pocos minutos todo el mundo en la orilla oeste sabría qué estaba sucediendo.

La comitiva siguió avanzando a buen ritmo en dirección al circo rocoso que protegía el templo en terrazas de la reina Hatshepsut. Mariam y Brugsch cruzaron una mirada de complicidad al pasar junto al Rameseum. La joven intentó apaciguar la preocupación que reflejaba el rostro de su amigo con una sonrisa. Brugsch agradeció el gesto con otra sonrisa y continuaron cabalgando hacia el camino de tierra que bordeaba la loma de Dra Abu el-Naga.

La noticia se había extendido rápidamente por la orilla oeste. Al poco de que Kamal y sus hombres arribaran al templo de Deir el-Bahari, algunos habitantes de Gurna comenzaron a acercarse curiosos. Una nube de polvo anunció la llegada del grupo de Brugsch. Los guardas a caballo se adelantaron para apartar a los campesinos. Ahmed Kamal y Brugsch observaron a Mohamed a la espera de nuevas indicaciones. El pequeño de los Abderrassul tomó aire. Hasta el último instante dudó sobre la conveniencia de dar a conocer el lugar donde se escondía el secreto de su familia. Pero había llegado hasta allí, ya no podía echarse atrás. El futuro de su familia estaba en juego. Debía ser valiente y honesto, y proteger a los suyos de futuras dificultades con la ley.

—Dejaremos los caballos aquí y continuaremos a pie —dijo—. No estamos lejos.

Al escuchar estas palabras, Brugsch comenzó a recelar. Lanzó una mirada a su secretario, pero éste observaba fascinado la montaña con las primeras luces del día. El egiptólogo alemán no quería sorpresas de última hora, pero no podía hacer otra cosa que esperar y confiar. Pensó en la de veces que había caminado por aquel paraje sin percatarse de la existencia de un lugar oculto…, cuán cerca habían estado de la meta sin saberlo. ¿Había realmente allí una tumba secreta que se había mantenido oculta durante miles de años? Pronto lo sabría.

Desmontaron y siguieron a pie por el valle que se abría al sur del templo de la reina Hatshepsut. Los rayos de sol incidían ya en la Montaña Tebana; el calor empezaba a notarse. El crujir de las suelas de los zapatos contra la grava era el único telón de fondo de la marcha. Ahmed Kamal y Émile Brugsch se miraron durante unos segundos. Los dos sentían la misma incertidumbre, el mismo nerviosismo. Si la misteriosa tumba se hallaba de verdad muy cerca de donde se encontraban, pronto tendrían la respuesta al millón de preguntas que les habían inquietado en los últimos meses.

Mariam y algunos gafires de la zona les seguían muy de cerca. A medida que ascendían por la pequeña loma iban penetrando en un nuevo wadi. El suelo estaba repleto de piedras de tonalidades rojas, amarillas y blancas. No en vano aquel lugar era llamado por los aldeanos de Gurna Wadi Alaun, el Valle de los Colores. Al coger una piedra del suelo se convertía en polvo multicolor. Los antiguos artesanos egipcios sacaban de aquí muchos de los ingredientes necesarios para la fabricación de pinturas de vivos colores.

El valle recorría la parte de atrás de la necrópolis de los nobles, donde se levantaba la aldea de Gurna. Esa área de la Montaña Tebana estaba formada por varios circos rocosos, el último de los cuales creaba un gigantesco telón de fondo para el templo funerario de la reina Hatshepsut. El siguiente circo contenía los restos de varios muros de adobe; antiguamente había existido en ese emplazamiento un templo romano, pero en el suelo apenas quedaban unas pocas manchas oscuras del adobe empleado para los edificios. En algunas partes de la loma oriental se podían ver los enormes agujeros de tumbas que habían sido saqueadas en la Antigüedad. En muchas de ellas vivía gente; asomados a la puerta de sus modestas viviendas, contemplaban con curiosidad el séquito de los efendis.

—A partir de este tramo el camino es estrecho —dijo Mohamed—. Será mejor que vayamos de uno en uno.

—¿Quieres decir que la tumba está en esa dirección? —preguntó Brugsch, perplejo.

—Así es. Hay que ascender hasta la esquina del circo rocoso. Está al final del sendero. No hay salida y no hay mucho espacio para moverse. Es mejor que no vengan todos; puede ser peligroso.

—De acuerdo. Iremos Ahmed, tú y yo. Además nos acompañarán el jefe de la guardia y los cuatro hombres que cargarán con el tronco de palmera que necesitaremos para el descenso. El resto del grupo esperará aquí.

—¡Mira, Émile, es Hathor! —gritó Mariam de repente.

Todos miraron el lugar de la montaña que señalaba la joven copta. La luz incidía sobre las piedras formando una imagen curiosa. Una gigantesca peluca de caliza parecía cubrir el rostro de una mujer, la misma imagen que los antiguos egipcios identificaron con la diosa vaca Hathor, una de las protectoras de la Montaña Tebana.

—Es cierto —dijo Ahmed Kamal—. Es la diosa Hathor.

Con su peluca clásica, el rostro femenino representado miles de veces sobre ataúdes, capiteles, estatuas y pinturas, parecía darles la bienvenida a un lugar secreto. No en vano, la Montaña Tebana estaba identificada con esta diosa, así lo afirmaban muchos textos y algunos pasajes del Libro de los Muertos.

—Quizá sea una señal —comentó Brugsch con una sonrisa.

La joven copta, orgullosa de su descubrimiento, miró al alemán emocionada.

—¡Suerte! —gritó cuando los arqueólogos continuaron su camino sin perder de vista la presencia de la diosa egipcia.

El paisaje era un magnífico decorado de color rojo. Brugsch, que iba sin chaqueta, sacó un pañuelo del bolsillo del chaleco y se secó el sudor. Si a esas horas de la mañana el sol ya apretaba, no quería ni imaginar qué temperatura habría dentro de la tumba… El sol apenas había despuntado en el horizonte y ya debían de estar a treinta grados.

Provistos de cuerdas, un tronco de palmera y las teas necesarias para la exploración, continuaron ascendiendo. Brugsch se detuvo en varias ocasiones a lo largo del camino. El sendero no parecía tener salida y no había nada que señalara la presencia de un agujero o pozo.

—Espera aquí, Ahmed —dijo frunciendo el ceño con desconfianza—. Me adelantaré con Mohamed y el jefe de la guardia.

—¿Sucede algo? —preguntó Kamal, extrañado.

—No acabo de entender adónde nos lleva… Aquí no parece haber nada.

Brugsch observó el paisaje que los rodeaba. El rostro de la diosa Hathor seguía observándolos desde la pared más profunda del circo rocoso. La emoción del momento le había hecho olvidarse por un instante del intenso calor. En pocos minutos aquel desierto se convertiría en una terrible caldera.

Mohamed seguía avanzando por el estrecho camino que recorría la pared de la montaña. Él mismo miraba con curiosidad el lugar: era la primera vez que iba allí a plena luz del día. Brugsch lo seguía a apenas un metro de distancia. El egipcio se movía con desenvoltura entre piedras y rocas cortantes; en cambio el alemán avanzaba con temor, mirando a cada paso dónde ponía el pie para no caer terraplén abajo.

De pronto, Mohamed se detuvo. Se encontraba justo a mitad de la pared del circo. Parecía imposible que un sendero tan estrecho llevara a un sitio que desde abajo se veía como algo prácticamente inaccesible. Tras un leve giro a la derecha para adentrarse en la roca de la montaña, el camino llegaba a su fin. Ante ellos había un espacio abierto; no era muy grande, pero lo suficiente para que varias personas pudieran maniobrar con comodidad. Parecía como si la naturaleza hubiera colocado una repisa en la pared de la Montaña Tebana para ocultar durante siglos un preciado secreto.

Allí estaba. El muro rocoso formaba una especie de biombo natural que hacía prácticamente imposible ver el agujero desde abajo o desde arriba, a más de treinta metros de altura. Mohamed no abrió la boca; pegado a la pared, se limitó a señalar con la mano izquierda el extremo de aquella plataforma rocosa. Brugsch lo observó con incredulidad. El nerviosismo le hizo esbozar una leve sonrisa. Escondido en el hueco de la pared había un enorme agujero excavado en la roca por la mano del hombre. Miró asombrado al jefe de la guardia. ¿Cómo es que nadie se había percatado de aquel lugar con anterioridad?

¡Estaban a menos de cuatrocientos metros del templo de la reina Hatshepsut!

—¿Ésta es la Montaña de las Momias? —preguntó Brugsch.

—Así es —respondió Mohamed—. Para bajar, lo mejor es atar la soga al tronco y colocarlo atravesado al agujero. Estas rocas que cierran el paso son seguras.

—¿Qué profundidad tiene el pozo?

—No lo sé con certeza…, unos quince metros, quizá algo menos. El agujero es estrecho. Si colocamos el tronco en el centro no habrá problemas. La entrada al pozo está a la izquierda.

—Parece que hay luz suficiente para bajar —señaló Brugsch—. Encenderemos las teas cuando lleguemos abajo.

Se acercó al borde del risco e indicó por señas a su secretario que se acercara a toda prisa. Ahmed Kamal no se hizo esperar y, con zancada segura entre las piedras de la montaña, en unos segundos se reunió con Brugsch. Cuando éste le señaló el agujero que se abría en el suelo como una chimenea natural, el egipcio esbozó una sonrisa de emoción y sin perder más tiempo tomó las cuerdas que habían traído y empezó a extenderlas por el suelo. Hizo un nudo con una de ellas y la amarró con fuerza al tronco de palmera. Colocaron el tronco atravesado sobre el agujero y lanzó el otro extremo de la cuerda al pozo. El ruido del golpe contra el fondo tardó en llegar. Aquella gruta, en efecto, tenía bastante profundidad.

Antes de aferrarse la cuerda a la cintura, Brugsch miró por última vez el rostro de la diosa vaca observándolos desde la pared de la montaña. Luego se acercó al borde del pozo para comenzar el descenso.

Ahmed Kamal se puso un par de guantes para sujetar mejor la cuerda. A medida que descendía, Brugsch se sumergió en el corazón de la roca de la montaña. La claridad reflejada en las paredes del pozo descendente obligaba a entornar los ojos.

Una vez en el suelo, vio el negro agujero que llevaba hacia el interior de la montaña. Estaba excavado en la pared occidental del pozo, en la misma dirección que el inframundo de los antiguos egipcios. Extrajo del bolsillo de su pantalón una caja de cerillas, encendió una y con ella prendió la tea con la que había descendido. Tal como había dicho Mohamed, el pozo era estrecho, de haberla encendido arriba seguramente se habría quemado en algún giro inesperado. Lo primero que hizo fue iluminar el suelo y las paredes que tenía alrededor. Gracias a su pericia arqueológica no tardó en descubrir varios grafitos pintados con tinta roja. Apenas podían leerse, pero aquello era la confirmación de que estaban en el camino correcto.

El agujero abierto a sus pies daba acceso a una galería. Estaba parcialmente colmatado por escombros. Brugsch se adentró mínimamente en el pasillo y esperó a Ahmed Kamal. Desbordado por la importancia de lo que estaba viviendo, no se percató de que su colega estaba bajando hasta que casi lo tuvo junto a él.

—Mira esto —dijo el alemán señalando uno de los grafitos que acababa de ver en la pared.

Ahmed Kamal acercó la luz al texto procurando no dañarlo con el hollín. Cuando lo leyó, miró boquiabierto a su compañero.

—Es un texto de los antiguos sacerdotes señalando que aquí están enterrados Pinedjem II y su esposa Nesikhonsu…

—Algunos de los papiros y ushebtis que hemos conseguido recuperar les pertenecieron. No me cabe duda de que se trata de una tumba inacabada —dijo Brugsch—. No sabemos cuándo, pero debió de reutilizarse en algún momento.

—La única manera de saberlo es entrar en ella y ver qué nos encontramos.

Brugsch se arrodilló y avanzó la antorcha para intentar ver el final de la galería. Estaba llena de escombros pero había espacio suficiente para arrastrarse hasta una zona en la que aquel túnel parecía desembocar en una habitación.

—¡Mohamed! —gritó—. ¡Será mejor que bajes!

La cuerda comenzó a moverse como la soga que sujeta el badajo de una campana. A los pocos minutos el sonido de unos pies saltando al fondo del pozo les hizo girarse. Mohamed los observaba con atención. Hacía tiempo que no pisaba aquel lugar, pero una maraña de sentimientos comenzó a azorarle.

—Hay que arrastrarse. Iré yo delante.

Dicho esto, se introdujo con decisión en el orificio. Parecía conocerlo muy bien. Los agujeros de la Montaña Tebana no tenían secretos para los habitantes de Seikh Abd el-Gurna. Arrastrándose con habilidad, los dos miembros del Servicio de Antigüedades siguieron a Mohamed hasta las profundidades de aquella gruta. Brugsch se dio cuenta de que entre las piedras que dificultaban el camino había restos de madera y dedujo que debían de proceder del saqueo reciente de algún ataúd.

Pocos metros después, que a ellos se les hicieron muy largos, alcanzaron la primera habitación. Brugsch y Ahmed Kamal se pusieron de pie y aguardaron a que la vista se acostumbrara a la luz. Las sombras empezaron a tomar cuerpo y color.

—Ésta es la Montaña de las Momias —susurró Mohamed Abderrassul.

Los dos egiptólogos se miraron sorprendidos. En todos sus años de carrera jamás habían visto nada igual.