Miércoles, 29 de junio de 1881
Luxor
Ahmed Abderrassul ha sido puesto en libertad! —gritó Wilbour.
Acababa de irrumpir en el despacho donde Brugsch, Kamal y De Rochemonteix se hallaban reunidos. El americano sudaba copiosamente; el intenso calor del verano y la carrera hasta el barco le pasaban factura.
La noticia cayó como un jarro de agua fría en los allí reunidos. Desde hacía semanas, cuando todas las pistas habían conducido hacia la familia más poderosa de Gurna, la investigación, lastrada por el peso de un silencio y un ocultismo pocas veces vistos en Egipto, no avanzaba.
—¿Cómo dices? —preguntó, incrédulo, el director en funciones.
—Lo que acabas de oír —respondió Wilbour—. El gobernador de Quena, Daoud Pachá, ha decidido dejar en libertad a Ahmed Abderrassul por falta de pruebas.
—¿Falta de pruebas? —exclamó, indignado, el marqués De Rochemonteix—. ¿Qué más pruebas necesitan? Todos saben que son ellos. El negocio se ha frenado. Incluso Mustafa Aga Ayat me ha reconocido que los Abderrassul eran los que traían piezas al mercado de antigüedades de Luxor. ¡Es increíble!
—Sí, pero, salvo nosotros, no es eso lo que piensan las autoridades. Están limpios como una patena. —El americano tomó asiento en la única silla que quedaba libre en el modesto despacho de Brugsch.
—Era previsible… —dijo Ahmed Kamal—. Confiamos demasiado en la participación del jedive y del Ministerio de Obras Públicas, pero al parecer todo sigue igual.
—Todo ha sido inútil —señaló De Rochemonteix, abatido—. Las piezas volverán al mercado de antigüedades como si nada hubiera ocurrido.
—Esto es Egipto en estado puro —añadió Kamal.
El egipcio conocía bien el funcionamiento de sus instituciones. Los aldeanos de Gurna se sentirían victoriosos, y si hasta entonces se habían manifestado completamente reacios a colaborar, a partir de ahora el ocultamiento alcanzaría extremos insospechados. Con aquella liberación, Daoud Pachá acababa de dar la razón a sus convecinos. Las antigüedades les pertenecían y no tendrían que compartirlas con los efendis. Todos sabían que los habitantes de Gurna eran familias enteras de ladrones. En realidad se estaba juzgando quién era el propietario de las piezas y de los lugares donde aparecían, los egipcios o los efendis. Y el gobernador había hablado.
—¿Qué crees que debemos hacer ahora, Émile?
La pregunta de Charles Wilbour sacó de sus pensamientos a Brugsch. Desde que el americano había entrado en la habitación no había abierto la boca; ni siquiera había oído algunos comentarios de sus colegas. La advertencia de Mariam instándole a que actuaran rápido ya que, de lo contrario, liberarían al saqueador, se había cumplido con exactitud.
—Todo el trabajo de los últimos meses se ha venido abajo —dijo finalmente con el mismo desaliento que sus compañeros—. No ha servido de nada. Nos hemos jugado la vida y todo ha sido en vano. La corrupción está instalada en el país hasta extremos que ninguno de nosotros sospechaba.
—La intervención del jedive ha sido inútil —añadió Wilbour—. Realmente no se me ocurre otra forma de seguir adelante que usar nuestros propios medios. Ni siquiera los métodos expeditivos del gobernador de Quena han ayudado a abrir la boca de Ahmed Abderrassul.
—Émile, estamos en un callejón sin salida. Algo hay que hacer y pronto —señaló De Rochemonteix casi en tono de súplica—. El futuro de ese lugar lleno de información es vital para nuestro conocimiento del Antiguo Egipto.
—Por desgracia, a mis compatriotas eso no les interesa absolutamente nada. Sólo buscan el dinero rápido.
Las palabras de Ahmed Kamal parecían la única conclusión que se podía sacar en claro de aquella situación.
—Si se trata de dinero —continuó Brugsch—, el Servicio de Antigüedades no puede estar pagando a las familias de Gurna por algo así. Esa tarea corresponde al Estado.
—Pero ya ves que no van a hacer nada. Olvídate. Hay que reaccionar y rápido.
La respuesta de Kamal mostraba en pocas palabras el escenario al que se enfrentarían a partir de entonces.
En el cenicero que había en el centro de la mesa de trabajo sólo quedaba un cigarrillo encendido. El humo escapaba por la ventana que daba al Nilo. Durante unos pocos minutos los cuatro hombres guardaron un silencio sobrecogedor. Desde el barco podía oírse a la gente que, junto a los marjales, gritaba y reía de alegría por la noticia de la liberación de Ahmed Abderrassul.
De pronto, Brugsch se levantó de su silla, dio un par de zancadas hasta el perchero en el que estaba su chaqueta y su tarbush y miró la hora.
—Es una solución desesperada, pero puede funcionar.
Sus compañeros lo miraban extrañados.
—¿Adónde te diriges? —preguntó Wilbour.
—Voy a ver a Mustafa Aga Ayat. Si no encontramos una solución para este maldito entuerto, seguramente él sepa cómo actuar.
—Olvídate de su colaboración —respondió De Rochemonteix—. Ese hombre sólo se mueve por intereses a los que no podemos aspirar. No cuentes con él.
—Puede que tengas razón, amigo mío, pero no pierdo nada intentándolo. Y si no lo hace motu proprio, le daré los argumentos necesarios para obligarle a ello, no te quepa la menor duda.
Brugsch salió del despacho y dejó la puerta abierta.
Sus compañeros permanecieron allí sorprendidos. Ni él mismo sabía qué hacer, pero tenía claro que el vicecónsul contaba con las herramientas necesarias para resolver el caso. Bajó con decisión los escalones que llevaban a cubierta. Los dos hombres de seguridad que custodiaban el barco se apartaron al verle acercarse con tanto ímpetu.
La casa de Mustafa Aga Ayat no quedaba lejos de donde se encontraba amarrado el barco. El sol caía a plomo sobre la Corniche. El verano acababa de empezar, ralentizando la vida del país hasta la desesperación. Semanas después de la detención, el cabeza del clan de los Ad el-Rassul era liberado. Ese mismo trámite se habría resuelto en pocos días en cualquier país europeo. Pero los egipcios siempre se tomaban su tiempo para hacer las cosas; unas semanas preciosas, pensó Brugsch, que, una vez perdidas, apenas le dejaban tiempo para maniobrar.
Los pocos egipcios que había en la Corniche le observaron con curiosidad. Sabían quién era, su rostro se había convertido en una imagen familiar para los habitantes de Luxor desde el arresto de Ahmed Abderrassul. Ahora que estaba libre y que la noticia había llegado a todos los barrios de la pequeña ciudad, nadie temía a aquel efendi. Al contrario, sabedores de que ni él ni ningún otro efendi podría molestarles a partir de entonces, lo miraban con desdén.
Sin embargo, Brugsch se negaba a creer que el éxito de la operación, varios meses de trabajo y el seguimiento de unas pesquisas conseguidas con mucho esfuerzo, se fuera por la cloaca por el simple hecho de que el dinero y la corrupción lo podían todo en aquel país.
Los hombres que había a la entrada de la casa del diplomático de origen turco se asustaron al ver llegar al jefe de los efendis con aquellos aires. Brugsch no medió palabra alguna cuando puso el pie en el patio de la vivienda. Era evidente que estaba allí por el asunto de los Abderrassul. Sorprendido, uno de los hombres de Mustafa Aga Ayat reaccionó dándole paso hacia la escalera que llevaba a la planta superior, donde se encontraba el despacho del político. El egiptólogo se plantó delante de la puerta en cuatro zancadas. Antes de que la persona que la custodiaba hiciera siquiera el amago de girar el pomo para avisar a su señor de la presencia de Brugsch, éste ya había hecho su entrada.
Mustafa Aga Ayat levantó la mirada de los papeles que tenía sobre la mesa. Detrás de él, una ventana abierta dejaba correr un poco el aire. Extrañado por aquella visita inesperada, el diplomático intentó buscar una respuesta en el rostro de su funcionario, pero éste, aturdido, levantó los hombros y las manos en señal de indefensión. Aga Ayat le indicó con un gesto que se retirara y cerrara la puerta.
—Buenos días, Émile. Qué sorpresa verte en mi casa —dijo mientras se secaba el sudor del rostro con un delicado pañuelo de algodón—. ¿A qué se debe esta inesperada visita?
—Sabes perfectamente a qué he venido —dijo Brugsch con voz firme—. Ahmed Abderrassul ha sido puesto en libertad, cuando son numerosas las pruebas y los testigos que lo señalan como uno de los autores materiales del saqueo de una necrópolis faraónica en la orilla oeste de Luxor.
Aga Ayat alzó la mano para pedirle que se calmara y se levantó.
—No te exaltes, querido amigo —dijo en tono quedo—. Esas pruebas no deben de ser tan claras cuando está en libertad. ¿Yo qué tengo que ver con eso? Soy vicecónsul de varios países extranjeros, y mis funciones se ciñen a eso. Desconozco por qué el gobernador de Quena lo ha dejado en libertad, pero intuyo que será por falta de pruebas. Y eso sólo significa que estamos en un sistema justo para todos.
El cinismo de Mustafa Aga Ayat acabó por sacar a Brugsch de sus casillas.
—No me creo lo que estoy escuchando. Tú mismo invitaste a uno de nuestros hombres a traficar con antigüedades en la fantasía que diste en tu casa.
Con dos zancadas el alemán alcanzó uno de los muebles que decoraban la pared del despacho junto a la ventana. En una de las baldas, un ushebti de la reina Henut-taui demostraba la falsedad de los argumentos del vicecónsul.
—¿Qué es esto? —preguntó Brugsch blandiendo la figura de fayenza como si hubiera recuperado el tesoro del interior de una oscura tumba—. Yo te lo voy a decir. Esto no es más que la prueba de tu participación en ese sucio negocio.
Mustafa Aga Ayat permaneció en silencio. No temía ponerse en peligro por algún comentario desacertado, de ser así habría retirado la figura de la estantería hacía tiempo. Nunca la había ocultado ni le había preocupado su presencia ahí cuando recibía visitas.
—No te equivoques, Émile —dijo reconduciendo la conversación—. Yo sólo le hice un obsequio de bienvenida a nuestra ciudad. Un ushebti. Una simple figura funeraria como las miles de antigüedades que llegan a diario a las tiendas del mercado de Luxor de forma completamente legal. No sé por qué os preocupan unos más que otros.
—Con esas palabras lo único que demuestras es tu absoluta ignorancia. Ni siquiera conoces el valor de las piezas que pones en el mercado…
—Eso es una acusación muy grave que no te consiento —señaló Mustafa levantando la voz y encarándose a Brugsch—. No eres más que el jefe de los efendis, más entusiasta que Maspero, lo reconozco, pero en definitiva sois tan extranjeros como yo. No tienes nada que hacer aquí, ni pruebas con las que demostrar lo que dices.
—No olvides que las antigüedades que esa familia ha estado sacando en los últimos años de la Montaña Tebana han tenido consecuencias mucho más graves que el simple tráfico de piezas. Sabemos que varias muertes están relacionadas con ello. Al fin y al cabo, es mucho el dinero que se mueve, y el celo en tu gestión debe de ser muy exigente.
—Veo que no tienes reparos en lanzar falsas acusaciones contra mí. No sé a qué muertes te refieres y, desde luego, estoy convencido de que careces de cualquier tipo de prueba que corrobore tal cosa.
—Tú mismo has reconocido a Maxence que hacías de puente, ¿a quién quieres engañar?
Mustafa Aga Ayat le sostuvo la mirada durante unos segundos. En silencio.
—Ten cuidado, Émile —dijo bajando el tono de voz—. Podrías hundirte en las turbulentas arenas movedizas sobre las que ya caminas.
—¿Me estás amenazando, Mustafa? ¿Acaso tienes miedo de lo que pueda sacar a la luz? No tienes ni idea de lo que sabemos ni de lo que podemos llegar a hacer.
—Al parecer, no mucho. De lo contrario, el caso se habría cerrado hace semanas. Daoud Pachá no ha hecho más que dar la razón a los habitantes de Gurna…
La conversación se acalló con el ruido de la puerta abriéndose de forma brusca. Los dos hombres giraron la cabeza al unísono. Los hermanos Abderrassul permanecían hieráticos junto a la entrada. Ahmed tenía un aspecto muy desmejorado. El tiempo en prisión bajo la férrea mano del temido gobernador de Quena, Daoud Pachá, le había pasado factura. Lucía su galabiya negra habitual, pero su majestuoso porte de siempre se veía menoscabado por la presencia de un bastón. Lo necesitaba para caminar. Apoyado en el hombro de su hermano Mohamed, apenas se mantenía en pie. Los interrogatorios a los que lo habían sometido le habían dejado tullido.
Brugsch se preguntaba de qué había servido tanta dureza en los interrogatorios para después liberar al culpable sin cargo alguno. Parecía ridículo. La corrupción y el menosprecio por la vida humana importaban poco al gobierno local.
Nadie supo qué decir ni cómo retomar la conversación. El único que tenía las cosas claras era el director en funciones del Servicio de Antigüedades. Brugsch no tardó en tomar la palabra.
—Veo que vuelve a estar en la calle —dijo Brugsch—. Debo decir que su presencia en el despacho del vicecónsul no me sorprende. Tendrán cosas de que hablar, ¿no es así? Imagino que retomarán el comercio ilegal de piezas y que en pocos días veremos correr decenas de ushebtis reales por los anticuarios de Luxor, de El Cairo, de Suez. Henut-taui, su esposo Pinedjem, papiros, momias…
—Nunca encontrarán el lugar —espetó Ahmed con desprecio—. La montaña es de los habitantes de Gurna. No conseguirán absolutamente nada. Todos sus intentos han resultado ser un fracaso.
—Sin embargo, no parece que lo hayan tratado tan bien como esperaba. —Brugsch señalaba el bastón del mayor de los Abderrassul.
—Esto es culpa de las injurias que se han vertido sobre mí y sobre mi familia —respondió el egipcio—. Todos nuestros vecinos han desfilado delante del gobernador de Quena afirmando la inocencia de nuestras manos. Y aun así, a pesar de sus testimonios, he sido maltratado en los interrogatorios dirigidos por el propio Daoud Pachá. ¡Todo para intentar buscar explicación a sus falsas acusaciones!
—¿Falsas acusaciones…? —repitió Brugsch.
El egiptólogo pensó por un instante si realmente Ahmed Abderrassul había perdido el juicio y se creía una suerte de mesías, un profeta elegido por la divinidad para custodiar un tesoro milenario. No había otra forma de explicar aquel bombardeo de absurdos desatinos.
Mohamed permanecía en silencio junto a su hermano. Su rostro aún reflejaba el miedo y la incertidumbre de los últimos días ante la tesitura de ver al cabeza de familia en la prisión de Quena bajo la férrea vigilancia de la policía del temido Daoud Pachá.
—Voy a solicitar una indemnización al gobierno por el despreciable trato que se me ha dado en la prisión de Quena. Apenas puedo caminar por culpa de las palizas a las que me he visto sometido por su culpa.
—¡Tú te lo has buscado! —le recriminó el alemán con desdén—. Te ofrecimos una quinta parte de lo que apareciera en esa tumba y no quisiste aceptar. La avaricia te ciega, y eso mismo es lo que te ha llevado al pozo en el que ahora estás. No busques falsas excusas señalándonos como los culpables de tu situación. Si nos hubieras dicho, como te ofrecí, dónde está esa tumba, esa maldita tumba, habrías ahorrado muchos problemas a tu familia.
Ahmed lo observaba desconcertado. Era la primera vez, en todos los años que llevaba saqueando el sepulcro, que no oía hablar a un efendi de un cementerio perdido o de una necrópolis oculta en el desierto. Brugsch sabía que se trataba de un solo enterramiento.
—Sí, es una tumba —continuó el egiptólogo percatándose de su inquietud—. Sabemos que es una única sepultura llena de objetos de un período muy concreto de la historia del Egipto faraónico. Pero eso a vosotros os da absolutamente igual. La quinta parte es una oferta muy generosa. Al menos la tumba no se deterioraría aún más. Pero al parecer no quieres eso. Tu codicia te carcome y no te deja pensar.
—Solicitaré la indemnización —repitió el árabe—. Los egipcios están con nosotros. Si realmente conociera ese lugar, no me quedaría con menos de la mitad de sus tesoros, pero no para venderlos sino para quemarlos delante de los efendis.
Brugsch sabía que no había vuelta atrás. Debía reflexionar sobre qué hacer en los próximos días. Se reuniría con sus compañeros en el barco y juntos decidirían una nueva estrategia.
—No creas que has vencido —dijo alzando un dedo amenazante.
—Creo que esta conversación ha terminado —intervino Mustafa Aga Ayat—. Será mejor que regreses a El Cairo con el barco de los efendis.
Brugsch le miró con el rostro encendido.
—¡O sea que el que sobra aquí soy yo! Yo soy el culpable de la desdicha de este hombre. Queréis que me vaya para poder hablar de vuestros sucios asuntos, ¿no es así?
—Ahmed ha estado a mi servicio durante muchos años y la relación que mantengo con su familia es magnífica. Por eso ha venido a verme. No busques otra respuesta a tus fantasías. Yo también he defendido su honorabilidad ante el juez. No tenéis una sola prueba para incriminarlo, ni a él ni a nadie de su familia.
—¡Eres un embustero! —Brugsch señalaba el ushebti de Henut-taui—. Todos sabemos que eres la persona que colocaba sus piezas en el mercado. Antes o después lo demostraremos.
—Tú eres un sucio efendi que ha humillado a mi familia —le espetó Ahmed con una expresión de odio infinito—. Tú y sólo tú eres la causa de que no pueda caminar y de que todo Gurna haya sufrido en los últimos tiempos la sospecha infundada de otros egipcios.
—¿Estás diciendo que te parece lícito encontrar una tumba, robar los tesoros de quienes dices son tus antepasados, y venderlos como si fueran baratijas en un mercado? ¿Acaso hacéis eso porque ya no sabéis cómo arrastrar los cadáveres de vuestros propios padres?
Aquel comentario insidioso encendió la ira de Ahmed Abderrassul, que levantó el bastón contra el alemán decidido a cometer una nueva locura. No hizo falta que Mohamed lo frenara, las heridas que tenía en las plantas de los pies por los golpes y tajos de los hombres de Daoud Pachá apenas le permitían caminar; no había dado ni dos pasos cuando cayó con todo su peso sobre la rica alfombra turca que se extendía en el centro del despacho de Mustafa Aga Ayat. Quedó en el suelo, indefenso. Ayudado por su hermano y con gran esfuerzo, consiguió ponerse en pie y tomar asiento en una silla.
—Márchate ahora mismo de aquí.
La voz del vicecónsul sonó con firmeza desde detrás de su mesa de trabajo.
—Eres igual de cobarde que ellos —señaló el alemán con sangre fría.
Sin pensárselo dos veces, Aga Ayat giró noventa grados el brazo y de un manotazo hizo saltar por los aires el ushebti de Henut-taui que estaba sobre la mesa.
Mohamed presenciaba la escena con el rostro completamente demudado. Él mismo había avisado a su hermano de que aquello podía pasar si no hacía una pausa en la venta de antigüedades sacadas de la tumba. Encerrado en su mundo, reflexionaba si no habría sido mejor seguir al margen de todo ese entuerto. El tiempo le había demostrado que aquel enterramiento de la época de los faraones estaba emponzoñado y lleno de espíritus maliciosos.
—Esa tumba está maldita… —dijo casi en un lamento el pequeño de los Abderrassul.
—¿Qué dices? —preguntó Ahmed, incrédulo.
—Ha sido la ruina de nuestra familia —respondió el hermano pequeño—. ¿De qué sirve conseguir dinero y riquezas cuando realmente no tienes nada? Esa tumba estaba llena de afrit y de sortilegios dejados allí por los magos de los faraones.
—¿Estás loco? —espetó su hermano mayor en tono irritado—. Los únicos malditos aquí son los efendis que quieren robarnos lo que es nuestro para encerrarlo en museos y enriquecerse con ello.
—Todos los árabes saben que esa tumba, en el fondo, está maldita —añadió Brugsch—. No hay más que verte, Ahmed. No podrás seguir ocultando durante mucho tiempo el secreto de tu familia. La tumba sólo ha traído desgracias a la aldea de Gurna. Los espíritus de los faraones os han echado un anzuelo, sus joyas, y habéis picado como verdaderos incautos.
—El efendi tiene razón —añadió Mohamed—. Has conseguido salir de la cárcel y de qué forma, alhamdu li Ala. Pero no sirve de nada tener dinero si luego te tienes que esconder.
—¡Émile, márchate o no tendrás otra oportunidad! —gritó Aga Ayat al ver que la situación se le iba de las manos.
—¡Él no tiene la culpa de nada de esto! —gritó Mohamed interponiéndose de nuevo.
—¿Te colocas del lado de los efendis? —le reprochó su hermano Ahmed.
—Dime ¿de lado de quién estamos? —Mohamed fulminó a Ahmed con la mirada—. Se nos llena la boca hablando de nuestros ancestros, de nuestro rico pasado y vivimos de saquear los cadáveres de los antiguos moradores de la montaña. ¿Es que no lo ves? ¡No podemos seguir viviendo de los muertos!
—Diste tu palabra de que dedicarías tu tiempo al secreto de la familia —farfulló Ahmed entre dientes en tono amenazante—. Lo que estás diciendo es muy grave, hermano.
—No menos grave que lo que hemos estado haciendo los últimos años —replicó Mohamed.
—¡Estás del lado de los efendis! ¡Es imperdonable!
—No metas a los efendis en esto. Ellos no tienen nada que ver. Eres tú quien los usa como excusa para seguir adelante con un trabajo deshonesto y ruin. ¿A quién vendemos las piezas? ¿A nuestros vecinos? No. Se las vendemos a los efendis. Tan terribles no serán, ¿no es así?
Ahmed Abderrassul guardó silencio. Miró a quien siempre había sido su mentor, Mustafa Aga Ayat, pero esta vez el diplomático no se atrevió a abrir la boca.
Mohamed prosiguió con su arenga.
—Te sorprendería saber cuántos miembros de nuestra familia, empezando por madre, están a favor de que todo esto acabe de una maldita vez.
Tarbush en mano, Brugsch caminó hasta la puerta. Sabía que él no pintaba nada en aquella discusión. Debían ser los hermanos Abderrassul quienes alcanzaran un acuerdo.
—Puedo daros una segunda oportunidad, pero ya sabéis a cambio de qué —dijo antes de girar el picaporte—. Si no decís dónde está ese lugar, las desgracias continuarán devorando vuestra comunidad y tarde o temprano acabarán también con vosotros. Esto sólo es el comienzo.
Brugsch dio un portazo al salir que se oyó en todo el patio de la casa, el eco reverberó entre las columnas y galerías del edificio.
Al salir a la Corniche, tomó conciencia de su fracaso: el ímpetu con el que había ido a la casa de Mustafa Aga Ayat se había disipado en un instante al comprobar la cerrazón e hipocresía con la que aquellos hombres trataban el tema. La corrupción y el crimen estaban tan arraigados que cualquier sugerencia sobre el cumplimiento de las leyes era entendida como una transgresión al natural devenir de los acontecimientos en Gurna.
De camino al Nimro Hedashar, Brugsch vio de lejos la tienda de Antoun Wardi. Le llamó la atención que la puerta estuviera entreabierta y no hubiera luz. Cuando se estaba acercando oyó un fuerte golpe procedente del interior. Aceleró el paso y abrió la puerta de un empujón. A Brugsch le dio tiempo a agachar la cabeza y esquivar una escultura que alguien había lanzado desde la otra punta de la tienda.
—¡Cuidado, Émile! ¡Va armado con un cuchillo!
La voz de Mariam, escondida detrás del mostrador, le alertó del peligro.
Sin pensarlo dos veces, tomó del suelo la cabeza que aquella misteriosa sombra le había arrojado y se la devolvió con un tiro certero.
El hombre se apartó y corrió hacia el mostrador. Tenía un objetivo muy claro: acabar con Mariam. Brugsch no se lo pensó dos veces: corrió tras la sombra, golpeó con el puño la mano del hombre y el cuchillo saltó por los aires.
Mariam aprovechó para levantarse y correr al lado opuesto de la tienda, donde, aterrorizada, se escondió detrás de un mueble. Mientras, la sombra había conseguido lanzar un derechazo en el rostro del alemán que, caído en el suelo, buscaba en la oscuridad algo con lo que protegerse antes de que el asesino se abalanzara de nuevo sobre él. Y lo encontró. Una de las botellas que habían saltado por los aires en la refriega le sirvió de improvisado estilete. La rompió contra el suelo y, cuando el otro se aproximaba amenazante, le golpeó con fuerza en la mano y el rostro. La sombra lanzó un grito de dolor, maldijo al efendi y, malherido, abandonó la tienda por la puerta de atrás.
Brugsch oyó que varios hombres se habían acercado a la entrada alarmados por el ruido.
—¡Émile! —gritó Mariam asomando la cabeza por detrás del mueble—. ¿Estás bien?
—Sí, estoy perfectamente. ¿Y tú? ¿Estás herida?
Brugsch se quitó de encima a los tres hombres que con toda su buena voluntad habían entrado en la tienda para asistirlo, aunque al ver que se trataba del jefe de los efendis actuaron con recelo.
Había manchas de sangre en el suelo, pero se percató enseguida de que no eran de él. Nada más ponerse en pie corrió hasta la muchacha.
—¿De verdad que estás bien?
La joven apenas tuvo fuerzas para asentir con la cabeza. El miedo vivido en los últimos minutos la venció de golpe y rompió a llorar en los brazos de Brugsch.
—No te preocupes —la tranquilizó él acariciándole el rostro—. Ya pasó todo. Se ha marchado y no volverá. Cuéntame qué ha sucedido.
Mariam sacó un pañuelo de un bolsillo de la chaqueta, se enjugó las lágrimas y, ya más tranquila, tomó aire y comenzó su relato.
—Estaba recogiendo las carpetas del mostrador antes de cerrar la puerta del negocio hasta mañana. Estaba inquieta. Acababa de conocer la noticia en la calle, en boca de un campesino, de la liberación de Ahmed Abderrassul. Preferí marcharme pronto. Tenía miedo…
La joven comenzó a sollozar de nuevo. Brugsch la ayudó a levantarse del suelo y a que tomara asiento en una de las sillas que había tras la mesa en donde ella solía envolver los paquetes con las compras.
—¿Por qué tenías miedo?
—Los Abderrassul son una familia muy poderosa y sin escrúpulos. Sabía que tarde o temprano pensarían en mí y me acusarían de ser confidente de los efendis. Wardi no confiaba en mí, siempre pensó que mi honestidad era peligrosa.
—De eso me di cuenta el primer día —afirmó el alemán acariciándose la barbilla.
—Sin embargo, no se separaba de mí porque sabía que no le iba a dar problemas. Como siempre me advirtió mi padre: ver, oír y callar.
—No es la primera vez que usamos esa frase en algún trabajo en el Servicio de Antigüedades.
—Nunca les gustó que una cristiana trabajara para Wardi en el anticuario.
—Pero tú nunca has participado en ninguna operación. No tienes nada que ver con su detención.
—Pero eso a ellos les da igual, Émile. No atienden a razones. Soy copta y mujer, y por lo tanto desconfían de mí. En el momento en que el cabeza de familia ha sido liberado, han ido directamente a por mí.
Brugsch torció el gesto con preocupación; las cosas se estaban complicando por momentos.
—¿Le viste el rostro a ese hombre?
—No, la tienda estaba a oscuras, ya había bajado las persianas. Me disponía a salir por la puerta trasera cuando me topé de bruces con él.
—¿Y qué hacía él ahí?
—Los Abderrassul han venido muchas veces aquí, y casi nunca entran por la puerta principal, siempre se reúnen con Wardi atrás para evitar miradas indiscretas. Ese hombre sabía perfectamente cómo entrar sin que lo vieran los vecinos.
Más calmada, Mariam sonrió.
—Gracias por venir. Si no llega a ser por ti seguro que…
—No digas eso, Mariam. He hecho lo que debía hacer. Si no hubiera sido yo, cualquiera habría entrado con el alboroto que se oía desde la calle.
Brugsch se tranquilizó al verla sonreír; su presencia le agradaba, estaba a gusto con ella.
—Tenemos que irnos de aquí —dijo tomándola de la mano—. Cierra la tienda y vamos al barco. Lo mejor será que hoy duermas en el Nimro Hedashar, allí estarás más segura.
—Quiero que sepas que siento muchísimo la liberación de Ahmed Abderrassul. Si puedo ayudar en algo, lo haré.
Mariam sabía elegir las palabras justas en cada conversación. El momento era delicado, seguramente más que nunca, y ella era consciente del peligro.
—No temas. Tengo que hablar con mis compañeros para decidir cuál será nuestro siguiente paso. Las cosas se han complicado sobremanera con la liberación de Ahmed.
Mariam cerró la puerta trasera, tomó sus cosas del mostrador y ambos salieron a la calle.
—Ya te avisé de que las cosas no serían tan sencillas —dijo ella de camino al embarcadero—. Lo más fácil es negociar con ellos, evitar la justicia, llegar a un acuerdo como siempre se ha hecho en la política de la aldea. Imagino que la puesta en libertad de Ahmed se ha debido a la intercesión de sus amigos importantes, que habrán defendido la honorabilidad y lealtad de los Abderrassul delante del gobernador.
—Sí, es cosa de locos…
Vieron a lo lejos el Nimro Hedashar; los hombres que custodiaban el barco eran de la guardia del propio jedive, toda una contradicción, pensó Brugsch, cuando ni siquiera el máximo gobernante del país era capaz de controlar lo que pasaba dentro de su territorio. No tenía sentido confiar en su guardia.
—No puedo volver a la tienda —dijo Mariam—. Tengo que dejar ese trabajo.
—¿Dónde está Wardi ahora?
—Nunca cierra la tienda, él se va antes a casa y me deja a mí esa responsabilidad. Seguramente no aparecerá hasta que se calme el revuelo que se ha formado con la liberación de Ahmed Abderrassul.
—No creo que sea seguro que vuelvas a verlo —señaló Brugsch—. No me extrañaría que estuviera al tanto de lo que hoy iba a suceder en la tienda. No digo que él diera la orden de atacarte, pero seguramente lo sabía y lo consintió.
Mariam se estremeció al pensar en lo que podría haber sucedido de no haber aparecido Brugsch por allí.
—¿Y qué vas a hacer ahora? Las cosas no están bien en el Alto Egipto —comentó Brugsch con preocupación.
—Tampoco me sentía segura con Wardi —reconoció la joven—. Las complicaciones de las últimas semanas han generado ciertas tensiones, él cree que estoy de parte de los efendis y que podría poner en peligro el negocio. Después de lo de hoy prefiero dejarlo.
—Bueno, realmente no anda descaminado, estás de nuestra parte. ¿Por qué lo haces?
La joven cristiana, avergonzada, agachó la cabeza y guardó silencio. Por fin levantó los ojos hacia Brugsch.
—Bueno, la verdad es que no sé qué decir…
—Efendi…
La voz de un hombre interrumpió la conversación. Mohamed Abderrassul los escrutaba con mirada profunda junto a la entrada de acceso al embarcadero. Al reconocerlo, Brugsch se puso en tensión, apretó el puño y le lanzó un fuerte golpe. El joven, aturdido por el puñetazo, cayó al suelo.
—¡Habéis estado a punto de matarnos! —gritó el alemán al tiempo que se agachaba para sujetarlo por el cuello de la chilaba.
Cuando Brugsch, rojo de ira, estaba a punto de soltarle un segundo puñetazo, Mariam lo agarró del brazo.
—¡Quieto, Émile! —exclamó—. Lo vas a matar. Escucha primero qué es lo que quiere.
El egiptólogo sabía que Mariam tenía razón. No tenía ningún sentido tomarse la justicia por su mano.
—¿A qué has venido? —preguntó Brugsch.
—Me gustaría que mi familia no volviera a tener problemas.
Las palabras de Mohamed Abderrassul les sorprendieron.
—Solamente le pido eso —continuó el egipcio—. Creo que es justo. A cambio yo le llevaría hasta la tumba. Se encuentra en la Montaña Tebana.
Brugsch no daba crédito a lo que estaba escuchando.
—¿Y cómo sé que esta oferta no es más que una sucia trampa después de lo que acabáis de hacer en la tienda de Wardi o el otro día con Wilbour?
Mohamed se mordió los labios, nervioso.
—Siento lo ocurrido —afirmó, compungido—. En las últimas semanas nuestra familia se ha dividido en dos bandos. Unos quieren mantener el secreto de la tumba; otros preferimos no aprovecharnos de los muertos y trabajar honradamente, como lo hacen otras familias de Gurna.
—No te creo.
—Daoud Pachá, el gobernador de Quena, ya lo sabe —dijo el egipcio intentando defenderse.
Y lo consiguió. El arqueólogo se quedó mudo al escuchar sus palabras.
—¿Cómo has dicho?
—Hace unos días fui a Quena a ver a mi hermano. Decidí hablar con el gobernador. Es lo mejor para todos, en mi familia el ambiente está muy crispado, he preferido actuar de esta forma antes de que alguien me traicionara. Quieren acusarme de todo.
—¿Y por qué no lo has dicho delante de Mustafa Aga Ayat?
—Tuve miedo. Daoud Pachá liberó a mi hermano porque yo hablé con él.
Brugsch, atónito, cruzó una mirada con Mariam. Luego tomó del brazo a Mohamed y antes de que cambiara de idea lo llevó al barco.
—Le diré a Ahmed Kamal que envíe un correo urgente a París para hacer partícipe de la noticia a Maspero.