Lunes, 4 de abril de 1881
Luxor
La detención de Ahmed Abderrassul había generado un sentimiento de frustración en la comunidad de Gurna. Como era habitual en todos los trámites burocráticos de la administración egipcia, la orden tardó varios días en hacerse efectiva.
La noticia había caído como un jarro de agua fría. Todos los vecinos defendían la honorabilidad y honestidad de la familia. Por doquier aparecieron testigos que lanzaban loas sobre el buen hacer de los hermanos. Sin embargo, había detalles difíciles de explicar, como que los Abderrassul pudieran permitirse esa casa sólo con el cultivo de la tierra y las pocas cabras con que contaban.
Con Maspero en París, Émile Brugsch tenía poderes para gestionar la operación de búsqueda y rastreo de la necrópolis. Y ésa era la razón por la que la investigación no debía detenerse ahora que estaban a punto de alcanzar la añorada meta después de duros meses de trabajo.
Tras su detención, Ahmed fue llevado al barco del Servicio de Antigüedades, el Nimro Hedashar. Brugsch prefirió tener allí su primer encuentro con él. Ahmed Kamal lo acompañaba. Los interrogatorios realizados por la policía no habían dado los frutos esperados. Además, las protestas de los vecinos de Gurna, ante lo que para ellos era un ultraje y una injusticia manifiesta, iban creciendo a medida que pasaban los días.
El caso comenzaba a tener cierta entidad y muchos de los sospechosos empezaban a desentenderse. Mustafa Aga Ayat el primero. De Rochemonteix lo visitó al poco de realizarse las detenciones y el diplomático no mostró ningún tipo de sentimiento —ni culpabilidad ni conformismo— ante lo que estaba pasando. Como si aquello no fuera con él. Lo mismo sucedía con algunos vendedores a los que se les habían incautado piezas procedentes del mismo enterramiento. Ninguno de ellos fue capaz de centrar las pesquisas en una sola persona. Unos decían que los ushebtis se los había entregado un negro, otros que un pobre, otros que un campesino y había incluso quien señalaba a un misterioso y adinerado personaje de quien desconocían el nombre.
Todos temían a Daoud Pachá, gobernador de Quena. Un hombre sin escrúpulos, capaz de acabar con la vida de su mejor amigo si eso le proporcionaba beneficios en su escalafón social o en su ascenso en la política. Hasta el momento el gobernador se había mantenido al margen de la investigación; había evitado inmiscuirse en los problemas de la gente de Gurna. Sabía que lo más conveniente en casos como aquél era guardar cierta distancia. Pero el asunto del tráfico de antigüedades por parte de la familia Abderrassul había llegado a los salones del palacio de El Cairo, y eso ya eran palabras mayores. Los que hasta entonces habían sido sus protegidos, de pronto pasaron a ser sus enemigos. Y no tuvo problemas en usar los métodos más expeditivos para satisfacer los deseos del jedive, Tewfik Pachá.
Cuando Brugsch y Kamal se acercaron al barco, notaron cierto revuelo en el embarcadero. Decenas de curiosos intentaban conocer alguna novedad sobre la sonada detención del cabeza de familia de los Abderrassul. Ahmed ya estaba en el interior y la presencia policial era evidente.
Al ver llegar a los hombres del Servicio de Antigüedades, el encargado de la seguridad les abrió camino. El ambiente estaba relativamente tranquilo, no hubo comentarios ni reproches. La mayoría de los presentes no eran más que fisgones ociosos que sólo pretendían pasar un rato entretenido.
—Buenos días —dijo Maxence de Rochemonteix al ver subir al barco a sus compañeros—. El detenido está en uno de los camarotes de la planta de arriba. Hay dos policías junto a la puerta. Os acompañaré hasta allí.
Los tres hombres subieron las escaleras de madera que llevaban al nivel superior del barco. Al final del pasillo, un par de árabes uniformados y armados flanqueaban la puerta del camarote donde se encontraba el detenido.
Brugsch echó una mirada a su ayudante antes de abrir la puerta. Kamal asintió con gravedad, era consciente del importante momento que su colega y amigo estaba a punto de protagonizar.
—Será mejor que esperéis aquí —dijo Brugsch—. Entraré yo solo.
El ladrón de tumbas se levantó de golpe al oír el ruido del pestillo de la puerta. Estaba tumbado en la cama que habían colocado en la pequeña habitación destinada normalmente a almacén.
—Buenos días —dijo Brugsch.
No recibió respuesta por parte del egipcio. Sin cerrar del todo la puerta, se acercó a una de las sillas que había en un extremo del cuarto.
—¿Quién es usted? ¿Por qué me han detenido?
Al oír la voz de aquel hombre, Brugsch enarcó las cejas. Era la misma persona que le había ido a buscar al embarcadero la noche que lo llevaron a la tumba de Qurnet Muray. Su inconfundible galabiya negra lo señalaba como uno de los hombres más siniestros de la orilla occidental.
—Me llamo Émile Brugsch y soy el representante del Servicio de Antigüedades de su país, Egipto.
Ahmed pensó que mentía. Reconoció al instante a aquel egiptólogo de acento extranjero.
—Usted no es egipcio, no puede representar a mi país —espetó Ahmed contraatacando el tono diplomático lanzado por el alemán con la esperanza de que Brugsch no lo reconociera.
—En cualquier caso, ése es el cargo que tengo y así lo señala el jedive, Tewfik Pachá.
—Ese hombre tampoco es egipcio. Nadie de su familia lo es. Desde que Mohamed Ali llegó a Egipto, el país no ha conseguido salir de la miseria.
—Ahmed, ¿vamos a hablar de política? Creo que ése no es el caso que nos reúne aquí. Además, tengo entendido que la miseria no es el mayor de los problemas de su familia. Me consta que todos viven holgadamente. ¿Puedo saber cuál es el origen de sus ingresos?
—Somos trabajadores honrados —respondió el mayor de los Abderrassul levantando el tono de voz—. Labramos las tierras que han estado en posesión de nuestra familia desde generaciones y tenemos algo de ganado. Como cualquier vecino de Gurna.
Brugsch reflexionó unos segundos cómo retomar el interrogatorio.
—En los últimos años, en su casa se han realizado obras que difícilmente podrían pagarse con los medios que me ha señalado.
—En nuestra familia somos muchos los hombres que trabajamos.
—Del mismo modo que son muchas las bocas que alimentar —respondió el egiptólogo sin perder el temple—, lo que implica que los excedentes económicos no deben de ser muy grandes. Los Faruk están en la misma situación que ustedes y no parecen hacer ostentación de una gran riqueza.
Ahmed continuó en silencio, intentaba amedrentar con su mirada al alemán.
Brugsch prefirió ir directo al grano. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un ushebti. Estaba envuelto en un pañuelo blanco. Se lo mostró a Ahmed y le preguntó:
—¿Sabe qué es esto?
El egipcio hizo una mueca de desagrado al ver la pieza. Apartó la vista e hizo como si no supiera de qué le estaban hablando.
—Es una figura funeraria magnífica que viene de una tumba desconocida —añadió el alemán.
—Ushebtis como ése los hay a cientos en Gurna —respondió el ladrón con cierto desprecio—. No hay más que escarbar un poco en el suelo para dar con uno de ellos. Todas las tiendas del bazar de Luxor los tienen a la venta.
—Es posible que así sea, pero no creo que todas las tiendas cuenten con un ejemplar de esta calidad. ¿Sabe que perteneció a una reina? Su nombre era Henut-taui, hija de Ramsés XI, y fue la esposa del sumo sacerdote de Tebas y faraón Pinedjem I. Tiene casi tres mil años de antigüedad.
Aquellos argumentos academicistas no conmovieron al saqueador de tumbas. Él no apreciaba la valía de las piezas, solamente las robaba y las colocaba en el mercado. El precio no lo marcaba él, ya que en la mayoría de las ocasiones se fijaba por la estética de la pieza.
—No parece que la información que le doy sobre esta extraordinaria pieza de fayenza azul le impresione —dijo Brugsch.
—No sé de qué me habla. Ni yo ni mi familia tenemos nada que ver con esto. Exijo que me dejen en libertad.
—No deja de ser curioso que en el instante en que usted ha sido detenido el comercio con estas piezas ha cesado. Alguien ha debido de sentir miedo y las piezas de los Abderrassul han quedado escondidas en los almacenes hasta nuevo aviso.
Ahmed perdió la mirada en el fondo de la habitación. Comenzaba a sentirse acorralado.
—Seré franco con usted —prosiguió Brugsch—. Sólo le pido su colaboración. Cuanto antes resolvamos este problema, mejor para todos. Sabemos que su familia ha estado vendiendo estas piezas en los últimos meses, seguramente años. No solamente ushebtis y cajas para ellos, sino también papiros, momias, vendas de lino y cuero, y otras antigüedades. Usted, Ahmed, me llevó en falúa hasta Qurnet Muray.
—Se confunde de persona —respondió Ahmed sin demasiada credibilidad—. Muchos extranjeros confunden a los egipcios.
—Podría ser, sin embargo es evidente que usted es el mismo Ahmed Abderrassul que quedó hace pocos días con nuestro compañero Charles Wilbour. El señor Wilbour lo ha identificado como la persona que le vendió unas tiras de cuero con el nombre de Pinedjem I, el esposo de la reina Henut-taui, recuerde. Más tarde, parece ser que no contento con el negocio, quiso acabar con él.
Al escuchar estas evidencias, el egipcio se puso tenso.
—Podemos llegar a un acuerdo —prosiguió Brugsch ante el continuo silencio al que se había aferrado Ahmed—. Si nos dice dónde se halla la tumba de donde han estado sacando estos años las antigüedades, se les recompensará. El gobierno les dará una quinta parte del contenido del hallazgo. Lógicamente, nosotros seremos los que delimitaremos las piezas que se incluirán en esa parte después de estudiar todo el conjunto.
Brugsch intentaba negociar. Ahmed era consciente de que, si aceptaba, sólo recibiría piezas pequeñas. Las había a cientos en la Montaña de las Momias, pero no podía ofrecer nada mejor.
—Insisto en que no sé de qué me habla —dijo acomodándose en el catre—. Si alguno de esos ushebtis a los que se refiere lo hemos vendido nosotros, será porque los hemos encontrado casualmente en el desierto yendo a trabajar a los campos de cultivo. Todos los vecinos de la aldea hacen eso y no son encarcelados por ello.
—Usted ha estado trabajando durante diez años al servicio de Mustafa Aga Ayat, ¿no es así?
El egiptólogo intentó horadar la moral del detenido entrando por otro frente.
—En efecto, pero eso no significa que las piezas que vende ese viejo se las proporcione yo. Los egipcios tomamos de la tierra lo que nos pertenece. Son nuestros antepasados.
—Por favor…, su pueblo no lleva más de cinco siglos en este lugar… —avanzó el alemán previendo el calibre de la arenga nacionalista que le iba a soltar—. No tienen ni la menor idea de quiénes eran los faraones, de dónde venían ni qué hicieron. Lo único que les une a ellos es que sus cabras pastan en el mismo lugar sobre el que levantaron un gran imperio. No creo que saquear sus tumbas y vender su contenido sea un acto respetuoso hacia lo que usted llama sus «antepasados».
—La Montaña Tebana nos pertenece —continuó Ahmed Abderrassul, cada vez más irritado—. Hemos vivido allí desde la época de los faraones. Vender sus tesoros nos ayuda a sobrevivir, no es ninguna falta de respeto hacia ellos.
—Es una forma de verlo, singular, todo hay que decirlo —comentó Brugsch con cierta sorna—. Sin embargo, ese patrimonio es parte del pueblo egipcio, no de los habitantes de Gurna. Pertenece a todo el país y, como tal, tiene que ser estudiado y conservado. Para ello se hicieron las leyes que lo protegen y que controlan el tráfico de antigüedades. Pero al parecer a ustedes no les interesa este tipo de normas. Siguen actuando como antaño, rompiendo y vendiendo sin importarles que lo que han hallado pertenezca a tal o cual rey, o que esa información se pierda para siempre si no es anotada y cuidadosamente estudiada por los científicos.
—Los científicos, como usted los llama, son los efendis que nos están robando el país y nos han llevado a la ruina…
—No siga por ahí, Ahmed —le cortó Brugsch levantando las manos—. Yo no soy político, solamente soy egiptólogo, y no creo que éste sea el lugar adecuado para plantear ciertas quejas fundadas seguramente en experiencias que usted mismo haya vivido. Le pido que me diga dónde está el lugar de donde proceden esas piezas. Se le recompensará por ello, su familia podrá seguir tranquilamente como hasta ahora y el señor Wilbour olvidará la agresión que sufrió. Es muy sencillo.
Ahmed Abderrassul no movió un solo músculo del rostro. Bajo ningún concepto diría a los efendis la ubicación de la tumba. No había más que hablar. El futuro de su familia estaba en juego. No consentiría que los extranjeros les quitaran el pan de sus hijos. La quinta parte que le estaba ofreciendo aquel joven arqueólogo podía ser un vil engaño. Siempre había sospechado de los efendis, y desde ese momento su desconfianza, a la par que su odio, era mayor.
—Vuelvo a hacerle la misma pregunta —dijo Brugsch retomando la conversación—. ¿Cómo explica que se haya detenido la venta de este tipo de antigüedades desde que usted está arrestado? Hemos hablado con dragomanes de aquí y de allá. De pronto nadie sabe nada. Incluso Wardi ha retirado todo el género de su tienda. Ahora su amigo el libanés sólo vende las mismas baratijas que otros anticuarios.
Una vez más el cabeza de familia guardó silencio. Brugsch se dio cuenta de que poco más podría conseguir. El saqueador no confiaba en él y no se sentía amenazado. Habría que adoptar otra táctica más expeditiva.
—Bueno, señor. Sólo quería ayudarle e informarle de que lo mejor para todos es cumplir la ley. Si no quiere contarme de dónde proceden las antigüedades, el resto de la investigación ya no está en mi mano. El caso queda bajo el auspicio de Daoud Pachá, gobernador de la provincia de Quena. Hasta allí será trasladado en las próximas horas para un nuevo interrogatorio. Espero que recapacite sobre la decisión que ha tomado. Guardar silencio, desde luego, no es lo que más le conviene.
Émile Brugsch se puso en pie y con un gesto marcial saludó al ladrón de tumbas y abandonó la habitación.
Al salir, esperó hasta que uno de los guardas cerró la puerta con llave. Luego permaneció en silencio unos segundos y se fue a buscar a su secretario.
—¿Cómo ha ido todo, Émile?
La voz de Charles Wilbour le sacó de sus pensamientos, concentrados todavía en la conversación con Ahmed Ad el-Rassul.
—La verdad es que no muy bien —dijo con pesadumbre deteniéndose junto a la barandilla—. No parece que tenga intención de confesar nada. Debe de contar con buenos contactos y se sabe seguro. Cree que tiene más de ganar que de perder.
—Pero eso puede ser contraproducente —repuso Wilbour, desconcertado—. Todas las autoridades están avisadas de la búsqueda en la que el propio jedive se ha involucrado. Esperaba que entrara en razón.
—Yo también. Pero hay algo que le ata a seguir afirmando su inocencia. Le he ofrecido la quinta parte de los objetos que aparezcan, pero se niega siquiera a reconocer su participación. Es una reacción un tanto infantil… Contamos con testimonios suficientes para desmontar su supuesta honradez.
—Me han dicho que varios ancianos de Gurna se han presentado aquí esta mañana con intención de hablar contigo.
—Así es —reconoció Brugsch con resignación—. Han venido precisamente a eso, a demostrar la honorabilidad de los Abderrassul. Afirman que cometemos un grave error deteniendo al cabeza de familia. Reclamaban a los cuatro vientos su libertad.
—Parece que se sienten en deuda con ellos.
—No me extraña, deben de llevar años comiendo la sopa boba de las antigüedades y ahora comienzan a ver el final del negocio. Estarán preocupados.
—La montaña es suya… —añadió Wilbour bromeando.
—Espero que no sea así, de lo contrario estamos perdidos. Voy abajo a hablar con el jefe de policía. Este tipo ya no pinta nada aquí.
El egiptólogo alemán había empezado a bajar la escalerilla que llevaba al nivel inferior cuando Wilbour lo llamó otra vez.
—¡Émile! Se me olvidaba decirte que tienes visita. Te esperan junto a la entrada del barco.
Brugsch no esperaba a nadie, y mucho menos a quien se encontró.
—Buenos días, señor Marek.
El alemán se quedó paralizado en la escalera.
—Buenos días…, Mariam —dijo por fin—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—En Luxor las noticias vuelan, ya lo sabes. Todo el mundo habla de la detención de Ahmed Abderrassul y de que unos caballeros europeos iban a interrogarle. Pensé que uno de ellos podrías ser tú… Llegué hace un rato, el suficiente para enterarme de tu verdadero nombre.
—Bueno, realmente yo…
—Sí, no te preocupes —se adelantó la joven—. Ahora sé que te llamas Émile Brugsch y que no te dedicas al comercio sino que trabajas para el gobierno. Debí imaginármelo la primera vez que te vi leer los textos de aquel ushebti.
—No recuerdo que leyera ningún texto…
—No lo hiciste en voz alta —matizó ella—, apenas moviste los labios. Quizá Wardi no se percató de ello, pero la emoción que mostraste ante la pieza y el hecho de que te detuvieras en los jeroglíficos sólo señalaban en una dirección.
—Sí, lo reconozco, soy egiptólogo —dijo Brugsch con una gran sonrisa.
El alemán echó un vistazo alrededor. Seguía habiendo demasiados curiosos por allí.
—Éste no es el mejor lugar para una señorita. ¿No tienes miedo de que te vean por aquí?
—Sólo quería ayudar. Hace días te busqué en el hotel Luxor, pero no conseguí localizarte.
—Wilbour me lo contó. ¿Qué querías de mí, Mariam?
Sus ojos se detuvieron en los de la muchacha egipcia. Durante unos segundos siguió un silencio que a los dos les pareció un fugaz instante. Brugsch se sentía tan atraído por ella como durante las pesquisas que realizó en la tienda, y ella volvió a notar ese mismo mariposeo en la boca del estómago que le había hecho ir a buscarlo al hotel Luxor días atrás.
—Sólo quería verte para… ayudarte a…
—¿Sí…?
—Quería ayudarte en la investigación de las piezas que buscabas —dijo la joven de sopetón—. Yo sabía que estabas interesado en las antigüedades no para una colección, sino para… encontrar al… ladrón.
Brugsch estaba atónito. Lo último que esperaba oír era una acusación tan directa.
—¿Quieres decir que sabes quiénes son las personas que han saqueado el lugar del que proceden esas piezas?
—Sí, es una tumba. Sólo una tumba —repitió la muchacha en tono quedo al tiempo que miraba a ambos lados para comprobar que nadie la escuchaba—. Los Abderrassul son las personas que colocan los ushebtis y los papiros en el mercado. En ocasiones lo hacen ellos directamente, como cuando te invitaron a la tumba de Qurnet Muray. Pero la mayoría de las veces el trabajo se realiza a través de Mustafa Aga Ayat, quien entrega el material a los anticuarios, especialmente a Antoun Wardi. Otros vendedores han preferido desentenderse, o simplemente no estaban de acuerdo con los márgenes de beneficio y han pagado cara su afrenta.
—Samir Farag, ¿no es así? El pobre hombre murió asesinado por no acoplarse a sus normas de juego. Entiendo…
Mariam asintió moviendo nerviosamente la cabeza.
Brugsch le indicó con un gesto que lo siguiera. Al final del corredor, junto a la proa, se encontraba el despacho que usaba de oficina. Fue lo bastante cauto para comprobar que efectivamente nadie les observaba. Al cerrar la puerta, retomó la conversación.
—¿Tienes pruebas de lo que dices? ¿Sabes dónde está esa tumba? —preguntó, emocionado.
—Nadie lo sabe. Esa familia es muy peligrosa. No creo que la ubicación del lugar la conozcan más de dos o tres personas. Ahmed es uno de ellos, seguro, y creo que ya lo han detenido.
—Es increíble que todo el mundo estuviera al corriente de esta historia menos nosotros…
—El poder lo puede todo. Eso lo sabes mejor que yo. Saben que el propio jedive está detrás de la orden de detención, así que todos colaborarán sin pestañear. No lo dudes. Pero no te confíes. Si Ahmed persiste en su silencio, se verán obligados a ponerlo en libertad y los engranajes de la maquinaria de la corrupción empezarán a chirriar de nuevo. Primero darán la espalda a los Abderrassul, como si no los conocieran de nada, y se buscarán otra familia u otra fuente de ingresos para mantener el estado de corrupción en el que viven. Si no os dais prisa y movéis vuestras fichas con destreza, el caso se os puede poner muy difícil.
Émile Brugsch, sentado en el borde de su escritorio, reflexionó unos instantes. Parecía que todo empezaba a encajar. Se quitó el tarbush y lo dejó en la silla.
—¿Te apetece un té, Mariam? —dijo mientras se acercaba a un mueble que había frente a la ventana. El agua estaba hirviendo, tal y como le gustaba encontrarla cada vez que entraba en su oficina. Tomó un vaso y lo llenó antes de que la joven respondiera.
La muchacha copta le agradeció la invitación con una sonrisa. Le gustaba escuchar su nombre en labios de aquel hombre tan peculiar. Su árabe era excelente, pero tenía ese toque exótico que los extranjeros dan a una lengua cuando no están familiarizados con ella. Brugsch hablaba otros idiomas. El inglés y especialmente el francés eran las lenguas con las que se hablaba en la política. Si a eso se añadía el árabe para entenderse con el pueblo y su idioma natal, el alemán, el egiptólogo, a los ojos de Mariam, se convertía en una persona singular, inteligente y muy atractiva.
La joven tomó el vaso con las dos manos y sopló para enfriar el té mientras observaba cómo Brugsch se servía.
—¿Por qué me cuentas todo esto? —preguntó él—. Sabes que con ello perderás tu trabajo…
—Y en la ciudad me señalarán de por vida… —añadió Mariam con miedo en el rostro.
—Entonces, ¿por qué lo haces?
No fue capaz de responder. Sabía qué decir, pero su corazón no contaba con las fuerzas necesarias para manifestar lo que sentía.
—¿Quieres que alguno de nuestros hombres te acompañe hasta la tienda de Wardi?
Mariam dio un respingo y negó con la cabeza.
—Nadie tiene que saber que he estado aquí —dijo con temor.
—Entonces, volver allí puede ser peligroso. Quédate con nosotros en el barco, te sentirás más segura. Hay habitaciones suficientes.
Mariam volvió a negar con vehemencia.
—Eso sería peor. A medida que su investigación avance y cierren el círculo en torno a los Abderrassul, todos los que estemos en el otro lado correremos peligro… Pero debemos afrontarlo, no queda otra solución.
Mariam continuó bebiendo del vaso de té con la mirada perdida.
—¿Cuál es la solución, entonces? —preguntó Brugsch, intrigado.
—No se puede hacer nada —respondió la joven copta—. Estamos en Egipto. Vosotros los efendis dais las cosas por hechas y os equivocáis. Creéis que por haber vivido aquí un tiempo conocéis las costumbres y la forma de pensar de los egipcios, pero no es así. Aunque llevéis años instalados en nuestro país, siempre seréis efendis y, como a tales, se os ocultarán las cosas. Apuesto a que cuando caminas por las calles de Luxor te confunden con un turista más.
Brugsch asintió sonriendo ante lo atinado de aquella observación. Todos sus compañeros estaban cansados de que los tomaran por extranjeros aunque llevaran viviendo en el país más tiempo que muchos egipcios.
—Ése es quizá el principal inconveniente al que deben enfrentarse los extranjeros en Egipto —prosiguió Mariam apurando el último sorbo de té—. Se les toma por billeteras ambulantes. Ése es el problema de los egipcios que nos acercamos a los efendis… Incluso Wardi te trató así cuando estuviste en la tienda comprando antigüedades. Sin embargo, yo me di cuenta de que estabas mintiendo. Sabía perfectamente lo que buscabas y fui consciente de ello en cuanto viste los papiros. ¿Me equivoco?
—En absoluto. Eres muy perspicaz. Prueba de ello es que no volví a aparecer por ahí.
—Si la tienda hubiera sido mía, yo te habría tratado de otra forma…
—Intuyo que por eso fuiste a buscarme al hotel Luxor poco después…
Émile Brugsch se acercó a la joven para retirarle el vaso. Al hacerlo, sus dedos se rozaron sin querer. Para el alemán se detuvo el tiempo: el tacto cálido de la mano de Mariam le hizo regresar a un mundo casi olvidado del que apenas recordaba esbozos de sus escarceos amorosos en Alemania.
Al separar las manos los dos miraron a otro lado, avergonzados.
—Será mejor que me vaya —señaló Mariam levantándose de un salto—. Debo regresar a la tienda. He dejado muchas tareas sin hacer y Wardi se preguntará dónde me he metido.
—Sé prudente —le rogó él—. No conviene que te vean salir del barco. Hazlo por la parte de atrás del amarre. Diré que te acompañen hasta la zona de estribor. No sé si puedo… ayudarte en algo más, Mariam.
—Sí, seguramente haya algo más…, Émile. Pero mejor será continuar la conversación en otro momento.
Brugsch llamó a uno de los marineros y le ordenó que la acompañara a la zona segura del puerto. Tras despedirse, Mariam cerró la puerta con sumo cuidado. Él permaneció unos segundos observando el fondo del vaso de la muchacha egipcia. Por primera vez en su vida se preguntó si aquellas fantasías sobre los oráculos y vaticinios basados en los posos del té serían ciertas y, si era así, qué habría escrito en ese misterioso vaso. De momento no tenía respuesta. De haberla, quizá llegaría la próxima vez que viera a Mariam.