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Jueves, 10 de marzo de 1881
Luxor

Aquel jueves, por primera vez en mucho tiempo, Charles Wilbour amaneció intranquilo. Debía enfrentarse solo a lo que podría ser la resolución final del enigma de las antigüedades que habían campado a sus anchas durante los últimos años en los mercados más turbios de ciudades y puertos de Egipto.

El día no acompañaba. Un cielo grisáceo y denso no parecía anunciar nada bueno. Rogaba que no se desencadenara de pronto una tormenta de las que asolaban cada pocos años la región de Luxor; lluvias torrenciales que lo inundaban todo y arrastraban viviendas, establos y, por supuesto, yacimientos y tumbas. Después de haber aguantado estoicamente el transcurso de más de treinta siglos, los tesoros de los faraones quedaban anegados y se convertían en un simple recuerdo del tiempo pasado.

Decidió desayunar pronto y salir a dar un paseo por la ciudad antes de regresar al hotel Karnak y charlar con Brugsch para perfilar algunos detalles del encuentro que iba a protagonizar tras la puesta de sol.

Llevaba su sombrilla colgada del brazo, pues en cualquier momento podía empezar a llover. Fue paseando hasta el bazar para comprar enseres de su aseo diario y alguna revista o libro que acabara de llegar a las poco frecuentadas librerías de la ciudad. Muchas de estas tiendas se encontraban junto a la vieja estación de tren, cerca del punto de carga y descarga de las mercancías procedentes de Alejandría, puerto del Mediterráneo donde entraban los barcos que traían de Europa los artículos más sofisticados. Los periódicos y las revistas llegaban siempre con varios días de retraso pero llegaban; en cambio, las latas de alimentos, los artículos de papelería, los afeites y la ropa nunca se sabía cuándo llegarían, su frecuencia era imprevisible. No dependían de los pedidos que se hicieran, sino de que algún empresario hubiera decidido importar esos objetos y que los sobrantes de Alejandría o El Cairo llegaran hasta el Alto Egipto. Así, el primero que se hacía con ellos era un afortunado, pues nadie sabía cuándo volverían a entrar nuevos tesoros en la ciudad. Mientras, había que contentarse con la fabricación local, que, si bien no era de peor calidad, no estaba rodeada del halo de originalidad que —aun caducados o pasados de moda— traían los productos de Europa o América.

Pero a pesar de la emoción de ver en las estanterías de la tienda todos aquellos objetos, verdaderas joyas de un museo de la civilización moderna, Wilbour no pudo quitarse de la cabeza la cita de esa noche. Antes de regresar al hotel para almorzar y descansar, se pasó por el embarcadero para contratar una falúa que le llevara a él solo hasta la otra orilla. Pidió también un caballo y que le esperaran en el mismo embarcadero para poder retornar a Luxor. Eso si todo salía bien. Luego fue a ver a Brugsch. Estaba nervioso y necesitaba el apoyo de su compañero. Algo le decía que esa noche podría haber problemas.

—No te preocupes —le tranquilizó Brugsch—. Si ves problemas, lo mejor es abandonar. No debemos arriesgar. Una retirada a tiempo tiene el mismo valor que una victoria. No perdemos nada.

—No estoy preocupado por mí —dijo el americano atusándose la barba—. Es la responsabilidad del caso.

—Olvídate de eso, amigo mío. No somos policías, ni detectives ni agentes secretos del gobierno. Somos simples egiptólogos y estamos haciendo más de lo que deberíamos.

—Pero si no lo hacemos nosotros, nadie lo hará.

—En efecto, y el patrimonio contenido en esas tumbas se perderá para siempre.

—Es una carrera contrarreloj.

—Sólo tienes que observar. Nada más.

—Espero que así sea.

La tensión de Wilbour creció cuando, a eso de las cinco y media de la tarde, el sol se colocó justo sobre la línea del cielo que recortaba la Montaña Tebana. Finalmente, el día se había quedado tranquilo; sólo habían caído unas gotas a mediodía. Luego apareció el sol, como siempre lo había hecho, y todo siguió como hasta entonces.

—Creo que debería ir a prepararme para salir —añadió Wilbour y le mostró el revólver con el que siempre viajaba. No solía llevarlo encima a no ser que la situación lo requiriera, y ésta era una de ellas.

Miró a Brugsch esbozando una media sonrisa.

—Mucha suerte, Charles. Estaré aquí cuando acabes. No me moveré del hotel.

Wilbour salió a la calle y se dirigió al embarcadero tras pasar por su hotel.

Como había pactado, un hombre le esperaba con una falúa. Al verlo llegar, el egipcio se apresuró a ayudarle a subir a la embarcación. El sol comenzaba a esconderse tras el perfil de la montaña, iniciaba su descenso al reino de Osiris. En pocos minutos, el Astro Rey habría desaparecido por completo de la vista; para entonces el americano ya estaría en la orilla oeste.

Junto al embarcadero de la otra orilla, un muchacho le esperaba con un hermoso caballo tordo. Wilbour recordó al barquero dónde debía esperarle hasta que regresara. Aunque lo normal era pagar al final del trayecto, le entregó una pequeña propina; una manera de amarrar con más fuerza el contrato verbal que habían negociado por la tarde.

A lomos del caballo, puso rumbo al Rameseum, el lugar donde tenía la cita. Cuando estaba a unos doscientos metros, vio silueteado en el cielo nocturno los restos del pilono del templo funerario de Ramsés II. Detuvo el trote y continuó a paso ligero procurando no hacer ruido.

La noche comenzaba a apoderarse del espacio abierto del antiguo santuario real. Se oían algunas voces procedentes de la cercana aldea de Gurna, cuyas luces punteaban la loma de la Montaña Tebana. A esa hora sus habitantes estaban ya recogidos en sus hogares. Habían encerrado al ganado en las tumbas aprovechadas como establos y empezaban a cenar alrededor del fuego mientras comentaban los hechos del día.

Acompañado por el sonido del viento, Wilbour atravesó a caballo los restos del templo funerario de Amenofis II, colindante con el Rameseum. Debía ir con cuidado. Aquella zona estaba repleta de tumbas, muchas de ellas aún por excavar. En más de una ocasión el caballo había hundido sus patas en un antiguo pozo funerario. No era momento para descubrimientos, sino para el cuidado y la prudencia. Por suerte, el cielo estaba prácticamente abierto. Sólo unas pocas nubes ocultaban de forma intermitente la luna creciente que brillaba en el firmamento de la orilla occidental.

No tardó en alcanzar el patio alto del templo, rodeado de pilares osiríacos con la imagen de Ramsés. Las figuras del faraón parecían fantasmas surgiendo de la oscuridad de la noche.

Había seguido el sendero empleado por los turistas. En su origen la entrada estaba enmarcada por dos grandes pilonos, como en todos los templos faraónicos, pero ahora éstos quedaban alejados del camino que atravesaba la Montaña Tebana, por eso siempre se entraba por el lado norte del recinto sagrado, atravesando el espacio donde en la Antigüedad había muros de cierre pero que hoy, desaparecidos éstos, permitía acceder directamente al segundo patio, el más alto de los dos que antecedían al templo propiamente dicho.

Wilbour prefirió no desmontar hasta que estuviera seguro de que todo estaba en orden. Detuvo su montura y aguardó. Pasaron unos minutos. Nada. Allí no había nadie. Se llevó la mano a la cartuchera. Saber que el arma seguía allí apaciguó su nerviosismo. El viento agitaba las ramas de las palmeras…

A lomos de su caballo, Wilbour empezó a deambular entre los pilares osiríacos. Cruzó de nuevo el patio del templo y subió por la escalinata hasta adentrarse en lo más sagrado del santuario. Allí donde las paredes estaban cubiertas de relieves la oscuridad era más densa. Sólo los ocasionales vanos en los muros dejaban pasar la luz de la luna.

—Buenas noches, señor Wilbour.

La figura de un árabe vestido con galabiya negra le observaba desde una puerta lateral de la sala hipóstila del templo de millones de años de Ramsés II, el Grande.

—Me alegra de que haya venido. No se arrepentirá.

Wilbour reconoció la voz de Ahmed Abderrassul. Al parecer estaba solo. El americano permaneció en silencio y aguzó la vista en el intento de descubrir si le acompañaba alguien, pero enseguida comprendió que era inútil: no había visto ni oído acercarse al egipcio; por más que conociera el templo de haberlo visitado decenas de veces, no estaba en su terreno.

—Buenas noches —saludó cortésmente.

—Le ruego que me siga. No es necesario que desmonte, así el camino le resultará más cómodo. —Ahmed se dio la vuelta y desapareció detrás de un muro cubierto de relieves en los que el faraón ofrecía ricas viandas al dios Amón.

—¿Adónde vamos? —preguntó Wilbour antes de azuzar al animal para que comenzara a caminar.

El egipcio se detuvo y volvió a girarse.

—El otro día me dijo que quería ver el lugar de donde procedía la momia de la que se habían sacado esas tiras de cuero con letras de los faraones, ¿no es así? —preguntó Ahmed, extrañado.

—En efecto, así es —respondió Wilbour de forma anodina—. ¿Queda lejos de aquí?

—No, está a pocos minutos, no más de trescientos metros.

Y diciendo esto, echó a andar hacia el lado sur del complejo. Atravesó el patio bajo del templo y los restos del palacio de culto que había en el extremo más meridional, junto a los pilonos de entrada, donde comenzaba la zona cultivable que rodeaba al Rameseum. Se adentró en un camino de tierra, amplio y claro a la luz de la luna. El sendero corría paralelo al río entre los campos de cultivo. Wilbour le seguía a caballo, con los sentidos alerta y la mano sobre el revólver. Temía que en cualquier instante alguien se le echara encima e intentara acabar con él. Pero nada de eso ocurrió. La aparición de un zorro cruzando el sendero en mitad de la noche fue lo único que llamó su atención.

A los pocos minutos llegaron a una zona desértica donde la arena devoraba los campos de cultivo. Wilbour se percató de que estaban atravesando las ruinas del templo funerario de Merenptah, sucesor de Ramsés II en el trono de Egipto. El zócalo de los muros apenas era visible; se necesitaba una excavación arqueológica para poder explorar qué había realmente allí abajo.

A lo largo de la historia del Egipto faraónico todo se había reutilizado durante siglos como improvisado cementerio. Los santuarios, como lugares sagrados que eran, también acogieron enterramientos después de ser levantados. Los templos de millones de años del Imperio Nuevo estaban repletos de tumbas que para entonces ya habían sido saqueadas por los aldeanos de Gurna.

Al atravesar las ruinas del templo de Merenptah, Ahmed comenzó a ascender por una loma que llevaba hasta Qurnet Muray. Wilbour se acordó entonces de la visita de Brugsch a ese mismo lugar. Empezó a unir las piezas del puzle y dedujo que las personas con las que había tratado su colega eran miembros de la familia de los Abderrassul.

Frente a él se abría una enorme explanada blanca. En el suelo había varias aperturas: agujeros negros que introducían al visitante en el mundo de tinieblas del Amduat, el Más Allá de los antiguos egipcios. Un hombre les esperaba junto a uno de esos agujeros. El egipcio se dirigió hacia él. Se saludaron e intercambiaron algunas palabras que el americano no entendió desde la distancia.

—Aquí es, señor Wilbour —dijo Ahmed en tono quedo, como si estuviera guardando un secreto vital—. Espero que quede satisfecho con lo que va a ver.

Wilbour detuvo el caballo a un par de metros de los dos hombres y la entrada a la tumba. Por un momento la emoción le embargó. Se hallaba delante de la tumba de la que habían salido en los últimos años aquellos papiros, ushebtis y tesoros de los reyes de la XXI Dinastía. La puerta estaba completamente destrozada por el paso del tiempo. A lo lejos se veían las luces de Gurna y se oían los cantos y gritos de alguna fiesta nocturna anunciando la llegada del viernes, el día de descanso entre los musulmanes.

Los dos árabes se percataron pronto de la emoción del americano.

—Parece un lugar increíble —señaló el egiptólogo al tiempo que desmontaba y sujetaba las riendas a un enorme bloque de piedra que había en el suelo. El caballo relinchó y después permaneció tranquilo frente a la tumba.

—Antes de entrar, me gustaría pedirle algo, señor Wilbour.

—Dígame…

—Le rogaría que no cuente a nadie lo que va a ver. Desconozco si alguien sabe que ha venido hasta aquí esta noche…

—No. He venido solo a Luxor y nadie sabe, ni siquiera en el hotel, que he cruzado a la otra orilla para reunirme con ustedes ni con nadie —mintió el americano—. Sólo el barquero que me ha traído y se ha quedado a la espera conoce mi presencia en Gurna. Pero no creo que debamos preocuparnos, muchos extranjeros disfrutan de paseos nocturnos por el desierto después de la puesta de sol.

—Es mejor para todos que nadie sepa de nuestro encuentro aquí. —Las palabras de Ahmed sonaban a confidencialidad, algo habitual en el juego de compraventa de antigüedades.

El egipcio miró a su compañero, un árabe que hasta esa noche Wilbour no había visto, y asintió en señal de conformidad. Con un fósforo, prendió fuego a una tea que tenían preparada a la entrada de la tumba. Pronto, la luz amarilla de la antorcha cubrió el pequeño espacio de la antecámara. Wilbour no tardó en darse cuenta de que aquel lugar, carente de toda pintura y con un pasillo que llevaba al fondo de la sepultura, coincidía exactamente con la tumba descrita por Brugsch, donde se había reunido con aquellos dos hombres a los que no pudo ver el rostro. La forma de la tumba, la ausencia de relieves o pinturas y la presencia de varias estatuas de la familia del difunto en mal estado en la capilla excavada al fondo de la galería principal así lo atestiguaban. Wilbour no podía entender que Émile Brugsch hubiera estado en la tumba de donde procedían todos aquellos tesoros y no se hubiera dado cuenta de ello.

—Éste es el lugar donde encontramos la momia de la que extrajimos las tiras de cuero con la antigua escritura de los faraones —señaló Ahmed confirmando las sospechas del egiptólogo.

Ahmed Abderrassul se introdujo en el pasillo que partía de la antecámara de la tumba. Al final, junto al nicho con las esculturas de la familia del difunto, había una pequeña habitación. Todo estaba repleto de heno y paja. Señal evidente de que aquel lugar, como ya había señalado Brugsch, se había utilizado como establo.

Tras una espera, el egipcio regresó trayendo consigo una momia. El estado de conservación del cuerpo era extraordinario, pero no era más que una simple momia. Alguien había retirado todas las vendas; sólo conservaba varios jirones en brazos y piernas. Tenía el pecho abierto, señal inequívoca de que un ladrón había buscado en su interior el escarabajo sagrado. Sobre la momia descansaban varias tiras de cuero idénticas a las que el americano había comprado días atrás.

Wilbour empezó a mirar las paredes y el suelo con cara de manifiesta desconfianza. Aquello no tenía mucha lógica. Todo le parecía muy teatral, como si alguien hubiera preparado el escenario para su visita. Las piezas que hasta hacía unos minutos parecían encajar perfectamente unas con otras comenzaron a desmoronarse como un castillo de naipes. Lo que estaba viendo no tenía ningún sentido.

Ahmed se percató enseguida de sus repentinas dudas.

—Créame, señor Wilbour, apareció en este lugar. Ésta es la momia en cuestión que tanto le interesa. Se trata del cuerpo de un personaje importante —dijo con la mayor vehemencia posible—. La calidad del embalsamamiento indica que nos encontramos ante un miembro de la alta sociedad de la época de los faraones.

Wilbour tomó la antorcha y se agachó para inspeccionar la momia con detalle. Él no era médico ni forense, pero tenía un conocimiento amplio en cultura faraónica y en muchos aspectos de su ritual funerario que podrían ayudarle en ese momento a hacer un dictamen preliminar de lo que estaba viendo.

—¡Qué interesante! Imagino que el ataúd y los restos del ajuar desaparecieron hace siglos… —señaló siguiéndole el juego mientras manipulaba con cuidado algunos vendajes de la momia.

—Así es —respondió Ahmed con seguridad—. Descubrimos la tumba por casualidad hace no más de una semana. Seguramente ya fue saqueada en la Antigüedad, como sucedió con la mayoría de los sepulcros de nuestros antepasados. Es extraño, por no decir imposible, que una tumba llegue intacta hasta nuestros días. Usted, que es un hombre versado en la egiptología, debe de saberlo bien.

Al escuchar aquellas palabras la decepción se apoderó de Wilbour. Estaba seguro de que esa tumba era la misma en la que había estado Brugsch hacía mucho más que una semana. No necesitaba más argumentos para darse cuenta de que aquello no era más que un montaje, un fraude pergeñado para salir del paso ante una situación imprevista e intentar vender más antigüedades.

Ahmed se dio cuenta de que desconfiaba.

—¿Sucede algo, señor? —preguntó.

Wilbour seguía observando los restos que le habían presentado.

—Se han dado mucha prisa en usar la tumba como establo para los animales —señaló al tiempo que daba un resoplido de decepción.

Examinó las tiras de cuero con los nombres de Pinedjem. En efecto eran las mismas. Las que ahora cubrían la momia estaban en peor estado. Los jeroglíficos no eran tan claros, de ahí que los Abderrassul las desestimaran para la venta y prefirieran guardárselas. Pero esas tiras habían sido creadas para descansar sobre los restos de un soberano o sumo sacerdote, no los restos de aquel cuerpo, modesto en sus intenciones de llegar al Más Allá. Wilbour estaba completamente seguro de que esa momia estaba formada por fragmentos de varios cuerpos y no pertenecía a ningún rey.

Los dos egipcios intercambiaron una mirada. Aquel extranjero quizá no era tan estúpido como habían imaginado. Y si no era un simple turista o comerciante con cierto gusto y conocimiento de la cultura faraónica y sus antigüedades, podrían tener problemas.

—¿Qué le parece la momia, señor Wilbour? —preguntó Ahmed—. Es un ejemplar único, no encontrará nada igual en toda la Montaña Tebana.

—La momia está en perfecto estado, pero su tipología no coincide con las tiras de cuero ni con la propia tumba —señaló el americano sin rubor—. ¿Están absolutamente seguros de que apareció aquí?

La mirada de Wilbour dejaba bien claro a qué se refería con esa pregunta.

—¿No creerá que hemos manipulado el hallazgo? —exclamó Ahmed con falsa indignación—. Yo no soy egiptólogo ni tengo la sabiduría de los efendis en estos temas, pero he oído que algunas tumbas se reutilizaban. Este hallazgo, completamente genuino, podría ser uno de esos casos. En Egipto no hay tanto desierto para enterrar a millones de personas en siglos de historia. Es normal que esto suceda, ¿no lo cree usted así?

—No solamente lo creo sino que lo afirmo, querido amigo —asintió Wilbour—. Incluso las tumbas de los grandes reyes fueron reutilizadas en multitud de ocasiones. Tiene toda la razón en lo que dice. Pero no es menos cierto que esta tumba está llena de paja, lo que denota un uso continuado en un espacio de tiempo más dilatado que una semana…

—Tuvimos que trasladar aquí el ganado el mismo día del hallazgo —se justificó Ahmed en un tono poco convincente—. En el pueblo nos falta espacio.

—Puede ser, pero hay otro detalle que no encaja con lo que me están diciendo.

—¿Cuál es el inconveniente ahora?

—En esta tumba no hay pinturas ni relieves. —El americano señaló las paredes con ambas manos—. Está en muy mal estado de conservación. Si la hubieran descubierto hace una semana, quedaría algo. Una tumba de una persona importante no se abandona en estas condiciones. Sería impensable para un egipcio de la Antigüedad.

—Quizá lo que pasó es que…

—No se engañe, Ahmed —le interrumpió el egiptólogo—. En tan poco tiempo es imposible saquear y colocar en el mercado todo este material.

La conversación fue subiendo de tono. Cada uno esgrimía sus argumentos, pero era evidente que el único que presentaba datos reales era el americano. Y Ahmed no estaba dispuesto a que alguien se entrometiera en su trabajo.

—¿Cuánto me pide por estas nuevas tiras de cuero? —Wilbour fue directo al grano con la idea de acabar el negocio cuanto antes. Comenzaba a estar intranquilo y percibía ese mismo nerviosismo en el rostro del egipcio.

—Las vendas van unidas a la momia a la que pertenecen. No le puedo pedir menos de cincuenta libras.

Wilbour arqueó las cejas. Se atusó la larga barba y observó la momia una vez más. Finalmente colocó los brazos en jarras con la precaución de que la chaqueta no dejara a la vista el arma que portaba.

—Es un precio un poco elevado para una momia sin vendas y unas tiras en las que apenas se ve nada.

—No es fácil encontrar una momia de estas características —respondió el egipcio intentando reorientar el valor de la venta—. El cuerpo se conserva en muy buen estado.

—Desde luego que sí, pero ni el dueño de las tiras de cuero tiene nada que ver con este pobre hombre, ni esta tumba es el lugar donde aparecieron. Las tiras corresponden a un rey y la momia es de un infortunado plebeyo.

Ahmed Abderrassul demudó el rostro al instante. La luz de la antorcha reflejó sombras en su rostro dándole un aspecto perverso.

—¿Quién es usted, señor Wilbour?

—¿A qué se refiere, Ahmed? No le entiendo.

—Usted no es un simple comerciante con ciertos conocimientos sobre el Egipto faraónico. ¿Se llama realmente así?

Wilbour observó a los dos hombres que tenía ante sí; detrás de él estaba el pasillo y la antecámara con la puerta de entrada.

—Mi nombre es Charles Edwin Wilbour —dijo levantando la voz—. Nací en Little Compton, Estados Unidos, y no consiento que se ponga en duda ni mi identidad ni el trabajo que hago.

—Ésa era mi siguiente pregunta. ¿Para quién trabaja?

—No trabajo para nadie. Mi entusiasmo por las antigüedades es del todo lícito.

—Sin embargo, conoce a los efendis de El Cairo.

—Por mi posición conozco a muchos efendis en El Cairo, tanto egipcios como extranjeros. Es fundamental para mi trabajo. ¿Tienen algún tipo de problema con eso?

—El problema no lo tenemos nosotros sino usted, señor Wilbour.

Antes de que el americano pudiera reaccionar, el egipcio que portaba la antorcha apagó el fuego sobre un montón de arena acumulado en una de las esquinas de la cámara funeraria. La oscuridad lo cubrió absolutamente todo. Wilbour sólo tuvo tiempo de esquivar el mazazo dirigido hacia él. El golpe acabó contra la pared que había a su espalda. En un movimiento ágil, giró el cuerpo en dirección al exterior y echó a correr. Aquello se había convertido en una peligrosa ratonera.

Los dos ladrones lo siguieron. Wilbour desenfundó su arma y disparó en la antecámara hacia la pared más alejada. La detonación surtió efecto. Los dos egipcios se quedaron paralizados al instante y él aprovechó su desconcierto para abandonar la sepultura. Como imaginaba, el caballo ya no estaba allí, alguien se lo había llevado para evitar que huyera. No le quedaba más remedio que intentar llegar a toda prisa, a través de los campos de cultivo, el Rameseum y de ahí hasta el embarcadero; aunque ya no estaba muy seguro de que el barquero siguiera esperándole.

Al poco de salir de la tumba oyó que los dos egipcios le seguían. Comprendió que no le daría tiempo de alcanzar la orilla del Nilo; estaba a más de cuarenta minutos andando y no aguantaría mucho más corriendo. De pronto decidió que se escondería entre los pilares y las columnas del templo, resguardado entre sus piedras y empuñando el arma.

Acurrucado detrás de un enorme coloso del Gran Ramsés, Wilbour vio la sombra de los dos egipcios deambular por el patio alto del templo buscándole con ahínco.

Pero entonces oyó unos pasos detrás de él y se volvió asustado.

—Tranquilo, guarda silencio —susurró una sombra a pocos metros a su derecha—. No te muevas de donde estás.

Wilbour no reconoció la voz, apenas una bocanada de aliento, pero vio que la figura tomaba del suelo varias piedras y las lanzaba con determinación al otro lado del patio. El ruido llamó la atención de los dos egipcios, que al instante echaron a correr hacia el extremo meridional del templo y se perdieron entre las sombras de la noche.

—Sígueme. Iremos hasta el embarcadero. Esos dos pronto volverán al templo, si no van antes a la orilla del Nilo.

—¿Émile? ¡Santo cielo, eres tú! —susurró Wilbour.

Brugsch había aparecido de la nada, como un ángel de la guarda, en el momento en que más le necesitaba.

La oscuridad apenas dejaba ver una tenue pista de arena blanca que se perdía entre los cultivos. Wilbour, arma en mano, miraba continuamente atrás. Sus vidas estaban en peligro, debían llegar cuanto antes al embarcadero para tomar la falúa. Sólo cuando pusieran el pie en la ciudad de Luxor podrían considerarse a salvo.

Después de más de media hora caminando entre plantaciones de azúcar, llegaron a una zona abierta sobre el borde del río. Allí había una falúa.

—¡Pero ésta no es la que yo he alquilado! —exclamó Wilbour, desconcertado—. La que yo contraté me esperaba en el embarcadero del templo.

—Confía en mí, Charles. Los Abderrassul se han encargado de que no te espere nadie en el embarcadero. Por eso se llevaron también el caballo. Sin embargo, esta falúa nos dejará en un embarcadero más al sur de la ciudad. No tendremos que caminar más de quinientos metros para llegar a tu hotel.

—Vámonos entonces —dijo Wilbour con apremio—. Esos tipos pueden llegar en cualquier momento.

Subieron a toda prisa a la falúa en la que Brugsch había llegado. El hombre que la guiaba no dijo ni una sola palabra en todo el trayecto. Wilbour, desconfiado, no soltó el arma ni siquiera cuando se sacó un pañuelo del bolsillo para secarse el sudor del rostro. La carrera desde el templo hasta el río le había dejado exhausto. Los dos amigos no intercambiaron palabra durante el corto trayecto que separaba ambas orillas. Era mejor no arriesgar más de lo necesario.

Cuando la embarcación llegó al otro lado, Wilbour se puso en pie al instante. Dio una propina al egipcio que había tripulado con esmero la falúa y, revólver en mano, de un salto alcanzó la orilla, seguido de su compañero. Ambos caminaron de manera apresurada hasta dar con unas escaleras que subían a la Corniche. Una vez arriba, miraron a derecha e izquierda. Todo parecía normal. Wilbour se guardó por fin el arma.

—Muchas gracias por ir hasta allí —dijo rompiendo el silencio—. Si no llega a ser por ti, no sé cómo habría acabado…

—No te preocupes —contestó Brugsch al tiempo que echaba a andar hacia el hotel Luxor—. Algo así era previsible. ¿Qué ha sucedido exactamente?

Wilbour se lo explicó con detalle. Desde el encuentro en el templo hasta su huida de la tumba donde le habían mostrado el material.

—Sí, desde luego —dijo Brugsch al oír la descripción de la tumba—, parece que se trata del mismo lugar donde me recibieron a mí hace semanas.

A medida que avanzaban, crecía el bullicio de las calles del centro de la ciudad. No era tarde, el reloj había marcado las ocho hacía pocos minutos, pero Wilbour tenía la sensación de que había estado horas en la Montaña Tebana.

Al alcanzar el límite de los jardines del hotel Luxor empezaron a tranquilizarse. Ya daba igual que vieran a Kurt Marek en el Luxor. Sabían que debían hacer las maletas cuanto antes y salir de la ciudad. Contaban con algunos detalles importantes para incriminar a los Abderrassul. El resto de la operación era trabajo de las autoridades egipcias.

Desaseados por la carrera, con las botas y los pantalones cubiertos de polvo y arena, atravesaron el jardín del Luxor. Nada extraño tendría ese aspecto si fueran las horas del mediodía y acabaran de llegar de visitar templos y tumbas en la otra orilla, pero el sol se había puesto hacía tiempo, a esa hora en el selecto hotel todo el mundo estaba preparado para cenar y para participar en cualquier reunión social. Sin embargo, Brugsch y especialmente Wilbour venían de salvar el pellejo. Ni siquiera estaban seguros de que lo hubieran salvado del todo. Los Abderrassul parecían tener contactos en el propio hotel. No les extrañaría que detrás de las puertas hubiera alguien esperándoles para acabar con ellos.

Sin dejar de palpar el revólver, el americano entró en el hotel como lo haría un desconfiado forastero en el salón de un pueblo del Oeste. Ambos miraron a los lados antes de avanzar hacia el mostrador de recepción.

Los hombres del servicio los saludaron amablemente, pero Wilbour se detuvo lo justo para coger su llave. Luego ambos corrieron hacia la escalera.

—¡Charles! ¡Émile! ¡Esperad! —dijo entonces una voz desde los sofás que había junto al piano.

Los dos arqueólogos se giraron despacio, al unísono, nerviosos. Pero la tensión y el miedo del momento desaparecieron al ver a Ahmed Kamal al pie de la escalera, sonriéndoles.

—Ahmed, amigo. No sabes qué alegría me da verte —dijo Brugsch sonriendo por primera vez en toda la noche.

—¿Dónde estabais? Nos teníais preocupados. Vinimos en cuanto recibimos vuestro mensaje. ¿No os ha llegado nuestra respuesta?

Brugsch y Wilbour se miraron extrañados.

—No, ¿cuándo la mandasteis? —preguntó el americano.

—Nada más leer vuestro telegrama. Las noticias que nos dabais eran lo suficientemente importantes como para venir de inmediato.

—No hemos recibido nada. Siempre dejan los telegramas en la recepción del hotel, pero hace días que no me han entregado nada.

—Qué extraño… —dijo Kamal.

Pero para Wilbour y Brugsch no había nada insólito. Algún encargado del hotel había interceptado el telegrama, se lo había comunicado a los Abderrassul y éstos habían decidido tender una trampa a Wilbour en la otra orilla, una trampa sin salida. Las piezas del puzle empezaban a encajar.

—¿Quién más ha venido? ¿Maspero?

—Sí, aunque él tiene que salir cuanto antes hacia París. Hemos llegado en el vapor del Servicio de Antigüedades, el Nimro Hedashar, nuestro particular «Número Once». Está amarrado junto al templo de Luxor, muy cerca de aquí. Maspero está ahora cerrando un asunto con el gerente del hotel.

El nuevo director del Servicio de Antigüedades de Egipto se acercó acompañado de Maxence de Rochemonteix. El equipo completo había viajado a Luxor.

—¿Dónde habéis estado? —preguntó el director francés mirándolos de arriba abajo—. Cualquiera diría que venís de excavar en la Montaña Tebana.

—Es una larga historia —respondió Wilbour con cierto nerviosismo—. Subamos a mi habitación, seguramente el lugar más seguro.

Una vez en la suite del americano, Brugsch sirvió un vaso de licor a los recién llegados y éstos tomaron asiento alrededor de la mesa central del salón principal. Wilbour sacó del armario el ushebti que había comprado al dragomán de Karnak y se sentó con sus compañeros.

Maspero cogió el ushebti, observó su tipología y su veredicto fue inmediato.

—Pertenece a la serie de ushebtis de la reina Henut-taui de los que tenemos algunos ejemplos. ¿Dónde lo conseguiste?

—Me lo vendió un árabe en el templo de Karnak. Él fue quien me puso en contacto con los egipcios que están vendiéndolos. Los Abderrassul.

Los cinco permanecieron en silencio unos segundos. Era la primera vez que se ponía nombre a los traficantes que estaban saqueando la misteriosa necrópolis.

—Ahmed Abderrassul es el hombre que me vendió estas tiras de cuero —señaló Wilbour al tiempo que sacaba de un cajón las antigüedades—. El nombre no está muy claro, pero creo que pertenecen al envoltorio de la momia del faraón Pinedjem.

Maspero las examinó a la luz de la lámpara.

—Son, en efecto, del mismísimo Pinedjem —señaló Maspero—. El nombre está algo borrado, pero la inscripción se puede leer casi completamente.

—Es cierto, parecen pertenecer a Pinedjem —asintió De Rochemonteix—. En cualquier caso se corresponden con la misma cronología del resto de los ushebtis y papiros de que disponemos.

—Les pregunté de dónde las habían sacado —continuó Wilbour con su relato mientras apuraba el vaso de licor— y Ahmed Abderrassul me prometió llevarme hoy jueves a la tumba. Me citó en el Rameseum tras la puesta del sol.

—Pero eso era muy peligroso. ¿Por qué no nos avisaste? —espetó Ahmed Kamal.

—Debiste esperarnos —añadió De Rochemonteix.

—Es cierto —dijo Brugsch con pesar—. Y lo habríamos hecho si hubiéramos recibido vuestro telegrama, pero estoy convencido de que alguien lo interceptó.

—Entonces ya sabían quién eras —dijo Ahmed, visiblemente preocupado.

—Imagino que sí —respondió Wilbour y enseguida continuó con su relato—: Fui hasta allí. Llevé mi revólver y procuré dejarlo todo bien atado para, en caso de encontrarme alguna sorpresa, poder salir huyendo con cierta rapidez. Pero esos Abderrassul deben de tener contactos en todas partes…

Wilbour les explicó la emoción que había sentido al creer que estaba a punto de tocar con las yemas de los dedos la tumba misteriosa y cómo se percató muy pronto del engaño, al descubrir que la momia que le mostraban no era más que un pastiche formado con los despojos sacados de varias tumbas.

—¿No había restos de ningún ataúd? —preguntó Brugsch.

—Yo no vi nada. Sólo uno de los dos hombres llevaba una antorcha. Como te he dicho, creo que es la misma tumba que tú visitaste en Qurnet Muray.

—Yo no pasé de la antecámara —matizó el alemán sacudiéndose el polvo de las perneras del pantalón.

—Era evidente que esa tumba se usaba para el ganado, había paja por el suelo. Además, apenas quedaban pinturas, tal y como tú señalaste, Émile.

—Seguramente se trata de la misma tumba que tú visitaste —apostilló Maspero—. No hay muchas más abiertas en esa parte de la montaña.

—En cualquier caso —prosiguió Wilbour—, pronto descubrí que aquello no era más que una encerrona. El egipcio que portaba la antorcha la apagó en un montón de arena que había en el suelo. Al huir, disparé a la pared para asustarles y poder correr hasta la salida.

—Había oído hablar de la familia Abderrassul… —dijo Ahmed Kamal—. No es la primera vez que su nombre aparece relacionado con el comercio de antigüedades.

—¿Y cómo conseguiste llegar hasta Luxor? —preguntó el marqués De Rochemonteix.

—Estaba escondido en el Rameseum cuando apareció Émile. Fue un milagro. Le debo la vida.

Los miembros del Servicio de Antigüedades guardaron silencio unos instantes. Todos esperaban que Maspero tomara la palabra ahora que conocía al detalle lo sucedido. El nuevo director no tardó en hablar.

—Tenemos un nombre —señaló con firmeza—. Es el primer paso. La familia Abderrassul es la que está llevando a cabo el saqueo de la necrópolis del Tercer Período Intermedio que buscamos en algún lugar de la Montaña Tebana.

—Cuentas con los poderes suficientes para detener al cabecilla de la familia —apuntó De Rochemonteix.

—Y eso es lo que voy a hacer —repuso Maspero, muy serio—. Ahora mismo nos reuniremos con el gobernador de la provincia en Quena, Daoud Pachá, para que sea él directamente quien tramite la detención con la policía de la ciudad. En su momento hablé con el Ministerio de Obras Públicas y ellos están también por la labor de zanjar de una vez por todas este comercio. El ministro me señaló que en el momento en el que tuviéramos un nombre se tramitara urgentemente la detención.

—Ese Ahmed no actúa solo —opinó Ahmed Kamal—. Los grupos familiares son muy cerrados. Seguro que le ayudan en el negocio uno o más hermanos. Lo conveniente sería detener al menos a dos de ellos.

—Sí, ¿pero a quiénes? —preguntó Wilbour—. Las dos veces iba acompañado de una persona diferente, pero no sé quiénes eran.

—Lo mejor será dejar actuar a la policía —dijo Maspero—. Ellos saben perfectamente quién está implicado en todo este embrollo. Se sorprenderán cuando les demos el nombre de la familia, no se lo esperan, pero creerán que es sólo un trámite burocrático más: los detendrán y cumplirán el expediente con la idea de que pronto serán liberados. Pero se equivocan…

—Podemos mellar su moral —propuso Brugsch—. No creo que sean muchas las personas de la familia las que conocen la ubicación exacta del tesoro, pero estoy convencido de que en el momento en que vean resquebrajarse esa falsa seguridad con la que han contado en los últimos años, alguno de ellos se pondrá de nuestro lado.

—Seguramente sea una familia muy numerosa —señaló De Rochemonteix—. Podemos infundirles miedo…

—No será fácil —avisó Ahmed Kamal—. Si poseen algún contacto en la policía, todo se enlentecerá con la intención de aburrirte.

—En mi plan no entra la colaboración de la policía de Luxor. Eso es quizá lo que ellos esperan.

—¿Y qué pretendes hacer, Gaston? —preguntó De Rochemonteix, intrigado.

—Que sean trasladados directamente a Quena —señaló Maspero con una sonrisa maliciosa—. El gobernador ya está avisado de nuestra presencia aquí. Se trata de un hombre lo bastante canalla como para que lo teman todos los ladrones de Luxor. Ha recibido órdenes directas del Pachá en El Cairo. No se negará si quiere conservar su puesto. O quizá sí… No lo sé. Estamos en Egipto, y eso siempre supone la posibilidad de una sorpresa final inesperada.

Gaston Maspero tomó aire antes de continuar con la exposición de su plan.

—Como sabéis, debo regresar a París. El Nimro Hedashar, nuestro vapor, en el embarcadero del templo, es a partir de ahora nuestra oficina central. Émile y tú, Charles, os trasladaréis allí, estaréis más seguros.

—Será lo mejor, desde luego —señaló Wilbour con cierto alivio mirando de reojo a su compañero alemán—. Ahora mismo preparo mis cosas. Yo aquí no me quedo ni una noche más.

—Kamal y tú, Maxence, os quedaréis en Luxor y os alojaréis también en el Nimro Hedashar. Tú, Émile, quedas a la cabeza de la operación. Te encargarás de los interrogatorios a los detenidos. Conoces mejor que nadie qué hay que buscar y cómo hacerlo. Creo que estamos cerca de nuestro objetivo.

Brugsch asintió y, de forma inconsciente, comenzó a silbar el Preludio número 4 en mi menor de Chopin. Su cabeza ya estaba dando vueltas a cómo daría los primeros pasos al día siguiente.