Año 969 antes de nuestra era
Templo de Amón, Tebas
El salón principal de reuniones del templo de Ipet-isut había vuelto a amanecer rodeado de sospechas. El malestar era palpable en el ambiente. A la muerte del sacerdote Nesumontu, cuyas causas seguían sin estar claras, había que sumar un nuevo robo en el valle donde descansaban los restos de los reyes de Kemet.
La noticia cayó como un mazazo sobre la cúspide de la pirámide del clero de Amón. Si bien se habían tomado todo tipo de medidas para que nada parecido sucediera, alguien había entrado en el cementerio y había deambulado a sus anchas a la caza de tesoros.
El anciano Pinedjem, sumo sacerdote de Uaset y a cargo del gobierno del sur del país, estaba algo más que preocupado: no conseguía atajar el problema que más le atormentaba en esos momentos. ¿Qué sucedería si alguien entraba en su tumba y se llevaba todos los objetos con su nombre, borrando así la memoria de su paso por este mundo?
Días atrás había pasado a ver los trabajos de restauración de antiguas momias. Reyes y sacerdotes habían sido rescatados de sus moradas de eternidad y vueltos a vendar. Sobre las finas tiras de lino o sobre la tapa de sus nuevos ataúdes se grabaron sus nombres. En ocasiones, los saqueadores no dejaban nada que facilitara la identificación de los dueños. Y eso era lo que realmente aterraba a Pinedjem.
Frente a él, una vez más, Ahmose y Takelot, los dos escribas de la necrópolis, exponían sus conclusiones sobre la noche del robo, aunque en realidad no tenían ni la más remota idea de lo que había pasado. Creían haber tomado todas las precauciones necesarias, pero no había duda de que estaban equivocados. De nada habían valido.
—Creemos que en esta ocasión ha sido un solo hombre —dijo Ahmose en tono grave—. Había restos de pisadas a la entrada de la morada de eternidad del Osiris Seti Menmaatra. Las huellas pertenecían a un único individuo.
Las palabras del escriba acentuaron la preocupación del sumo sacerdote. ¿Cómo había podido entrar en el valle sin que nadie se percatara de ello, en plena noche, con la luz de la luna cayendo de lleno sobre las tumbas?
—Creí haber entendido que el control sobre la guardia de la necrópolis era absoluto —dijo Pinedjem clavando su mirada en Takelot—. Me consta que la vez anterior se descubrió un fallo en uno de los puestos de vigilancia. Imagino que se subsanó. ¿Qué ha sucedido ahora?
El sacerdote-rey levantó los brazos mostrando el bastón y los emblemas que le hacían poseedor de un poder absoluto en aquella parte de la tierra de Kemet.
El libio bajó la mirada, no sabía qué contestar. Pero ante el silencio de Ahmose, tuvo que enfrentarse solo a las circunstancias. No en vano, él era el encargado de esa parte del control de la necrópolis.
—Al parecer —comenzó diciendo Takelot en tono quedo—, después del anochecer uno de los puestos de vigilancia estuvo un tiempo vacío. Había un solo guarda en él. El ladrón debió de aprovechar el momento en que realizó una pequeña ronda y…
—¿Cómo es posible que sólo hubiera un guarda en ese puesto? —preguntó Pinedjem alzando el tono; le escandalizaba ese descontrol sobre los guardas encargados de la seguridad de la necrópolis.
—Siento el error, Pinedjem. Asumo toda mi responsabilidad.
Takelot dijo estas palabras con una respetuosa genuflexión. No podía hacer otra cosa. Inventarse una excusa habría sido peor y también peligroso en el futuro. Sabía que Pinedjem valoraba la sinceridad en sus hombres de confianza sobre cualquier otra virtud y enseguida se dio cuenta de lo certero que había resultado el reconocimiento de su traspié.
—¿Tenemos algo nuevo del anterior saqueo, Ahmose? —quiso saber el sumo sacerdote.
—Lamentablemente estamos como al principio —respondió, resignado, el primer escriba—. Sabemos que fueron tres ladrones y todo apunta a que el tercero es el que ha aniquilado a los dos sobre cuya pista nos encontrábamos. Al tal Nesumontu lo asesinó en el templo donde trabajaba como orfebre. A Beki, emponzoñando el agua que había en un cántaro en el patio donde se le interrogó.
—Muy arriesgado…, pero eso confirma que el problema está dentro del templo, no fuera —sentenció Pinedjem—. Sólo alguien que conozca perfectamente lo que hay en cada morada de eternidad puede hallarse detrás de estos saqueos. En ambos casos fueron directos a donde sabían que encontrarían lo que necesitaban para luego desaparecer a toda prisa.
—Es cierto —reconoció Takelot—. El tiempo que emplearon para entrar, robar y huir fue mínimo. El guarda que cuidaba el punto de vigilancia por donde seguramente entró el ladrón faltó poco tiempo de su puesto para realizar la ronda que le correspondía. Aún quedaban muchas horas para que el sol apareciera por el horizonte.
—Sin embargo, hay algo que no me encaja en la idea de que fue el tercer ladrón quien aniquiló a sus dos compañeros —señaló Pinedjem.
—¿De qué se trata? —preguntó Ahmose con curiosidad.
El sumo sacerdote de Amón comenzó a caminar lentamente por la sala de recepciones mientras meditaba su respuesta. Por fin habló.
—Si ese hombre quería que el orfebre que encontrasteis en el barrio de los artesanos no hablara ni diera ningún nombre, parece extraño que su ataque no fuera más expeditivo. Confiar en que en algún momento se le iba a dar agua al prisionero es demasiado arriesgado.
—Es cierto, podría haber dicho los nombres antes, en una confesión precipitada —intervino Takelot dando peso a la sospecha que planteaba Pinedjem.
—Bueno, realmente… —empezó Ahmose, pero luego guardó silencio. Se acarició la barbilla y levantó la cabeza con mirada distraída.
—Realmente ¿qué, Ahmose? —preguntó Pinedjem, intrigado.
—Quizá no tuvo tiempo de hacerlo. Quizá se vio sorprendido por otras circunstancias. Puede ser cualquier cosa que hoy ignoramos. Podríamos interrogar a los guardas del templo que se encargan de los suministros en la prisión. Quizá vieran algo extraño el día anterior o a primera hora de la mañana, antes de que nosotros fuéramos allí.
—Creí que eso ya lo habíais hecho, Ahmose. No te entiendo. —El sumo sacerdote parecía muy sorprendido, y su compañero Takelot arqueaba las cejas en señal de asombro.
—Los pagos a los soldados se han retrasado —explicó Ahmose—. Hay cierto descontento entre ellos. Aun viviendo en y para el templo de Amón, no se salvan de los problemas que sufre el país. Podría ser un simple gesto en ese sentido o una venganza pergeñada contra algún compañero. En ocasiones los celos entre colegas brotan en las situaciones menos esperadas. Los guardas también suelen usar esas jarras de agua para refrescarse.
—Pero no habéis encontrado nada de eso, ¿no es así?
Los dos escribas se limitaron a negar con la cabeza.
Pinedjem caminó lentamente frente a los escalones que daban al sillón en el que solía presidir las recepciones. Estaba nervioso y era incapaz de permanecer sentado en su regio trono del sur.
—Mi preocupación va en aumento a medida que conocemos la gravedad de los robos.
—Hoy mismo han quedado subsanados todos los fallos detectados en la seguridad de la montaña occidental —se apresuró a matizar Ahmose.
—Confío en que se haya hecho de una forma más efectiva que la vez anterior.
—Por supuesto, Pinedjem. Hemos colocado guardas permanentes en los puestos de vigilancia y, por primera vez, en la entrada de todas las moradas de eternidad. Con ello, el acceso es más complicado y deambular por el interior del valle resulta imposible.
—Eso funcionaría si estuviésemos completamente seguros de que esos guardas de vuestra confianza no son los verdaderos ladrones…
Pinedjem subió los escalones y se sentó en su trono. Al lado había una mesa baja con una copa de fayenza de color azul intenso, procedente del taller de Rekhamun, y un plato del mismo material con algo de fruta. Tomó un par de dátiles. Al hacerlo quedó al descubierto una de las figuras que decoraban el fondo del plato: una mujer tañendo un instrumento musical, sentada sobre un cojín, con un mono jugueteando detrás de ella. La imagen hizo sonreír al viejo sacerdote-rey. El carácter erótico de la escena era claro.
Al beber de la copa su expresión se tornó melancólica. Estaba grabada con multitud de detalles. La observó con atención. Contaba con varios registros en los que aparecía un soberano lanzando un mazazo en la cabeza de un prisionero extranjero, arrodillado delante de él, al que asía por el cabello. Las escenas brotaban de un marjal de papiros, cuyos tallos unidos daban forma al pie de la copa.
—Es uno de los objetos más hermosos que he visto nunca. Pero no es una copa de oro —señaló con nostalgia—. En el mismo puesto sagrado que hoy ostento por decisión divina, mis ancestros empleaban copas fabricadas con el metal del que está hecha la piel de los dioses. Ahora tenemos que conformarnos con una pasta que imita al lapislázuli, la piedra azul del cielo, demasiado cara también en nuestro tiempo para poder trabajar con ella.
Apuró su contenido y volvió a la conversación con sus escribas. Sabía que no tenía ningún sentido lamentarse por aquellas cuestiones. La fayenza era realmente un artículo de lujo en aquellos tiempos y era consciente de ello.
—Hace tiempo que deberíamos haber puesto en práctica ese control —dijo jugueteando con los colmillos de la cabeza de leopardo que pendía sobre su pecho—. Confiábamos en que la ejecución de los ladrones sobre las puertas de la ciudad desalentaría a la gente de cometer nuevos robos. Pero no fue así. ¿Qué iban a llevarse si todo estaba ya saqueado? Pues sí, siempre hay cosas que robar…
—También hemos subido la paga de los guardas —señaló Takelot—. Sospechamos que muchos de ellos, seducidos por el dinero, hacían la vista gorda y dejaban pasar a los ladrones.
—Cuando no entraban en las moradas de eternidad dirigidos desde el interior del templo… ¿Quién si no alguien de Ipet-isut podía saber que Nesumontu estaba implicado en el robo? Son demasiadas casualidades. Sea quien sea la persona que está detrás de todo esto, conoce muy bien lo que está pasando y actúa con mucha sangre fría.
Las palabras de Pinedjem no dejaban lugar a dudas. Sabía dónde estaba la raíz del problema y dónde debían continuar la investigación sus escribas.
—Proseguiremos nuestras pesquisas en el templo —afirmó Ahmose con decisión.
—Pareces muy seguro, Ahmose. ¿Acaso posees algún dato que desconozca?
—No, Pinedjem —intervino Takelot en apoyo de su compañero—. La fortuna no ha estado de nuestro lado, pero pronto cambiará. Ipet-isut es una pequeña ciudad dentro de Uaset, y estoy convencido de que entre sus muros encontraremos lo que nos pides. No una justificación cualquiera, no un pobre desgraciado que colgar para el escarnio de los habitantes de esta ciudad, sino una prueba evidente de que parte del clero de Amón está podrido.
—Te recuerdo, Takelot, que en el templo no sólo hay sacerdotes. Hay funcionarios, artesanos, militares, escribas… ¡Podría ser cualquiera!
—Sólo alguien vinculado a la Casa de la Vida puede conocer ciertos datos sobre las moradas de eternidad —repuso Ahmose—. Allí se tiene registro de todo lo que sucede en Uaset, tanto en esta orilla como en la occidental. Empezaremos por ahí.
—Me parece muy buena idea. —Pinedjem asintió con la cabeza; por primera vez en todo el día parecía mostrar cierto optimismo—. Empezad hoy mismo. Tenéis todos los recursos de la guardia a vuestra disposición. Que no se os niegue nada. Tenemos que atajar los robos en la necrópolis, nuestro tránsito al reino de Osiris está en juego. Ahora, podéis retiraros.
Con una genuflexión, Ahmose y Takelot abandonaron el salón de recepciones. Pinedjem se quedó sentado en su trono con la cabeza apoyada en una mano en un gesto de honda preocupación. El sumo sacerdote asumía su imposibilidad de conseguir más tesoros y grandes gestas en vida, pero no estaba dispuesto a permitir que alguien le negara la vida eterna junto a su familia y al resto de los reyes que habían gobernado antes que él la tierra de Kemet. Emplearía para ello todas sus energías.
Los dos escribas de la necrópolis se dirigieron hacia el jardín anexo, donde los esperaban sus respectivas comitivas de siervos y funcionarios.
—Se siente impotente ante la gravedad de los hechos —señaló Ahmose en cuanto salieron del edificio—. Las circunstancias parecen sobrepasarle.
—Nadie ha puesto en duda su trabajo ni su posición —dijo Takelot reforzando la valía de Pinedjem.
—Desde luego que no —confirmó Ahmose al instante—. Su familia es de estirpe sagrada. El padre de su madre fue el faraón Akheperre Setepenre Psusenes. Todos ellos son descendientes de la familia de los grandes Ramsés que tanta gloria dieron a la tierra de Kemet. Tenemos que estar orgullosos de desempeñar tan honrosa labor para él.
—Si te parece, voy a ir ya mismo a la Casa de la Vida. Creo saber a quién preguntar para dar con las respuestas de este terrible acertijo. Alguien que actúa con mucha sangre fría.
—Perfecto, Takelot. —Ahmose sonrió satisfecho—. Yo quiero investigar también en algunas de sus dependencias; nuestro trabajo se complementará. Luego regresaré a mi casa. Mañana después del amanecer nos veremos en la otra orilla.
—Hasta mañana, pues —dijo Takelot. El libio saludó con la mano a su compañero y lo observó recorrer el patio del palacio en dirección a la salida.
Pero Ahmose quería hacer una visita antes de regresar a casa. Subió a su silla de manos.
—Vamos al barrio de los artesanos —dijo—, al taller de Rekhamun, el maestro de la fayenza. Es urgente.
Dos horas después Ahmose regresaba pensativo y preocupado. Lo que había averiguado perturbaba su ánimo, aunque no podía decir que fuera del todo una sorpresa. Era ya de noche cuando pasaba junto al lago de Ipet-isut.
—Tienes mala cara —le dijo una voz.
Ahmose levantó la cabeza. Sabía quién le había hablado y sabía también que estaba en peligro. Su rostro demostró la indignación que sentía, pero también un atisbo de temor.
—Takelot… Creo que tenemos que hablar.
—No, Ahmose —repuso el libio—. Tú no vas a decir nada más.