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Lunes, 7 de marzo de 1881
Orilla oeste de Luxor

Mohamed Abderrassul estaba furioso. Su hermano Ahmed lo observaba con irónica tranquilidad desde la esquina del banco de una de las habitaciones de la nueva casa de la familia en Gurna.

—¡No me digas que vas a llevar a ese desconocido a la Montaña de las Momias! ¡Deberíamos dejar el comercio durante un tiempo! —gritó Mohamed al ver que su hermano no reaccionaba ante la gravedad del problema.

—No sabes de qué estás hablando —se limitó a decir Ahmed, como si no fuera la primera vez que se veía ante una tesitura de esas características.

—Soy el más joven de la familia pero no soy estúpido —afirmó Mohamed con decisión—. ¿O crees que soy imbécil? ¿Te parece normal que nuestro nombre corra de boca en boca en Luxor cuando se habla del tráfico de antigüedades?

—Algo nos inventaremos… Nadie sabe de dónde vienen las antikas. Te reirías si oyeras lo que se dice en la ciudad. Se habla de un simple campesino, un jeque rico y un negro. No tienen ni idea.

La tranquilidad de su hermano mayor acabó por crispar al joven Mohamed. Dio una patada a una silla, ésta salió volando, cayó junto a su hermano y al golpear contra el suelo se rompió en mil pedazos.

—¡Tenemos un problema muy grave! ¿Es que no lo ves? —volvió a gritar Mohamed haciendo grandes aspavientos—. ¡Ya saben quiénes somos! Olvídate de las antigüedades durante un tiempo.

—No consiento que me hables en ese tono. Soy el cabeza de familia de los Abderrassul y por…

—¡Pues actúa como tal! —le cortó Mohamed—. ¿Crees que por ser el mayor pasas inadvertido ante el resto del mundo? Ese hombre venía buscándote, alguien le había dado nuestro nombre y no…

Ahmed se levantó y le plantó una sonora bofetada.

—Apenas llevas unos meses en este negocio y ya crees que sabes más que nadie —advirtió Ahmed levantando el dedo índice—. Te corregiré una vez más. Lo que has visto esta mañana no es más que una venta cordial entre un extranjero y unos vendedores de antigüedades.

—Ese hombre sabía perfectamente quiénes éramos y dominaba el arte de los objetos faraónicos —protestó de nuevo Mohamed—. Te aseguro que ese americano te engañó cuando no le dio ninguna importancia a las tiras de cuero con los jeroglíficos. Los amuletos y los ushebtis no le interesaban en absoluto. Desde un principio fue directo a las tiras de cuero. Sólo una persona versada en el Egipto faraónico se daría cuenta a primera vista de que pertenecían a una momia. Además, descubrió que las habíamos manipulado recientemente. Estás ciego y no ves el peligro que acecha a nuestra familia como esto siga por los mismos derroteros.

Ahmed se acercó a un hatillo y tomó varias libras.

—¿Ves esto? ¿Sabes qué es? —preguntó alzando el dinero ante el rostro de su hermano—. Esto es sólo parte de lo que hemos ganado en las dos últimas semanas por el simple hecho de vender cosas que nos encontramos por los suelos en la Montaña de las Momias. Es el pan de nuestra familia, y no estoy dispuesto a que te atrevas a decirme cómo debo actuar. Lo hemos hecho así durante años y nunca ha pasado nada. No tiene por qué pasar ahora. Así que apacigua tus nervios y compórtate como un Abderrassul.

—Eso no justifica el riesgo al que te expones ahora. Alguien se ha ido de la lengua dando nuestro nombre y a ti parece que te dé igual. Tarde o temprano nos descubrirán. ¿Por qué no haces una pausa durante un tiempo? Sólo unas semanas, el tiempo necesario para que todos se olviden. Tenemos dinero suficiente para vivir una buena temporada sin problemas.

—Somos conocidos desde siempre por nuestro trabajo en la montaña, el lugar que nos ha visto crecer durante generaciones. Saben que trabajamos el campo y el ganado como nadie y que sacamos un dinero extra con la venta de antigüedades, como hacen los Hussein, los Fakhri o la familia Faruk, por nombrar sólo a algunos de nuestros vecinos ejemplares. Todos lo saben. No hay nada malo en ello.

—Entonces, ¿por qué sólo han dado nuestro nombre? Si crees de verdad que ese americano era un turista más, te equivocas, hermano. Ese hombre no es un turista cualquiera, es uno de los efendis del gobierno que trabaja en la arqueología. Estás muy ciego si no lo ves.

—A diario vienen muchos efendis que conocen la escritura de los antepasados —respondió Ahmed justificándose—. La egiptología es una moda reciente entre los efendis. Eso no lo puedes negar, y no significa que el primero que aparezca por aquí sabiendo algo más que la mayoría sea un espía del gobierno. Docenas de ellos visitan la tienda de Wardi todos los días y no por eso está más preocupado que yo.

Mohamed Abderrassul permaneció unos segundos en silencio. Caminó por la habitación intentando buscar nuevos argumentos con los que convencer a su hermano para que dejaran durante un tiempo el tráfico de antigüedades, pero no encontró nada con lo que contraatacar.

—¿Y qué vas a hacer ahora con ese efendi? —preguntó por fin—. ¿Le vas a llevar a la tumba? Supongo que no estás tan loco…, o quizá sí…

—No seas estúpido. Todavía no sé qué voy a hacer, pero en cualquier caso no pienso llevarlo a la tumba —farfulló Ahmed intentando dar a entender que tenía la situación controlada—. No es la primera vez que me encuentro ante una situación similar. Nuestro padre también tuvo que enfrentarse a problemas y siempre los resolvió de forma brillante. Era un hombre sabio.

—Cualidad que por lo visto tú no has heredado, querido hermano. No cuentes conmigo para nada que esté relacionado con este oscuro asunto —espetó el joven Abderrassul con determinación—. A partir de hoy seguiré trabajando únicamente con las cabras. No quiero dinero extra. Los animales y el trabajo de mi esposa en el campo nos darán el pan necesario para nuestros hijos. Madre lo entenderá. Seguiré viviendo en la casa, pero te ruego que no vuelvas a involucrarme en nada de eso. Búscate a otro.

Ahmed, rojo de ira, no daba crédito a lo que acababa de escuchar de boca de su hermano.

—¡Juraste por tu familia que no abandonarías esta misión! —gritó.

—¡Eso es falso! Juré que nunca diría dónde está la tumba. No me comprometí a poner en peligro la vida de nuestros hijos. Sólo te estoy pidiendo que hagas una pausa en el comercio durante unas semanas. Las presentes circunstancias lo exigen. Pero tú no eres capaz de darte cuenta de lo que pasa porque el dinero te ciega.

—¡Soy el patriarca de la familia y te ordeno que sigas junto a mí en este negocio! —gritó Ahmed, desesperado. Había confiado en él y ahora todo se venía abajo.

—Si me lo ordenas, recogeré mis cosas y me marcharé. Pero entonces tendrás que explicar al resto de la familia, y especialmente a madre, qué has hecho para que decidiera marcharme.

Ahmed se abalanzó con violencia sobre su hermano, lo empujó contra la pared y lo golpeó con fuerza contra ella.

—Eres un cobarde —le recriminó con rabia—. Actúas como un niño; siempre he pensado lo mismo. No tendría que haber hecho caso a madre cuando me dijo que te eligiera.

Mohamed lo observaba con desdén. Ni respondió ni opuso ningún tipo de resistencia a la violencia de su hermano. Sabía que tenía razón y que tendría todas las de ganar si finalmente el consejo familiar decidía juzgar su actitud.

—¿Vas a volver a pegarme, hermano? —espetó finalmente en tono cínico y sin apenas aliento, oprimido contra la pared.

Ahmed no se contuvo más y, en un intento por quitarse de encima la tentación de acabar con él, lo tiró al suelo.

Mohamed se levantó con esfuerzo. Se había golpeado la cabeza y estaba sangrando. Intentó limpiarse la herida con el fular que llevaba al cuello y quedó empapado de rojo.

—¿Harás lo mismo con el efendi para que no hable? ¿Lo asesinarás como hiciste con el anticuario que no quiso doblegarse a tus deseos?

Ahmed palideció.

—¿Quién te ha contado eso? ¿Dónde lo has oído? ¿En la casa del vicecónsul?

Mohamed hizo una mueca de incredulidad.

—¿Eres tan tonto que no sabes que todo el mundo conoce esa historia, hermano? —dijo el joven Abderrassul—. ¿Qué necesidad había de matar a Samir? Tenía tanto miedo que no hubiese hablado en todos los días de su vida. Aunque peor todavía fue vuestra deleznable actitud con el chiquillo que hacía de correo entre la casa de Mustafa y la tienda de Wardi.

—¡Eso fue cosa de Mustafa Aga Ayat!

—Buena excusa, hermano —dijo Mohamed limpiándose el polvo de las mangas de su galabiya—. El interés de un político corrupto vale más que los valores que intentaron inculcarte nuestros padres. Nadie en nuestra familia había cometido nunca crímenes tan atroces.

—Era su vida o la de nuestra familia, no había elección —contestó Ahmed de forma evasiva.

—Vuelves a errar, Ahmed. Ciertas cosas no admiten justificación —respondió el joven Abderrassul con un suspiro—. Más cuando ni madre ni nadie de la familia conoce las consecuencias que en los últimos meses ha supuesto el continuar con la venta de las antikas de la montaña.

—¿Y qué es lo que te ha hecho cambiar de opinión? —preguntó Ahmed—. En este tiempo has guardado silencio, con lo que has demostrado tu consentimiento y sobre todo tu cobardía.

—Lo de este americano ha sido la gota que ha colmado el vaso. Reconozco que podría haber manifestado antes mi descontento, pero esperaba que las cosas se calmaran. Y cuando creía que ese momento había llegado, decides continuar a sabiendas de que el peligro es inminente. Saben quiénes somos, pero eso te da igual. Por unos billetes más serás capaz de llevar a los efendis a la tumba. Y pronto ya no será una tumba maldita sino una especie de bazar donde todo el mundo podrá entrar y salir con libertad. Sólo pediremos que, por favor, no hablen con nadie de lo que han visto, no sea que nos compliquen la vida —dijo Mohamed con sorna.

—Vete si quieres. Yo me encargaré de sacar adelante a la familia.

Mohamed se indignó aún más al escuchar las últimas palabras de su hermano.

—¿Cuál va a ser el límite, Ahmed? —preguntó enfrentándose a su hermano mayor con los brazos en jarras—. El otro día me comentabas que a Wardi no le hacía ninguna gracia tener en la tienda aquella momia que sacamos con tanto esfuerzo de la tumba. ¿Sabes por qué?

Ahmed no respondió. Se sentó en un banco corrido que había junto a la pared más larga de la habitación y escuchó a su hermano con las manos cubriéndole el rostro.

—Porque conoce perfectamente el negocio —respondió el propio Mohamed—. Lleva años en él, no como tú o como yo, que estamos metidos en esto por un simple golpe de suerte. Él sabe dónde están los límites. ¿Por qué si no crees que mandó a aquel efendi alemán para que negociara directamente con nosotros? ¿Crees que no le hubiera gustado ganarse una comisión, como tantas otras veces?

—Wardi a veces tiene miedo hasta de su propia sombra —señaló Ahmed intentando justificar la acción del anticuario libanés.

—Eso no es cierto, Ahmed. Sabes que Wardi es prudente. No quiere problemas. Tiene suficiente con lo que gana. Claro que le gusta obtener grandes beneficios con un mínimo esfuerzo, pero es consciente de que tiene unos límites y que éstos siempre cabalgan sobre el delgado filo de un cuchillo. No es que tenga miedo, no. Sencillamente es más prudente que tú.

—Él no tiene la presión de Mustafa Aga Ayat. No requiere de…

—¡No seas ingenuo, Ahmed! —volvió a recriminar el pequeño de los Abderrassul—. Te estás comportando como un estúpido. Mustafa regala ushebtis a diestro y siniestro y si quiere beneficios por la venta de antigüedades hace caer las posibles complicaciones sobre las espaldas de otra persona. Tú te dejas pisar, en cambio Wardi protesta, habla con Mustafa y no pierde su amistad. ¿Acaso no se sentaron a la misma mesa el otro día en la fantasía que organizó en su casa?

Mohamed observaba a su hermano, que permanecía en silencio.

—No me has dicho qué harás el jueves. ¿Irás a la puesta de sol al Rameseum? ¿Enviarás un intermediario? ¿Alguien que acabe con él y arroje su cuerpo al agua, como ya has hecho antes?

—Si dices que ya no quieres participar en esto, no sé por qué quieres saberlo.

—¡Porque me preocupa! —gritó Mohamed en tono indignado—. Soy un Abderrassul. Si sucede algo, esté o no implicado, me veré arrastrado por los acontecimientos. ¿Acaso eres tan inocente que crees que si somos descubiertos sólo iremos nosotros dos a la cárcel? Al gobernador le dará igual. Mustafa Aga Ayat esconderá la cabeza como ha hecho siempre, y todos nosotros tendremos problemas, unos dentro y otros fuera de la cárcel, de eso no te quepa la menor duda.

Mohamed recogió los trozos de la silla que había roto pocos minutos antes y los arrojó por la ventana a un montón de basura que había en el patio de la casa. Luego acabó de limpiarse la herida mojando el fular en una palangana con agua. La tela acabó tan sucia que la arrojó con los restos de la silla. Nadie preguntaría nada. Los gritos debían de haberse oído desde cualquier punto de la casa y quizá también en las viviendas vecinas. Le daba igual. Había decidido dar por finalizada su participación en el asunto de las antikas y pasar el relevo a otro hermano. Ahmed sabría cuál de ellos le ayudaría mejor.

—Confío en que a partir de ahora actúes con juicio —dijo como colofón—. Mi consejo es que no hagas nada en unas semanas. Es más, yo cerraría esa tumba, no diría a nadie dónde se encuentra y no volvería nunca más a la Montaña de las Momias. No olvides que ese lugar está manchado con la sangre de muchas personas inocentes. No habrá afrit, pero desde luego hiede y está maldito. Sólo traerá destrucción a los Abderrassul.

Con estas palabras, Mohamed abandonó la habitación y dejó a su hermano sumido en la incertidumbre.