Domingo, 6 de marzo de 1881
Luxor
Tras el desayuno, Charles Wilbour subió a su habitación y se preparó para cruzar a la otra orilla. Habían pasado unas semanas desde su visita al templo de Karnak.
Cuando salió del hotel, recordó las palabras de Brugsch: «Sé prudente, no arriesgues innecesariamente. Si das con ellos, acepta lo que te propongan con cierta ambigüedad. Juega tus cartas como bien sabes. Mucha suerte». Fue caminando hasta el embarcadero del templo de Luxor y una vez allí se unió al nutrido grupo de egipcios y turistas que se disponían a pasar al otro lado a esa temprana hora de la mañana.
En cuanto el transbordador tocó tierra, varios guías se lanzaron al asalto de los extranjeros. Muchos de ellos iban acompañados de un coche de caballos para llevar a los turistas a visitar la necrópolis de los nobles, el Valle de los Reyes o los templos de millones de años de los grandes faraones del Imperio Nuevo. Pero Wilbour no quería nada de eso. Sólo quería ir al Rameseum, preguntar por la familia Abderrassul y seguir con sus pesquisas.
Sombrilla en mano fue esquivando a los dragomanes empleando la técnica de ignorar su presencia. El templo funerario de Ramsés el Grande estaba lejos del embarcadero, a casi una hora andando, por lo que decidió quitarse de encima a los guías, caminar un poco y coger cualquier coche.
Cuando enfiló la pista de tierra que atravesaba los cultivos y llevaba hasta los monumentos, lo adelantaron varios coches de caballos en los que iban parejas o pequeños grupos de turistas que reían emocionados por la aventura que estaban viviendo.
Wilbour paró el primer coche vacío que pasó junto a él.
—Lléveme hasta el Rameseum, por favor.
—Magnífico lugar para comenzar las visitas de la orilla oeste. ¿De dónde es usted, amigo?
—No vengo de visita, estoy trabajando —respondió el americano de forma seca para ahorrarse una tediosa conversación.
—Ah, es usted arqueólogo. Trabaja con los efendis en el templo de Ramsés, ¿me equivoco?
Wilbour no respondió. Divisó el templo funerario de Seti I al final del camino. Al llegar al cruce que llevaba directamente al Valle de los Reyes, giraron a la izquierda, hacia la zona de los templos funerarios. En pocos minutos alcanzaron el Rameseum.
—Deténgase aquí, por favor —solicitó Wilbour.
El cochero hizo frenar al caballo de inmediato.
—Muy bien, señor, ¿quiere que lo espere aquí?
—Sí, por favor. No sé cuánto tardaré pero…
—No se preocupe, señor —lo interrumpió el egipcio con una sonrisa franca—. Estaré aquí el tiempo que precise. Media hora, una hora, dos horas… Le esperaré gustoso.
El americano bajó del coche y abrió la sombrilla para resguardarse del sol. Aún era temprano y la calima matinal acababa de desvanecerse, pero el sol ya empezaba a apretar. Sus rayos lo cubrían absolutamente todo y la montaña cegaba con su fulgor.
Un grupo de turistas franceses abandonaba en ese momento el templo de millones de años de Ramsés. Hablaban animadamente mostrándose unos a otros las antigüedades que acababan de adquirir. En la distancia Wilbour no pudo distinguir de qué se trataba. Vio que una de las mujeres enseñaba un ushebti de madera envuelto en una fina gasa de lino. No pudo ver más, pero un pálpito le dio la señal de que había dado con el lugar correcto.
—Buenos días, señor, ¿puedo ayudarle en algo? —dijo una voz de hombre a su espalda.
—Buenos días —respondió Wilbour atropelladamente al tiempo que se volvía—. Querría visitar el templo y de paso comprar algún recuerdo.
—¿Qué clase de recuerdo? —preguntó el árabe.
—Algo de calidad. Me interesan las antigüedades egipcias y tengo entendido que en esta zona de Gurna hay una familia que es experta en la venta de este tipo de piezas.
—¿Ah, sí? ¿Y de qué familia se trata?
—En el hotel oí hablar de los Abderrassul —mintió Wilbour—. Creo que cuentan con un género excepcional.
—Los Abderrassul llevamos vendiendo antigüedades desde hace generaciones.
—¿Es usted miembro de esa familia? —preguntó el americano, sorprendido de su golpe de suerte.
—Hay gente que nos tacha de ladrones de tumbas, pero eso es falso. Las antigüedades se encuentran por doquier. Usted mismo podría hacerse con algunas de ellas en un simple paseo por la montaña. Son tan abundantes como el polvo del desierto.
—Me llamo Charles Wilbour y estaría interesado en adquirir alguna pieza excepcional.
—¿A qué llama usted «excepcional», señor Wilbour?
—Objetos de una belleza particular, algo fuera de lo común, algo que no se pueda encontrar en los bazares de Luxor.
El egipcio lo escrutó de arriba abajo como si buscara algún detalle que le diera una pista sobre quién era ese misterioso extranjero.
—Me llamo Ahmed. Espéreme aquí, por favor.
Wilbour aguardó junto a las columnas osiríacas del patio del Rameseum, pero siguió al egipcio con la mirada.
Ahmed se acercó a la zona de tumbas que había en Gurna, a apenas un centenar de metros de donde se encontraban. Aquello parecía una pequeña ciudad. Hombres y mujeres entraban y salían de las tumbas donde habían vivido durante generaciones como si fuera la cosa más natural del mundo. Ahmed se detuvo a la puerta de una sepultura repleta de desconchones. No había nada que señalara que aquello pertenecía a la época faraónica. Los relieves habían sido arrancados o se habían caído al suelo con el paso de los siglos.
Wilbour siguió observándole a la sombra del coloso de Osiris adosado a un gigantesco pilar de piedra. Ahmed entró en la tumba, estuvo allí unos segundos y salió con una bolsa colgada del hombro. Al poco llegó junto al americano.
—Tome asiento, señor Wilbour. ¿Quiere un té?
—Por favor, gracias, es usted muy amable —respondió Wilbour mientras miraba alrededor y se preguntaba dónde iba a sentarse en aquel solar, hasta que comprendió que Ahmed se refería al polvoriento suelo del patio del templo.
El ofrecimiento del té, como si estuvieran sentados en la cómoda terraza de un café, fue aún más sorprendente. Pero de pronto, como una aparición, entre las imágenes de los colosos surgió una figura, casi una sombra, cubierta con una galabiya clara. Se trataba de un hombre joven que llevaba una bandeja con tres vasos para el té: Mohamed Abderrassul.
—Usted estuvo en la fantasía que celebró Mustafa Aga Ayat hace unas semanas, ¿no es así? —preguntó Ahmed.
—Así es. Tiene usted muy buena memoria… Le ruego que me disculpe, había mucha gente, no recuerdo haberlo visto.
Con lo que había descubierto en las últimas fechas, a Wilbour no le sorprendió demasiado que una persona de la modesta aldea de Gurna hubiera sido invitada a la fiesta. O bien la fantasía no era tan selecta como él creía o bien aquella familia era mucho más importante de lo que había imaginado en un principio.
—La fiesta estuvo muy concurrida, no se preocupe. Compartió mesa con Antoun Wardi y el anfitrión, ¿verdad?
—En efecto. No hay duda de que es usted muy buen observador —respondió el americano en tono bonachón.
—Yo trabajé en casa del vicecónsul durante muchos años. Es un gran hombre que ha ayudado a mi familia en momentos difíciles. ¿De qué lo conoce usted?
—Un amigo común de El Cairo me introdujo en la fiesta. Para serle sincero, yo no estaba invitado. Estoy aquí de vacaciones. En Estados Unidos me dedicaba a la política, pero decidí dejarlo. Es una historia muy larga. Ahora resido en París, viajo…
Wilbour soltó de un tirón todo su historial para evitar preguntas que pudieran comprometerle. Sin embargo, su brillante puesta en escena no impidió que Ahmed Abderrassul quisiera saber más.
—Y además de viajar, ¿cuenta con algún negocio en Egipto?
—De momento no, aunque no lo descarto. Egipto está repleto de ofertas para los extranjeros. Es un país lleno de posibilidades para todo el mundo.
El comentario no fue del agrado del vendedor. Ahmed comenzó a ver en Wilbour una suerte de advenedizo con dinero en el bolsillo, carente de escrúpulos y dispuesto a hacer negocios en aquel país a costa de los intereses de los egipcios. Un estúpido más de los que gastaban su dinero en antigüedades. Uno más de los muchos que últimamente estaban apareciendo en Luxor como simples turistas que no sabían en qué dilapidar sus fortunas.
Ahmed tomó uno de los vasos de té y comenzó a beber a pequeños sorbos; tenía los dientes amarillentos por la ingesta continua de té durante años.
—¿Qué quiere comprar, señor Wilbour? ¿Está interesado en algo en especial?
—Sorpréndame, se lo ruego —dijo el americano dejando el vaso de té en el suelo y frotándose las manos—. Tengo una pequeña colección de ushebtis. Me gustaría abrir la horquilla y tener objetos más curiosos.
Ahmed miró a su hermano Mohamed. Al instante, como movido por un resorte accionado por la mirada del mayor de los Abderrassul, Mohamed se levantó y volvió a desaparecer entre las columnas.
Wilbour observó en silencio el entorno.
—Mi familia ha vivido aquí durante generaciones —dijo el egipcio intentando justificar su presencia en un antiguo lugar sagrado—. Los habitantes de Gurna pertenecemos a la montaña y somos los verdaderos dueños de la necrópolis, por eso nos sentimos a gusto compartiendo el espacio con nuestros ancestros.
No era la primera vez que Wilbour escuchaba esa arenga en favor de la propiedad de la tierra en la orilla oeste de Luxor. No quería entrar en la polémica; prefería mantener cierta distancia con el egipcio y continuar con éxito la transacción.
En ese instante Mohamed Abderrassul regresó con un fardo de tela que dejó con cuidado en el suelo. Cuando Ahmed lo abrió, Wilbour se fijó al instante en dos tiras de cuero grabadas con textos jeroglíficos. Al lado había varios amuletos y tres ushebtis; nada especialmente excitante, pero aquella especie de correas de cuero llamaron su atención. Era evidente que procedían del vendaje de una momia. En ellas estaba escrito el nombre de un faraón. Su fuerte no eran los textos, pero creía saber a quién pertenecían: Pinedjem. Los ideogramas no eran claros, pero podía identificar varios de los que estaban en el nombre de este sumo sacerdote de Tebas. Se trataba de uno de los personajes destacados del Tercer Período Intermedio cuya tumba todavía se desconocía y que gobernó en la franja de tiempo a la que pertenecían todos los objetos que habían aparecido en el mercado negro de antigüedades desde hacía varios años. El estado de conservación era magnífico. Parecía que las hubieran retirado de la momia el día anterior. Lo más sorprendente era que para el vendedor aquello tal vez fuera una pieza menor, pero para un experto eran objetos muy singulares y valiosos. Una evidencia más de que los saqueadores de las tumbas ignoraban el valor de los objetos que colocaban en el mercado.
Wilbour se emocionó. Por primera vez creyó estar ante una pista verdaderamente fundamental. Aquello parecía un disparate arqueológico. Esos dos egipcios le mostraban amuletos, ushebtis y un par de tiras de cuero creyendo que eran objetos de poco valor. Quizá los amuletos y las figuras momiformes lo fueran, pero los fragmentos de cuero tenían una importancia extraordinaria para la investigación que estaban desarrollando.
—¿Qué es esto? —preguntó haciéndose el ingenuo.
—Parte del recubrimiento de una momia. Y esto son ushebtis y amuletos.
—Sí, los he reconocido nada más verlos —dijo el americano sin poder evitar la broma.
—Son piezas extraordinarias —añadió el egipcio para llamar la atención sobre el valor del producto.
Wilbour observó con fingido interés el resto de los objetos. Los amuletos eran corrientes, al igual que los ushebtis. Se trataba de piezas de la Baja Época, poco llamativas pero que seguramente harían las delicias de cualquier visitante poco experto.
—¿Cuál es su precio?
—¿Por cuál se decanta, señor Wilbour?
—Me gustaría llevarme una buena selección de lo que me ofrece. Los amuletos son vistosos, los ushebtis son un clásico de la arqueología egipcia, me atrevería a decir, y las tiras de cuero tienen inscripciones hermosas. Los textos jeroglíficos son otro de los aspectos más llamativos de la antigua cultura de los faraones. Me interesan.
Wilbour separó del conjunto dos ojos de fayenza, amuletos protectores del dios Horus, uno de los ushebtis tardíos, de color verdoso claro, fabricado al igual que los amuletos en fayenza, y una de las dos tiras de cuero, aquélla en la que el nombre del soberano se veía de forma más clara.
—No ha elegido mal, amigo. Veo que tiene buen ojo —señaló el mayor de los Abderrassul siguiendo la tradición de que cualquier cosa que seleccionara el comprador, aunque fuera el objeto más tosco, se convertía, de pronto, en un unicum del arte universal para, de esta manera, poder aumentar su valía.
—Sea condescendiente conmigo y hágame un buen precio. Si es así y quedo satisfecho, en unos días volveré para adquirir más cosas.
—Este ushebti y los amuletos son de una calidad extraordinaria —añadió el egipcio para intentar justificar el precio que le iba a proponer—. Puedo dejárselo todo en sesenta libras.
Wilbour enarcó las cejas y abrió la boca con expresión de incredulidad ante el desorbitante precio que le estaba ofreciendo por aquellas baratijas.
—¿Está loco? ¿Sesenta libras por un par de amuletos, un ushebti mondo y lirondo y la tira de una momia? Estos artículos no son más que objetos de regalo en el anticuario de Wardi. El propio Mustafa Aga Ayat me obsequió el día de la fiesta con un ushebti mucho más valioso que éste.
—¿Cuánto está dispuesto a gastarse?
—No, amigo, ese truco no va conmigo. Deme usted un precio. Si fuera por mí, no le daría ni cuatro libras por todo.
Fingiéndose indignado, Ahmed volvió a juntar todas las piezas dentro de la tela para rehacer el hatillo y marcharse.
—Creo que no nos entenderemos, señor Wilbour. Los precios que usted tiene en la cabeza no están a la altura del valor de estas piezas. Será mejor que busque en otro lugar. Quizá algún incauto acceda a su oferta; yo, desde luego, no.
—No se enoje, Ahmed —reculó el egiptólogo—. Podemos llegar a un acuerdo. Le doy veinte libras pero a cambio usted me da dos amuletos más y la otra tira de cuero con el texto jeroglífico.
—Eso serán cuarenta libras —replicó el egipcio—. No puedo bajar más.
—No sea embustero. —Wilbour rió—. Me acaba de rebajar un tercio del precio inicial añadiendo además varias piezas. Veinte libras es un precio justo, ¿no le parece?
Ahmed miró a su hermano Mohamed. Ninguno de los dos hizo gesto alguno; parecían comunicarse con el brillo de la mirada.
—Está bien, deme veinticinco libras y cerramos el negocio.
—De acuerdo. —El americano sacó la cartera—. Aquí tiene el dinero. Espero que el acuerdo sea de su agrado. Si me lo permite, me gustaría hacerle una pregunta.
—¿De qué se trata?
—Ustedes no saben qué es esto, ¿verdad?
—¿A qué se refiere? —Ahmed miró extrañado a su hermano.
—Me gustaría saber de dónde lo han sacado.
—Los ushebtis proceden de una vieja tumba en la que vive un hombre del pueblo; los amuletos vienen de Deir el-Medina, y las tiras de cuero se descubrieron de forma casual en el desierto.
—¿Hace cuánto?
—No le entiendo…
—Sí, ¿hace cuánto que aparecieron las tiras de cuero?
Al ver que Wilbour mostraba interés en las tiras con el nombre del faraón, Ahmed se puso nervioso por primera vez. Tensó el rostro en una expresión de inquietud y comenzó a recoger las piezas sobrantes.
—Hace meses —respondió con frialdad—. Después de una tormenta de arena. Siempre que sucede algo así, los chiquillos de la aldea salen al desierto a buscar antikas. Se lo toman como un juego; saben dónde buscar. Esas tiras no tienen ningún valor, considérelas un regalo por la compra de las otras antigüedades.
Wilbour tomó una de las tiras y mostró una parte del borde donde se veía que el cuero había sido rasgado no hacía mucho tiempo.
—En cambio, estas señales de rotura parecen recientes…, ¿verdad?
—Ya sabe que algunas personas rompen las piezas en varios trozos para venderlos a los turistas y conseguir así más dinero por un solo hallazgo. Es una práctica común, y más todavía entre los muchachos de nuestra aldea. Seguro que los chiquillos que dieron con ellas las cortaron. Hace unas semanas vendimos otros fragmentos.
—Los tienen bien enseñados. Qué bribones… —dijo Wilbour en tono desenfadado para romper la tensión que se había generado en los últimos minutos. Sabía que el egipcio mentía.
Cerca de ahí deambulaban dos pequeños grupos de visitantes, cada uno de ellos acompañado de su correspondiente dragomán y de la oportuna corte de niños y niñas ofreciendo toda clase de recuerdos.
—¿Quién es usted, señor Wilbour? —espetó de pronto el egipcio.
—Soy un americano interesado en las antigüedades egipcias. No le he engañado en mi presentación. Estas tiras de cuero son realmente «singulares» —afirmó—, como usted decía, pero no les creo cuando me dicen que las han encontrado en el desierto. Me gustaría ver la tumba de donde provienen y también la momia de donde las han sacado. Piénselo. Podría ser un gran negocio para ustedes. Me interesa la momia.
Ahmed y su hermano se miraron una vez más. En esta ocasión Wilbour detectó claramente un sentimiento de incertidumbre en los ojos de los dos hombres.
—Pásese por aquí el próximo jueves —respondió al final el mayor de los Abderrassul—. Le mostraremos la momia y el enterramiento de donde la hemos extraído.
Wilbour no daba crédito. Sonrió agradecido y apretó los puños para contener la emoción.
—Será un placer acompañarles hasta esa tumba —dijo casi en un suspiro.
Evitó hacer cualquier otro comentario para no enmarañar la charla. Nada dijo de la historia inventada de las tiras descubiertas hacía meses en la arena del desierto. Acababan de reconocer su fraude y eso bastaba. Volvería en unos días, tal y como le habían ofrecido, y entonces vería la tumba y la momia de donde provenían aquellas cinchas de cuero.
¿Dónde estarían esos enterramientos? Seguramente muy cerca de donde se encontraba. Wilbour sabía que entre las ruinas del Rameseum habían aparecido otras sepulturas. En cualquier caso, debían de estar en algún lugar de la Montaña Tebana, tal y como dedujo Émile Brugsch después del encuentro con aquellos misteriosos egipcios en el hipogeo de las proximidades de Qurnet Muray.
El americano ya no tenía ninguna duda: fueran quienes fuesen los dos tipos que se reunieron con el egiptólogo alemán, debían de pertenecer a la familia de los Abderrassul.
—Se lo agradezco —añadió Wilbour levantándose para regresar a Luxor—. Seguro que acabamos haciendo un negocio en el que todos salimos beneficiados.
Ahmed lo observó con atención. Le parecía que había algo extraño en aquel americano, pero no sabría decir qué era. Su aspecto era afable; un hombre educado con el que se podía negociar. Agradecía que fuera con la verdad por delante, como había demostrado en todo momento. Pero había algo en él que lo desconcertaba. El propio Wilbour se había percatado de ello y lo aprovecharía al máximo. En sus años de política en Estados Unidos siempre había usado su facilidad de palabra y la aparente bonanza de su carácter para conseguir lo que deseaba. No era un mal tipo, pero sabía jugar sus cartas y sacar provecho de las virtudes que la naturaleza le había dado para las relaciones sociales. No en vano, era una de las razones por las que Maspero, el ahora flamante director del Servicio de Antigüedades de Egipto, había decidido enviarle a Luxor a proseguir la investigación comenzada semanas atrás por Émile Brugsch.
—Le esperaré aquí mismo tras la puesta de sol. El sitio al que iremos es secreto. Será mejor que nadie nos vea. No diga a nadie a qué viene. Ni siquiera diga en el hotel que se dispone a cruzar la orilla. Le agradeceríamos que fuera lo más discreto posible.
Wilbour sintió temor por primera vez. El dragomán de Karnak había dicho que la familia Abderrassul era peligrosa. Debería tomar las medidas necesarias para no correr riesgos. El jueves era víspera de fiesta, aquello estaría más concurrido, pero la oscuridad de la noche podría ocultar cualquier crimen, más aún en un lugar tan apartado como aquél.
—Así será, amigo Ahmed. Nos veremos el próximo jueves a la entrada del Rameseum tras la puesta de sol.
Y llevándose la mano al tarbush, Wilbour se despidió de los dos hermanos.
Cuando echó a andar, respiró profundamente para calmar la tensión acumulada. No quería pensar en las consecuencias en las que todo aquello podría devenir. Al llegar al coche que lo esperaba, pagó con una generosa propina y siguió a pie. Necesitaba airearse y no pensar en nada; disfrutar del paisaje y de la belleza infinita de la Montaña Tebana. Ya habría tiempo para preparar su plan. Antes debería avisar a Brugsch; eso lo tenía claro.
Y así fue. Cuando el transbordador lo dejó en la orilla oriental del Nilo, junto al templo de Luxor, tomó un coche de caballos para llegar lo antes posible al hotel Karnak.
Wilbour pasó de largo la recepción, subió las escaleras y fue directamente hasta la habitación de su compañero. Llamó con discreción y abrió la puerta. Émile Brugsch estaba tumbado en su cama.
—¿Cómo te ha ido? —preguntó el alemán.
—No podría haber sido más fructífero —respondió Wilbour abriendo mucho los ojos por la emoción—. El jueves próximo me llevarán al lugar de donde proceden todos los tesoros.
—¿Cómo dices? —Brugsch se incorporó como un autómata.
Wilbour le relató con detalle el encuentro con Ahmed Abderrassul y su hermano: lo que le habían ofrecido, los precios de las piezas, el regateo y el acuerdo final para ir el jueves a aquel lugar.
—¿Dijo que era un lugar «secreto»? Qué extraño…
—Sí, es lo que dijo. ¿Por qué te resulta raro?
—Deben de llevar años escondiendo el cementerio o las tumbas de donde vienen esos papiros y ushebtis… No me encaja que ahora se lo quieran enseñar al primer turista que pasa por allí. ¿Dónde has quedado?
—El jueves tras la puesta de sol en el templo funerario de Ramsés II. Parece que estamos en el buen camino.
—De eso no me cabe la menor duda, pero no olvides que el camino lo marcan ellos, no nosotros. Estas tiras de cuero con el nombre de Pinedjem son una evidencia más.
—Podríamos estar muy cerca de nuestro objetivo —dijo el americano con entusiasmo.
—Debemos ser prudentes —repuso Brugsch para calmar la emoción de su compañero.
Se levantó de la cama y fue a coger la chaqueta que había dejado colgando del cabecero.
—Lo mejor será que vaya a enviar un telegrama a El Cairo. Solicitaremos permiso a Maspero para continuar el trabajo si es que realmente damos con el lugar del que proceden los ushebtis reales del Tercer Período Intermedio. Nos veremos mañana. Tú vuelve a tu hotel.
Brugsch salió de su habitación al poco de que Wilbour se marchara. No dejaba de pensar en la familia Abderrassul y las piezas del mismo período histórico. ¿Fueron ellos los que le llevaron a aquella misteriosa tumba de la Montaña Tebana?
Al pasear por la Corniche, de pronto vio a la joven Mariam cerrando la puerta de la tienda. Brugsch se ocultó al instante detrás de uno de los árboles del paseo. No debía encontrarse con la joven, aunque eso era precisamente lo que más deseaba en aquel momento. Estaban en juego el resultado final de la operación y, mucho más importante, la seguridad de la muchacha si alguien los veía. Echó a correr hacia la calle que se abría en dirección a la estación del ferrocarril, junto a la cual se encontraba la oficina postal. Debía mandar el telegrama a El Cairo con urgencia.
¡ENHORABUENA! (STOP) LO ENCONTRAMOS (STOP) SOLICITAMOS PERMISO PARA SU EXCAVACIÓN (STOP)
El mensaje era lo suficientemente claro como para que Maspero comprendiera la importancia del descubrimiento, pero también era ambiguo. No daba pistas sobre lo que se estaba tratando. Las excavaciones en Egipto, y más en Luxor, eran de lo más natural. El mes de marzo era una buena época para llevarlas a cabo. No hacía mucho calor y todo acompañaba. Por lo tanto, nadie sospecharía nada.
Toda precaución era poca cuando se trataba de un asunto de ese calibre. En Egipto era imposible mantener un secreto, por lo que la cautela era obligatoria. Como sucedía en la Antigüedad, parecía que hasta las piedras tenían oídos. Resultaba imposible mantener algo oculto durante mucho tiempo. Por eso, el secretismo guardado durante tantos años alrededor de las tumbas del Primer Período Intermedio parecía algo sobrenatural.
Brugsch y Wilbour debían de sentirse un poco magos, pues parecían haber dado con el brebaje que rompía el hechizo.