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Año 969 antes de nuestra era
Necrópolis de los reyes, Tebas

Paykamén se sabía seguro. Las informaciones que le había proporcionado su misterioso mentor nunca habían fallado. Y esta vez, al igual que las anteriores, estaba convencido del éxito de la operación. Al ir solo, el botín sería menor, pues no podría cargar con mucho peso, pero la operación sería más segura. No debería compartir ningún secreto ni confidencia con compañeros a los que luego el destino podría jugar una mala pasada.

Acababa de bajar de la terraza de su casa, donde el aire corría más fresco después del amanecer. Se sentó en una esquina del dormitorio y, junto a un ventanuco, abrió la bolsa de cuero que siempre llevaba atada al cordón con el que se ceñía el faldellín. Dentro guardaba el rollo de lino que su mentor le había entregado pocos días atrás. Lo desenrolló con sumo cuidado y lo extendió sobre el suelo, de tierra apisonada. El dibujo reconstruía un croquis muy burdo de la Grande y Majestuosa Necrópolis de Millones de Años de los Faraones, Vida, Salud y Prosperidad, en el occidente de Uaset. Allí debía ir tras la puesta de sol. Como en otras ocasiones, había alquilado una barca para cruzar el río. La dejaría entre los marjales, donde nadie la vería. Siguió con el dedo el itinerario que iba a seguir en apenas unas horas. La tumba que era su objetivo estaba marcada con un nombre a poca distancia hacia el este del centro del valle.

—El Osiris Seti I Menmaatra —dijo en voz baja.

Aquel nombre le resultaba muy familiar. Era el padre del todo poderoso Ramsés, rey que consiguió tener a sus pies a los pueblos extranjeros y doblegar a los hititas tras la batalla de Kadesh. La sala hipóstila del templo de Ipet Isut estaba repleta de coloridos relieves en los que se veía a padre e hijo en presencia de los dioses de la tierra de Kemet, realizando ofrendas a Amón o expulsando a los impuros extranjeros que habían osado pisar la sagrada tierra del Nilo.

Paykamén conocía a la perfección el trazado del valle donde reposaban los antiguos reyes. La ubicación de la morada de eternidad de Seti Menmaatra no le era nueva. Tiempo atrás había querido entrar en ella, pero la celeridad con la que tuvo que actuar para no ser descubierto por los guardas de la necrópolis le obligó a salir corriendo para salvar la vida.

En el mismo lino había un plano del interior de la tumba. Se trataba de una galería enorme, una de las más grandes excavadas en la roca de la montaña del oeste, decían todos los artesanos. El plano delimitaba el corredor donde encontraría objetos preciosos al alcance de la mano. No necesitaba saber más.

Echó un último vistazo al trozo de lino y, cuando estuvo seguro de que lo tenía todo bien memorizado, dobló la tela en cuatro, fue a la cocina de la casa, mojó el lino en el precioso aceite de una lámpara que su familia sólo usaba en circunstancias muy especiales, y metió el comprometedor documento dentro del horno; lo utilizaban a diario para hacer el pan, allí siempre había rescoldos. Sopló con suavidad varias veces y el lino comenzó a arder. Las huellas del robo que estaba a punto de cometer quedarían borradas al instante. Paykamén no se movió de allí hasta comprobar que el lino se había convertido en cenizas.

Cuando llegó al embarcadero, el sol todavía no se había puesto. El tránsito por el río fue tranquilo. Algunos vecinos hacían el recorrido en el mismo sentido y otros regresaban a su casa después de haber trabajado en la orilla contraria. Gracias a un golpe de suerte, pudo esconderse entre los marjales de un islote, dejar la barca bien amarrada, lanzarse al agua y cruzar a nado, sin ser visto, los apenas veinte metros que lo separaban de la orilla.

Con el sol detrás de la montaña, contaba con tiempo y luz suficientes para llegar al punto de partida indicado en el plano, un lugar donde esa noche la seguridad sería más laxa.

Agazapado como una víbora a la espera de su momento, Paykamén aguardó hasta que la luz de la luna rompió la negrura de la noche. Sólo entonces echó a correr, esquivando las rocas, hasta el límite del valle.

Tal y como señalaba el plano, allí no había nadie. El puesto de vigilancia estaba vacío. Confiado, siguió su camino hasta entrar en los terrenos de Osiris. Conocía el valle como si siempre hubiera estado en él. Ningún hueco en la roca, ningún agujero en el suelo, ningún sendero del cementerio real tenían secretos para él. Sin dudarlo un momento, fue directo hacia donde su instinto le señalaba la meta de aquella noche.

Como era habitual en las moradas de eternidad de los reyes de la familia de los Ramsés, la entrada de la tumba no tenía muro alguno. El acceso a la primera galería era limpio. Resguardado por las paredes de la galería inicial, Paykamén se detuvo para encender una antorcha; la luz de la luna apenas llegaba allí dentro. Se agachó y avanzó a gatas sin dejar de palpar el suelo. Sabía que en algunas galerías había enormes pozos excavados para que los ladrones cayeran al infierno de la montaña. Paykamén aún recordaba perfectamente el momento en que uno de sus compañeros perdió la vida al precipitarse al vacío en el pozo de la morada del Osiris Tutmosis IV Menkheperura. Alertados por el grito de aquel desgraciado, él y sus compañeros tuvieron que salir corriendo del valle de forma precipitada. En la huida Paykamén perdió el ostracon de piedra caliza en el que estaba registrada la ubicación de varias tumbas del valle aún no saqueadas y de las que podría obtener grandes tesoros. Desde entonces, no había tenido más remedio que confiar en su enigmático mentor del templo de Amón.

Olvidó todo aquello, se levantó y se concentró en lo que estaba haciendo. Cuando la luz cubrió la primera galería del sepulcro, Paykamén sonrió con emoción. Al contrario que en la tumba de Ramsés Usermaatra, la de su ancestro Seti Menmaatra estaba cubierta de escenas de vivos colores en las que los dioses compartían espacio con el dueño de la tumba. El sacerdote alzó la antorcha para ver el final de la galería, pero aquello no parecía tener fin. Siguió avanzando despacio, con cuidado de dónde ponía el pie y buscando a derecha e izquierda restos de algún ajuar.

Tras pasar dos galerías con escaleras y dos pasillos, vio el enorme pozo de la morada de eternidad. Varios listones de madera lo recorrían de lado a lado. Con precaución, puso el pie en las maderas para comprobar que aguantarían su peso. No parecían muy sólidas, pero soportaron su peso y le permitieron cruzar hasta una pequeña escalinata que llevaba a una sala de cuatro pilares. Allí dentro había varios ataúdes, pero en realidad esa habitación era un señuelo para hacer creer a los ladrones que se hallaban en la cámara funeraria del dueño de la morada. Paykamén tenía que llegar a la habitación que estaba señalada en el rollo de lino, y sabía que junto a alguna de las paredes habría un agujero en el suelo que le llevaría a otra estancia.

No tardó en encontrarla. A la izquierda de la cámara los peldaños daban a una habitación con dos pilares y una sucesión de galerías que llevaban a la verdadera cámara sepulcral.

Le costó llegar hasta ella. Después de pasar por varios corredores, salas con pilares cubiertos con figuras de dioses y habitaciones repletas de escenas mágicas del viaje del difunto por el mundo de Osiris, Paykamén llegó a una estancia cubierta por una enorme bóveda de color azul. En los muros había multitud de textos y figuras que dibujaban el cielo de Kemet. El sacerdote lo recordaba perfectamente de sus estudios de juventud en la Casa de la Vida de Ipet Isut. Al fondo, entre dos pilares, varios escalones descendían a una nueva habitación con un agujero en el suelo que se perdía en el interior de la montaña en dirección sur.

El sarcófago de piedra del rey Seti Menmaatra era de una calcita exquisita, casi transparente, y estaba cubierto por decenas de textos mágicos grabados con primor sobre la piedra y pintados con delicadeza con el azul más brillante que jamás había visto. Pero estaba vacío. Junto a él había un ataúd antropomorfo de madera, pintado de blanco y con el nombre de Seti Menmaatra escrito sobre la tapa. En el suelo, no lejos de él, yacía otro ataúd, también de madera pero sin restos de pintura, con el nombre de su hijo, el Osiris Ramsés Usermaatra. Apoyado en un pilar de la enorme sala abovedada en la que se encontraba, vio un nuevo ataúd. Su curiosidad le arrastró hasta allí. Era de madera, más austero aún que los anteriores. En uno de los lados de la tapa pudo leer el nombre del faraón al que perteneció: el Osiris Ramsés I Menpehtyra, padre de Seti, abuelo de Ramsés el Grande y, lo más importante, iniciador de la familia de los Ramsés que tanto poder había dado a Egipto. Pero como recordaban muchos textos antiguos que Paykamén había leído siendo joven en la Casa de la Vida, el éxito, el poder y el dinero eran cosas pasajeras, fútiles, efímeras. Delante de sus propios ojos tenía la prueba de que esos textos que los sacerdotes solían ocultar a los alumnos no funcionaban y eran una simple superstición. Aquellos tres grandes reyes —padre, hijo y nieto— consiguieron en vida lo que seguramente ningún otro faraón había logrado. Sin embargo, allí estaban: abandonados a su suerte, en las moradas que no les correspondían —salvo Seti—, escondidos para no ser vistos por los ojos de nuevos saqueadores.

Paykamén se sentía orgulloso de su nueva proeza. Había sido capaz de esquivar todos los obstáculos y llegar a la meta. Obnubilado por la belleza de cuanto le rodeaba, movió la antorcha en todas direcciones. La cámara funeraria estaba repleta de tesoros: cofres, sillas, lechos funerarios, ataúdes de miembros de la familia de los Ramsés, arcones con plata y electro, estatuas de divinidades, a muchas de la cuales ya les habían arrancado el antiguo recubrimiento de oro… No sabía por dónde empezar. Lo único que tenía claro era que una de esas arcas contenía joyas, valiosas joyas que comenzó a buscar con ahínco. Abría los cofres que iba encontrando a cada paso. En unos había ricas telas del más fino lino, en otros vio colecciones de abalorios, sandalias, papiros con textos funerarios mágicos, vestidos… y joyas. Al ver el brillo del oro, Paykamén esbozó la mejor de sus sonrisas. Guardó silencio para cerciorarse una vez más de que nadie le había seguido hasta allí y comenzó a llenar la saca que había traído consigo con las piezas más valiosas; en ocasiones arrancaba los abalorios que ocupaban espacio y pesaban casi más que el oro y se quedaba sólo con el áureo metal.

Paykamén se rió pensando en las fórmulas mágicas grabadas con esmero sobre los papiros dejados allí por sacerdotes que, más píos que él, pensaban que serían efectivas durante toda la eternidad. Dejó de lado esas cábalas que no le correspondían y siguió seleccionando objetos preciosos. Había tal cantidad de tesoros, que no tardó en completar un buen botín.

Una vez hubo cerrado la bolsa, abandonó la cámara sepulcral por el mismo camino por el que había llegado. Subió los escalones a toda prisa, con la bolsa llena de oro aferrada a su cuerpo para no hacer ruido. Al llegar al pozo, se quedó quieto. Sabía que los listones de madera no aguantarían su peso y el de la saca con el botín. Apretó el nudo y, usando uno de los listones como pértiga, se dispuso a pasarla al otro lado. Paykamén lanzó un grito ahogado cuando la bolsa estuvo a punto de caer al fondo del pozo. Finalmente pudo depositarla con cuidado y sin hacer ruido en el extremo contrario del pasillo. Volvió a poner el listón sobre el foso sagrado y cruzó con la misma tranquilidad que antes.

Desde allí se veía ya el exterior de la morada. Apagó la tea y, para evitar rescoldos, la lanzó al fondo del pozo. Luego caminó despacio y en silencio hasta la salida, no fuera a ser que pasara algún guarda haciendo la ronda. Pero esta vez tuvo más suerte. Al llegar a las jambas que perfilaban la enorme entrada de la tumba descubrió que allí no había nadie. Subió con cautela los escalones que llevaban al suelo del valle. No quería cometer un error en el último instante.

Sin perder más tiempo, trepó por la loma del valle hasta alcanzar los riscos que bordeaban la necrópolis. Ni vio guardas ni oyó ruidos molestos que anunciaran la presencia de animales o de extraños en el camino.

Casi sin darse cuenta, Paykamén consiguió llegar a la orilla del Nilo. Se ató el botín a la espalda y se arrojó al agua, en la oscuridad, para regresar cuanto antes a su casa.

Dos días después tendría que rendir cuentas a su mentor. Paykamén había cumplido con su parte del trato, entonces le tocaría hacer lo propio a él.