Sábado, 22 de enero de 1881
Luxor
Como era costumbre en él, Wilbour había madrugado, aunque no se podía hacer otra cosa en Luxor. La ciudad amanecía muy temprano y el ruido producido por el barullo de gente, animales, puestos callejeros y carros en el exterior era tal que resultaba imposible alargar el sueño más allá de las siete de la mañana. Había que aprovechar al máximo las horas de luz, y en Egipto, como sucedía desde la época de los faraones, el sol, el dios Ra de los antiguos, asomaba muy pronto por el horizonte para derramar sus rayos vivificadores sobre los habitantes del Valle del Nilo.
El desayuno en el hotel Luxor tenía lugar en un saloncito de té muy acogedor y no de un tamaño descomunal, al contrario que en otros hoteles más grandes del país. El que tuviera apenas treinta habitaciones, es decir, unas sesenta personas si el establecimiento estaba completo, aportaba comodidad y holgura en este sentido. De esta forma, los huéspedes se sentían como en casa.
Wilbour se sentó junto a las ventanas; la frondosidad de los árboles del jardín tapaba por completo la vista del paisaje de la orilla occidental, la Montaña Tebana. Pero no le molestaba; lo había visto muchas veces y estaba seguro de que tendría oportunidad de volver a verlo unas cuantas más.
Aunque su mirada observara el exterior del hotel, su cabeza estaba en otro lugar. Una y otra vez le venían a la memoria los últimos momentos de la charla que había mantenido con Mustafa Aga Ayat. Su interés en regalarle el ushebti y, sobre todo, su insistencia en que al día siguiente acudiera a su despacho para hablar de otras piezas más importantes le intrigaban.
—¿Deseará un poco más de té, señor?
La voz del joven camarero a su derecha le hizo volver la mirada.
—Sí, por favor —respondió Wilbour con su sempiterna sonrisa.
Miró su reloj de bolsillo y, al ver la hora, decidió relajarse y tomarse las cosas con calma. Faltaban más de tres horas para que Walid, el secretario del vicecónsul, fuera a recogerlo.
Cuando el camarero reapareció con el té, Wilbour dio buena cuenta de los bollitos de leche que le habían servido. Al acabar, se limpió las migas de la barba con la servilleta y se levantó para regresar a su habitación.
Al pasar por la recepción no pudo evitar fijarse en una bella joven, apoyada en el mostrador, que hablaba con uno de los encargados.
—Lo siento, señorita, pero el señor Marek no se encuentra en el hotel —señaló el recepcionista.
Wilbour dio un respingo al oír ese nombre. Extrañado, decidió acercarse al mostrador con la excusa de preguntar si tenía correo. Sabía que el barco postal llegaba más tarde, pero en ese momento eso le daba igual.
—El señor Marek no se aloja en el hotel desde hace casi un mes —insistió el recepcionista.
—¿Y no ha realizado ninguna reserva para las próximas fechas? —preguntó, azorada, la joven.
—Comprenda que no pueda darle esa información, señorita. Si se trata de un asunto grave debería comunicárselo al director del hotel, él le indicará cómo hacerle llegar una carta. Lo siento, pero no podemos hacer nada más. Buenos días, señor Wilbour, ¿qué desea?
El recepcionista se había girado bruscamente hacia el americano dejando de lado a la muchacha egipcia. Decepcionada, abandonó la recepción del hotel.
—Eh… Buenos días —dijo el americano de manera distraída mientras seguía a la joven con la vista—, quería saber si tengo correo.
—El correo llega a media mañana, señor. Si lo desea se lo subiremos a la habitación —respondió el recepcionista sin darse la vuelta siquiera para consultar los casilleros de las habitaciones.
—No se preocupe. Iré a dar un paseo y luego volveré a preguntar —improvisó de nuevo el egiptólogo—. Muchas gracias.
Wilbour salió disparado detrás de la joven que acababa de abandonar el hotel. No tuvo suerte. La muchacha había desaparecido entre la frondosa arboleda que cubría la entrada del hotel Luxor.
Pensativo, regresó dentro y subió a su habitación. Era obvio que debía avisar a su compañero de que una joven estaba buscándolo. Afortunadamente, Brugsch se había registrado en otro hotel y Kurt Marek era, de momento, un recuerdo del pasado. Entró en la habitación y escribió una simple nota explicando a su colega lo que acababa de suceder en la recepción. Después se lavó los dientes y se preparó para ir hasta la oficina postal dando un paseo. Siempre tenía cartas que enviar a sus amigos de Europa y Estados Unidos.
Sobre el tocador que había junto a la puerta del baño estaba el ushebti que le había regalado Mustafa Aga Ayat la noche anterior. Lo cogió y lo colocó a la luz de la ventana. Los ushebtis no eran su especialidad, pero sabía que aquél, sin ser singular, era una gran pieza. Como todos los ushebtis de época tardía, estaba hecho con una fayenza verdosa característica del último período de la historia de Egipto. La figura momiforme tenía los brazos cruzados sobre el pecho y sujetaba en cada mano una herramienta para labrar los campos de Osiris. Wilbour le dio la vuelta para ver si en el hombro izquierdo llevaba la cesta para las semillas. Allí estaba, marcada en relieve con una trama sencilla. Deslizó los dedos sobre el pilar que sujetaba la espalda de la figura. La suavidad de la pasta era magnífica. Parecía increíble que casi tres mil años después conservara esa misma textura, como si hubiera abandonado el horno del artesano pocas horas antes.
Wilbour regresó a la realidad: dejó el ushebti sobre el tocador y fue hacia el armario para coger su chaqueta. Lo pensó dos veces y regresó al mueble. Decidió que más valía dejar bien guardada aquella joya y evitar que los ojos del personal del hotel se sintieran tentados por ella. Colocó algunos enseres más en el armario y se dispuso a salir.
Como el día anterior, pasó por el hotel de Brugsch y dejó la nota bajo su puerta con toda la discreción de que fue capaz. Era suficiente.
El sol, bien alto ya, iluminaba la orilla occidental de Luxor. Abrió su sombrilla para evitar la acción directa de los rayos. El tiempo había pasado casi sin darse cuenta, apenas tenía una hora para dar un paseo por la ciudad.
Lo primero que hizo fue caminar hasta la oficina postal. Se encontraba muy cerca de la estación de tren, a poco más de un cuarto de hora caminando desde el hotel. Cuando llegó, no había nadie delante de él y apenas tardó unos minutos en timbrar las cartas y entregárselas al funcionario para que las mandara a sus respectivos destinos. Pagó las piastras que valía la transacción y salió de la oficina para continuar su paseo.
Decidió regresar al bazar y recorrer la callejuela principal, tachonada de tiendas de todo tipo. Estaba todo muy tranquilo. Apenas notó la presencia de los cazadores de turistas que intentaban embaucar a los extranjeros con espurios cuentos sobre las propiedades milagrosas de tal pomada o perfume. Delante de él, una pareja inglesa caminaba tranquila hasta que se vio atrapada por la verborrea de un vendedor que acabó convenciéndolos de que el género de su tienda no tenía parangón en todo Egipto. Wilbour sonrió y siguió adelante; cruzó una calle que llevaba a la Corniche y apareció en una zona de anticuarios. No le costó descubrir cuál era el de Antoun Wardi: el único que a esas horas de la mañana tenía un nutrido grupo de visitantes. Absolutamente todos los que salían de la tienda lo hacían con pequeñas bolsas de papel en las que, intuyó, habría desde réplicas más o menos bien hechas, hasta verdaderas antigüedades de un valor extraordinario.
Miró el reloj. No disponía de mucho tiempo, así que dejó la visita de cortesía al anticuario libanés para otro momento. Salió a la Corniche y decidió que regresaría por allí hasta el hotel, dejando a su izquierda la casa del vicecónsul.
Eran poco más de las diez y media de la mañana cuando entró en su habitación, se cambió de ropa, dejó la sombrilla sobre la cama y volvió a colocarse el tarbush.
A las once menos diez ya estaba en la recepción. Al verle bajar por la escalera, el eficiente Walid, que llevaba esperando unos pocos minutos, se acercó a saludarlo.
—Buenos días, señor Wilbour —dijo el egipcio con una sonrisa franca—. Espero que haya tenido oportunidad de descansar después de la fantasía de ayer noche.
—Buenos días, Walid. En efecto. Me ha dado tiempo de descansar y de dar un paseo por la ciudad.
—Me alegro, señor. Si le parece, en la puerta nos espera un coche para ir a casa del señor Aga Ayat.
Con un gesto amable, Walid lo invitó a pasar primero hacia la salida del hotel. Fuera esperaba un lujoso coche tirado por dos caballos. Uno de los porteros permanecía junto a él dispuesto a abrir la portezuela.
Una vez dentro, los caballos comenzaron a galopar a la señal del cochero. No tardaron ni dos minutos en alcanzar la puerta de la casa del vicecónsul.
—Ya hemos llegado. Acompáñeme, si es tan amable.
Walid bajó del coche con un salto ágil. Desafortunadamente, uno de sus pies cayó dentro de un charco de agua y orines de caballo. Se miró el pantalón, vio que el daño no había sido excesivo y prosiguió como si nada hubiera sucedido.
Wilbour lo siguió por el mismo patio y la misma escalera que la noche anterior, pero en vez de traspasar la puerta frontal que llevaba al salón donde se había celebrado la fantasía, cruzaron otra que, según dedujo el americano, daba a las oficinas de la casa. Wilbour se dio cuenta de que había personal del servicio de seguridad por todas partes. En cada puerta había al menos un hombre. Otros deambulaban de aquí para allá por los pasillos sin, aparentemente, nada que hacer. Estaba claro que la seguridad era una cuestión que preocupaba al vicecónsul.
Cuando alcanzaron un pequeño recibidor, Wilbour se percató de que habían llegado a su destino. Al final de la sala había un gran portón de madera custodiado por un par de hombres. Al ver a Walid, uno de ellos asintió dando su conformidad y entró en el despacho para anunciar su llegada.
Un instante después hizo una seña al recién llegado para que pasase.
—Buenos días, señor Wilbour, espero que haya podido descansar —saludó el vicecónsul con buen talante—. Yo apenas he dormido unas pocas horas. La fiesta se alargó, como era previsible, y a primera hora de hoy tenía que despachar unos asuntos…
El americano acababa de darse cuenta de que había entrado solo en el despacho. Walid se había quedado fuera.
—Buenos días, señor Aga Ayat. He descansado perfectamente, supongo que…
—Sí, el Luxor es un buen hotel —le cortó el vicecónsul—. Tome asiento, por favor. Me gustaría que se sintiera cómodo en mi modesta casa. Éste es mi despacho, aquí es donde recibo la correspondencia y la documentación de los casos que tengo que gestionar con ciudadanos belgas, británicos y rusos. Sabrá que soy vicecónsul de estos países…
Wilbour se limitó a asentir con la cabeza.
—Hay algunos turistas —prosiguió el político—, pero la mayor parte del trabajo se refiere a documentación para gestiones económicas. Muchos ciudadanos británicos están instalando fábricas en la zona, y mi oficina se encarga de tramitarles los permisos con el gobierno de El Cairo. Están acostumbrados a que en sus países las cosas vayan más o menos rápidas, no se dan cuenta de que esto es Egipto y que aquí la gente vive a otro ritmo…
Wilbour había desconectado de la conversación hacía rato. Le sorprendió que Mustafa Aga Ayat estuviera más locuaz incluso que la noche anterior. Se acercó al sillón acolchado que había frente a la mesa principal. Tuvo tiempo de echar un vistazo a la oficina. Era dos o tres veces más grande que el despacho que el pobre Maspero tenía en el Museo de Bulaq. La luz entraba a raudales por un par de ventanas y todo estaba lleno de muebles. Le llamó la atención que apenas hubiera libros. En los despachos de sus colegas en Estados Unidos, también diplomáticos, la moda era llenarlos de estanterías con libros desde el suelo hasta el techo. Pero esa moda todavía no había llegado a Egipto. En su lugar, los estantes estaban llenos de artesanía local, platos de metal, cerámica de vistosos colores y alguna que otra antigüedad de mayor o menor gusto. Wilbour pensó que aquel hombre habría nacido en Turquía y que no se sentía egipcio, pero desde luego no podía negar que el gusto por lo abigarrado y lo decadente, tan unido a las gentes del Valle del Nilo, se le había pegado, convirtiéndolo en un nuevo nacionalizado.
Sobre la mesa había una botella de vino con apenas cuatro dedos de líquido. Al parecer, ahí estaba la razón de la actitud dicharachera del diplomático.
—¿No le parece? —preguntó el político turco.
—Desde luego que sí —respondió el invitado intentando ocultar que no sabía de qué le hablaban.
—¿Un cigarro, señor Wilbour? —El vicecónsul le ofreció una gran caja de puros.
—Muchas gracias, fumaré uno con mucho gusto, es usted muy amable.
—¿Conoce Luxor?
—Sí, he estado en varias ocasiones —respondió el americano exhalando una gran calada con su cigarro—. Es una ciudad muy tranquila, todo lo contrario que El Cairo, donde el bullicio y la locura parecen lo natural.
—En eso tengo que darle toda la razón. Yo no suelo ir a El Cairo, me crispa los nervios. La burocracia allí es indolente. Aquí parece más ágil. Es un lugar pequeño, más manejable, y trabajo no falta. La agricultura es próspera y la presencia de turistas es cada vez mayor. Contamos con familias enteras y barrios enteros que viven exclusivamente del turismo.
—Eso es magnífico —exageró el ex político—. Esta mañana me di un paseo por las calles del bazar y el ambiente estaba muy animado.
—Bueno, los vendedores no son precisamente la gente más amable del mundo pero… ¿Quiere un poco de vino?
A Wilbour le sorprendió la invitación a esas horas de la mañana. El vicecónsul no perdía un momento de asueto para entregarse a la bebida.
—Como guste —aceptó por educación.
Para cuando Wilbour respondió, Mustafa Aga Ayat ya le había colocado una copa en la mesa auxiliar que había frente al sillón.
El vicecónsul apuró la suya, llena hasta el borde, como si fuera agua. Inmediatamente volvió a llenarla y dejó la botella, ya casi vacía, cerca de donde estaba.
—¿Qué le pareció el ushebti que le regalé ayer? ¿Lo lleva con usted?
Las palabras salieron de su boca de forma atropellada. A Wilbour le costó entenderlo y no supo si era problema del idioma o que el vino empezaba a hacer estragos en él. Optó por la última posibilidad, circunstancia que lo incomodó sobremanera.
—No, lo dejé a buen recaudo en la habitación del hotel. No me parecía oportuno sacarlo a pasear con el viento que hace —bromeó—. Es una pieza magnífica. Le agradezco enormemente el detalle que tuvo conmigo. Quizá le haga caso y me anime a comprar alguna antigüedad ahora que estoy de paso en la ciudad y dispongo de tiempo y de cierto dinero.
Mustafa Aga Ayat escuchó las palabras de su invitado dejando caer todo el peso de su cuerpo sobre la mesa y con la cabeza apoyada en una mano y los ojos entreabiertos.
—Me parece muy buena idea —dijo irguiéndose de pronto como si despertara de un largo letargo—. A ver qué le parece esto que le voy a mostrar.
Se levantó y se acercó a uno de los armarios que había junto a la ventana. Abrió la puerta y sacó una caja de madera. La llevó hasta donde estaba Wilbour y se la dejó sobre las rodillas.
—Ábrala, seguro que le gusta.
Wilbour dejó el cigarro en un cenicero y miró de soslayo al vicecónsul; intentaba escrutar en su rostro el secreto de la misteriosa caja, pero fue imposible. Oculto detrás de una nueva copa de vino y a la sombra de la contraventana que tenía detrás, el diplomático esperaba a que su invitado abriera la caja.
No pesaba mucho, no era una caja grande. La cubeta era de madera y la tapa, abovedada y con mimbres trenzados, estaba barnizada en una tonalidad casi negra. En uno de los lados tenía un pequeño broche metálico. Lo descorrió y, antes de levantar la tapa, lanzó una última mirada a su anfitrión. Pero el gran Mustafa Aga Ayat observaba el patio exterior con mirada distraída. Lentamente, Wilbour abrió la caja. Lo que hubiera en su interior estaba envuelto en hierba seca; un colchón de paja protegía el contenido. Al poco de remover en el interior, apareció un ushebti de color azul. Era hermoso, de una textura y un color increíbles. Le faltaban los pies, con lo que la parte inferior de la inscripción frontal se había perdido para siempre. Tenía los rasgos pintados en color negro. La peluca, los aperos de labranza y la bolsita de las semillas a la espalda estaban dibujados delicadamente con finas líneas negras. En la parte frontal, un texto escrito en negro con rápidos jeroglíficos indicaba quién era el dueño de aquel servidor del Más Allá. Wilbour no era experto en textos faraónicos, pero estaba seguro de que aquel nombre dentro de un cartucho pertenecía al sumo sacerdote de Tebas, Pinedjem II. Su nombre había surgido en más de una ocasión en las conversaciones que habían tenido en el despacho de Maspero.
—Es muy hermoso —afirmó el americano—. He de reconocerlo. Se trata de una pieza de menor tamaño que otras, pero su delicadeza supera con creces muchos de los ushebtis que he visto nunca.
—En efecto, no sería una mala adquisición para su nueva colección de ushebtis, ¿no cree? —De pronto el agente consular se había convertido en una persona vehemente; cualquier señal de embriaguez había desaparecido de su rostro—. Quédeselo, por favor.
—No puedo aceptarlo, esto debe de valer una fortuna.
Wilbour sabía que no era así. Al estar la pieza rota, su precio en el mercado se reducía considerablemente. Pero recordó el dinero que Brugsch había pagado pocas semanas antes por los ushebtis y los papiros adquiridos en el anticuario de Wardi.
—Insisto, amigo, quédeselo. No es para tanto, ya ve que le faltan los pies, no podría llegar muy lejos —bromeó el diplomático.
—Pero apenas nos conocemos, me resulta un poco violento…
—Usted es un buen amigo, y eso me basta —señaló Aga Ayat en tono exagerado—. No se sienta mal. Estamos en Egipto, el país de la hospitalidad y la cordialidad.
Wilbour no sabía cuál era el grado de amistad entre el marqués De Rochemonteix y aquel extraño turco sumido en los pozos más profundos de la corrupción, pero estaba seguro de que su amigo desconocía totalmente los vericuetos en los que andaba metido el diplomático.
—No sé cómo podría corresponderle —repuso el americano, que observaba de nuevo el ushebti. Si bien estaba roto por la base, su precio en el mercado negro debía de ser elevado.
—Es una persona con intereses en la arqueología y la historia de los faraones, usted mismo me lo dijo ayer, ¿no es así? —preguntó el vicecónsul mientras Wilbour asentía con la cabeza—. Seguro que en la tienda de nuestro amigo común Antoun Wardi encuentra más objetos de su interés y en mejor estado. Éste no podría hacer nada en el mercado compitiendo junto a otros de su talla.
—Se lo agradezco infinitamente —dijo el americano—. ¿De dónde viene?
La pregunta fue lanzada con la mayor de las intenciones.
—Se lo requisamos a un vendedor ambulante —mintió Mustafa Aga Ayat.
—Tengo entendido que este mercado es de lo más habitual entre las gentes de la ciudad.
—Así es. Pero intentamos controlarlo en la medida de lo posible —señaló el diplomático sin esconder un ápice de su cinismo—. Y procuramos que sea Wardi el único que vende productos de calidad…
—Entonces habrá que visitarle. El hecho de que las autoridades locales reubiquen las piezas me da ciertas garantías.
El americano lanzó el comentario envenenado mientras observaba con atención el ushebti. En ningún momento perdió la sonrisa. El político turco no respondió a su invitado.
Wilbour tenía muy claro que detrás del hallazgo de las tumbas saqueadas estaban tanto Wardi, de quien ya conocía sus fechorías, como Mustafa Aga Ayat. Saber más le llevaría tiempo. Ahora sólo quedaba comunicar a El Cairo el siguiente paso de la investigación.
—¿Conoce el templo de Karnak?
El repentino giro en la conversación pilló a Wilbour a contrapié. Tuvo la sensación de que el vicecónsul le estaba echando de su despacho.
—Sí, pero hace un día estupendo para visitarlo de nuevo y pasear entre sus columnas.
—Desde luego que sí. Diré que mi coche le lleve hasta allí y lo espere hasta que decida regresar al hotel para almorzar. ¿Mañana qué hará?
—Quizá visite la orilla occidental, hace mucho tiempo que no entro en sus tumbas.
—No verá nada nuevo, llevan miles de años con el mismo aspecto. Pero disfrute del templo de Karnak y no olvide ir a ver al anticuario Wardi cuando tenga un par de horas libres.
—Lo haré con gusto. —Wilbour se levantó—. Ha sido muy amable invitándome a venir a su despacho y obsequiándome con este magnífico ushebti.
—El placer ha sido mío. No siempre se tiene la oportunidad de conocer a gente tan interesante.
En el patio le esperaba el coche que lo llevaría a Karnak.
De camino al gran templo de Amón reflexionó sobre algunos detalles de la charla con Mustafa Aga Ayat. Era evidente que estaba metido en la trama y que el único interés al colmarle de regalos era contar con un nuevo cliente del que obtener pingües beneficios teniendo a Antoun Wardi como intermediario. Sin embargo, no entendía que asumieran un riesgo de tal calibre. ¿Acaso no comprendían el peligro que suponía la simple posibilidad de que sus comentarios trascendieran a alguna persona del Servicio de Antigüedades? ¿Desconocía el vicecónsul que Maxence tenía excelentes relaciones con Maspero?
Ninguna de las respuestas que le venían a la cabeza calmó su inquietud. No conseguía explicar tal riesgo. Lo único que tenía cada vez más claro era que debía doblar la prudencia.
—Espéreme aquí, por favor —indicó al conductor cuando se detuvieron frente a los pilonos del gran templo de Amón en Karnak—. Volveré en no más de una hora.
El cochero asintió, pero Wilbour tuvo la sensación de que no había entendido ni una palabra. Seguramente dedujo que debía esperar, y así lo haría.
Junto a los pilonos había varios turistas. Nada más poner el pie en la avenida de los carneros, notó que alguien le seguía.
—Buenos días, señor. Soy el mejor dragomán de la zona, conozco al detalle la historia y los secretos de este templo. Se lo mostraré con gusto si me permite acompañarle durante unos minutos.
Junto a él apareció un egipcio de piel curtida y cara sonriente. Lucía una galabiya de color marrón oscuro y, atado a la cabeza, un pañuelo blanco de algodón, a la moda local.
—Es usted muy amable, pero daré un paseo sin más —respondió el americano para escabullirse—. He estado aquí en varias ocasiones. Conozco el templo, gracias.
Echó a andar hacia la entrada, donde un hombre controlaba el acceso de los turistas.
—No le costará ni una piastra, señor. Mi servicio es completamente gratuito. Por su acento, creo que es usted americano, ¿me equivoco?
Los egipcios sabían distinguir perfectamente el acento de los extranjeros. La tarifa de sus servicios variaba según las nacionalidades. Los turistas de Estados Unidos tenían fama de ser gente adinerada, por lo que aquel hombre había visto en Wilbour la oportunidad de ganarse una buena propina aquella mañana.
El egiptólogo no contestó, solía ser la mejor manera de conseguir que dejaran de insistir, y se internó entre las columnas de la gran sala hipóstila. Cubierto por su sombrilla, deambuló entre las gigantescas columnas de casi veinte metros de altura, pero aquel egipcio parecía tener una energía especial para aguantar con firmeza los esquives del americano.
—¿Conoce la historia de estas columnas? Se han caído en varias ocasiones por culpa de los terremotos. Es necesario limpiar algunas partes. Los relieves que ve aquí pertenecieron al faraón Seti I, el padre de Ramsés el Grande.
Wilbour hizo acopio de toda su diplomacia para decirle con palabras amables a aquel dragomán que se perdiera entre las ruinas y las columnas de Karnak.
—Por favor, ¿sería tan amable de no seguirme? Conozco este lugar.
El egipcio sabía que muchos extranjeros decían aquello precisamente para deshacerse de ellos, por lo que no tuvo reparo en seguir insistiendo. Al fin y al cabo, no tenía nada mejor que hacer.
—Estoy seguro de que no ha visitado el lago sagrado de los antiguos sacerdotes. Déjeme que le lleve —dijo el hombre tomando a Wilbour del brazo.
—¡Suélteme, por favor! —protestó el americano.
El dragomán paró en seco y torció el gesto.
—Lamento importunarle.
Wilbour hizo un movimiento amenazador con la sombrilla, pero el árabe ni se inmutó, parecía como si no hubiera pasado nada.
—Quizá esté interesado en las antigüedades.
El dragomán miró a ambos lados para comprobar que no había nadie que pudiera verlos, metió la mano en el bolsillo de la galabiya y sacó un objeto envuelto en papel de periódico. Un ushebti.
El americano se quedó pálido: era una pieza idéntica a las que venían del misterioso saqueo de la Montaña Tebana. Lo cogió con cuidado y observó el texto que cubría la parte frontal. Los jeroglíficos no se conservaban muy bien, pero no había duda de que se trataba de un ushebti de la reina Henut-taui, la misma de quien Brugsch había comprado varias piezas en el anticuario de Luxor.
—¿Dónde ha conseguido esto? ¿No vendrá de la tienda de Antoun Wardi?
—Deme cinco libras y le diré la información que precisa. Allí podrá conseguir más como éste.
Wilbour pensó que quizá estuviera loco pero que no perdía nada por intentarlo. Sacó de su cartera parte del dinero que le habían entregado en El Cairo para estos menesteres y se lo entregó. El egipcio lo contó y descubrió que faltaba una libra para la cantidad pactada.
—Aquí falta dinero para llegar a las cinco libras —refunfuñó.
—No me ha dicho todavía dónde me informarán de la procedencia de esta preciosidad.
Wilbour jugueteó con la libra mirando a los lados y fingiendo que esperaba impaciente.
—Recuerde que tengo que darle una libra. Lleva cuatro, no está mal. En total suman cinco. Es más, con una libra extra como bakshis podrían sumar seis. ¿Qué le parece?
El egipcio le miró con ojos desorbitados. Ni imaginaba que aquel americano podría darle tanto dinero por la antika y que ni siquiera ejercitaría el sano juego del regateo.
—En la otra orilla del río, en la aldea de Gurna, hay una familia que se dedica a la venta de antigüedades desde hace años. Cuentan con un material excepcional. Yo no entiendo de eso, pero todo el mundo lo dice. Los efendis pagan sus buenas libras por esas piezas.
—¿Cómo se llaman?
—Son los Abderrassul. Pregunte por ellos junto al Rameseum, el templo de Ramsés el Grande. Ellos le ofrecerán más cosas.
—No ha sido tan difícil, ¿verdad? Aquí tiene el dinero prometido.
El dragomán se guardó el dinero a toda prisa. Nervioso, volvió a mirar entre las columnas de la sala hipóstila para comprobar que nadie le había escuchado.
—Le ruego que no diga a nadie que he sido yo quien le ha hablado de ellos. Son peligrosos, podrían hacer daño a mi familia —añadió el hombre de forma atropellada.
Era evidente que estaba nervioso y que se arrepentía de haber dado el nombre a aquel desconocido.
—Aunque lo deseara, no podría hacerlo —señaló Wilbour para tranquilizarlo—. Ni sé su nombre, ni me interesa saberlo.
Wilbour se sentía de lo más satisfecho. Había cerrado el círculo en torno a una de las personas más influyentes y poderosas de Luxor y parecía haber dado con el nombre de los que sacaban al comercio las piezas procedentes de la necrópolis del Tercer Período Intermedio. Realmente, no podía esperar más. Agradeció al egipcio su gesto de valentía y se dirigió hacia la salida del templo. Allí, dos enormes pilonos, levantados por Ramsés II, rodeaban el primer patio del santuario y daban a la avenida de esfinges del faraón Nectanebo I.
Al cruzar el umbral vio que el coche de Mustafa Aga Ayat lo esperaba para llevarle de regreso al hotel. Wilbour tenía dos evidencias más de lo que estaba sucediendo. Con un lapicero que llevaba en la chaqueta había tomado nota del extraño nombre que le había dicho el dragomán de Karnak. Nunca había oído hablar de los Abderrassul pero, a tenor de las pruebas que sostenía en sus manos, debía de ser una familia poderosa y problemática. Dos nuevos ushebtis. Estaba deseando enseñárselos a Brugsch.
Al llegar a la entrada del hotel Karnak despidió al cochero que lo había acompañado durante toda la mañana. Se sintió generoso y le dio una propina por haberle esperado con paciencia.
Wilbour fue directo a la habitación 29 y, después de comprobar que no había nadie en el pasillo, llamó suavemente con los nudillos. Como el día anterior, la puerta se abrió casi al instante. El americano entró con el rostro casi desencajado por la emoción.
—¿Cómo te ha ido? —preguntó Brugsch en tono quedo.
Al igual que la otra vez, Wilbour le respondió entregándole las piezas que traía envueltas.
El egiptólogo alemán no daba crédito a lo que veía. Antes de que se lanzara a especular con cualquier hipótesis descabellada, Wilbour le relató brevemente todo lo que había sucedido por la mañana. Brugsch, mientras le escuchaba, examinaba con detalle los dos ushebtis.
—Ambas piezas proceden del mismo lugar y del mismo contexto histórico.
—¿Encajan entonces con lo que estamos buscando? —preguntó Wilbour.
—Así es, Charles. Parece que hoy es nuestro día de suerte.
—En efecto. Ahora sólo queda ir tras la pista de la familia Abderrassul.
—Vi tu nota. ¿Has vuelto a ver a la muchacha que se interesó por mí esta mañana? —preguntó Brugsch con aire distraído.
—No. Pasé cerca de la tienda pero no me animé a entrar. Faltaban pocos minutos para mi encuentro con el diplomático y no quería arriesgarme a llegar tarde.
—Entiendo…, no te preocupes —dijo el alemán con cierta desazón—. En cualquier caso, aún hay más.
Brugsch, con una sonrisa, sacó un sobre del bolsillo de la chaqueta y se lo tendió.
Wilbour lo interrogó con la mirada.
—Ha llegado esta mañana —explicó Brugsch—. Salí a dar un paseo y lo tenía en mi cajetín de correo.
El membrete señalaba claramente su procedencia: el Museo de Bulaq, de El Cairo. Era una carta de Gaston Maspero.
Wilbour abrió el sobre y extrajo un papel con el sello del Servicio de Antigüedades. Apenas había seis líneas escritas:
Estimado Émile:
Espero que tu estancia en Luxor esté siendo fructífera para los objetivos que nos habíamos marcado. Desde ahora tenemos vía libre para ejecutar las acciones que estimemos pertinentes. Acabo de recibir la confirmación de mi nombramiento como nuevo director del Servicio de Antigüedades de Egipto.
Atentamente,
GASTON MASPERO
—Esto cambia las cosas completamente —dijo Wilbour, aliviado.
—En efecto. Voy a escribir una carta a Gaston proponiéndole un nuevo plan. Con los datos que tenemos, y en especial el nombre de la familia que parece estar a la cabeza de todo, podemos estar más tranquilos. Creo que ahora nos conviene dejar pasar unas semanas.
—Es posible que el gafir del templo se arrepienta de lo que me contó y quiera avisar a sus compañeros de mi posible llegada —señaló el americano.
—No lo creo. —Brugsch negó con la cabeza—. Por lo que cuentas, les temen, y si es así, es que también les detestan. Por eso creo que es necesario que ralenticemos nuestros pasos y no nos precipitemos. No debemos cometer errores.
—Si esperamos un poco, no levantaré sospechas.
—En efecto —convino el alemán—. En Luxor se pueden hacer muchas cosas, hay un montón de sitios interesantes que ver y donde se pueden comprar antigüedades…
Dicho esto, corrió al escritorio para redactar la contestación felicitando al nuevo director e informándole de los avances en la investigación. Si Wilbour se daba prisa, llegaría a la oficina postal antes de que cerrara a las dos de la tarde.