Viernes, 21 de enero de 1881
Luxor
Ahí estaba por fin. Charles Wilbour se sentía cómodo en su nuevo papel. Había llegado a Luxor en el mismo vapor que Émile Brugsch, pero ambos habían viajado en camarotes diferentes y se alojarían en establecimientos distintos, ya que Brugsch no quería regresar al hotel Luxor, donde le conocían con el nombre de Kurt Marek. Poco después del amanecer, el barco había entrado en el puerto de la ciudad. Allí les habían ido a buscar dos coches. Para no levantar ninguna sospecha, los dos arqueólogos iban por separado. Cuando se toparon en el muelle, ni siquiera cruzaron la mirada.
A Wilbour todo aquello le parecía divertido. A pesar de ser una persona muy conocida en el Servicio de Antigüedades, nadie lo identificaba con la institución. En la calle pasaba totalmente desapercibido. Aunque había estado antes en Egipto, casi se podría decir que era un rostro nuevo en el panorama social del momento. Iba a las excavaciones pero no publicaba nunca nada. Para él la egiptología era más un entretenimiento que una profesión. Sin embargo, nadie negaba su valía en este campo de la ciencia.
En ningún momento escondió su pasado político en Estados Unidos, pero no le gustaba entrar en detalles. Su salida del país —debida según él a una serie de «malentendidos»— fue una oportunidad excepcional para viajar a Europa y estudiar lo que siempre le había apasionado: la cultura egipcia. Tras su formación en Londres, deleitándose con las piezas del British Museum, su estancia en Berlín y, sobre todo, su paso por París, se había convertido en un egiptólogo importante, dejando casi en el olvido su etapa anterior.
¿Cómo se definiría él mismo? Ni siquiera el propio Wilbour lo sabía. Periodista, abogado, comerciante, ex político…, solía usar su currículo para adoptar una posición de importancia en las reuniones sociales. Un ex político americano retirado en Egipto y con dinero para gastar en antigüedades, la moda del momento, era el paradigma del exotismo y la sofisticación.
Mucho había cambiado Luxor en los últimos años. Wilbour disfrutaba más que nunca de aquella urbe casi pueblerina de la época de Mohamed Ali. Nadie podía decir que no era un sitio cómodo para los turistas. Contaba con oficina de correos y telégrafos y, lo más importante, en ambos departamentos había un encargado que hablaba perfectamente inglés; Wilbour no tenía problemas con el francés y hablaba un poco de árabe, pero lógicamente se sentía más cómodo con su lengua materna. Había también una oficina consular y una iglesia protestante, además de pistas de tenis, clubes deportivos, bar y barbero. Luxor se había transformado en pocos años en el foco más significativo de turistas de todo Egipto; un verdadero paraíso para los efendis.
Wilbour agradecía esos toques de civilización. Le gustaba la arqueología, le gustaba Egipto y era consciente de las incomodidades que eso suponía a veces, pero si esos inconvenientes se compensaban con pequeños obsequios para los sentidos y el entretenimiento, su estancia sería, sin dudarlo, mucho más placentera.
La fantasía a la que había sido invitado tendría lugar esa misma noche a las ocho, un poco tarde para los horarios franceses a los que ya se había acostumbrado, pero disponía de todo el día para descansar.
La calle estaba llena de coches que llevaban a los turistas hacia los hoteles. Muchos iban al Karnak, pero el Luxor era más moderno y refinado. Al poner el pie en el embarcadero, los visitantes se veían rodeados de un equipo ingente de maleteros deseosos de hacerles la estancia más cómoda y de ganarse una buena propina para compensar el escueto salario que recibían. Algunos de los puestos más bajos ni siquiera tenían un sueldo fijo. El hecho de vestir el uniforme del hotel y de poder permanecer junto a cualquiera de las puertas de entrada ya era considerado por los encargados del establecimiento como un salario más que suficiente. Así que debían ingeniárselas de mil maneras para poder conseguir alguna moneda de los turistas, de ahí que todos corrieran a la caza del nuevo huésped como alma que lleva el diablo.
Los extranjeros en ocasiones se sentían molestos. Eran personas adineradas acostumbradas a toda clase de comodidades en su país de origen. Sin embargo, el perfil del egipcio, en apariencia demasiado dadivoso en sus menesteres, agotaba a algunos turistas. Nadie hacía nada gratis. El sueño del viaje cómodo y descansado, en el que disfrutarían de monumentos y paisajes cargados de historia, podía convertirse fácilmente en una agotadora carrera de obstáculos usando cada esquina para evitar la plúmbea actitud de algunos egipcios.
Pero Charles Wilbour estaba acostumbrado a eso y a mucho más. Durante su etapa en la política estadounidense había sufrido a ganapanes que lo único que buscaban era enriquecerse a su costa consiguiendo favores poco éticos; nunca cedió a esos chantajes. Los egipcios, por el contrario, no buscaban enriquecerse, como sus compatriotas, sino sobrevivir ante el negro panorama económico y social del momento. Ahora bien, en muchas ocasiones reflexionaba sobre la razón de ser de la propina. Dónde estaba el límite para recibirla, por qué razones y, lo más importante, si se podía justificar. Él había trabajado duramente toda su vida; en cosas que le agradaban, cierto, pero su esfuerzo le había costado. La consecución de sus estudios universitarios en la Brown University no fue, en absoluto, sencilla. Nadie le daba una propina por escribir artículos para el Tribune en Nueva York, donde cobraba una miseria. Cuando se metió en la política, nada fue fácil. Y lo mismo podía decir de su incursión en los negocios o el mundo del derecho, carrera que estudió en Nueva York. Nunca se le acercó nadie para reconocer su esfuerzo y darle por ello una propina. Entendía que era su trabajo y que por ello cobraba. Aun así, no solía tener reparos en dar alguna moneda a los maleteros o porteros de los hoteles. Al menos éstos hacían su trabajo, no como los vagabundos de las calles que acostumbraban a ganarse una sopa boba a diario con sólo acercarse a un turista con posturas y gestos lastimeros; le resultaba incomprensible e inadmisible.
En estas cosas pensaba Wilbour de camino al hotel cuando el cochero se giró hacia él para halagar al nuevo viajero, intentando comprar así su complicidad y ganarse unas monedas. Pero el gesto resultó en vano. El prestigio de los cocheros de Luxor, al igual que en otras ciudades de Egipto, no era precisamente bueno. Tenían fama de ser auténticos ladrones y estafadores, de buscar tres pies al gato e intentar marear al cliente con explicaciones como que cuando le prometió el viaje hasta el mercado por dos piastras esa cantidad era el salario del caballo.
Wilbour descendió por un lateral del coche para controlar el equipaje que llevaba consigo. No hizo falta nada más. Como dos centellas, un par de maleteros del hotel se aproximaron para coger los bultos y llevarlos a la recepción. Pagó el dinero pactado y se despidió educadamente del cochero.
Conocía el hotel por los comentarios de su amigo. Era casi nuevo y a primera vista le pareció un lugar agradable. En el mostrador de la recepción enseñó su documentación y sin más protocolo le entregaron la llave de la habitación.
—Es una de nuestras mejores suites, señor Wilbour, con vistas al río y a la Montaña Tebana.
—Magnífico. Muy amable.
—Espero que su estancia en nuestro modesto hotel sea de su agrado.
—Gracias otra vez.
—Una última cosa, señor Wilbour. Aquel caballero le aguarda desde hace unos minutos. —El recepcionista señalaba a un hombre sentado en el vestíbulo—. Creo que quería informarle de algo personalmente.
Wilbour miró extrañado donde le indicaba. Junto al piano estaba sentado un egipcio que, al ver las señas del recepcionista, saludó educadamente desde la distancia al tiempo que se levantaba.
El americano caminó hacia él. No esperaba a nadie. Salvo en el hotel, nadie sabía que llegaba a Luxor.
—Mis saludos, señor Wilbour. Bienvenido a Luxor.
—Buenos días…
—Soy Walid Mamdouh Mahmoud y vengo de la oficina del señor Mustafa Aga Ayat.
—Ah, ya veo, me dijeron que me mandarían la invitación al hotel, pero pensé que la dejarían en mi casillero y que me la darían al hacer el registro. En cualquier caso, es un placer.
—Mis saludos más cordiales —repitió el egipcio al tiempo que le entregaba un sobre de color rosa—. Ésta es la invitación formal para asistir a la fantasía hoy a las ocho de la noche.
—Muy amable. Transmítale al vicecónsul mi gratitud. Espero conocerle esta tarde y charlar con él detenidamente. Cuente con que estaré allí con la mayor puntualidad.
—Sobre eso también quería hablarle, señor Wilbour. ¿Necesitará algún tipo de transporte? ¿Quiere que le vengamos a recoger a las ocho menos diez?
—Es muy amable por su parte pero no será necesario. Creo que iré dando un paseo. Tengo entendido que la casa del señor Aga Ayat se encuentra en el templo de Luxor, un lugar privilegiado —señaló con una sonrisa bonachona—. No creo que sean más de cinco minutos a pie desde el hotel.
—Como desee, señor Wilbour. No obstante, si cambia de opinión o decide ir a pasear por la ciudad antes y no se encuentra en el hotel, no tiene más que avisarlo con tiempo a los mozos de la recepción. Ellos se encargarán de transmitirnos el mensaje. Diga dónde y a qué hora quiere que le recojamos y puntualmente irá un coche hasta allí.
—Se lo agradezco, pero creo que me quedaré descansando en el hotel y que luego iré caminando.
—Como desee, señor Wilbour. Espero que disfrute de su estancia en la ciudad. ¿Precisa de alguna cosa más?
—No, gracias. Nos veremos en la fiesta esta noche.
El enviado del vicecónsul se despidió con una reverencia. Wilbour subió a su habitación para deshacer la maleta antes de ir a ver a su compañero. Al ex político le gustaba estar cómodo en los lugares que visitaba. Su habitación, la 22, se encontraba en la segunda planta, la más elevada, y tenía una vista hermosa a la Montaña Tebana, por encima de los árboles del jardín. Frente a la puerta de su suite le esperaba un joven maletero con la llave y el equipaje. Al verle llegar, metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. Dentro había muchísima luz. El muchacho dejó las maletas junto a una cómoda y se despidió del recién llegado con una inclinación de cabeza. Wilbour le entregó un par de monedas y luego cerró la puerta para disfrutar de la soledad y fastuosidad del lugar.
La Corniche quedaba a apenas cien metros del hotel. Desde la ventana, el ambiente de la calle parecía tranquilo, lo normal a aquella hora de la mañana. Sólo algunos carruajes iban y venían con mercancías que tenían como destino el cercano mercado de la ciudad. No estaba cansado. La emoción de haber llegado a la antigua Tebas acabó por despabilarle y decidió ir a reunirse enseguida con Brugsch, que se encontraba en el hotel Karnak.
El alemán oyó que alguien llamaba a la puerta, se acercó y descorrió con cuidado el pestillo. Como suponía, ahí estaba su compañero Charles Wilbour.
—¿Qué tal todo? —preguntó éste intentando dar cierta normalidad a aquel extraño encuentro.
—Perfecto —respondió Brugsch mientras se acercaba a la ventana—. Aunque seguro que tú tienes mejor vista que yo.
—La verdad es que no puedo quejarme. ¿Qué vas a hacer ahora?
—Me quedaré en el hotel. Más vale que no salga. Un mal encontronazo podría hacer que todo se fuera al traste. ¿Te han enviado la invitación de la fiesta de esta noche?
—Así es, me la han entregado en mano. Mi asistencia a la fantasía está confirmada.
—Perfecto. Abre bien los ojos —le advirtió el alemán—. Olerán tu dinero y tu posición. Al mínimo comentario que hagas sobre las antigüedades, esos buitres verán en ti una mina de hacer dinero. Y tú, ¿qué tienes pensado hacer?
—Iré a pasear.
—Será lo mejor. Evita permanecer mucho tiempo en el hotel —le aconsejó Brugsch tomando asiento en la cama—. Todos los visitantes usan las habitaciones sólo para dormir, el resto del tiempo lo pasan de visitas o de compras por la ciudad. Disfruta de Luxor, tú que puedes… Cualquier tipo de problema que tengas, ya sabes que estaré aquí. Recuerda, la número 29.
Wilbour tomó una manzana del cesto de bienvenida que había sobre la mesa del saloncito, abrió la puerta, se despidió de su amigo y, mordisqueando la fruta con fruición, se alejó por el pasillo hacia las escaleras que llevaban a la recepción.
El día pasó muy rápido. Echó al correo un par de cartas, dio un paseo hasta el templo de Karnak, sin llegar a entrar en él, y volvió caminando entre las casas que los campesinos habían levantado en la avenida de esfinges; la misma que en la Antigüedad había unido el templo con el de Luxor.
Cuando miró el reloj apenas faltaba una hora para que comenzara la fiesta. Estaba en el zoco, a pocos minutos andando de su hotel. Volvería a su habitación, se cambiaría y saldría hacia la casa de Mustafa Aga Ayat. La vivienda, un enorme casón que destacaba sobre el templo de Luxor, se veía desde la plaza de la mezquita de Abu el-Haggag.
Una vez en su habitación, Wilbour no tardó en elegir la ropa que se pondría: un traje negro, zapatos a juego y su inseparable tarbush, tocado que sólo usaba cuando estaba en Egipto, al igual que sus colegas extranjeros. Cuando faltaban diez minutos para que el reloj marcara las ocho de la tarde, cogió el sobre con la invitación, se estiró las solapas de la chaqueta, salió de la habitación y echó a caminar por el pasillo con moqueta de color verde botella.
A pesar de la importancia del papel que debía desempeñar, ni estaba nervioso ni tenía miedo por los posibles problemas que pudieran surgir. Ahmed Kamal le había puesto sobre aviso de los riesgos habituales en ese tipo de reuniones. Un desliz en un comentario, una palabra errónea podría echar por tierra todo el plan. Ante todo, debía ser natural, actuar de manera relajada, disfrutar del momento y, si los invitados y la situación acompañaban, sacar algún dato más que les ayudara a profundizar en la investigación. Brugsch había señalado que el tráfico de piezas procedentes de aquellas misteriosas tumbas de reyes y reinas del oscuro Tercer Período Intermedio era conocido y mantenido en silencio por las autoridades. La fiesta del vicecónsul era una buena excusa para conocer a muchos de esos cargos, en su mayoría corruptos, y abrir nuevas vías de investigación.
Como había imaginado, no tardó ni cinco minutos en llegar a la casa. En la entrada, dos hombres vestidos elegantemente con chilaba blanca, fajín rojo y tarbush del mismo color escoltaban a un apuesto joven vestido de traje italiano que, lista en mano, iba comprobando los nombres de los invitados.
Cuando Wilbour llegó ante él, sacó de su chaqueta el sobre rosa de la invitación y se la entregó.
—Señor Charles Wilbour, sea bienvenido a la fantasía —saludó a modo de bienvenida el portero—. Si lo desea, puede dejar su chaqueta en el guardarropa que hay en el patio a mano derecha o, si lo prefiere, puede dirigirse a las escaleras del fondo, donde una persona le acompañará hasta el lugar donde se celebra la fiesta.
—Muchas gracias, es usted muy amable.
Wilbour fue directamente a la escalera. Hacía un poco de fresco y prefirió quedarse con la chaqueta; de esta forma, además, si resultaba que aquello no era el tipo de reunión que esperaba, podría irse antes de lo previsto sin llamar demasiado la atención del resto de los invitados.
Mostró la invitación al hombre que aguardaba al pie de la escalera y éste le acompañó arriba. Una enorme puerta doble de color blanco daba paso a un salón espacioso en el que ya había un nutrido grupo de invitados. Wilbour no sabía cómo se iba a desenvolver entre unas personas a las que no conocía absolutamente de nada. Sin embargo, esa sensación de aturdimiento se convirtió en algo casi fugaz cuando un hombre se le acercó para darle la bienvenida.
—Bienvenido, señor Wilbour.
Al americano le sorprendió que alguien allí lo conociera.
—Gracias, creo que no nos hemos visto antes. ¿Cómo sabe mi nombre? —preguntó, extrañado.
—Mi secretario me lo ha indicado.
El vicecónsul señaló una de las esquinas del salón, donde Walid, el hombre que le había entregado la invitación en el hotel por la mañana, le saludó con una inclinación de cabeza.
—Intuyo, entonces, que estoy hablando con Mustafa Aga Ayat.
—En efecto. Vicecónsul de Bélgica, Gran Bretaña y Rusia —dijo el anfitrión de forma ostentosa.
—Estupendo. Yo soy ciudadano estadounidense, así que me temo que no podré contar con sus servicios.
El vicecónsul rió la ocurrencia de Wilbour sin percatarse de lo afilado de su comentario.
—El marqués De Rochemonteix me comunicó que le era imposible venir y que usted estaría estos días en Luxor por negocios.
—En efecto. El marqués De Rochemonteix tiene una serie de compromisos en El Cairo y debía permanecer en la capital. Sin embargo, sabía de mi estancia aquí por otras razones, mezcla de trabajo y de asueto, y me ofreció la posibilidad de asistir a su fiesta y de conocer así a más gente de la ciudad.
—Por supuesto, acompáñeme. —El vicecónsul tomó del brazo a Wilbour y avanzó entre la maraña de personas que ya comenzaban a llenar el salón—. Es usted nuevo aquí, es preciso que conozca la hospitalaria amabilidad con que los egipcios tratan a sus invitados. Aunque, ironías aparte, ni yo soy egipcio ni la persona que le voy a presentar lo es.
Mustafa Aga Ayat lanzó una sonora carcajada que hizo descender por un par de segundos el rumor de las voces de los invitados.
El diplomático iba saludando a diestro y siniestro a las personas que habían asistido a la fiesta, en su mayoría hombres. Junto a una de las puertas que daba a los balcones desde donde se divisaba el patio del templo de Ramsés II, había un hombre que justo en ese momento cogía una copa de vino de la bandeja de un camarero.
—No deberías hacer eso, querido amigo —bromeó el vicecónsul—. Tu religión te lo prohíbe. Estas bebidas son para los infieles.
Antoun Wardi casi se atraganta al oír la voz detrás de él. Al descubrir quién era, se tranquilizó.
—No olvides que yo soy tan poco egipcio como tú —respondió el anticuario con una sonrisa.
—Tienes toda la razón. Y lo mismo le sucede a nuestro amigo —dijo el diplomático girándose hacia el abogado americano—. Quería presentártelo. El señor Charles Wilbour, un hombre de negocios que está de paso por Luxor. He pensado que tú podrías hacerle de cicerone en la fantasía. Yo he de atender una serie de compromisos. En unos minutos me reuniré con vosotros para disfrutar de la primera actuación.
—Encantado de conocerle, señor Wilbour —señaló el anticuario mientras Mustafa Aga Ayat se dirigía a la entrada del salón para dar la bienvenida a otros invitados—. Mi nombre es Antoun Wardi, ¿cómo está?
Wilbour se quedó de una pieza al escuchar aquel nombre. Esperaba encontrarlo en la fiesta. Estaba seguro de que, teniendo relaciones con los poderes de la ciudad, tal y como había supuesto Brugsch, Wardi estaría allí. Pero no esperaba conocerlo nada más poner el pie en la casa del vicecónsul.
—Es un placer conocerlo, señor Wardi —respondió Wilbour estrechándole la mano.
—¿Está aquí de paso?
—He venido a descansar unos días. Me apasiona la cultura del antiguo Egipto —explicó el americano al tiempo que tomaba una copa de una bandeja—. Si tengo oportunidad de hacer algún negocio, lo haré, pero no es mi prioridad.
—Dice que le interesa el mundo faraónico, pero ¿qué clase de negocios realiza usted, señor Wilbour?
—No tengo nada pensado. Cuando vivía en Nueva York, me dediqué a la abogacía, el periodismo y finalmente la política. Ahora estoy retirado de todo eso y prefiero ser yo el que pone las normas a la hora de trabajar.
—El mundo faraónico y los negocios también pueden ir unidos —señaló Wardi.
—Me consta. ¿Usted a qué se dedica, señor Wardi?
—Precisamente a eso: al negocio de los faraones.
—¿Y eso, en concreto, en qué consiste? ¿Es egiptólogo? —preguntó el americano haciéndose el distraído—. Podría interesarme.
—Soy anticuario.
Antoun Wardi comenzó a mirar a derecha e izquierda como si estuviera buscando a alguien entre el gentío que ya colmaba el salón principal de la casa del vicecónsul.
—Ah, entiendo. Se dedica a la compraventa de antigüedades. ¿No será usted por casualidad de origen libanés?
Wardi dejó de mirar a la gente y clavó la mirada en Wilbour.
—Sí, ¿acaso me conoce? —preguntó extrañado el anticuario.
—He oído hablar de usted en El Cairo y también hoy, cuando he dado un paseo por el bazar. No recordaba su nombre, pero no creo que haya muchos anticuarios libaneses en Luxor, no es una ciudad tan grande.
—Me sorprende gratamente, señor Wilbour. Resulta halagador que haya oído comentarios de este modesto anticuario en El Cairo. Allí tengo algunos contactos; espero que las referencias hayan sido buenas…
—Desde luego. Aquí, en Luxor, algunos comerciantes del bazar me han hablado de usted —prosiguió el americano con su táctica de adulación—. Debe de ser un hombre muy popular en la ciudad, prueba de ello es que está invitado a la fiesta de Mustafa Aga Ayat.
—En eso tiene razón, señor Wilbour. Quien no está aquí no es nadie en Luxor.
El anticuario dijo estas palabras al tiempo que retomaba su búsqueda entre los invitados.
—¿Y eso deja mucho dinero?
—¿Cómo dice? —preguntó Wardi volviendo a la conversación.
—Le pregunto si la venta de antigüedades deja mucho dinero.
—Depende de lo que vendas y a quién lo vendas, como en todos los negocios. Seguro que lo sabe usted muy bien.
—Quizá podría pasarme un día por su tienda y ver el género del que dispone. Yo cuento con unas pocas antigüedades, pero las piezas que tengo del Egipto faraónico son regalos de algunos amigos; desconozco el valor que tienen en el mercado.
El anticuario libanés continuó paseando la mirada entre los invitados.
—¿Está esperando a alguien, señor Wardi? —preguntó Wilbour—. Tal vez esté aguardando a un cliente para algún negocio y le estoy molestando. No me gustaría importunarle.
—No, querido amigo, no me malinterprete —se excusó Wardi—. Y llámeme Antoun, en confianza.
—Gracias, Antoun. Puede llamarme Charles.
—La verdad es que esperaba ver a alguien, pero no estoy seguro de que venga —explicó el vendedor de antigüedades—. Es un cliente de mi tienda. Tendría que transmitirle un mensaje.
Wardi no mentía. Buscaba a una persona entre los invitados, pero, como imaginaba, no se encontraba entre ellos. Kurt Marek había desaparecido de Luxor sin dejar huella; ni una sola pista sobre adónde podría haber ido. Según el hotel, se había marchado a El Cairo, pero sospechaba que aquello era una simple artimaña para despistar a los que pretendieran seguirle la pista, como él mismo.
—Siento no poder ayudarle —dijo Wilbour con educación.
—No se preocupe. Seguro que tarde o temprano aparecerá.
—Espero que no sea urgente o grave.
—No, descuide. Vayamos a tomar una copa junto a Mustafa. Seguro que agradece que le rescatemos del grupo de advenedizos que suelen rodearle en este tipo de encuentros.
Mientras atravesaban el salón, Wardi siguió paseando la vista por los invitados, pero el escurridizo alemán no aparecía por ninguna parte. Él mismo, a través de Mariam, se había encargado de dejar una invitación a su nombre en el hotel Luxor. No sabía si tranquilizarse o comenzar a preocuparse. Podría ser que finalmente Kurt Marek no fuera más que otro comerciante de los muchos de la ciudad y que fuera cierto que deseaba comenzar una colección de arte egipcio, razón por la que había contactado con él. Pero también podría ser que hubiera descubierto que le seguían o que al menos sospechaban de él. En ese caso no le quedaba más remedio que salir de Luxor lo antes posible.
Ninguna de las dos posibilidades acababa de satisfacer ni de aplacar las preocupaciones del anticuario, pero no tenía sentido pensar en ello continuamente. Disfrutaría de la fiesta y volvería a los problemas una vez acabada la celebración.
—¡Hola, señor Wilbour! —exclamó el vicecónsul copa de vino en mano—. ¿Cómo le está tratando mi buen amigo Wardi? ¡Espero no recibir ninguna queja de ti, bribón!
Mustafa Aga Ayat le dio una fuerte palmada en el hombro y, con la sacudida, al anticuario libanés se le derramó parte del líquido de su copa. La fiesta no había hecho más que empezar y el vicecónsul ya mostraba una embriaguez más que evidente.
—La fantasía va a dar comienzo. Siéntese conmigo durante la cena, señor Wilbour. Cenaremos al tiempo que vemos a bellas bailarinas. Acompáñanos, Antoun.
El vicecónsul cogió del brazo al americano, como si fueran íntimos amigos. Wardi parecía no extrañarse, por lo que Wilbour intuyó que, de alguna forma, el anfitrión estaba en su salsa.
Los tres entraron en un salón adyacente al principal, más coqueto, lleno de mesas redondas dispuestas para la cena. Al fondo, en un pequeño escenario, un grupo de músicos daba la bienvenida a los invitados con tambores y panderetas. Las lámparas del salón tintineaban ante aquel estruendo.
Wilbour había asistido a varias recepciones de embajadas en El Cairo, pero aquello era distinto. A caballo entre la sofisticación y la delicadeza más sublime en el servicio y el boato, el contenido rozaba en ocasiones lo sórdido y lo inmoral. Si alguna vez tuviera que describir cómo debían de ser las fantasías de Las mil y una noches o los relatos de Sherezade, desde luego que utilizaría con todo lujo de detalles la fantasía de Mustafa Aga Ayat. Por todas partes había bailarinas danzando de aquí para allá y dando la bienvenida a los asistentes. Una de ellas, una hermosa mujer morena de ojos verdes, se aproximó al anfitrión, le acarició la mejilla con un beso y lo acompañó hasta la mesa central, desde donde presidiría la fiesta.
Cuando todos los invitados estuvieron sentados, una puerta lateral se abrió e hizo su entrada una fila de camareros que, bandeja en mano, fueron sirviendo los entrantes de la cena.
Wilbour estaba sorprendido por el excelente montaje de aquel espectáculo. Nunca había visto cosa igual, en ninguna de las recepciones a las que había asistido como político en Estados Unidos o ya como egiptólogo en Europa o El Cairo. Desde luego, aquello no pretendía ser una recepción formal. Al contrario, saltaba a la vista que el objetivo de aquella ostentosa fiesta era pasarlo bien y exaltar la figura del anfitrión, nada más y nada menos que el vicecónsul de tres países.
La comida y la bebida corrieron a raudales. No hubo un minuto de descanso para los camareros, siempre había algo que servir. Entre los invitados, el ambiente era alegre pero sin caer en excesos; el alcohol no llevó a nadie a perder la compostura y sobrepasarse con las bailarinas. Incluso Mustafa Aga Ayat se mantuvo dicharachero pero comedido.
—¿Qué le parece, señor Wilbour? —preguntó el diplomático con rostro sonriente y satisfecho.
—Me parece sorprendente. Es una fantasía brillante. Las bailarinas son bellísimas, la música no ha cesado en ningún momento y el ambiente en las mesas es cordial.
Wilbour pensó que sus palabras parecían más propias de un político en una recepción oficial que de un invitado a una fiesta privada, pero realmente era lo que pensaba. Estaba a gusto.
—Me alegro de que lo esté pasando bien —señaló el diplomático al tiempo que daba una fuerte palmada en la mesa—. ¿Le ha dicho ya el bueno de Wardi a qué se dedica?
—Sí, por supuesto —respondió Wilbour sin perder la sonrisa—. Me ha comentado que es anticuario.
—Debería visitar su tienda. Cuenta con verdaderas joyas, ¿verdad que sí, Antoun?
El anticuario libanés asintió sin mayor emoción; no le agradaba que su trabajo trascendiera de aquella manera.
—¿Usted no compra antigüedades, señor Wilbour? —preguntó el vicecónsul.
—Tengo varias que me han regalado algunas amistades, pero no es mi mayor afición.
—No se equivoque, querido amigo. Las antigüedades no son una afición, son una pasión —replicó Aga Ayat—. Hay gente que empieza a coleccionar y ya es incapaz de poner freno a su pasión.
—En eso le doy la razón. —El americano se rió para romper la tensión—. Conozco varias personas de las que podría incluso decir que son adictas.
Mustafa Aga Ayat se abrió la holgada chaqueta que llevaba y sacó del bolsillo un ushebti de fayenza de color verdoso. Lo dejó sobre la mesa, frente a Wilbour.
—¿Sabe qué es esto? —preguntó apurando el último trago de su copa de vino.
—Es una figura funeraria momiforme, lo que los expertos normalmente llaman un ushebti.
El diplomático rió satisfecho.
—Es usted muy listo, señor Wilbour.
—Bueno, me interesa la historia del Egipto faraónico, no lo voy a negar. Entre los regalos que me han hecho cuento con un par de ushebtis de la Época Saíta, no gran cosa.
—Hay una norma no escrita entre los coleccionistas de ushebtis. —Mustafa Aga Ayat bajó el tono de voz, como si fuera a decir algo trascendental—. Una especie de enfermedad incurable. Los hay a miles y son como una especie de gente pequeña: el pueblo de los ushebtis.
—¿De qué se trata? Espero no estar enfermo. Sólo tengo dos en mi casa de París —bromeó el americano.
—Alguien que ame las antigüedades egipcias no puede hacer una cosa peor que coleccionarlos. ¿Sabe por qué?
Wilbour se limitó a negar con la cabeza.
—Porque, si lo hace —añadió con suma seriedad el diplomático—, no se conformará con los ushebtis de la Época Saíta, tan comunes en el mercado. Sólo verá saciada sus ansias de coleccionista cuando se tope con los ejemplares más hermosos y únicos.
En la mesa se hizo el silencio, sólo roto por el leve soniquete de la flauta de los músicos que continuaban tocando de fondo. Wilbour, un tanto descolocado y sin saber qué decir, se limpió los labios con la servilleta por hacer algo.
—Quédeselo —dijo Aga Ayat—, así ya tendrá tres ushebtis.
El americano lo miró con los ojos como platos.
—Muchísimas gracias, es usted muy amable —indicó sin dudarlo—. Lo acepto encantado; parece un ejemplar magnífico.
—Lo es —intervino Antoun Wardi—. No es un ushebti cualquiera, no. Aun siendo de la época más tardía de la historia de los faraones, cuenta con un modelado espectacular.
Por primera vez en la noche, Wilbour tuvo la sensación de que acababa de dar un paso de gigante en la investigación. Al acudir a la fiesta esperaba que Mustafa Aga Ayat le presentara a las personas de la administración que participaban en la extendida trama de corrupción dedicada al tráfico de antigüedades, pero en ese momento comprendió que tenía justo delante de él lo que estaba buscando.
—Con permiso —dijo Wardi tomando el ushebti.
El libanés señaló con el dedo índice el texto que cubría todo el contorno de la pieza hasta la pilastra que tenía en la espalda y sobre la que reposaba la figura momiforme.
—Es un pasaje del Libro de los Muertos, ¿no es así? —apuntó Wilbour—. Una fórmula mágica para que el ushebti cobre vida en el Más Allá y desempeñe las tareas agrícolas que el dios Osiris le ordene hacer al difunto en los campos de Ialu, el paraíso del inframundo.
—Veo que está usted muy informado sobre cultura faraónica —dijo el anfitrión sonriendo.
—No lo crea —espetó el americano agitando una mano para quitar importancia a su elocuencia—. Lo bueno de estos ushebtis es que al final son todos iguales. En cualquier caso es un ejemplar muy hermoso. Muchas gracias, señor Aga Ayat.
—Pero no olvide que ese ushebti, como los otros que dice que tiene, son ejemplos de la época menos floreciente de la historia de Egipto. ¿Quiere acercarse a los ejemplares más extraordinarios que jamás haya visto, señor Wilbour?
El americano, extrañado ante el ofrecimiento del diplomático, no respondió. Se limitó a esbozar una simple sonrisa de ingenuidad.
—Si mañana no está ocupado en sus negocios, vuelva a mi casa, me gustaría enseñarle algunas cosas en mi despacho.
—Será un placer —reaccionó por fin Wilbour.
—Entonces, le espero a las once de la mañana. Diez minutos antes mi secretario Walid irá a buscarle a la recepción de su hotel. No se arrepentirá, se lo aseguro.
Las sospechas del americano quedaron confirmadas: aquélla era una invitación clara a entrar en el mercado de antigüedades. Parecía que iba por el buen camino.
Con las palabras del vicecónsul repitiéndose una y otra vez en su cabeza, Wilbour salió a la calle. No era muy tarde, aún quedaban muchos invitados en la fiesta, pero él decidió recogerse a medianoche, después de casi cuatro horas de amigables charlas, cena y música. Quería hablar con Brugsch antes de volver a su hotel. En la calle se oía el bullicio de la fiesta. El americano se preguntaba cómo algunos invitados podían beber como esponjas y mantenerse en pie…, era un milagro contra natura, un hechizo por el cual conseguían vencer la ley de la gravedad.
Subió directamente a la segunda planta del hotel Karnak y dirigió sus pasos hasta el final del pasillo. Golpeó la puerta con los nudillos con la mayor suavidad que pudo. No tuvo que esperar mucho; la puerta se abrió casi al instante.
El alemán iba vestido de calle, sin duda esperaba la llegada de su compañero. Wilbour entró y Brugsch cerró la puerta. Sobre la mesa había algunos libros y varias fotografías de piezas antiguas.
—Veo que no pierdes el tiempo —señaló el americano con una sonrisa.
—¿Cómo te ha ido? —preguntó el otro; estaba deseando conocer los detalles de su participación en la fiesta.
Wilbour se limitó a mostrarle el ushebti de época tardía que acababa de regalarle el vicecónsul.
Brugsch lo cogió y lo acercó a la luz de una lámpara.
—Es una gran pieza, pero no se corresponde con el período histórico que nos interesa. ¿Cómo lo has conseguido?
—Me lo ha regalado el propio Mustafa Aga Ayat. Quiere que mañana regrese a su casa para ver más.
—¿Hablasteis de antigüedades? —preguntó el alemán, entusiasmado.
—Casi no hicimos otra cosa.
—¡Perfecto!
—También conocí a Antoun Wardi. El vicecónsul me invitó a su mesa, donde compartimos espacio con el anticuario libanés. Un tipo curioso ese Wardi…
—¿No te propusieron comprar más antigüedades?
—Imagino que me ha invitado a su casa para eso.
Émile Brugsch observó en silencio el rostro rechoncho del ushebti e intentó buscar en sus ojos la respuesta a las preguntas que planteaba aquella nueva situación.
—Ve mañana a la casa del vicecónsul —dijo aferrando con fuerza el ushebti—. Vamos por el buen camino, estoy seguro.