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Año 969 antes de nuestra era
Templo de Amón, Tebas

Al contrario de lo que cualquiera habría creído en relación con el calabozo del gran templo de Ipet-isut, la celda en la que se encontraba el orfebre Beki era soleada y el aire corría a su antojo por las dos estrechas ventanas que cruzaban de lado a lado la habitación. No era muy grande, lo justo para acoger a dos personas.

Sin embargo, esas supuestas comodidades no habían conseguido calmar los nervios del artesano. Con los primeros rayos de la mañana, Beki descubrió que su compañero de celda estaba casi muerto. Apenas respiraba después de los golpes que los guardas le habían propinado. Se trataba de un pordiosero que había tenido la mala suerte de robar en el puesto del mercado donde compraba siempre uno de los intendentes de la ciudad. El vendedor, vengativo, se sabía superior por los contactos que tenía y no dudó un instante en denunciar al pobre diablo que ahora yacía, moribundo, en una de las esquinas de la celda. Si un hombre recibía semejante castigo por un simple robo de alimentos en tiempos de hambruna, qué no harían con un ladrón de moradas de eternidad que había osado entrar en el santuario sagrado de un antiguo rey y hacerse con un precioso collar de oro. A cada momento maldecía el instante en que descubrió la joya y se la escondió en el faldellín para no compartirla con sus compañeros. Dos deben de cobre era una cantidad ridícula por el esfuerzo y el riesgo que suponía adentrarse en la negrura del valle donde estaban enterrados los antiguos faraones, pero el robo de la joya era un acto gravísimo.

Ahora eso daba exactamente igual. Ya estaba hecho y no tenía solución. Debía ser rápido en buscar un desenlace a su complicada situación.

En su cabeza sólo había un problema. ¿Qué hacer? ¿Qué responder en el duro interrogatorio al que sin duda alguna iba a ser sometido? Había oído hablar de la fiereza de los soldados del templo para conseguir respuestas satisfactorias en la investigación de un caso. Al principio consideró la posibilidad de mentir. Un método sencillo de ganar tiempo antes de encontrar la manera de huir de aquel infierno. Pero era absurdo, sólo le serviría para retrasar la agonía. ¿Cuánto? ¿Hasta la tarde? ¿Hasta la noche? Al descubrir su mentira doblarían la virulencia. Además, estaba su mujer. Hacía horas que no la veía; ni siquiera sabía si seguía con vida.

Desesperado por este torbellino de pesadillas que iban acumulándose en su cabeza, se acercó a uno de los ventanales. Detrás del muro había un patio; Beki dedujo, por los charcos de sangre que había en el suelo, que allí era donde interrogaban a los reos.

El ruido de pasos sobre la gravilla de piedra y arena que había tras la otra ventana le aceleró el pulso. Aterrorizado ante la inminencia del momento, corrió hasta el segundo tragaluz. Aferrándose a la pared con la poca fuerza que aún le quedaba en los dedos, echó un vistazo al exterior. Un grupo de guardas con dos altos funcionarios se acercaban a la puerta de su celda. Ésta no tardó en abrirse. En un intento casi infantil, Beki trató de huir a la primera oportunidad que tuvo, pero el certero mazazo de uno de los guardas lo dejó casi sin sentido bajo el dintel de la puerta, a los pies de los escribas de la necrópolis.

—Ten cuidado, perro inmundo —dijo Takelot al guarda con su característica voz grave—. Antes de acabar con él debe aportarnos la información que necesitamos para resolver el caso que se nos ha asignado.

El escriba de origen libio miró a su colega Ahmose. Éste era quien iba a llevar a cabo el interrogatorio. Así lo prefería Takelot; de hacerlo él mismo, seguramente el pobre reo no duraría con vida ni unos instantes.

—Este orfebre debe de saber el nombre de la persona que proporcionó la información de la necrópolis —dijo Ahmose con un suspiro—. Espero que así sea, no quiero que los días pasen. Hemos tenido un golpe de suerte dando con este bandido, pero estoy convencido de que recibió ayuda de alguien. He estado investigando en el templo y no tiene contacto con nadie que trabaje allí, al menos que nosotros sepamos.

—Ayer descubrí el método que usaron los ladrones para entrar en el valle —añadió Takelot mirando fijamente al jefe de la guardia que los acompañaba; se apartó los rizos del rostro, característicos de su origen libio—. Nadie fue sobornado; no esta vez. Los guardas me advirtieron de un error en la ubicación del puesto de vigilancia en el extremo norte del valle. Hay una zona rocosa por la que se puede pasar sin ser visto…

—Espero que hayas solventado ese error de forma inmediata —señaló Ahmose recriminando con la mirada al soldado—. Ahora sólo queda saber quién fue el traidor que dio la información a este perro.

Takelot movió el cuerpo del orfebre de un puntapié. Todavía estaba aturdido por el golpe del guarda. Uno de los soldados le arrojó al rostro un cuenco de agua llena de inmundicias. El líquido y los rayos del sol acabaron por despertarlo.

Lo primero que vio fueron los ojos encendidos de un babuino que intentaba abalanzarse sobre él para morderlo. Un guarda con sonrisa amenazante sujetaba y al mismo tiempo azuzaba al animal para que asustara al prisionero.

—Aleja a ese mono —señaló Ahmose—. Ya tendrás tiempo para esa diversión. Ahora debe sernos de utilidad.

—Estiradlo sobre el suelo —ordenó el libio con frialdad.

Inmediatamente, dos guardas robustos asieron al orfebre por las muñecas y los tobillos y lo sujetaron contra el suelo. De pronto Beki se vio inmovilizado por aquellos dos brutos y paralizado por el miedo que se había apoderado de él.

—¿Te llamas Beki y eres el orfebre que trabaja como aprendiz en el taller del artesano Teti?

La tranquilidad de la voz de Ahmose no consiguió relajar la tensión del reo. Cegado por los rayos de sol, sólo pudo asentir con la cabeza.

Ahmose hizo una señal a Takelot, quien debía tomar nota de cuanto se dijera en aquel interrogatorio. El libio se sentó en una cómoda silla de tijera que habían acercado poco antes dos asistentes. Con esmero y cuidado, el cálamo entintado recorrería el papiro a toda prisa, de derecha a izquierda y de arriba abajo, en sucesivas líneas, recogiendo por escrito los pasos del interrogatorio dirigido por su compañero. El registro de la investigación serviría más adelante para la resolución del caso y como prueba evidente ante el gran visir, juez supremo, de las acciones llevadas a cabo para conocer a los ladrones del cementerio real.

Ahmose comenzó a andar alrededor del prisionero. Beki intentaba seguirlo con la mirada, pero los guardas lo sujetaban con ferocidad y el amenazante babuino no le perdía de vista. A sus pies, un soldado blandía una vara flexible. El orfebre sabía para qué era usada en los interrogatorios y sólo de pensarlo se estremeció.

—Has de saber que si respondes con alguna mentira, podrás ser ejecutado. ¿Entendido?

Beki, una vez más, se limitó a asentir con la cabeza.

—Empecemos pues, no tenemos todo el día. ¿Qué hacía el collar de oro del Osiris del rey Khakheperre Setepenamun, Pinedjem, en tu casa del barrio de los artesanos?

El orfebre, cegado por la luz del sol que caía con fuerza sobre su rostro, permaneció unos instantes en silencio. No había preparado una respuesta para una pregunta tan evidente. Vaciló unos segundos. Antes de que nadie moviera un músculo esperando su respuesta, el soldado que portaba la vara le asestó un golpe con todas sus fuerzas en los tobillos.

Beki gritó como nunca creyó que podría hacerlo.

—¡No sé quién pudo dejarlo ahí! ¡Deben creerme! ¡Quizá mi esposa lo tomó de alguna de las mujeres del barrio!

Un nuevo golpe, en esta ocasión en la planta de los pies, hizo que un escalofrío le recorriera la espalda y el pelo se le erizara. Comenzó a sudar copiosamente. El intento de involucrar a su joven esposa no había resultado.

—Sabemos que ella no tiene nada que ver con tus actividades —señaló el escriba de la necrópolis—. Ha confesado que no pasaste la noche en casa pero no sabe qué hiciste. Te lo preguntó y no quisiste contestar. Respondiste con evasivas que habías estado con varios amigos.

Ahmose hizo una pausa. Era una persona inflexible, y en momentos como aquéllos su aparente ingenuidad desaparecía. Sabía qué hacer en cada instante, razón por la cual el sumo sacerdote de Uaset confiaba ciegamente en él para este caso.

—Recuerda que cualquier mentira que digas en este interrogatorio servirá para ejecutarte —prosiguió el escriba egipcio—. No parece que hayas empezado bien… Seré más claro en mi pregunta, Beki. ¿Quiénes eran esos amigos con los que fuiste a la necrópolis?

Takelot continuaba tomando nota.

—¡Está bien! Diré la verdad. Fui a la montaña oeste, a las moradas de eternidad de los antiguos reyes de la tierra de Kemet, y entré en la morada del Osiris Ramsés Menmaatra. Cogí el collar de oro. Permitiría que mi familia viviera sobradamente durante una buena temporada.

El soldado que asía la correa del babuino la aflojó y el animal se lanzó contra una de las piernas del reo. El mordisco fue brutal. Beki, inmovilizado por los dos guardas que le agarraban de las muñecas y los tobillos, no pudo hacer nada más que gritar.

Ahmose indicó con un gesto que apartaran al animal.

—Beki, no puedo creerme que hicieras esa proeza tú solo —dijo con retintín—. ¿Cómo sabías dónde estaba esa morada y lo que había en su interior?

—Fui solo, ¡lo juro!

Un nuevo golpe en los pies hizo que su cuerpo se estremeciera como si le hubieran arrojado un caldero de agua helada. Sintió el dolor en todos los poros de su piel y a punto estuvo de perder el sentido. Entornó los ojos y giró levemente la cabeza hacia un lado.

—¿Quiénes iban contigo, Beki? —continuó Ahmose—. Puedes morir por esto, y tu esposa también. Lanzaremos tu cuerpo a los cocodrilos, serás devorado por los peces en el fondo del río, y tu memoria se perderá para siempre. Tu ka, tu esencia vital, vagará perdido y sin nombre en los infiernos por toda la eternidad, rodeado de sombras y de demonios que, como tú, nunca encontrarán la luz.

Beki, con la cabeza girada sobre la tierra, mordía el polvo y perdía abundante sangre por culpa de los mordiscos del babuino.

—Arrojadle agua para que vuelva en sí —dijo Takelot—. Tiene que contarnos toda la verdad. Necesitamos los nombres de las personas que colaboraron con él en el saqueo.

Ahmose se alejó unos pasos para que no le salpicara el agua.

—¿Crees que este hombre sabe más de lo que ya nos ha dicho? —susurró el libio.

—Por supuesto que sí —respondió el primer escriba—. Ha reconocido su culpabilidad enseguida.

—Ya tienes un culpable para Pinedjem. Con esto colmarás sus deseos.

—No, Takelot. Recuerda que insistió en que deberíamos llegar hasta el final. Si no lo hacemos ahora que tenemos a uno de ellos, los saqueos continuarán y no habremos solucionado el verdadero problema. Estoy convencido de que este orfebre recibió la información de dónde estaba la morada de eternidad de un informador de Ipet-isut. Y quiero saber quién es.

El joven Takelot hizo una mueca; parecía dudar de que Beki fuera a reconocer más de lo que ya había dicho.

—Soldado, dale de beber —ordenó el escriba libio—. Así recuperará el vigor para seguir contándonos lo que sabe.

El soldado tomó un cuenco de la celda de Beki, lo sumergió en una tinaja que había en un lateral del patio y lo sacó lleno de agua. Se acercó al prisionero y, cuando el que le sujetaba las muñecas lo soltó, le puso el cuenco en los labios.

Beki tragó con ansia, como si fuera lo último que iba a hacer en esta vida. Pero antes de que apurara el agua, el guarda de la vara le atizó en el rostro con ella e hizo saltar por los aires el cuenco. El babuino, que estaba junto al prisionero, se asustó y le asestó un mordisco en el brazo. Beki cayó con todo el peso de su cuerpo sobre las piedras del patio.

—¿Quién te dio el nombre de la morada de eternidad, sabiendo que allí había joyas? —preguntó Takelot tomando parte en el interrogatorio.

Antes de que Beki abriera la boca para responder, un nuevo golpe en los pies hizo que lanzara un berrido.

—¡Éramos tres! —gritó por fin, con los ojos inyectados en sangre—. Entramos por un extremo del valle menos vigilado por los guardas. Descendimos hasta el centro y luego fuimos directamente hasta la morada del Osiris Ramsés Menmaatra. ¡Que Amón me perdone tal blasfemia!

Ahmose miró a su colega libio, quien seguía tomando nota sobre el papiro de los datos proporcionados por el recluso. Takelot reconoció con una sonrisa que su compañero tenía razón. Con un gesto de la cabeza le invitó a que prosiguiera con el interrogatorio.

Satisfecho por los resultados, Ahmose se acercó al malherido reo para lanzarle una nueva pregunta.

—Ya sabemos que no fuiste solo a la orilla oeste. Bien. Ya sabemos, además, que robaste joyas de la tumba del Osiris Ramsés Menmaatra. Lo que quiero saber ahora, Beki, es el nombre de las dos personas que dices que te acompañaron.

Al instante, el soldado le propinó un brutal varazo en las piernas, justo en la herida producida por el mordisco del babuino. Con ello intentaba apresurar la respuesta del reo.

—Uno de mis… compañeros era… Nes… Nesu… montu —dijo Beki con apenas un hilo de voz—. Nunca… antes lo había visto… Era otro orfebre… de la casa… de Montu.

Los soldados derramaron un nuevo cántaro con agua sobre la cabeza de Beki para intentar despabilarlo.

—¿Ese Nesumontu fue quien conocía dónde estaba la morada del Osiris Ramsés Menmaatra? ¿El mismo que sabía que en su interior había joyas? —preguntó Takelot con voz firme.

Sin embargo, Beki cada vez tenía menos fuerzas. En un intento por reavivarle, el segundo escriba instó al soldado para que le propinara un nuevo varazo en los pies, pero Beki, con la mirada perdida en el cielo infinito, apenas reaccionó ante aquel terrible dolor.

El orfebre se limitó a negar con la cabeza.

—Si no fue Nesumontu, eso significa que la tercera persona era la que tenía toda la información, ¿no es así? —insistió Ahmose.

El soldado alzó la vara, decidido a asestar un nuevo golpe, cuando el primer escriba le agarró el brazo.

Beki asintió con las pocas fuerzas que le quedaban.

—¿Cuál era su nombre? Dímelo.

El rostro de Beki empezó a tener convulsiones. Su cuerpo se estremeció como si en sus entrañas una fuerza animal lo obligara a agitarse. En una de las convulsiones vomitó agua con sangre.

—¿Qué le sucede? ¡Incorporadlo! ¡Rápido! —ordenó Takelot mientras los soldados tomaban al prisionero de los brazos y lo arrastraban hasta la pared exterior de la celda para que se apoyara en ella.

De forma instintiva Ahmose fijó la mirada en el cuenco del que el orfebre había bebido poco antes. Aquella reacción al castigo corporal no era normal. Había asistido decenas de veces a interrogatorios mucho más duros que aquél y era la primera vez que un prisionero evolucionaba de aquella forma tras los varazos. Seguramente las convulsiones tenían su origen en otra causa.

De la boca de Beki seguía manando sangre.

—¿Cuál es el nombre del que conocía la información? ¿Era un sacerdote de Amón? —preguntó el escriba de la necrópolis con la premura que empuja a quien ve que el tiempo se acaba.

Beki, sacudiéndose con extraños espasmos, levantó ligeramente la cabeza, entreabrió los ojos e hizo un gesto de asentimiento.

—¿Era un sacerdote de Amón? —insistió Takelot—. ¿Y cuál era su nombre?

El orfebre entreabrió la boca, pero de ella sólo salió más sangre y agua.

—P…

—¿Pe…? —preguntó Ahmose a la desesperada—. ¿Quién dices?

Un soldado cogió el cuenco y lo llenó de agua, pero Ahmose se lo arrojó al suelo de un manotazo.

—El agua está emponzoñada; no la toques —dijo, y luego dirigiéndose a Beki añadió—: Dinos su nombre.

—P… Pa… y…

El orfebre sufrió una nueva convulsión que lo llevó a devolver el resto del agua que había bebido acompañada de una pasta sanguinolenta. Luego, el peso del cuerpo lo venció hacia un lado. Había muerto.

—¿Qué es esa agua? —preguntó el escriba libio con el rostro desencajado.

—Los encargados de mantener el patio rellenan todos los días la tinaja, señor —respondió uno de los soldados.

—Que busquen al hombre que la ha rellenado por última vez esta mañana, antes de que nosotros llegáramos —ordenó Ahmose—. Comprobad si el agua que queda en la tinaja está envenenada; dádsela a un esclavo. Está claro que alguien la ha emponzoñado.

Ahmose recordó las palabras de Rekhamun: el verdadero problema se encontraba dentro del templo. El escriba no podía creer lo que estaba pasando.

—No sé si debo tomar nota de esta conversación fuera del interrogatorio con el prisionero.

La voz de Takelot devolvió a Ahmose a la realidad administrativa de su trabajo como funcionario de la necrópolis de la orilla oeste.

—Reseña solamente lo ocurrido, no es necesario que reproduzcas la conversación. Pero que quede constancia exacta de mis sospechas de que esa agua está envenenada.

Ahmose puso los brazos en jarras y bajó la vista al suelo. Acababa de perder una oportunidad magnífica para avanzar en la investigación que le había encomendado el sumo sacerdote Pinedjem.

—Hay que averiguar quién es ese Nesumontu, orfebre del templo de Montu aquí en Ipet-isut. Llevaos el cadáver de este perro y lanzadlo al río, como se merece. No quiero que quede memoria alguna de él.

—Habrá que investigar quién ha envenenado el agua del patio —añadió Takelot.

—Cualquiera de los guardas podría haberlo hecho pensando en acabar con la vida del reo.

Los soldados arrastraron el cuerpo del orfebre hasta un extremo del patio. Uno de los soldados sujetaba con fuerza al mono, que intentaba lanzarse sobre el cuerpo inerte del prisionero. Removieron la arena y las piedras del suelo con los pies para tapar sucintamente el charco de sangre y vómito.

—Ese Nesumontu nos dará el nombre del tercer ladrón, el que parece ser el más importante del grupo —añadió Ahmose, resignado—. Hay decenas de sacerdotes cuyo nombre comienza por Pa o Pay, como creí entender.

Cuando Takelot y Ahmose se disponían a abandonar el patio escucharon cierto alboroto procedente de uno de los extremos de la salida a la avenida de esfinges del templo. Los dos escribas se miraron extrañados. El templo de Ipet-isut era un lugar tranquilo donde nunca sucedía nada. Todos los problemas los sufría el pueblo fuera de sus muros. Dentro, el sosiego y la tranquilidad eran la norma. Sin embargo, aquella mañana algo había trastocado el natural descanso de los habitantes de esa pequeña ciudad levantada dentro de la propia Uaset.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Ahmose a un sacerdote que venía del patio ajardinado donde se concentraba el revuelo.

—¿No os habéis enterado? —El sacerdote los miraba con los ojos muy abiertos—. Ha aparecido el cuerpo de un hombre asesinado en el templo de Montu.

Al escuchar el nombre de la divinidad, los dos escribas intercambiaron una mirada de alerta.

—¿Y cuál ha sido la causa? —inquirió el libio.

—Se desconoce, pero todo parece indicar que ha sido una pelea por unos metales. Junto al cadáver el asesino dejó caer algunas láminas de pequeño tamaño de oro. Debían de estar metidos en asuntos turbios.

—¿Se sabe cómo se llamaba el hombre? —demandó Ahmose queriendo confirmar sus sospechas más funestas.

—Sí, Nesumontu, orfebre del templo de Montu.

Takelot y Ahmose volvieron a cruzar una mirada de impotencia. Por segunda vez, una oscura mano se les adelantaba y anulaba sus avances en la investigación. La última posibilidad que tenían de dar con el cabecilla del grupo de ladrones acababa de esfumarse ante sus propios ojos como si se tratara del encantamiento del más poderoso de los magos del templo de Amón.