Lunes, 17 de enero de 1881
Luxor
Antoun Wardi observaba con sorpresa la nueva mercancía que le había traído Ahmed Abderrassul. Una momia descansaba sobre la larga mesa que cubría gran parte de la trastienda. Apenas conservaba las vendas que la habían cubierto durante miles de años. Su estado de conservación era óptimo, pero a todas luces era evidente que había sido saqueada. No contaba con ninguna joya, ni amuletos, ni escarabajo del corazón, ni nada de valor. Era solamente un cuerpo de hombre secado con los métodos sagrados utilizados por los antiguos sacerdotes. La piel era oscura, casi negra, producto del exceso de afeites empleados durante el proceso de conservación en los talleres reales. Un rostro escuálido describía una suerte de mueca. La boca entreabierta mostraba una lengua que se retorcía como una serpiente. Tenía los ojos cerrados. La piel acartonada de los párpados dejaba ver las cuencas vacías a través de una fina línea. La cabeza, rasurada, estaba echada ligeramente hacia atrás, como si antaño hubiera reposado sobre una superficie que había desaparecido con el tiempo. Tenía los brazos doblados sobre el pecho, el derecho sobre el izquierdo, como era costumbre en las momias de los reyes; la postura con la que los faraones se identificaban con Osiris en su viaje al Más Allá. Las manos estaban cerradas como si hubieran asido algún tipo de cetro. Los dedos eran delgados y largos. Todavía conservaba las uñas en manos y pies.
El conjunto ofrecía un aspecto grotesco y terrorífico. Ni Ahmed ni Antoun sabían que aquel cuerpo perteneció en su momento a un rey. Para ellos no era más que una momia en buen estado de conservación procedente de un lugar de la necrópolis donde había hombres y mujeres ricos que, como aquel rey, habían sido enterrados con joyas y toda clase de tesoros.
El olor que despedía el cuerpo era intenso y muy desagradable. «Un rey nunca podría oler así, como si fuera un pordiosero», había pensado Ahmed cuando se acercó por primera vez a una momia en la tumba de la montaña. Las resinas, que antaño emanaban exóticas fragancias, se habían descompuesto y expedían una fetidez hedionda que llenaba toda la habitación. Era el mismo olor putrefacto que el de los afrit, verdadero terror de los habitantes de las aldeas cercanas a las tumbas. Pero ese mundo no tenía secretos para Ahmed. Acostumbrado a negociar con la muerte y el crimen, esos temores no eran más que supercherías, moneda de cambio de un juego en el que él no participaba. Aun así, antes de cubrir el cuerpo con una sábana, lanzó una suerte de salmo que, según decían los más ancianos de Gurna, evitaba los efectos nocivos de la maldición. Prefería ser cauto. Al fin y al cabo aquello no dejaba de ser un muerto.
—Mustafa Aga Ayat me ha pedido que deje esta momia aquí, en depósito. Mañana por la mañana vendrá un estadounidense adinerado a por ella. Se trata de un hombre que está pasando la fiesta cristiana de la Navidad junto a su esposa en Luxor; nada fuera de lo común.
—¿Ya no usáis los correos convencionales para traer la mercancía? —preguntó con retintín el anticuario—. ¿O acaso ya no quedan chiquillos de fiar en los alrededores del templo de Luxor?
—Una momia es algo muy valioso y voluminoso como para delegar el envío en otra persona. Cargada en mi carro con otras frutas, nadie sospecha nada. Así es más seguro.
Al tiempo que decía esto, Ahmed observaba con recelo el exterior de la tienda a través de la cortina que unía las dos partes del negocio.
—¿Cómo sabré quién es la persona que viene a recoger el pedido? —dijo Antoun Wardi mientras entreabría una ventana de la trastienda para hacer correr el aire putrefacto que llenaba el ambiente—. Todos los días entran decenas de turistas por la mañana. Vienen emocionados de sus visitas al lado oeste, con ganas de comprar cualquier cosa que les recuerde sus vivencias. Es un asunto muy delicado y no querría cometer ningún error.
—No te preocupes —le tranquilizó el egipcio—. Sabrás perfectamente quién es. Te indicará que viene a recoger un encargo del vicecónsul y te entregará un dinero.
El sonido de la puerta de la tienda al abrirse les obligó a guardar silencio por precaución. El libanés indicó por señas al egipcio que no abriera la boca. Miró la momia —estaba completamente cubierta— y dio un par de pasos hacia la cortina que separaba el almacén del mostrador.
—¡Mariam! ¿Eres tú? —preguntó.
—Sí, señor Wardi.
El anticuario torció el gesto, volvió a hacer una seña a Ahmed para que aguardara y salió a la tienda. Era imprescindible que nadie entrara allí, ni un cliente ni tampoco la joven.
—Mariam, vete al mercado y pregunta si ya tienen preparadas las cajas que encargué ayer por la mañana —ordenó—. Y cierra la puerta al salir. ¡Ahora!
—Sí…, señor Wardi —respondió la joven.
Sabía que aquello no era más que una excusa para mantenerla lejos de sus tejemanejes, pero obedeció: tomó las llaves de la tienda, salió y cerró la puerta.
Al cabo de unos segundos Wardi regresó junto a la momia.
—No me gusta tener este tipo de cosas aquí —dijo sacando del bolsillo un pañuelo para secarse el sudor frío que había brotado en su frente debido a los nervios de la situación—. Todo puede comenzar a complicarse y ser cada vez más peligroso.
—¿Qué te preocupa, Antoun? —le reprochó el ladrón de tumbas fingiendo que no entendía su recelo—. Es un buen negocio. Tú sólo serás un intermediario… No, ni siquiera eso. Serás el depositario de la mercancía. El comprador, cuando venga, te dará cuarenta libras, ésa es tu comisión. Tú únicamente tendrás que entregarle esta caja. Ni mostrar nada ni abrir la boca por nada. Dinero fácil, ¿no crees?
—No lo niego —respondió Wardi llevándose el pañuelo al rostro para evitar el desagradable olor de la momia—. Cada vez vienen más personas a pedirme antigüedades. Y eso me agrada. Pero no son momias.
—Entonces, supongo que estarás satisfecho con la bonanza del negocio…
—Por supuesto que sí —afirmó Wardi con seguridad.
—Además, ahora tú eres el único que da salida a estas mercancías tan preciadas. Todos lamentamos el terrible asesinato de tu compañero Samir en su tienda… Las cosas están mal en Luxor, la delincuencia ha ascendido a un ritmo vertiginoso en los últimos años…
La voz de Ahmed Abderrassul rezumaba cinismo.
—Ese estúpido se buscó los problemas él solo —replicó con desprecio el comerciante—. De nada le sirvieron sus amenazas de avisar a las autoridades si no recibía una comisión mayor en el negocio. Valiente ingenuo. Se creía que el tráfico de antigüedades sólo es cosa de dos: ladrón y vendedor.
—No me gusta que emplees esa palabra tan… brusca, querido Antoun. No somos ladrones, recuerda que la montaña nos pertenece.
—Será de vuestra propiedad y todo lo que quieras, pero sois simples ladrones. No sois nada sin el resto de los miembros de la cadena. Ambas partes somos los engranajes de un complicado juego que no controlamos. Tú el primero de ellos, yo el último. Tú robas y yo vendo. Y en medio hay otras personas. Tú conoces a unas y yo a otras. De alguna forma, todos somos dueños de los tesoros de la montaña, no sólo vosotros.
Ahmed Abderrassul reconoció la certeza de las palabras de su colaborador.
—Los negocios son así…
—En efecto, son así. Pero en ocasiones resulta cansino, cuando no molesto, ser siempre el que da la cara.
—Tú tienes los clientes y yo proporciono el material.
—Eso es evidente, Ahmed. Pero no sé si a los eslabones intermedios les gustaría saber que estás vendiendo las piezas a los clientes de forma directa.
Antoun Wardi sacó a relucir el encuentro que mantuvo con el extranjero alemán, Émile Brugsch, la noche que visitó la Montaña Tebana siguiendo la invitación del propio anticuario.
—Tú fuiste quien indicó a aquel efendi que se encontrara con nosotros en el embarcadero. Podrías haber gestionado tú mismo la compra y haberte llevado una suculenta comisión.
—Podría haberlo hecho, pero decidí no hacerlo por dos razones.
—¿Cuáles? Tu comisión ha sido siempre generosa.
—Eso es cierto, no lo voy a negar. Pero hay un par de asuntos que me preocupan. En primer lugar, el negocio empieza a desbordarme. Me sobrepasa. No se trata de vender ushebtis que hasta los guardas de las tumbas entregan a los turistas; los hay a cientos en la otra orilla. Estamos hablando de papiros e incluso de momias. Eso es mucho dinero.
—¿Adónde quieres llegar, Antoun? Ese argumento no tiene ningún sentido. Si no deseas ser el último eslabón, otros anticuarios en la ciudad estarán encantados de dar salida a las piezas. Dinos si ésa es la razón y elegiremos a otro vendedor.
Había otros argumentos de peso que desde hacía días golpeaban con fuerza en el interior de la cabeza del libanés y eran motivo de grandes preocupaciones.
Wardi echó a andar por la estrecha trastienda de su negocio. Parecía haberse olvidado del pestilente olor que flotaba en el aire. Observó los objetos que había en las estanterías. Entre burdas reproducciones que no valían ni una piastra en el mercado, había verdaderas joyas del arte faraónico, tesoros que pronto engrosarían las vitrinas de algún famoso museo europeo o americano.
—Quizá al vicecónsul no le agrade saber que estás vendiendo las piezas por tu cuenta.
—No tiene por qué saberlo. Tú y yo somos los únicos imprescindibles en esta cadena. Mustafa Aga Ayat es completamente prescindible —argumentó Ahmed con firmeza—. No sigas por ahí, Antoun.
—Somos demasiadas personas las que estamos al corriente de esta historia, y eso es peligroso.
—Todos los contactos intermedios ignoran el motivo de mis idas y venidas a tu tienda. Es más, yo soy el único que conoce la ubicación exacta de los tesoros.
Repetir los argumentos que había esgrimido Mustafa Aga Ayat en su casa pocos días antes no le sirvió a Ahmed para disipar las preocupaciones de Wardi.
—Te he dicho que hay un par de asuntos que me preocupan. El primero ya lo he expuesto: es comerciar con piezas de tanto valor. El segundo… —Wardi se interrumpió; no le resultaba fácil decir aquello.
—¿De qué se trata?
—La razón por la que mandé a aquel efendi directamente a compraros a la otra orilla del río es que… no me fío de él.
—¿Cómo dices? —El egipcio parecía alterado.
—Algo en él me dio mala espina. Llevo muchos años trabajando en este negocio y sé cuándo un comprador miente.
—¿Me estás diciendo que mandaste al desierto, a nuestra casa, a un efendi del que tenías serias dudas?
—En efecto. Supongo que vosotros os disteis cuenta, ¿no? —añadió Wardi contraatacando los reproches del saqueador.
—Nadie me ha comentado nada extraño. Compró un par de papiros y una caja de ushebtis.
—¿Puso pegas en el precio?
—Las normales; regateó con firmeza.
—Pero ¿qué género le mostrasteis?
—La caja y los papiros, nada más.
—Y lo compró todo. Apuesto a que dijo que estaba comenzando a hacer una colección en su país y que deseaba adquirir piezas importantes.
—A ti esa mañana te había comprado un papiro, ¿no es así?
—En efecto…, pero enseguida me di cuenta de que era un efendi… extraño. Conoce perfectamente las artes de la venta en Egipto. Regateaba con comodidad y sabía cuál era el momento de sacar el dinero para cerrar el trato a su favor. Me dijo que se dedicaba al comercio de caña de azúcar y algodón, pero había algo en él que levantó mis sospechas.
—¡No seas ridículo, Antoun! —saltó Ahmed—. Son muchos los efendis que vienen a Egipto a comprar antigüedades. Puedes verlos en las calles, en los templos, en las tumbas… En Inglaterra, Francia y Estados Unidos están abriendo museos por docenas. Es nuestra oportunidad, ¿no lo entiendes? No sabemos cuándo acabará esto; tenemos que aprovechar que están aquí ahora para venderles antikas y enriquecernos con ellas.
Antoun Wardi escuchó con calma el airoso discurso con el que Ahmed pretendía convencerlo de su error. Caminó con frialdad hasta una estantería y tomó al azar un ushebti de fayenza. Era de color azul brillante; uno de los últimos ejemplares que el propio Ahmed le había hecho llegar por medio de un intermediario. Lo acercó a la luz de la ventana y lo observó con detenimiento.
—Tú y yo podemos afirmar que este ushebti es auténtico, que procede de una tumba real de la otra orilla.
—Esa pieza es auténtica, yo mismo la cogí —dijo Ahmed señalándose con el dedo—. Allí las hay a cientos.
—En efecto. Tú yo sabemos que es auténtica, pero no sabemos nada más.
—No te sigo.
—Ese efendi que por la mañana vino a mi tienda y por la noche os visitó en la Montaña Tebana sabía leer la escritura de los faraones, reconocía desde el otro lado de la tienda si un ushebti era auténtico o falso, conocía los precios del mercado y, lo más sospechoso de todo, no dudó un instante en poner sobre la mesa el dinero requerido con tal de llevarse la pieza de mayor calidad. Tal vez sea de verdad un coleccionista deseoso de tener un pequeño museo particular en su casa de Alemania, pero desde luego conocía perfectamente lo que compraba.
—¿Dices que sabía leer la escritura de los faraones? —preguntó Ahmed, descolocado.
—Sí, sabía los nombres de los dueños de las piezas. Y eso no es todo. Casualmente, entre todo el material que saqué las dos veces que me visitó, sólo se llevó lo que me habías traído tú. Dejó de lado los ushebtis que otros vecinos tuyos me proporcionan. Los objetos de otras tumbas de la Montaña Tebana no le interesan, ni siquiera si son de faraones del Valle de los Reyes.
Ahmed Abderrassul permaneció en silencio durante unos segundos. Sólo en ese instante comenzó a creer que la situación podría ser preocupante.
—¿Y quién puede ser ese hombre? —preguntó, extrañado.
—Cualquiera lo sabe. El Servicio de Antigüedades está lleno de efendis. Casi todos son franceses y alemanes. Será como buscar una aguja en un pajar.
—Nos desharemos de él cuando vuelva.
—No seas ingenuo, Ahmed, ese pájaro no regresará. Estoy seguro.
—Quizá no sea más que un comerciante, tal como dijo…
—Créeme, Ahmed, ese efendi estaba muy versado en la cultura de los faraones. Conocía su escritura y distinguía perfectamente unas piezas de otras. ¡Él mismo señaló las más importantes cuando poco antes me había dicho que era un absoluto lego en la materia!
Antoun Wardi se acercó a la momia y destapó el rostro del cadáver con cierto temor.
—¿Qué crees que pasaría si en la aduana parasen al americano que ha de venir a por la momia mañana? —preguntó.
Ahmed no respondió.
—El primer nombre que aparecería en el informe sería el mío —dijo el anticuario—. En realidad, estoy convencido de que ya me siguen. ¡Debo ser prudente!
—Eso ha sucedido en más de una ocasión y Mustafa siempre ha intercedido a tu favor —replicó Ahmed intentando quitar hierro al asunto.
—Es cierto —reconoció Wardi—, pero antes nunca había sentido que alguien estaba detrás de nosotros. ¿Actuaría el vicecónsul de la misma forma si la causa del problema fuera una momia? En El Cairo las cosas han cambiado desde que los efendis han creado el Servicio de Antigüedades y el Museo de Bulaq.
Ignorante de lo que sucedía en su país más allá de los límites de Luxor, Ahmed escuchaba esos nombres como si le hablaran en otro idioma.
—Las inspecciones son más numerosas y los controles más exhaustivos —continuó el anticuario—. Pretenden abrir pequeños museos locales en todas las ciudades importantes de Egipto, desde el Delta hasta Aswan. Todo dirigido por Gaston Maspero, viva imagen de su antecesor, Mariette, fallecido hace apenas unas semanas.
—Habrá que estar alerta —dijo por fin Ahmed.
—¿Alerta? Más que eso, amigo. Yo soy el que tiene que estar alerta y, desde luego, no prestarme a transacciones tan peligrosas como ésta, capaces de echar a perder años de trabajo. Estamos jugando con fuego.
Durante unos segundos, los dos hombres reflexionaron sobre el nuevo escenario que se abría ante ellos.
—Lo único que podemos hacer es actuar con cautela —señaló Ahmed con resignación—. Extremar las precauciones, medir nuestros comentarios fuera del entorno del comercio, y cribar en extremo los contactos a los que proporcionamos las piezas.
—El problema, Ahmed, no son las antikas. A ojos vista todo el mundo roba y vende. El problema está en las que proporcionas tú. Dime, ¿qué has descubierto? ¿Una tumba llena de maldiciones?
Antoun Wardi no esperaba respuesta, era una pregunta retórica. Se retiró a un extremo de la trastienda y empezó a ordenar papeles. Los dos hombres permanecieron en silencio hasta que Ahmed retomó la conversación.
—¿Estás seguro de que ese hombre trabaja para los efendis?
Wardi dejó los papeles a un lado y miró al egipcio.
—Ahmed, llevo más de veinte años trabajando en este negocio. Jamás me había encontrado con una persona que leyera la escritura de los faraones y dijera al mismo tiempo que era un ignorante en la materia que buscaba consejo para crear su propia colección. Esas personas no existen. Los que actúan así son del equipo de los efendis de El Cairo. Allí, en el museo, pueden adquirir de forma legal, sin necesidad de buscarse problemas, todas las antikas que quieran. Si ese alemán estaba en mi tienda es porque buscaba las piezas que tú y solamente tú me traes.
—Le tenderemos una trampa y acabaremos con él como hemos hecho con Samir Farag.
—Ese hombre tiene lo que quiere, no creo que vuelva a aparecer por aquí en mucho tiempo.
—¿Cómo se llamaba?
—La tarjeta que me entregó está bajo el cristal del mostrador; ahí figura como Kurt Marek.
—Lo buscaremos en El Cairo hasta dar con él.
—No pierdas el tiempo, seguro que se trata de un nombre falso. No encontrarás a nadie que se llame así. Si fuera de verdad comerciante, aunque además trabaje, colabore o sólo conozca a las personas del Servicio de Antigüedades, muy probablemente ya estará fuera del circuito. No se expondrá a correr riesgos innecesarios.
—Si no es así y es lo bastante estúpido como para seguir jugando con fuego, es posible que acuda a la fiesta que Mustafa Aga Ayat dará en su casa el próximo viernes, una fantasía a las que es tan aficionado. Comida, música, baile y, sobre todo, gente importante con dinero.
—Imagino que querrá que yo asista —señaló Wardi con cierta resignación.
—Así es. No vendría mal que te dejaras caer por allí. Además de disfrutar de algo negado al resto de los habitantes de Luxor, sobre todo a los que viven en la otra orilla, si resulta que en la fiesta coincides con ese tipo, sólo tendrás que señalárnoslo y nosotros haremos el resto.
—No creo que esté. Ese pájaro ya ha echado a volar.
—Habrá comerciantes. Si realmente lo es, además de trabajar para el Servicio de Antigüedades, no sería extraño que apareciera.
—Olvídalo. —Wardi negó con la cabeza—. Ese Kurt Marek o como demonios se llame no volverá. Pondrán a otro en su lugar.
—Si es así, ese otro estará en la fiesta. Seguro. Mustafa Aga Ayat es el hombre más popular de Luxor. Si no estás en su círculo no eres nadie.
Wardi pensó en las palabras del egipcio.
—Es posible que tengas razón —dijo el libanés frotándose la barbilla con la mano—. Tendré que estar atento…, habrá decenas de invitados. Luxor es una ciudad pequeña pero últimamente vienen muchos extranjeros a comerciar con las plantaciones que hay aquí. No será sencillo dar con él.
—A muchos ya los conoces —añadió Ahmed intentando animar a Wardi para arrastrarlo a su nuevo proyecto—. Sólo deberás fijarte en los nuevos, y el vicecónsul te los presentará, no lo dudes. En cualquier caso, ir a la fiesta puede sernos muy beneficioso. Abrirá nuevas puertas al negocio. Acudirá gente importante y con dinero.
—Los políticos y los amigos del vicecónsul no son muy dados a las antigüedades.
—Es cierto, pero están invitados varios diplomáticos y viajeros de otros países. Gente destacada que está de paso por Egipto y a los que se les ha hecho llegar el llamamiento a través de sus respectivas embajadas.
Wardi continuó acariciándose la barbilla con la punta de los dedos en silencio.
—Irás, ¿no es así? —preguntó Ahmed.
—Creo que no tengo elección —respondió el anticuario.
—Hazlo. Pierde cuidado con el problema de la momia. Mustafa Aga Ayat me garantizó que esta entrega es algo completamente extraordinario.
—Espero que así sea —dijo Wardi con cara de desaprobación—. No entiendo que te juegues la vida yendo de aquí para allá, donde esté tu maldita tumba, con una momia. Eso es muy peligroso. Te arriesgas a que te detenga la policía, y aunque te dejaran en libertad gracias a la intervención de las autoridades, el daño ya estaría hecho. Pero además te podría ver cualquier vecino. Me consta que entre los habitantes de Gurna abunda una cualidad poco recomendada: la envidia. Creo que sobra cualquier tipo de explicación al respecto, tú sabes mejor que nadie cómo os las gastáis tus vecinos y tú cuando hay de por medio unas pocas monedas. Imagínate si se trata de una fortuna como ésta.
—El vicecónsul me explicó que esto era algo excepcional a lo que no se podía negar. Un compromiso con un contacto diplomático —mintió Ahmed para apaciguar al anticuario—. Me prometió que después todo seguiría como hasta hoy: papiros y ushebtis. Nada problemático.
—Me gustaría que así fuera —afirmó el anticuario en tono apesadumbrado—. Pero algo me dice que los eslabones de la cadena cada vez son más gruesos. La ambición por conseguir dinero de una manera sencilla y rápida los está haciendo engordar a pasos agigantados. Cuando no haya una sola argolla a la que poder agarrarse sólidamente, todo saldrá a la luz y ya no habrá vuelta atrás.
—¿No crees en la palabra del vicecónsul?
—¿Acaso confías tú en ella? Recuerda que él no tiene nada que perder en todo esto. Hace unos minutos me decías que este negocio no es más que dinero fácil para mí. Puede entenderse así. Tengo una tienda, una cartera de clientes y una fama irreprochable que me precede. Todo eso lo he construido yo con el paso del tiempo y con las horas que he pasado detrás de un mostrador ojeando y perfilando las cualidades de los clientes. Sin embargo, Mustafa Aga Ayat no es más que un intermediario. Un simple distribuidor al que no le pasaría absolutamente nada debido a su condición diplomática.
—Hasta ahora ha hecho todo lo posible por respaldar a sus contactos —señaló Ahmed defendiendo a su mentor.
—Ah, desde luego que sí. ¡Ya me quedo más tranquilo! —exclamó Antoun Wardi con sorna—. Pero ¿hasta cuándo seguirá actuando así? ¿Tú crees que de aparecer el mínimo inconveniente, cosa que no ha sucedido hasta ahora, actuará igual? Discúlpame, Ahmed, pero no lo creo. Él tiene suficiente con pensar en sí mismo.
Ahmed Abderrassul guardó silencio, pensativo.
—Si así fuera, deberíamos actuar por nuestra cuenta. No queda otra opción. —Las palabras del egipcio sonaron con firmeza—. Pero todavía no ha llegado el momento. Disfrutemos del presente, amigo mío.