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Viernes, 17 de diciembre de 1880
El Cairo

Estás seguro de que el vendedor muerto era la misma persona que viste entrar con los dos egipcios en la tienda de Antoun Wardi? —preguntó Maspero con voz de preocupación.

—Estoy prácticamente seguro —contestó Brugsch—. Recuerdo que iba vestido con un traje de lino blanco. Así describe La Gazette Egyptienne al tal Samir Farag en la noticia publicada hoy. Además está el detalle del tarbush que vi en el suelo, justo a la entrada de la trastienda.

Maspero releyó la noticia de la muerte del anticuario de Luxor. Había aparecido asesinado en su propia tienda, no lejos de la Corniche, después de un intento de robo. La chaqueta de lino estaba ensangrentada debido a las cuchilladas que había recibido en diferentes partes del cuerpo y del cuello.

El director en funciones del Servicio de Antigüedades había acudido a su oficina del Museo de Bulaq de manera extraordinaria. Era viernes, día festivo en el calendario musulmán, pero quería encontrarse con sus colaboradores lo más pronto posible y saber cómo habían ido las pesquisas de Brugsch en la ciudad de Luxor.

Consternado por el asesinato del anticuario, Maspero reflexionó sobre el nuevo escenario que se abría ante sus ojos.

—El problema podría ser más complejo de lo que imaginamos en un principio —señaló.

—Nadie dijo que no lo fuera —repuso Brugsch enarcando las cejas con sorpresa—. El tráfico de antigüedades mueve mucho dinero, y algunas vidas no valen ni unas pocas monedas.

—A partir de ahora tendremos que ser extremadamente prudentes —añadió Maspero, agradecido de ver a su mano derecha sano y salvo—. ¿No le preguntaste al vendedor libanés qué hacía el tarbush allí?

—No —respondió el otro de forma tajante—. Simplemente lo observé con extrañeza y él, al darse cuenta, se limitó a decir que era suyo. Sonó a excusa. Si se le hubiera caído del mostrador o de una estantería de la tienda no tenía por qué decir nada; parecía que estaba justificando que aquel tarbush era suyo y de nadie más.

—Además está el testimonio de la joven cristiana —intervino Ahmed Kamal—. Ella parece conocer lo que está sucediendo, de lo contrario no te habría avisado.

—Así es —asintió Brugsch—. Siempre que está en la tienda permanece en silencio; sólo nos cruzamos un breve saludo, pero está al corriente de todo lo que pasa allí dentro.

—Creo que son razones más que suficientes para comenzar una investigación en toda regla y detener a Wardi —señaló el marqués De Rochemonteix.

—Sería levantar la liebre antes de tener nada claro —protestó Maspero—. Sólo existe una coincidencia. Un tarbush en el suelo no es evidencia de nada, y menos de una relación directa con un muerto aparecido en otro lugar, no olvidemos ese importante detalle. De comenzar una investigación convencional, con el lento protocolo egipcio, pronto todos estarán al tanto de lo que perseguimos, cerrarán las puertas de oficinas y tiendas y lo negarán absolutamente todo.

—Además, parece que cuentan con el beneplácito de las autoridades, lo que resulta más difícil de contrarrestar.

Las palabras de Ahmed Kamal aludían al relato que acababa de contar Brugsch sobre su encuentro con los ladrones de tumbas en Qurnet Muray. Los papiros y la caja de ushebtis descansaban sobre la mesa de Maspero.

—Y dices que en ningún momento pudiste verles bien el rostro…

Émile Brugsch se limitó a negar con la cabeza, lo que aumentó la preocupación de Maspero. El relato del alemán apenas tenía matices. A sus ojos todo estaba claro, pero a los de las autoridades egipcias no era más que una fotografía en blanco y negro, sin nuevas revelaciones.

—En el interior de la tumba la luz del fuego estaba a su espalda…, no distinguía nada, todo eran sombras.

—¿Y en el embarcadero? —preguntó el marqués De Rochemonteix, que seguía atentamente la reunión.

—Aunque había luna, el tipo que fue a buscarme siempre se mantuvo a una distancia prudencial, caminaba delante de mí, dándome la espalda. En la falúa, donde estaba el otro hombre, la situación fue la misma. Hacía fresco y aprovecharon las ropas negras y la bufanda para cubrirse la cabeza y el rostro. Si los identifiqué fue por sus movimientos. Estoy convencido de que eran los que esa misma mañana había visto entrar en la tienda de Antoun Wardi y que justo antes habían estado discutiendo con otro hombre que vestía un traje de lino y tarbush.

—Según tú, Samir Farag, el anticuario asesinado del que se habla en el periódico —añadió Maspero.

El director en funciones del museo caminaba de forma pausada por el despacho; el entarimado de madera crujía bajo sus pasos. Lanzó un suspiro de resignación y volvió a su escritorio.

—No parece mucho, pero es un primer contacto —intervino Charles Wilbour con su característico tono optimista.

Ahmed Kamal se levantó y se acercó a la mesa de Maspero para observar las piezas con detenimiento.

—Es un ejemplar magnífico —indicó el egipcio mientras acariciaba una de las paredes de la caja de ushebtis—. Imagino que proviene, al igual que los papiros, del mismo sitio.

—Así es —se adelantó a responder Maspero—. A veces me pregunto por qué son tan herméticos estos árabes cuando se trata del tráfico de antigüedades.

—Mi querido amigo, la respuesta es obvia. —El abogado americano sonreía y se atusaba su larga barba blanca—. No quieren acabar en una prisión de la Ciudadela con argollas en pies y manos. Sólo quieren ganar dinero.

—¡Dinero fácil! —añadió el francés—. Al menos contamos con algunos datos que, si bien no son del todo seguros, nos ayudan a dar un paso adelante en la investigación.

Diciendo esto, Maspero tomó de su mesa el improvisado informe que él mismo había escrito mientras escuchaba el relato del egiptólogo alemán.

—Creo, en efecto, que no hay que restar importancia a lo que deduje de las palabras del egipcio —afirmó Brugsch—. Estoy casi seguro de que el lugar de donde vienen las antigüedades se encuentra en la Montaña Tebana. Además, son ellos mismos o su familia los que han encontrado esas tumbas. Por último, tienen contactos con altas estancias de la administración de Luxor.

—Vayamos por partes, Émile —le interrumpió el marqués De Rochemonteix quitándose el tarbush de fieltro y jugueteando con los flecos negros—. ¿Por qué intuyes que se trata de varias tumbas?

—Es cierto —dijo Wilbour—. Podría tratarse de una sola tumba. Conocemos demasiado bien la necrópolis de Luxor como para aceptar la posibilidad de que un cementerio de ese período haya pasado desapercibido.

—Sería así si realmente se tratara de la Montaña Tebana —señaló Maspero—. No rechazo la posibilidad de que sea una sola tumba, pero podría hallarse fuera de Luxor, quizá en Quena…

—¿Crees que los sacerdotes de Amón se harían enterrar fuera de Tebas? —discrepó Brugsch—. ¿Fuera de su propio reino? No lo creo, querido amigo. Estoy seguro de que la tumba o las tumbas están en Luxor, en la orilla oeste, cerca de la aldea de Seikh Abd el-Gurna, donde viven desde generaciones los ladrones de tumbas.

Las palabras del alemán fueron firmes. Pocos como él conocían el comercio de antigüedades y la zona donde este mercado había empezado a crecer en los últimos años.

—Yo estoy de acuerdo con Émile —opinó Ahmed Kamal—. Conozco bien a los habitantes de Gurna. Es cierto que se trata de una zona turística, quizá el lugar lógico donde vender estas cosas. De haber aparecido en Quena no tendría sentido vender las piezas allí; nadie hace turismo en esa zona. Luxor es el lugar idóneo. Pero, sobre todo, creo que el hecho de que se trate de tesoros de sacerdotes y sacerdotisas de Amón, o incluso de reyes, añade más fuerza a la teoría de que la Montaña Tebana es el lugar donde se encuentran esas tumbas.

Siguió un silencio. Sobre el escritorio, la caja de ushebtis y los papiros eran testigos mudos de aquella reunión. Todos miraban con atención a Maspero, a la espera de que planteara una nueva vía a partir de la cual proseguir la investigación.

—Lo que debemos hacer ahora es mirar hacia arriba —dijo por fin el francés—. Tenemos que dar con el nombre de las personas que están poniendo en circulación las piezas. Debe de ser gente importante…

—En mi opinión, si se me permite intervenir en este sentido —interrumpió De Rochemonteix al tiempo que Maspero le cedía amablemente la palabra con un gesto—, lo que debemos hacer ahora es introducirnos en ese ambiente.

—El mundo de los ladrones es muy peligroso. No me parece que esa solución sea algo factible —disintió Ahmed.

—No, Ahmed, no me refiero a eso —corrigió el marqués—. Hablo de introducirnos en el mundo de la alta sociedad y los poderes locales. Todos sabemos que en Egipto no es más importante contar con un salvoconducto firmado por el propio pachá que tener la posibilidad de asistir a fiestas y entrar en contacto con las personas más notables de la ciudad. Luxor es distinto a El Cairo; se rige por sus propios modelos de comportamiento.

—¿Entonces? —Maspero esperaba que su colega añadiera algo más sustancial a su discurso.

—Creo que deberíamos cambiar de táctica. Sería arriesgado que Émile regresara solo a Luxor. Allí le conocen, los vendedores han estado con él…, podría ser muy peligroso. Debería acompañarle alguno de nosotros; alguien que llevara el peso de la investigación.

—¿A quién propones? —preguntó Maspero, que empezaba a comprender por dónde iba su ayudante.

—Charles sería la persona ideal —dijo De Rochemonteix mirando al abogado americano.

Wilbour dio un respingo en el sillón al escuchar su nombre.

—¿Yo? —espetó señalándose con incredulidad.

—No hay otro Charles en este despacho, querido amigo —respondió el encargado en funciones del museo con una sonrisa maliciosa—. Prosigue Maxence, te lo ruego.

De Rochemonteix se acercó al americano y poniéndole la mano en el hombro, dijo:

—Charles tiene experiencia en la política y en las relaciones sociales. No le costará introducirse en la alta sociedad de la ciudad con la ayuda que le pueda prestar Émile o nosotros desde aquí.

—A mí me parece más acertado que arriesgarnos a cometer un error introduciéndonos en la red de ladrones —insistió Ahmed Kamal—. En definitiva, somos, como mucho, compradores de antigüedades para nuestros museos, no traficantes de tesoros.

—Exacto, sólo nos mezclamos con la gente fina que vende las piezas, no con quien las roba.

Las palabras de De Rochemonteix provocaron la risa de todos.

—Cuando Mariam, la dependienta del anticuario, vino a avisarme sobre los peligros de aquel encuentro, era sincera —sentenció Brugsch—. Creo que sabía lo que había ocurrido en la tienda poco antes con aquel vendedor y los dos egipcios que lo empujaban de malas maneras. No sería de extrañar que el vendedor libanés desconfiara de quién soy…

El alemán no quiso entrar en detalles. No contó el encuentro posterior en el jardín del hotel, cuando ella le reveló que sospechaba, al igual que Wardi, que no era un comerciante convencional.

—Ésa podría ser la razón por la que Wardi te propuso encontrarte directamente con los egipcios en la Montaña Tebana —señaló Maspero intentando cerrar con cierta lógica aquel caótico puzle de intuiciones.

—Eso de alguna forma también me da miedo —señaló Ahmed Kamal—. Significa claramente que saben quién eres o al menos lo sospechan. Razón de más para apartarte y que prosiga otra persona.

Brugsch estaba conforme con aquella propuesta. Su seguridad estaba por encima de todo, y sabía que en los días que estuviera allí apenas podría salir del hotel, pero no quería quedarse fuera. Echaba de menos a la joven copta.

—Charles encajará perfectamente en el ambiente más refinado de la ciudad —prosiguió el marqués al tiempo que Wilbour agradecía con un gesto las amables palabras de su colega—. Dentro de unas semanas se celebrará una fiesta en la casa del vicecónsul Mustafa Aga Ayat, junto al templo de Luxor. Se trata de una fantasía, una suerte de fiesta oriental con baile, alcohol y, sobre todo, muchos rostros conocidos de la política y la administración. He recibido una invitación para asistir, pero creo que la voy a rechazar. En mi lugar podría ir Charles. No tendrá que hacer nada que no haya hecho ya; en la política y en las relaciones sociales siempre se ha movido como pez en el agua.

—Mi querido amigo, hace mucho tiempo que dejé la política —replicó Wilbour haciéndose de rogar.

—Es cierto, pero algunas cosas nunca se olvidan —prosiguió el marqués—. Mustafa Aga Ayat es una de las personas más conocidas de la ciudad y al mismo tiempo una de las más poderosas. Es vicecónsul de varios países y en más de una ocasión se ha visto salpicado por escándalos relacionados con el tráfico de antigüedades. No me extrañaría que supiera algo de esta historia. Le conozco desde hace años, cuando estuve trabajando como secretario para Mariette. Hemos coincidido en Luxor en otras fiestas.

—¿Cuándo es esa fiesta? —preguntó Maspero con preocupación en el rostro.

—Si no recuerdo mal —respondió el marqués mirando al techo de forma distraída—, creo que es la tercera semana del mes de enero.

—Eso puede ser demasiado tarde —replicó Maspero—, falta casi un mes.

—Es conveniente dejar pasar un poco de tiempo —intervino Ahmed Kamal—. Son apenas unas semanas. Eso servirá para aligerar el ambiente en Luxor y que crean que no se les persigue.

—Estoy de acuerdo —dijo Wilbour—. Además, por medio están las Navidades y Año Nuevo…

El grupo de egiptólogos permaneció callado durante unos instantes. Las fechas que se avecinaban no permitían otra solución. Fue Ahmed Kamal quien rompió el silencio.

—Mucha gente está comprando piezas. Por lo que sabemos, hay una oferta muy grande, están saliendo antigüedades de ese lugar desconocido a una velocidad endiablada. Y, como siempre, el pueblo es quien se lleva la peor parte…

—¿Qué quieres decir con eso, Ahmed? —preguntó Maspero, confundido.

—Es muy posible que esta trama en concreto esté arrastrando más muertes de las que creemos. La prensa publica la de este vendedor porque su relación con las antigüedades es obvia.

—Es cierto, pero en ningún momento se dice en la noticia que su muerte se deba a oscuros asuntos relacionados con el tráfico ilegal de objetos antiguos —señaló De Rochemonteix—. Lo presentan como un asesinato cometido por unos ladrones que entraron en la tienda, nada más.

—Así es —añadió Wilbour—. De esta forma su muerte se introduce en el negro saco de las incertidumbres del Alto Egipto y pasa completamente desapercibida.

—Hace unos días apareció un muchacho muerto junto a un arroyo —prosiguió el egipcio en tono quedo—. Era un chiquillo que había perdido a sus padres. Nadie lo echó de menos hasta que apareció su cadáver. En las aldeas de la zona corrió el rumor de que había sufrido un accidente. Otros decían que otro muchacho acabó con él en una pelea o incluso que se había quitado la vida… Pero seguramente esas teorías no sean más que un bulo, uno más al que los egipcios estamos tan acostumbrados. Todo el mundo habla sin tener pruebas de nada y crea una historia que se va transmitiendo de boca en boca cada vez más distorsionada.

—Pero ¿qué tiene que ver ese muchacho con lo que estamos hablando? —Wilbour parecía perplejo—. No son buenos tiempos para Egipto. Muertes como ésa tienen lugar en innumerables zonas del país. Desde que gobierna la familia de Mohamed Ali, la vida humana se ha convertido en una cosa que no tiene valor alguno.

—Tienes razón, Charles —continuó el egipcio—. Pero en mi opinión hay algo que no encaja en la muerte de ese muchacho. Me enteré de esta historia tomando un té con unos amigos que acababan de llegar de Luxor. Me dijeron que aquel muchacho no tenía enemigos y que desde que había perdido a sus padres sobrevivía haciendo recados entre las tiendas del bazar. Pero no de cualquier tienda, sino de los anticuarios.

—¿Crees que ese pobre desgraciado llegó a saber algo que le pudo costar la vida? —preguntó Maspero, que empezaba a valorar la reflexión de Ahmed.

—Es posible. No voy a negar que la muerte se ha convertido en algo cotidiano en Egipto en los últimos años, pero que muera en esas circunstancias un chiquillo que se dedicaba a llevar y traer recados por encargo de los anticuarios me parece algo muy sospechoso.

—Lo que sí es cierto es que la población de Luxor desconoce completamente el problema del tráfico de antigüedades —señaló Émile Brugsch—. Sabe que se trapichea con esto o con lo otro, pero no hay conciencia de que ha aparecido algo importante y que se está mercadeando con ello. No saben lo que es el reinado de Pinedjem, ni qué era un sumo sacerdote de Amón, ni si un papiro pertenece a tal o cuál reina. Para ellos son meros objetos de transacción económica.

—Quizá por eso nadie ha relacionado la muerte del anticuario y la del muchacho con el tráfico de antigüedades y se decantan por teorías un tanto peregrinas —consideró Wilbour.

Los cinco egiptólogos mantuvieron durante unos segundos un silencio revelador. Sabían que lo que estaban haciendo era peligroso, pero quizá no habían sido realmente conscientes de ello hasta ese momento. Tal vez la muerte del chiquillo no tuviera nada que ver con su problema, pero era una posibilidad que debían tener presente.

—Lo mejor que podemos hacer es seguir el consejo de Ahmed —dijo Maspero retomando la conversación—. Debemos tener mucho cuidado. Al mismo tiempo, creo que la idea de Maxence es acertada. Charles, ahora serás tú quien lleve el peso de la operación en Luxor. Por supuesto, participarás en la fantasía que se va a celebrar en la casa del vicecónsul; será la mejor manera de conocer a gente importante. Tú tienes cualidades para eso y seguro que lo haces bien. Émile irá a Luxor contigo y te servirá de apoyo.

—Hablaré con mi secretario para que gestione tu asistencia a la fiesta en mi nombre —dijo De Rochemonteix al tiempo que tomaba nota sobre un papel con un lapicero que había cogido de la mesa de Maspero.

—Creo que en Luxor deberías desempeñar un papel similar al mío —apuntó Brugsch—. Hazte pasar por un hombre de posibles, interesado en las antigüedades faraónicas. No te costará mucho dar con algún vendedor, dalo por hecho.

—Émile tiene razón —apuntó Maspero—. Viajarás en las mismas condiciones y te alojarás también en el hotel Luxor. Te proporcionaremos documentación para evitar cualquier tipo de problema. Irás con un salvoconducto del gobierno firmado por el propio Tewfik Pachá que te permitirá trabajar como alto funcionario del Servicio de Antigüedades y…

—Si se me permite corregir un detalle —intervino De Rochemonteix—, creo que lo mejor sería viajar con absoluta discreción. Solicitar cualquier tipo de documentación no haría más que avisar a las autoridades de Luxor de que nos traemos algo entre manos.

—Maxence está en lo cierto —señaló Ahmed Kamal—. Yo no me arriesgaría a comunicar oficialmente nada; de lo contrario, en pocas horas las autoridades de Luxor sabrían cuáles son nuestras intenciones. Con más razón si asiste a una fiesta del vicecónsul. Si los peces gordos de esta trama están en la administración, a sabiendas de que en otras ocasiones se ha solicitado a la policía información sobre la aparición de las piezas que aquí nos reúnen, estarían alerta. No debemos proporcionarles ninguna pista. Mejor que vaya como un turista cualquiera. Es más arriesgado en un sentido pero más seguro en el otro. Lo que hablamos aquí no debe salir de este despacho.

—Nos estamos adentrando en un terreno cada vez más peligroso —las palabras de Maspero iban acompañadas de una preocupación evidente—. Hemos de ser cautos en nuestra investigación. Somos egiptólogos. Somos científicos. No tenemos nada que ver con el mundo de los detectives, la policía y, mucho menos, el crimen. Cualquier movimiento en falso, un comentario desafortunado y…

El encargado en funciones no terminó la frase para no mencionar la palabra que nadie quería escuchar.

—Esta gente no se anda con medias tintas —señaló el egipcio, que conocía muy bien a sus compatriotas.

—En realidad no sabemos si esas muertes están relacionadas con el tráfico de antigüedades que perseguimos.

Las palabras de Wilbour intentaron quitar hierro al asunto y animar a sus compañeros.

—Seremos extremadamente prudentes —prosiguió el abogado americano mientras su compañero alemán asentía—. Tomaremos las medidas de seguridad necesarias. Siempre llevo mi arma, nunca me separo de ella en los viajes.

Se hizo un silencio cargado de tensión. La mención de un arma de fuego demostraba la peligrosidad de aquel asunto.

Gaston Maspero se quitó las gafas y guardó los papeles con anotaciones en una carpeta; abrió un cajón de su mesa y la depositó junto con otros archivadores.

Su atención volvió a centrarse en los papiros y en la extraordinaria caja de ushebtis.

—Perfecto… Sí, creo que tenéis razón —admitió—. En pocas semanas sabremos quién es el nuevo director del Servicio de Antigüedades. Hasta entonces tenemos que ser cautos. Las funciones que recaen sobre mí no me permiten actuar como me gustaría, pero tened por seguro que si soy elegido por el gobierno como sustituto de Mariette llegaremos hasta el fondo de la cuestión y resolveremos el problema de forma expeditiva.

—En el Servicio de Antigüedades nadie duda de que tú serás el próximo director, Gaston —aclaró Brugsch—. Podemos actuar con total libertad en ese sentido. La gente del gobierno, por suerte, no está interesada en la cultura. Sólo dirán algo si hay un trasfondo político. Mientras tanto, creo que debemos actuar como nos lo indique el sentido común.

—No hay que confiarse —dijo el director en funciones—. Podrían elegir a otra persona.

—¿A quién? —preguntó De Rochemonteix—. Eres el más idóneo. Por primera vez, egipcios, franceses e ingleses estamos de acuerdo en que tú seas el nuevo director. Al menos coincidimos en algo en las cosas que se refieren a este país.

—También los alemanes y los americanos —añadió Wilbour señalando a su colega Brugsch y sumándose a la unanimidad.

—Gracias por vuestra confianza, amigos —dijo Maspero con humildad—. En cualquier caso, no debemos correr riesgos innecesarios. En unos días he de ir a París, pero regresaré lo antes posible. Para entonces espero que hayamos cerrado el círculo con una nueva vuelta de tuerca. Una más antes de estrangular a nuestro enemigo…