Año 969 antes de nuestra era
Templo de Amón, Tebas
Los pasos de Paykamén resonaban suavemente a medida que avanzaba por el corredor de la galería externa de uno de los edificios administrativos del templo de Ipet-isut. El sol estaba a punto de ponerse. Con la luz tenue de los últimos rayos, los brillantes colores —azules, verdes, amarillos y rojos— de las delgadas columnas que recorrían la galería adquirían una luminosidad especial.
No había nadie más en el corredor. Paykamén llevaba una bolsa de tela llena de objetos metálicos; el sacerdote la apretaba cuanto podía a su cuerpo para evitar que sonaran a cada paso. Sabía que a esas horas nadie le vería. En el templo dedicado a Amón en su versión solar, los ritos acababan con la desaparición de Ra en el horizonte. Empezaban entonces las doce horas de la noche, con todo tipo de obstáculos y peligros en su viaje nocturno. Y Paykamén no quería correr riesgos. Esa mañana el orfebre Beki había sido detenido en su casa del barrio de los artesanos de Uaset. Desconocía cuál sería la suerte de Nesumontu, pero esperaba que hubiera actuado con mayor prudencia que Beki. Toda precaución era poca cuando la vida estaba en juego. Algo había salido mal y debía saber cuanto antes qué era.
El sacerdote se reunía siempre con su mentor, después de la puesta de sol, en una habitación que se hallaba tras la cuarta puerta del corredor. Al abrirla, la madera crujió y Paykamén vio que la estancia estaba en penumbra. Dentro había una ventana por la que entraba la luz justa para poder moverse sin toparse con las paredes, un cestillo como único mueble para guardar cosas y una esterilla para sentarse.
—Llegas a tu hora como de costumbre, Paykamén; antes de que el último fulgor de Ra se cuele sobre la montaña de los muertos.
La voz provenía de una figura sumida en las sombras, justo bajo la ventana. Portaba una máscara de chacal como las usadas por los sacerdotes en los rituales de embalsamamiento. La reverberación de la madera hacía que su voz adquiriera un tono siniestro.
—Procuro no retrasarme, señor —señaló el sacerdote—. Mi deseo es serviros con fidelidad.
—¿Es por eso? —preguntó la voz desde las sombras—. Qué lástima. Entiendo tu deseo de agradarme, Paykamén, pero hoy la situación es bien distinta a otras veces. Te imagino enterado de la detención de un orfebre en el barrio de los artesanos.
—Sí, señor… —reconoció el sacerdote con un hilo de voz.
—Al parecer, en tu último trabajo en la montaña del oeste no actuaste con la prudencia necesaria. Cometiste varios errores y ahora podemos pagar todos por ello. No sé si tienes que decir algo al respecto.
—¡El orfebre Beki es un absoluto imbécil! —exclamó Paykamén intentando cargar sobre su compañero toda la culpa de lo ocurrido—. No ha seguido las recomendaciones que le di cuando nos separamos después del amanecer.
—Puede que ese Beki sea un imbécil, pero de lo que estoy seguro es de que yo no lo elegí. Fuiste tú, Paykamén, y eso supone un contratiempo. En concreto para ti. Como ese desgraciado dé tu nombre a los guardas del templo, puedes darte por muerto.
El sacerdote tragó saliva al imaginarse la escena.
—No tiene prueba alguna que demuestre mi culpabilidad —se defendió para tranquilizarse—. Esa noche yo estaba en casa durmiendo, mi familia lo corroborará ante cualquier tribunal.
—No seas ingenuo, Paykamén. Si encuentran un culpable, ten por seguro que lo colgarán en los muros de la ciudad, donde todos puedan verlo. Servirás de escarnio público para salvar la honra de los guardas de la montaña y prevenir de futuros asaltos a los ladrones que, como tú, han saqueado las entrañas de las moradas de eternidad de los reyes de la tierra de Kemet.
Aquella figura era la única que conocía sus secretos y la razón de su temprano y paulatino enriquecimiento. Paykamén estaba atrapado en sus garras igual que un roedor entre las patas de un zorro en el frío desierto. No podía escapar. No sabía a quién acusar, no confiaba en que le creyeran si explicaba que un enmascarado le preparaba los asaltos a la necrópolis.
—Debí acabar con él en la misma tumba, junto con los dos guardas —señaló enrabietado el sacerdote.
—Eso habría complicado las cosas aún más. Debemos actuar desde la reflexión; dejarnos llevar por nuestros instintos más básicos no nos beneficia en nada. ¿Qué me traes?
La figura enmascarada se refería a la bolsa que llevaba Paykamén. El sacerdote metió la mano en la saca y al tocar los metales dorados del interior esbozó una sonrisa, como si quisiera entrar en complicidad con aquella misteriosa sombra.
—Es un rico tesoro, señor, seguro que os agrada —dijo al tiempo que avanzaba hacia la ventana para entregar en mano el contenido de la saca.
—¡Detente! —gritó la voz—. Sabes que no debes moverte de la esterilla. Lanza la bolsa por el suelo.
—Lo siento, señor —se disculpó Paykamén al tiempo que hacía lo que le pedía—. Aquí tenéis todo el oro que fuimos capaces de encontrar en la tumba.
El enmascarado abrió la bolsa y Paykamén aguardó el veredicto.
—Algunas piezas son magníficas… —dijo por fin—. Además de oro, hay plata y cobre. No está mal.
El sacerdote sonrió aliviado.
—Lástima del collar de oro que, al parecer, se te escapó.
Paykamén levantó la mirada sorprendido.
—¿Qué collar? No había ningún collar entre los objetos que sacamos de esa tumba. ¿A qué se refiere, señor?
—El imbécil de Beki, como tú le llamas, fue detenido en posesión de un collar de oro que perteneció al abuelo de nuestro sumo sacerdote, Pinedjem.
—Os juro que no lo vi —se apresuró a señalar el sacerdote—. La luz en el interior de la tumba era muy escasa, pero una vez en la galería de la entrada cada uno puso en común lo que había cogido y luego nos repartimos el peso.
—¿Y cuáles fueron las normas para el reparto? —preguntó la figura de la máscara de chacal.
—Ellos tenían un precio pactado de antemano. Sabían que debían llevar todo el metal que fueran capaces de transportar y que el oro tenía preferencia. Cada uno de ellos cobraría dos deben de cobre. El resto me lo quedaría yo. Y aquí está todo lo que me dieron. No sé nada de ese collar de oro del que me habláis. Ese maldito orfebre debió de esconderlo en su faldellín. Yo no vi nada. ¡Os lo juro, debéis creerme!
La voz de Paykamén resonó angustiada en la habitación. El sol ya se había puesto y por la ventana apenas entraba un pequeño halo de luz. Sus ojos comenzaban a acostumbrarse a la oscuridad. El misterioso personaje no se movió en ningún momento de donde estaba. Parecía una representación del dios Anubis esperando al acecho en las puertas de la necrópolis. En más de una ocasión el sacerdote se había visto tentado de echársele encima, arrancarle la máscara y arrebatarle el botín. Él era quien lo había conseguido y, por lo tanto, su justo dueño. Pero no podía romper el pacto al que habían llegado hacía tiempo a través de otro ladrón de tumbas ya muerto. Bien mirado, el negocio era justo. Sin su ayuda no podría llevarse a cabo. Lo que no quería era acabar en el fondo del Nilo como el cadáver de su amigo. De momento no le quedaba más remedio que aceptar la situación. El futuro diría si las cosas cambiaban.
—Quédate con esto. —La figura le lanzó un anillo enorme de oro con el nombre de Pinedjem—. Creo que es razonable después del esfuerzo que has realizado.
Paykamén lo sopesó y comprobó su valor. Apenas había luz, pero el brillo del metal con el que estaba hecha la piel de los dioses resplandecía en el interior de la habitación como si tuviera vida propia.
—¡Gracias, señor! —exclamó enseguida.
—Es lo menos que puedo hacer por tus leales servicios —señaló el enmascarado con cinismo—. Ahora bien, sé cuidadoso y procura que nadie abra la boca en los próximos días. Sería lamentable que surgieran más problemas de los que ya tenemos.
—Así lo haré, señor. Esperaremos unas semanas a que las aguas vuelvan a su cauce antes de fundir estos metales.
—Los escribas de la necrópolis han recibido la orden de investigar el asesinato de los dos guardas y el robo en la morada de eternidad en la que estuvisteis. Al parecer, al bueno de Pinedjem le preocupa su futuro en el reino de Osiris. Quiere que cesen los asaltos a la montaña oeste y no parará hasta que sepa quiénes filtran los datos procedentes del templo. Están interrogando a muchos sacerdotes y artesanos de la ciudad.
—Un golpe de suerte les ha llevado hasta el imbécil de Beki —señaló Paykamén queriendo quitar importancia a la gravedad de la situación—. No me cabe la menor duda. No pueden saber nada.
—Sea por suerte, sea porque sabían algo, el caso es que ahora tienen en los calabozos del templo a uno de los hombres que te acompañó. Yo que tú estaría preocupado.
Paykamén se estremeció. La serenidad que le transmitía su enigmático interlocutor podía tornarse en inseguridad con tan sólo una frase o un simple cambio en la entonación.
—Asegúrate de que escondes bien ese anillo —le advirtió—. De lo contrario deberás responder ante la justicia del templo y del sumo sacerdote.
—Nadie verá nada ni sospechará nada de mí. Tardaré en poner en circulación el anillo. Y antes lo martillearé para borrar el nombre que hay grabado sobre él.
—Me parece una idea brillante. Pero deberás hacer algo más… Un cometido de carácter excepcional.
—¿De qué se trata?
—Hoy, antes de regresar a tu casa, busca al otro hombre que te acompañó a la montaña oeste.
—Ni siquiera sé dónde vive, señor. Sólo sé que se llama Nesumontu y que trabaja en el templo.
—Ése, desde luego, no es mi problema. Síguelo hasta su casa y acaba con él. No seas tan estúpido de asesinarlo aquí, en el templo.
—Pero… no puedo comprometerme a cometer un nuevo asesinato —protestó el sacerdote—. Hoy, además, tengo tareas en el templo…, notarán mi ausencia. Podrían relacionar mi abandono con el asesinato.
—Ya te he dicho que ése no es mi problema. Tarde o temprano me lo agradecerás. El orfebre ha caído esta mañana, quizá ahora mismo esté diciendo tu nombre a los guardas del edificio de los escribas de la necrópolis. No tienes nada que perder. Al contrario. Si acabas con ese hombre, evitarás un problema seguro en los próximos días. Los escribas están dispuestos a llevar el cometido encargado por el sumo sacerdote hasta sus últimas consecuencias.
—Pero… si Beki ya ha hablado, ¡me veré comprometido de todas formas! —señaló Paykamén, aterrado.
—Haber elegido mejor a tus acompañantes. La próxima vez deberás ir solo.
Paykamén escudriñó la oscuridad en busca de su interlocutor.
—¿La próxima vez? —preguntó, sorprendido.
—En efecto. La dificultad para llegar hasta las moradas de eternidad será mayor, pero la recompensa también. Sé adónde debes ir y lo harás solo.
Durante unos instantes reinó el silencio en la habitación. La luna asomaba por la celosía de la ventana. La misteriosa figura enmascarada se movió en dirección al cesto que había en la habitación. El sacerdote oyó que lo abría, tomaba algo de él y lo volvía a cerrar. Los pasos regresaron al punto de donde habían partido.
—Toma esto, Paykamén —dijo la voz.
El sacerdote se acercó y cogió el rollo de lino que le tendía.
—Es el lugar adonde deberás ir la próxima luna. Ve solo, sin ayuda de nadie. Toma lo que puedas y huye de allí como has hecho siempre. Se te recompensará con el triple del valor del anillo que te acabo de entregar.
Aquellas palabras sonaron como una dulce melodía en los oídos del sacerdote ladrón. El brillo del oro era capaz de borrar cualquier preocupación.
—Debes destruir el rollo de lino antes de comenzar tu viaje a la orilla oeste —prosiguió el mentor de Paykamén—. No lo olvides. Si lo encuentran en tu poder, eres hombre muerto.
—Habrán intensificado la vigilancia en el valle. ¿Cómo podré entrar?
—Descuida. En el documento que te he entregado se indica cómo entrar y cómo llegar a la morada que nos interesa. Los soldados del valle tienen sus fallos, como sucede con todo lo relacionado con el templo de Ipet-isut. Espera a la próxima luna. Después, deja pasar dos días y ven a verme cuando el sol se ponga por el horizonte.
—Quizá no llegue vivo a la próxima luna… —señaló el sacerdote—. Para entonces es probable que Beki haya dado mi nombre y mi cuerpo descanse en el fondo del Nilo.
El enmascarado se rió en la oscuridad provocando un sonido terrorífico.
—Una vez más seré generoso contigo. Ocúpate del segundo hombre, Nesumontu, y yo me encargaré de Beki. Ahora, vuelve por donde has venido, borra tus pasos y no digas a nadie que has estado aquí. De ello depende algo más que tu vida, Paykamén. Puedes irte.
Con la cabeza agachada y aferrando fuertemente el trozo de lino, el sacerdote fue hasta la puerta, corrió el grueso listón de madera que hacía de cierre y la abrió. Al instante, el frescor de la noche entró en el cuarto. Tras el corredor sólo se veían las ramas de algunas palmeras que ocultaban el paso de los rayos de la luna.
—No olvides destruir el rollo de lino antes de ir a la otra orilla —repitió la misteriosa voz—. No hagas copias ni lo muestres a nadie. Y ahora ve a hacer lo que tienes que hacer en casa de Nesumontu. Volveremos a vernos dos días después de la próxima luna.
Paykamén asintió en silencio. Oculto por las sombras de la noche, recorrió la galería hasta alcanzar las escaleras que llevaban al jardín. Una vez en él, se guardó el rollo de lino y el anillo de oro en una bolsa de cuero que colgaba de su cinturón y corrió cuanto pudo para huir de aquel lugar.