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Miércoles, 15 de diciembre de 1880
Luxor

Émile Brugsch llegó a la Corniche antes de las diez de la noche. La ciudad de Luxor no dormía. Cualquier capital europea estaría descansando desde apenas la puesta de sol, pero Egipto era diferente. Su ritmo de vida resultaba pesado para los extranjeros no acostumbrados a esos horarios, pero o se amoldaban o eran dejados de lado. Después de muchos años en el país, el egiptólogo alemán había conseguido acostumbrarse. Tanto él como su hermano Heinrich eran asiduos a las fiestas que se celebraban en El Cairo y que duraban hasta bien entrada la madrugada, así que las diez de la noche era una hora que no le suponía ningún problema, menos aún en un asunto como aquél.

Pocas horas antes, Brugsch había mandado un telegrama a Maspero anunciando su cita. No era la primera vez que se adentraba en los oscuros entresijos del mercado de antigüedades. En más de una ocasión le habían intentado vender verdaderas baratijas sin valor alguno rodeando el encuentro con cierto halo de misterio y de transgresión. Sin embargo, algo le decía que aquel encuentro iba a ser especial. Por ello tomó precauciones. A diferencia de otras veces, iba armado; en el bolsillo de la chaqueta llevaba una pequeña pistola que pensaba podría ayudarle en un momento de apuro.

Faltaban unos minutos para que dieran las diez cuando un ruido a su espalda le puso en alerta. Brugsch, inquieto, se dio la vuelta y se llevó la mano al bolsillo del arma. Pero pronto se relajó. No había motivo para preocuparse. Frente a él estaba Mariam, la joven que ayudaba a Wardi en la tienda de antigüedades.

—Mariam… ¿Qué haces aquí?

El rostro de la joven resplandecía con toda su belleza bajo la luz de la luna. Sus ropas oscuras la hacían casi invisible.

—Señor Marek, he venido para pedirle que tenga cuidado.

—¿A qué te refieres?

—Han pasado cosas muy extrañas en Luxor recientemente —susurró la joven—. Las personas con las que va a encontrarse no son de fiar. Tenga mucho cuidado con ellas, se lo ruego.

Mariam miraba sin cesar a ambos lados para cerciorarse de que no había nadie oculto en la noche. Parecía asustada.

—Tranquila, todo irá bien. Pero ¿por qué has venido a avisarme? ¿No corres peligro al hacerlo?

—Es posible, pero no podía dejar de pensar en que el señor Wardi le dijo que viniera aquí esta noche. Sería mejor que se marchase, señor Marek, aún está a tiempo.

—No puedo hacerlo, Mariam —respondió el alemán, cada vez más sorprendido por las palabras de la joven—. Es mi deber. Estoy muy interesado en la adquisición de papiros.

—Pero… su vida corre peligro. Esa gente no tiene escrúpulos. Sé que usted no es un comprador convencional; no me pregunte por qué, pero lo sé…

—Tranquila, no temas, todo saldrá bien, ya lo verás. No es la primera vez que me meto en estas lides. Sé cómo hay que actuar y voy protegido.

Brugsch no quiso darle más detalles. Realmente no sabía nada de Mariam, y por un momento temió que fuera algún tipo de trampa o señuelo ideado por los ladrones de tumbas. Sin embargo, intuía que aquella hermosa joven actuaba de buena fe.

—Que Dios le acompañe, señor Marek. Llévese esto, le protegerá.

Mariam sacó del bolso un sobre pequeño. Lo abrió y extrajo una estampita. Se la entregó y echó a correr hasta perderse en la oscuridad de las columnas que formaban la gran galería del templo de Luxor que había levantado Amenofis III hacía casi tres mil quinientos años.

Brugsch miró con atención la estampita. A la luz de la noche sólo distinguió una imagen de san Jorge, a quien los árabes llamaban Mar Girgis, matando al dragón. Se trataba de uno de los santos más venerados en Egipto por los coptos, cuya fe enlazaba con la de los antiguos egipcios. No en vano, su nombre provenía precisamente del egipcio Hor, Horus, hijo de Osiris, cuyo mito faraónico le hacía vengador del asesinato de su padre a manos de su hermano Set, representado en la antigua iconografía egipcia como un cocodrilo. La tradición cristiana había convertido a Horus en un soldado romano del siglo IV y al cocodrilo de Set en un dragón, símbolo del paganismo y de lo diabólico.

El egiptólogo, turbado, permaneció unos instantes con la mirada fija en la oscuridad que rodeaba al antiguo templo de Amón. Tardó en volver a la realidad y darse cuenta de que la presencia de la joven no había sido un sueño. La imagen del san Jorge que tenía en la mano era la prueba. Él nunca frecuentaba las iglesias coptas, pero sabía de la devoción que la comunidad cristiana de Egipto tenía por aquel santo y que se dirigían a él cuando creían estar en peligro.

Miró su reloj justo cuando la manecilla de los minutos marcaba las diez en punto de la noche. Apagó el cigarrillo y descendió a toda prisa las escaleras que llevaban al embarcadero. No había puesto el pie en el último escalón cuando un hombre alto y delgado le cortó el paso.

—¿Viene usted de parte del señor Wardi? —preguntó en un inglés muy forzado.

Émile Brugsch se limitó a asentir. El otro hizo lo propio, dio media vuelta y se adentró por una vereda pegada al río que los alejaba del embarcadero. El alemán miró con atención a ambos lados, pero con aquella oscuridad no podía ver nada. Si en la Corniche la iluminación era bastante precaria, allí abajo, junto a los marjales del río, tendría que andarse con mucho cuidado para no caer al Nilo o, llegado el caso, evitar recibir un golpe que lo dejara fuera de juego. La escasa luz de la luna apenas le permitía ver la silueta del hombre que lo precedía. Durante el camino, Brugsch se palpó varias veces el bolsillo en el que llevaba la pistola. De momento no había necesidad de emplearla.

En pocos minutos llegaron a un punto donde la vegetación se abría hasta llegar a una falúa con una vela casi tan alta como las palmeras que los rodeaban. El hombre indicó a Brugsch que subiera y luego lo siguió. A bordo había otro hombre que de inmediato comenzó a maniobrar para navegar hasta la orilla opuesta. La falúa empezó a moverse suavemente. Con el viento propicio del invierno cubrirían enseguida los apenas quinientos metros que los separaban de la otra orilla.

En cuanto Brugsch pudo ver las caras de los dos hombres se dio cuenta de que eran los mismos que habían entrado por la mañana en la tienda de Antoun Wardi y se habían evaporado sin dejar rastro; seguramente habían salido por una puerta trasera.

Aquello empezaba a no gustarle. De pronto pensó que tal vez Mariam no andaba errada al rogarle que tuviera cuidado.

Pero no tuvo tiempo de reaccionar ni de que el temor se apoderara por completo de él; a los pocos minutos, el golpe de la embarcación contra la orilla le sacó de sus pensamientos. La falúa había alcanzado el embarcadero de la orilla oeste.

—Sígame, por favor —señaló el primer hombre.

Brugsch obedeció y enfiló un camino de arena muy blanca que facilitaba el trayecto nocturno. El segundo egipcio los siguió a corta distancia después de amarrar la falúa.

Anduvieron más de un cuarto de hora antes de alcanzar la pista de tierra que conectaba los diferentes emplazamientos arqueológicos. El alemán conocía aquel lugar como la palma de su mano. A su izquierda veía en la lejanía, recortado por la escasa luz de la noche, el templo de Medinet Habu, construido por Ramsés III. En la falda de la montaña algunas antorchas señalaban la ubicación de la aldea de Seikh Abd el-Gurna. Pero, al contrario de lo que esperaba, su particular dragomán no le llevó hasta allí. Tomaron un nuevo sendero que iba a dar a la aldea de Deir el-Medina y, antes de llegar a ella, ascendiendo por la montaña, se detuvieron frente a la entrada de una de las tumbas de Qurnet Muray.

Después de mirar a ambos lados, el hombre le indicó con la mano que pasara al interior. Dentro, al final del corto pasillo que daba a la antecámara de la tumba, había luz. Un pequeño fuego iluminaba una de las esquinas de la habitación.

Los dos árabes entraron tras él en la tumba y se sentaron dando la espalda al fuego, a contraluz; era imposible verles la cara.

Con un gesto indicaron al alemán que tomara asiento junto a ellos. Émile Brugsch, no sin cierto recelo, así lo hizo. Cruzó las piernas y se acomodó en el lugar que le habían señalado, sobre una esterilla y varias hojas de periódico. No tenía demasiado miedo, pero desde luego aquél no era el mejor sitio para morir: si le pasaba algo, sus compañeros del Servicio de Antigüedades en El Cairo tardarían varios días en descubrirlo.

La tumba estaba muy deteriorada por su uso incontrolado como vivienda, almacén o incluso establo. En un rincón vio varios montones de paja que delataban la presencia reciente de asnos o cabras en el interior. En las paredes apenas quedaban unas pocas pinturas. Debido a los desconchones y a la negrura del humo de las hogueras y las teas, era imposible saber qué representaban. Había muchas otras tumbas en una situación similar. Esas pinturas no merecían la pena; nadie se molestaba en arrancarlas para luego ponerlas en circulación en el mercado negro de antigüedades. Su abandono era absoluto.

—¿Está usted interesado en las antigüedades de nuestros antepasados? —preguntó uno de los hombres.

La pregunta pilló a Brugsch por sorpresa.

—En efecto, de lo contrario no estaría aquí —respondió sin mucho entusiasmo—. Estoy comenzando a hacer una pequeña colección y…

—Lo sabemos, señor Marek. —Era la primera vez que mencionaban su nombre—. No son pocos los que están empezando a hacer colecciones de arte egipcio en sus países de origen. Por cierto, ¿cuál es el suyo? Usted no es inglés.

—No lo soy. Mi familia es de origen alemán, pero el comercio nos obliga a viajar por diferentes países de Europa —respondió fríamente el egiptólogo.

—¿A qué se dedica?

—¿No se lo ha dicho el anticuario? No creo que hablar de mí sea el motivo de esta reunión, ¿verdad, señores? —contraatacó el alemán—. A mí no me interesa averiguar quiénes son ustedes, así que dejémoslo ahí. He venido porque creía que me habían invitado a un encuentro en el que podría conseguir antigüedades para mi nueva colección. Pero he podido interpretarlo mal. De ser así, les rogaría que me lo comunicaran cuanto antes y así volvería al hotel a descansar. Éstas no son horas de andar por las calles para un europeo.

Los dos egipcios permanecieron en silencio durante unos segundos. Cruzaron una mirada entre las sombras. El que actuaba como cabecilla retomó la conversación.

—Si mis preguntas le han importunado, le ruego que me disculpe. No ha sido mi intención. Sólo quería cerciorarme de que es usted la misma persona que visitó esta tarde la tienda de Fatma.

Brugsch no dudó su respuesta.

—Ni conozco a ninguna Fatma ni he estado esta tarde con nadie. Con quien he estado es con Wardi, y no por la tarde. Lo visité por la mañana.

Los dos egipcios volvieron a mirarse durante unos segundos. Luego el cabecilla asintió.

—Gracias, señor Marek. Debía cerciorarme de que es usted quien dice ser.

—Fue el propio Wardi quien me señaló la hora y el lugar al que debía dirigirme para, entendí, reunirme con alguien —explicó el alemán para reforzar su autenticidad.

Brugsch evitó en todo momento mencionar a Mariam. Supuso que aquellos hombres sabían quién era y prefirió mantenerla fuera de aquel escenario tan grotesco.

—Está bien —dijo el egipcio—. Entonces ¿qué es lo que desea?

—No busco nada en especial. Son ustedes los que me han indicado que viniera. Imagino que será porque tienen algo que ofrecerme —respondió con voz firme.

Su entereza hizo mella en los egipcios. El cabecilla se volvió ligeramente y dio un par de palmadas. Al instante, de la oscuridad del interior de la tumba apareció otro hombre igual de misterioso que los anteriores. En sus manos traía un bolso de cuero y algo de mayor tamaño envuelto en un mugriento paño. Dejó ambas cosas en el suelo, frente a los dos egipcios, y regresó por donde había venido perdiéndose de nuevo en la oscuridad.

El hombre que hacía de comparsa en la reunión abrió el bolso y sacó tres papiros del mismo tamaño que el que Brugsch se había llevado del anticuario por la mañana. Luego retiró con cuidado el trapo que cubría el bulto y descubrió una caja blanca de madera cubierta con textos y representaciones en los laterales; en la parte superior tenía tres tapas pequeñas con sus respectivos pomos.

Aunque la luz era escasa, Brugsch supo al instante qué era aquello. Se trataba de una caja para ushebtis.

El alemán preguntó con la mirada si podía cogerla. El hombre le respondió con un ligero asentimiento de cabeza.

El egiptólogo cogió la caja. Había decidido dejar los papiros para el final; no quería que su predilección por esos documentos quedara a la vista de aquellos dos.

En la penumbra apenas podía ver los detalles de la caja. Brugsch se levantó para examinarla junto a las llamas del fuego. Observaba los jeroglíficos al tiempo que las yemas de sus dedos recorrían las coloridas figuras que cubrían las paredes de madera.

Sólo necesitó unos minutos para darse cuenta de que se trataba de una pieza magnífica. Provenía del mismo contexto arqueológico que los papiros y los ushebtis de los que tenían noticia. Los textos eran claros. Era una caja de madera blanca y de forma rectangular compuesta en realidad por tres capillas que representaban al norte del país, unidas en la misma estructura de madera y con tres tapas con pomos. En las paredes exteriores había cuatro columnas de texto. En las dos centrales aparecía claramente el nombre del dueño: Pinedjem I, sumo sacerdote del templo de Amón en Tebas y esposo de Henut-taui, escoltado por dos textos mágicos dedicados a Anubis, dios de la necrópolis, y a Osiris.

Aquellos objetos venían de las misteriosas tumbas que buscaban. Pinedjem había ejercido sus funciones sacerdotales a principios de la XXI Dinastía, en el Tercer Período Intermedio.

Brugsch no movió un solo músculo del rostro al ver aquel nombre. Para evitar delatarse, dejó sin el menor interés la caja de ushebtis sobre el paño que la envolvía. Después tomó los papiros y procedió de igual modo. Escrutó con detenimiento cada uno de los detalles de los dibujos que cubrían de forma brillante la superficie del papiro. Uno de los extremos estaba rasgado, con lo que el texto funerario quedaba cortado por la mitad. A punto estuvo de comentarlo, pero prefirió seguir fingiendo ignorancia y disfrutar únicamente de los dibujos y de la elegancia de los ideogramas que daban vida a aquel texto sagrado milenario.

Al observarlos con detalle vio un ideograma claramente identificable. El nombre del dueño aparecía junto a su efigie realizando ofrendas al dios Osiris en el Más Allá. Se trataba de un fragmento del Libro de los Muertos del sumo sacerdote de Amón en Tebas Pinedjem II. El papiro estaba dividido en tres bloques. Los dos de la izquierda estaban llenos de texto en escritura hierática. El de la derecha era una viñeta de gran tamaño y de una calidad extraordinaria en la que se veía al autoproclamado rey del Alto Egipto Pinedjem II ofreciendo un incensario al dios del mundo de los muertos, que posaba frente a él en aspecto momiforme.

Una grieta enorme cortaba por la mitad el brazo derecho del sacerdote oferente, pero aun así la escena era magnífica. Pocos ejemplos como aquél podían encontrarse en los museos del mundo.

Los otros dos papiros parecían ser fragmentos del mismo libro que habían sido arrancados para incrementar su coste. El que lo había hecho desconocía quién era aquel importante sacerdote. A pesar de ser rey, no llevaba sobre la frente una cobra, el emblema de los faraones.

Brugsch los metió de nuevo en el bolso. Eran su principal objetivo, pero no quiso darles la importancia que sin duda merecían.

Volvió a coger la caja de ushebtis.

—¿Esto qué es? Es muy hermoso —señaló con una sonrisa sincera en los labios—. ¿Se trata de una caja para ofrendas?

Los dos árabes se miraron extrañados.

—Es una caja para contener ushebtis —dijo por fin el cabecilla.

—¿Y dónde están los ushebtis?

—La… encontramos así en la montaña —mintió el egipcio—. Vacía.

Brugsch miraba admirado las imágenes grabadas en ella.

—¿Y cuál es su precio? Quedaría muy bien junto a los ushebtis que he ido adquiriendo en los últimos meses en Luxor y El Cairo.

Los dos hombres fruncieron el ceño.

—Su interés se centra especialmente en los papiros, ¿no es así? —dijo el cabecilla por fin.

—Así es. Wardi me proporcionó un ejemplar magnífico.

—Aquí tiene tres ejemplos de una calidad extraordinaria. —El egipcio volvió a abrir el bolso y sacó los papiros para mostrárselos al extraño comerciante alemán.

—¿Qué precio tiene la caja? —insistió Brugsch.

—Treinta libras. Estas cajas no son fáciles de conseguir.

El arqueólogo no reaccionó ante la desorbitada cantidad que pedían.

—Tuvieron un golpe de suerte al dar con ella, ¿no es así? ¿De dónde proceden estos objetos? ¿Son de la misma tumba o pertenecen a varias?

—La caja apareció en el desierto, a la entrada de una antigua sepultura en la montaña y…

—Está en muy buen estado para haber permanecido siglos a la intemperie —le interrumpió Brugsch.

—Muchos objetos de la montaña salen a la luz después de una tormenta de arena. ¿Ha oído hablar del khamsin? Es un viento terrible que durante cincuenta días azota Egipto removiendo las arenas del desierto. En más de una ocasión ha conseguido ocultar caravanas enteras de comerciantes o peregrinos. En otras, con mayor fortuna, hace posible que encontremos cosas como éstas.

—¿Y los papiros? ¿Dónde aparecieron?

—Vamos a dejar la historia en ese punto, señor Marek. Nosotros no ahondaremos en cuál es su profesión, respete del mismo modo el secreto que nos une a la Montaña Tebana.

Acababa de delatarse.

Émile Brugsch no levantó la cabeza de los dibujos de la caja de ushebtis, pero estuvo muy atento a las palabras del egipcio. Aquella referencia a la Montaña Tebana era real. En algún lugar de esas colinas, quizá cerca de Qurnet Muray, donde se encontraban, se hallaba el cementerio en el que se había enterrado a los últimos grandes reyes de la historia de Egipto. Tanto la caja como los tres papiros provenían de allí. Los textos tenían los nombres de sus dueños rodeados por cartuchos, como lo estaban siempre los nombres de los reyes y las reinas de ese período. Sobre la cabeza portaban la cobra sagrada que protegía a la familia real.

No había duda de que aquellos hombres eran los que proveían las antigüedades al mercado de Luxor.

—¿Son auténticos? Yo no soy experto en antigüedades y aquí no hay luz. ¿Cómo puedo saber que no me están engañando?

La pregunta de Brugsch pilló por sorpresa al egipcio.

—Señor Marek, le doy mi palabra de que son auténticos. Tienen miles de años de antigüedad —respondió el egipcio con cierta indignación—. Si tiene la más mínima duda sobre su naturaleza, le pido que se olvide de este negocio. Nos levantamos y nos vamos. No queremos causarle ningún problema ni que usted nos lo cause a nosotros.

El egipcio se sacudió las manos como si el negocio hubiera quedado zanjado.

—Sería una posibilidad…, pero por una vez voy a confiar en ustedes.

—Si lo desea, puede verlos mañana en el anticuario de Wardi, pero le advierto que el precio se incrementaría sustancialmente.

Brugsch dio la charla sobre la autenticidad de las piezas por terminada y retomó la negociación.

—¿Qué precio me hacen por la caja y los papiros?

Sus palabras sorprendieron de nuevo a los egipcios.

—Si me hacen una buena oferta, estoy seguro de que podremos entendernos en futuros negocios —añadió.

—Parece que sus compras son un tanto impulsivas.

—En absoluto —se defendió Brugsch observando de nuevo la caja de ushebtis—. Mi intención es comprar papiros, pero debo reconocer que esta caja me ha fascinado.

—Si las piezas son de su agrado, seguro que podemos llegar a un acuerdo. Doscientas libras es un precio razonable teniendo en cuenta la calidad de los papiros y de la caja de ushebtis.

Brugsch enarcó las cejas pero supo mantenerse frío ante el comienzo de la negociación. Sabía que era un proceso que llevaba su tiempo. Nadie pagaría ese dinero ni por una caja llena de papiros.

—Es una suma muy elevada… No llevo tanto dinero encima.

Era, en efecto, una cuantía desorbitante cuando esa misma mañana, en la tienda de Antoun Wardi, había pagado unas pocas libras por un papiro muy similar a los tres que tenía frente a él.

—No se preocupe por el dinero —señaló el egipcio intentando calmarlo—. No es necesario que la entrega se haga hoy. Podemos acordar un nuevo día. Sería más sencillo para todos que recogiera las piezas y entregase el dinero a un contacto que le asignaremos en Luxor dentro de unos días, cuando haya podido reunir esa cantidad.

—Aun así, sigo pensando que doscientas libras es una suma muy elevada. En el anticuario de Luxor puedo conseguir precios mejores.

Los dos egipcios se miraron. El cabecilla preguntó con la mirada a su compañero. Éste permaneció mudo pero asintió con un gesto de la cabeza.

—Podríamos pedir ciento cincuenta libras por los tres papiros y la caja. No podemos bajar de esa cantidad.

—Para ustedes es un negocio redondo: no deben pagar a intermediarios, ¿no es así? Seguro que pueden bajar mucho más. Digamos… treinta libras. Mañana mismo dispondría de esa cantidad y les garantizaría que volveríamos a vernos en futuras ocasiones.

El egipcio volvió a mirar a su compañero.

—No podemos aceptar treinta libras. Estamos hablando de tres papiros. Si aplicamos el precio que usted pagó en el anticuario, sólo los papiros valen mucho más. A lo que habría que sumar el precio de esta magnífica caja de ushebtis. ¿Cuánto está dispuesto a dar, señor Marek?

El egipcio empleó el viejo truco de los mercaderes de los bazares: preguntar su precio al comprador. En ocasiones esa táctica servía para sablear a incautos que, desconociendo el valor de las cosas, daban de salida precios inauditos por auténticas baratijas. Pero no era el caso de Brugsch. El egiptólogo estaba muy curtido en esas transacciones. Sabía que los mercaderes de los bazares añadían ceros a las cantidades con extraordinaria facilidad.

—Dejémoslo todo en treinta y cinco libras. Es un buen precio para ambas partes.

Los dos árabes volvieron a cruzar una mirada. Brugsch no detectó ningún guiño, pero sabía que la forma que tenían los egipcios de hablar sin palabras era terriblemente complicada.

—Teniendo en cuenta que el precio de partida que le hemos dado es de doscientas libras, con su propuesta estamos perdiendo ciento sesenta y cinco libras. Seguro que…

—Yo he añadido cinco libras a mi oferta inicial. Además, repito que no tienen que pagar a intermediarios —añadió Brugsch de forma cortante defendiendo su postura—. Todo el dinero es para ustedes. Sus familias podrán vivir de forma muy holgada durante semanas.

El silencio llenó la habitación de la tumba. Apenas se oía el sonido del viento en el exterior, donde la noche era cada vez más fresca.

—Acordamos entonces treinta y cinco libras —dijo el egipcio sin tardar en responder.

Brugsch le estrechó la mano en señal de que el pacto quedaba cerrado. Había conseguido rebajar el precio inicial a mucho más de la mitad. El dinero era lo de menos. Era dinero del gobierno para conseguir piezas que no deberían estar en manos de traficantes. Pero en esta ocasión no sólo había rebajado la cuantía de la compra sino que además se estaba haciendo con información muy valiosa.

—Dentro de dos días en el embarcadero de Luxor a la misma hora que hoy. Tendrá las piezas, pero no se olvide del dinero, por favor.

—Allí estaré, descuide, aunque me parece un poco raro tener que pasearme con esa cantidad por las calles de Luxor. En Europa no estamos acostumbrados a cosas así.

—Egipto pasa hambre, querido amigo —dijo el árabe con voz lastimera—. Las familias de Gurna están insatisfechas por los momentos que nos toca vivir. Por eso tenemos que dedicarnos a este negocio e incluso humillarnos a la hora de rebajar precios o correr riesgos para obtener el pan de nuestros hijos.

—Deben de tener buenos contactos para poder evitar los problemas con la justicia y la administración. Nada más llegar a El Cairo, hace un mes, me advirtieron del peligro que corría comprando antigüedades. Un peligro doble: por un lado podría adquirir una burda falsificación pero, por otra parte, entraría también en el oscuro mundo del mercado negro.

—Deje de lado sus preocupaciones, señor Marek. Luxor es diferente a El Cairo. Estos negocios son conocidos y consentidos por todos. No encontrará ningún tipo de problema para comerciar no sólo con su propia empresa sino también en el mundo de las antigüedades. De alguna forma todos salimos beneficiados. Desde el campesino más pobre, hasta el cargo más elevado. En ese sentido Egipto no ha cambiado desde la época de los faraones.

—Entonces ¿por qué me avisaron en El Cairo?

—Los efendis que gobiernan Egipto no entienden los problemas de su gente. La Montaña Tebana nos pertenece. Quieren expulsarnos de la tierra donde hemos vivido durante generaciones. Cuando era niño el padre de mi padre nos contaba que sus abuelos ya vivían entre las tumbas de los faraones. Ahora quieren venir los efendis de El Cairo para, con la excusa de la ciencia, expulsar a nuestras familias de Gurna, cuando nosotros somos sus verdaderos propietarios. Nunca podrán imponer aquí sus museos ni sus excavaciones.

—De alguna forma los extranjeros les dan trabajo como obreros en esas excavaciones que usted tanto parece repudiar. Puede ser un acuerdo justo.

—No se engañe, señor Marek. El sueldo que pagan a nuestros hombres es una miseria en comparación con el dinero que ellos obtienen negociando con las antigüedades que nos roban.

El egiptólogo alemán estuvo a punto de replicar que el Servicio de Antigüedades no comerciaba con antigüedades, esto sólo lo hacían los propios egipcios y los extranjeros que llegaban a Egipto con los bolsillos llenos de dinero, sin escrúpulos y dispuestos a comprar absolutamente todo a los campesinos. La realidad era muy diferente, pero el día a día en la aldea de Gurna hacía que tuvieran esa percepción. Ellos preferían vender antes de que alguien se lo llevara y quedarse sin nada.

—Eso no es un acuerdo justo —prosiguió el egipcio—, en absoluto. Aquí, en Luxor, los efendis todavía no tienen todo el poder. Nuestros gobernantes, aunque en ocasiones no sean imparciales, piensan más en nosotros y conocen la realidad cotidiana con la que tenemos que bregar para sacar a nuestras familias adelante.

Brugsch no necesitaba escuchar más. Las palabras del árabe eran un reconocimiento tácito del papel mediador de las autoridades locales en las transacciones. Pero no era el momento ni el lugar de seguir investigando. Ni siquiera estaba seguro de que aquel negocio fuera a salir bien. Hasta que no se encontrara en su habitación en el hotel Luxor, no respiraría aliviado. Volvió a palpar el bolsillo donde llevaba la pistola y decidió que había llegado el momento de despedirse.

—Creo, señores, que debo volver a la ciudad.

—Le llevaremos al embarcadero, no se preocupe —señaló el cabecilla—. Sólo le ruego una cosa, señor Marek.

—¿De qué se trata? —dijo Brugsch.

—No juegue con fuego.

Siguió un silencio de un par de segundos.

—No le entiendo… —dijo por fin el alemán.

—Luxor es una ciudad muy tranquila, pero no es menos cierto que en ocasiones ocurren… tragedias. Le estaríamos eternamente agradecidos de que no desvelara a nadie la naturaleza de este encuentro.

—No dude de que será así. A mí me interesa menos que a ustedes sacar a relucir todo esto… No se preocupe.

—Yo no me preocupo, señor Marek. Quien debería hacerlo, de no cumplir esta advertencia, es usted.

—¿Me está amenazando cuando ni siquiera hemos finalizado el primer negocio? —le espetó Brugsch con enfado—. ¿Cree que no le voy a pagar? Entiendo que está muy mal informado de quién soy.

—No me malinterprete, señor Marek. Nuestra familia cuenta con contactos en todos los establecimientos y administraciones de la ciudad. Somos muchos en Seikh Abd el-Gurna, y todos tenemos a alguien trabajando en algún sitio. Vaya con cuidado.

—Lo haré, descuide.

Los dos árabes le llevaron de regreso hasta la otra orilla. Cuando Brugsch puso el pie en tierra, regresaron a Gurna. No hubo palabras de despedida. El alemán observó cómo la falúa se separaba lentamente de los marjales y se perdía en la oscuridad.

Para llegar al embarcadero, caminó con prudencia entre las ramas y las piedras que obstaculizaban el acceso al amarradero. Hasta que no puso el pie en él no se sintió seguro. Miró a ambos lados; allí no había nadie. Debían de ser más de las doce de la noche. Le llegaron las voces de algunos egipcios en la Corniche. Brugsch subió las escaleras y salió a la calle principal. El hotel apenas quedaba a poco más de cien metros. Encendió un cigarrillo y echó a andar con las manos en los bolsillos. La temperatura había descendido y corría un viento fresco poco agradable.

Prefirió bordear el templo en vez de atravesarlo. Ya había tenido bastantes emociones por esa noche. Sabía que Luxor no era una ciudad peligrosa, pero tampoco quería tentar a la suerte. Sólo tenían problemas quienes los buscaban.

—Buenas noches, señor Marek.

Brugsch se quedó helado al escuchar su nombre en mitad de la noche.

—No se asuste, soy Mariam. —La joven apareció de pronto entre las arquerías del jardín del hotel—. Sólo quería estar segura de que todo había ido bien… de que volvía sano y salvo.

—Buenas noches, Mariam. Sí, estoy perfectamente. —El alemán no podía estar más sorprendido de verla allí—. Tu estampa de san Jorge ha surtido efecto… —añadió con cierto aire de victoria.

Mariam sonrió y él se dio cuenta de que aquel rostro cada vez lo tenía más encandilado.

—No es la primera vez que roban a un comprador incauto —respondió la joven intentando cambiar de conversación.

—¿Crees que soy incauto?

—Creo que no es quien dice ser —respondió la joven copta.

—Soy Kurt Marek, de Berlín, y me dedico al comercio del algodón y la caña de azúcar.

—Pues yo creo que es usted un embustero —se atrevió a decir la muchacha sin perder la sonrisa—. Ni es comerciante ni es la primera vez que trabaja con objetos faraónicos. Usted es arqueólogo. Y lo que me preocupa es que Antoun Wardi también lo sospecha. Tenga cuidado, señor Marek o como quiera que se llame.

Émile Brugsch estaba atónito. En apenas unos segundos aquella joven hermosa le había desmontado toda su coartada y ante aquellos preciosos ojos él no encontraba argumentos con los que defenderse.

—¿Y qué si eso fuera verdad? —preguntó el egiptólogo intentando recuperarse.

—Extreme su seguridad, señor Marek, sea cauto. Aunque el señor Wardi me mande de un sitio a otro para que no oiga nada, yo sé lo que viene a comprar a la tienda y también sé de dónde proceden las piezas. Guardar un secreto en Egipto es tarea imposible.

El alemán dio un respingo.

—¿Conoces el lugar de donde vienen las antigüedades?

—No siga por ahí, señor Marek —atajó la joven con decisión—. No puedo decirle nada, correría un riesgo grande si lo hiciera. El señor Wardi es más peligroso de lo que parece; tras esa apariencia de hombre educado y atento con sus clientes se esconde una persona muy turbia.

—Pero si me dijeras de dónde proceden las piezas…

—Todos en Luxor lo saben —lo interrumpió ella—, aunque nadie es capaz de precisar el lugar exacto. Es un simple rumor, pero un rumor vestido de evidencias terriblemente claras. Será mejor que no se inmiscuya, créame, es más peligroso de lo que parece. Muchos han intentado averiguar esa ubicación y algunos han perdido la vida por ello.

—Si sigo tus consejos, no volveremos a vernos.

Quien guardó silencio en esta ocasión fue Mariam.

—Descuida, nos veremos, estoy seguro —dijo enseguida Brugsch al ver la expresión seria de la muchacha—. Y todo este asunto se resolverá pronto.

—Las cosas son más complicadas de lo que cree, señor Marek —insistió ella.

—Llámame… Kurt, por favor.

—Muy bien, Kurt. —Mariam recuperó la sonrisa—. Llevamos así varios años. Cada vez hay más fichas en el tablero, la tensión aumenta y el miedo se extiende entre los habitantes de Gurna y los anticuarios de Luxor. Algunos niños han muerto en circunstancias extrañas… —Se interrumpió, como si tuviera miedo a seguir hablando—. Yo soy cristiana y muchos ven con recelo que trabaje para el señor Wardi. Sería mejor que… no aparecieras por aquí en un tiempo.

—Creo que te haré caso —respondió él, contrariado—. Pero volveré.

—Será un placer volver a darte la bienvenida. Disfruta de tus piezas, pero no mientas, Kurt.

—¿Qué he dicho ahora?

—Sé que las piezas no son para ti. Son para los efendis. Creo que no estás casado…

Cuando Brugsch quiso responder, Mariam ya había cruzado los árboles del jardín y se había perdido en la oscuridad de la noche.

Al día siguiente recogería el material y se iría lo antes posible a El Cairo. Sólo estaba seguro de una cosa: sabía que volvería, si no por trabajo, lo haría por ella.