Año 969 antes de nuestra era
Barrio de los artesanos, Tebas
Los guardas del templo están haciendo preguntas en el barrio de los artesanos —señaló el joven Hepu entrando en el taller con un cesto cargado de fina arena para la fayenza.
Rekhamun bajó la cabeza y perdió la mirada en el suelo.
—Qué raro —dijo frotándose la barbilla—. Es la primera vez que los soldados del templo se acercan por esta zona. ¿Les acompaña alguien?
—No los he visto, pero oí el rumor de que el escriba de la necrópolis Ahmose iba con ellos.
—Eso significa que ha habido un nuevo robo. No es normal que el templo se implique de esta forma en la investigación. Siempre ha preferido elegir a un culpable, casi al azar, y quitarse el problema de encima. Si volvía a suceder lo mismo, se arrestaba a otro y asunto arreglado. Ha debido de ocurrir algo inusual.
—Por lo visto buscan a los orfebres que recuperan los objetos saqueados de las moradas de eternidad de la orilla oeste.
Rekhamun miró a su pupilo con incredulidad.
—Aquí vive gente honrada. No queremos problemas ni los necesitamos para poder subsistir. El trabajo no nos falta. Deberían mirar en los talleres del templo, allí es donde se funden los metales que proceden de los robos. Siempre ha sido así.
Hepu dejó el cesto de arena sobre una mesa que había junto a la pared.
La actividad en el taller no cesaba un instante. Ni los problemas en la otra orilla, ni el comienzo de las investigaciones debido a los nuevos saqueos trastocaban las tareas de los artesanos que trabajaban con Rekhamun. Cada uno tenía una función asignada y debía realizarla sí o sí en el tiempo previsto. De ello dependía que la cadena de trabajo y la producción de piezas siguieran su curso.
—Si buscan en este barrio es que necesitan culpables para tapar un caso bastante grave —añadió Rekhamun mientras ayudaba a su aprendiz a mover otros cestos de arena—. De lo contrario no tiene sentido que vengan hasta aquí.
—Quizá hayan dado con una pista que vincule a alguno de nuestros vecinos con el robo.
—No lo creo…
—Pues no sé qué hacen aquí. Siempre han buscado a los culpables en el entorno de la otra orilla.
Rekhamun permaneció en silencio unos instantes. Quizá su aprendiz tuviera razón y la honradez de sus vecinos, hasta entonces intachable, se hubiera podrido como una manzana. Los acontecimientos que vivía el país en los últimos tiempos podían explicarlo.
—Ya no sé qué decir. No puedo asegurar nada —dijo el artesano, resignado—. Uno cree conocer a sus vecinos hasta que, de pronto, se lleva una decepción enorme.
—Al final de la calle vive gente nueva. No podemos hablar por ellos, apenas los conocemos.
—En eso tienes razón. Suelen mostrarse bastante distantes.
—Recuerda, maestro, que no quisieron participar en las festividades de la última estación. Fue bastante extraño. En otros tiempos los nuevos vecinos se incorporaban a la vida vecinal con toda naturalidad. No podemos decir nada malo de ellos, es verdad, pero esa actitud resulta extraña.
—Buenos días, Rekhamun.
La voz del escriba de la necrópolis los sorprendió en plena conversación. La sombra de Ahmose cubrió gran parte del taller. El funcionario no quiso cruzar el umbral de la puerta. El calor allí dentro era asfixiante. Rekhamun se limpió las manos con un trozo de tela que había sobre un taburete y fue hacia la puerta para saludar al recién llegado.
—Buenos días, Ahmose. Me he enterado de que estás buscando carne fresca para colgar de los muros de la ciudad. ¿Qué ha sucedido?
—La pasada noche dos guardas del valle donde están enterrados los antiguos reyes fueron asesinados en el interior de una de las moradas de eternidad.
—¡Pero si allí ya no hay nada que robar! —exclamó Rekhamun con sorna—. Todo fue saqueado al comienzo del Wehem-Mesut establecido por el sumo sacerdote de Amón. ¿Qué se llevaron?
—El oro que cubría algunas estatuas y varios cacharros de metal pertenecientes a un ajuar. Quizá tú puedas ayudarnos.
—Pasa a esta habitación y bebe algo, aquí hace mucho calor.
Rekhamun acompañó a Ahmose a una estancia que había junto a la entrada. Cubierta por una cúpula de adobe, el aire corría por su interior y creaba un ambiente más agradable.
Se conocían desde hacía muchos años, habían compartido vivencias de todo tipo y podía afirmarse que su relación se basaba en una buena amistad. Rekhamun sabía que el escriba pecaba en ocasiones de ingenuo pero era muy eficiente en su trabajo en la necrópolis. No obstante, esa ingenuidad hacía que cualquier tipo de investigación en un tema tan delicado le quedara un poco grande.
—Cuéntame qué ha pasado —dijo Rekhamun mostrándole un lugar donde sentarse. Luego ordenó a una joven de su servicio que trajera una jarra con agua fresca y tomó asiento él también.
Ahmose relató con detalle lo sucedido en el valle real la noche anterior. También habló de la reunión con Pinedjem y la decisión de comenzar una investigación exhaustiva para descubrir a los culpables y acabar con los robos.
Rekhamun chasqueó la lengua en señal de preocupación.
La joven entró entonces con una jarra enorme, les sirvió un cuenco de agua fresca y dejó la jarra dentro de un agujero hecho para tal efecto en el suelo.
El artesano dio un largo trago y se secó la boca con la mano.
—El sumo sacerdote de Amón está preocupado por su salud —continuó Ahmose— y se pregunta cómo afectarán estas circunstancias a su tránsito hacia la vida eterna en Rostau.
—Pinedjem ha sido un buen militar y un buen sacerdote de Amón —afirmó Rekhamun mientras el escriba bebía pequeños sorbos de agua—. No podemos decir que haya heredado de su abuelo la avaricia ni el anhelo de alcanzar metas irreales. Es normal que quiera descansar como lo han hecho siempre sus ancestros.
—Sabe perfectamente cómo está la tierra de Kemet y qué puede conseguir de ella. Su abuelo quiso instaurar un gobierno similar al de los grandes faraones que le precedieron y eso resultó imposible. Un fracaso del que todavía no hemos conseguido recuperarnos. Entonces ni nuestra tierra daba oro ni el ejército era tan poderoso como cuando fuimos dueños y señores de varios países extranjeros. Hoy sucede lo mismo, la situación apenas ha cambiado y Pinedjem es consciente de que lo mejor es afrontar el presente desde la realidad actual.
—No podemos vivir de recuerdos.
—Exacto. Así es, querido amigo, pero también quiere hacerse fuerte en el gobierno; es fácil de ver. Aun siendo casi un anciano mantiene su vigor y lo sabe. Está preocupado por los robos de las moradas de eternidad. No quiere que a él le suceda lo mismo.
—Nadie desea algo así —replicó Rekhamun—. Cuando uno ve que el comienzo de su camino está cerca, quiere estar preparado. Es lógico que sienta temor por lo que pueda pasar después de la muerte. Un vecino que fabrica ataúdes me dijo que ahora la gente quiere que los textos sagrados se graben sobre la superficie misma de la caja y que ésta se llene de escenas mágicas; ya no confían en las pinturas sobre las paredes de las moradas de eternidad. Además de ser más caras, saben que tarde o temprano desaparecerán y serán usurpadas por otros. Prefieren un buen ataúd protegido por magia ancestral. En los últimos veinte años Pinedjem ha sido testigo de todos estos cambios y de cómo la situación se ha complicado cada vez más. Sabe perfectamente lo que ha sucedido. Y no me refiero a los saqueos de vulgares ladrones de la orilla oeste…
—Te refieres a los saqueos consentidos y alentados desde el propio templo de Amón para hacerse con el oro de los antiguos reyes…
Ahmose conocía lo que había pasado en la necrópolis de la que él era escriba y antes que él su padre y el padre de su padre.
—Así es. De aquellos barros vienen estos lodos —afirmó el artesano—. Los saqueos se han justificado como consecuencia del hambre, pero ese problema no está en el pueblo sino en el propio templo.
—Ese mismo argumento es el que expuso Pinedjem esta mañana. Sabe lo que sucedió con su abuelo y con el sumo sacerdote Piankh antes que él. —Ahmose alzó los brazos y luego añadió—: Parecía que nos estaba acusando de ser los instigadores de los robos, pero nosotros no tenemos nada que ver con ellos.
—Quizá tú no, querido Ahmose, pero estoy convencido de que más de uno de tus compañeros en el templo está implicado en estos asuntos. Pinedjem lo sabe, y eso es lo que más le preocupa: la traición de los suyos. En mi opinión, pierdes el tiempo buscando a tus ladrones en este barrio.
En ese momento, uno de los guardas del templo que acompañaban al escriba entró en la habitación. Parecía agitado.
—Hemos encontrado a un hombre con una bolsa llena de objetos que podrían proceder del robo de la morada del valle.
Ahmose y Rekhamun se miraron sorprendidos y se levantaron a toda prisa. Tras alisarse la ropa con las manos, el escriba siguió al guarda.
En el barrio donde el artesano de la fayenza tenía su taller reinaba la agitación. Ni la visita de los guardas del templo ni la detención de uno de sus vecinos eran cosas que sucedieran todos los días. Al final de un callejón un grupo de soldados retenían a un hombre con los brazos atados a la espalda. Un par de hilos de sangre recorrían sus mejillas. También tenía una herida en una de las rodillas. Había intentado huir saltando un murete, pero los soldados se abalanzaron sobre él, lo arrastraron por el suelo y lo golpearon y detuvieron.
—Esto es lo que hemos encontrado en su casa —dijo uno de los guardas abriendo una bolsa de tela con algunos objetos metálicos en su interior.
Ahmose tomó uno de ellos. Era un collar de oro magnífico. El alto funcionario de la necrópolis lo observó con atención. Sin mover un solo músculo del rostro se lo pasó a Rekhamun.
—Quizá estés equivocado en cuanto a la honestidad de tus vecinos…
El artesano no tardó en percatarse del valor de aquella joya. La placa central portaba el nombre del soberano Khakheperre Setepenamun, Pinedjem I, flanqueado por dos abejas. El nombre del sumo sacerdote y rey estaba finamente grabado en la parte central de aquel collar de oro con incrustaciones de lapislázuli. Decenas de pequeñas florecillas también de oro pendían de las cadenas del collar. Era una pieza maravillosa.
Rekhamun palpó el metal con delicadeza. El hecho de poder tocar aquella joya lo emocionó. El artesano era un enamorado de su trabajo y sabía que sus colegas, fueran de la disciplina que fuesen, siempre ponían lo mejor de sí mismos en los trabajos que realizaban. En sus manos tenía un ejemplo muy claro de ese sentimiento, aunque también sabía que aquel collar estaba hecho con el antiguo oro robado a las momias de los reyes de Kemet.
Cuando se lo devolvió a Ahmose, éste lo sopesó con absoluta frialdad.
—¿Cómo te llamas? —preguntó al joven detenido.
—Me llamo Beki, señor —respondió con la voz entrecortada por el miedo y bajando el rostro.
—Beki, ¿a qué te dedicas?
—Soy aprendiz en el taller de los orfebres. ¡Pero eso no es mío! ¡No lo había visto nunca! ¡Soy inocente!
Ahmose enarcó las cejas al escuchar la respuesta de aquel hombre. Aturdido, el escriba miró de reojo a Rekhamun, testigo mudo de la escena. Al artesano de la fayenza aquello no le sorprendió ni un ápice.
—¿Dónde estabas anoche? —insistió el funcionario.
—Estuve en casa, con mi familia. Ellos pueden dar testimonio de que no miento.
El escriba miró hacia la puerta de la vivienda, donde una joven lloraba amargamente con el rostro apoyado contra la jamba de la entrada. La muchacha asentía sin mucha credibilidad intentando justificar a su esposo.
—¿Para quién trabajas?
—Asisto en el taller del reputado Teti, maestro de orfebres. Teti podrá dar testimonio de mi valía en el trabajo y de mi honestidad.
—Llevadlo a mis dependencias, y a su esposa también. Allí serán interrogados por separado, como es debido.
Los gritos de la mujer resistiéndose a acompañar a los guardas no mellaron el sosiego de Ahmose, que apartó la mirada de la escena como si aquello ya no le importara. Y así era. Estaba muy acostumbrado a ese tipo de situaciones.
Rekhamun tampoco se inmutó ante la desesperación de la chica.
—Ese joven lleva poco tiempo viviendo en el barrio —señaló el maestro de la fayenza—. No lo conozco mucho. Siempre me ha parecido bastante apocado.
—¿Conoces a Teti, el orfebre?
—Sí, es un buen hombre. Nadie puede responder por los actos de las personas de nuestro entorno. Seguramente será el primero en sorprenderse por la actitud de su aprendiz. Por ahí viene.
Rekhamun señaló un lateral de la estrecha calle que iba a dar a un cruce de callejuelas donde se encontraba la zona de los orfebres del barrio.
Los guardas escoltaban a un hombre grueso. Por sus ropas sucias era fácil deducir que acababa de salir de su lugar de trabajo de forma precipitada.
—Me llamo Teti —se presentó al llegar frente al escriba de la necrópolis—. Soy maestro de artesanos orfebres, tal como lo fue mi padre y antes que él su padre y antes que él su padre. Son muchas las generaciones que hemos trabajado al servicio del templo.
—¿De qué conoces a Beki? —preguntó Ahmose con serenidad—. ¿Es tu aprendiz como él alega?
—Ya no —afirmó el orfebre con rotundidad—. Me han contado lo que ha sucedido. Ese hombre no merece estar en el taller de mi familia. Yo mismo lo acusaré de robo y me encargaré de que pague su falta como señalan las leyes de la tierra de Kemet.
—¿Habías observado antes un comportamiento anómalo en tu aprendiz?
—Hoy día es difícil encontrar buenos aprendices. Rekhamun lo sabe bien. —El orfebre señaló a su vecino, quien asintió—. En cierta ocasión le vi usando el horno para fundir una partida de cobre que no coincidía con ninguna de las que debíamos usar aquella mañana en el taller.
—Imagino que le preguntarías cuál era su origen y para qué se iba a utilizar —apuntó el escriba de la necrópolis avanzando en la historia de aquel oscuro aprendiz.
—Así es. Me respondió que yo estaba equivocado, que ese cobre era del taller y que había un error en la suma inicial. El excedente de cobre, apenas un par de deben, se quedó en el taller. Sin embargo, de forma sospechosa, fue robado pocos días después. Desconfié de él, pero me juró por la morada de eternidad de su familia que no tenía nada que ver con ese robo y que se trataba de una simple casualidad.
—¿Y le creíste?
—En principio sí. —El artesano hizo una mueca—. En esos días habían robado en varias moradas de la orilla oeste. Se hablaba de tribus del desierto que se adentraban en nuestro territorio, así que pensé que algunos de sus miembros podían haber llegado hasta aquí y robar en mi taller.
—Pero no hubo robos en otros talleres del barrio, ¿no es así?
—En efecto. Pero mi taller se dedica al metal, un elemento muy apreciado por los ladrones. Eso me obliga a tener guardas por la noche velando por la seguridad de mi propia casa. Como sucede con todos los artesanos, nuestras viviendas están pegadas a los talleres. Eso es peligroso, pero con los tiempos que corren no nos queda otra solución si queremos estar pendientes de la seguridad de nuestras propiedades.
—¿Y por qué no acusaste al aprendiz si realmente sospechabas de él? Eso podría comprometerte ahora.
—Me dio lástima —reconoció Teti—. La situación del país no es buena, debemos ayudarnos unos a otros. Pero fui un estúpido. Debí expulsarlo, como he hecho en otras ocasiones con aprendices que han cometido una falta menor.
Ahmose recapacitó durante unos instantes. Luego miró de soslayo a su amigo Rekhamun, quien no movió un solo músculo del rostro. No quería interferir en la decisión que tomara el escriba.
—Creo que dices la verdad —indicó Ahmose, a lo que el orfebre sonrió con alivio—. Pero no soy yo quien ha de juzgarte. Regresa a tu trabajo y guárdate bien de los aprendices que trabajen para ti desde ahora.
—Esto me ha servido de escarmiento —afirmó Teti—. Insisto en que quiero saber la verdad para que el nombre de mi familia quede limpio de toda sospecha. Quiero que se juzgue a ese hombre y si se encuentra en él culpabilidad sea castigado como merece.
—Si precisamos de tu ayuda, te lo haremos saber. Gracias por tu sinceridad, Teti.
El grueso orfebre agachó la cabeza en señal de agradecimiento, sonrió a su compañero y vecino Rekhamun y se encaminó hacia su taller para continuar el trabajo diario.
—Me sorprende que hayas tenido suerte en tu búsqueda en el barrio de los artesanos —dijo Rekhamun a Ahmose—. He de reconocer mi error. Yo nunca lo habría sospechado.
—Quizá esa misma confianza de la que haces gala es la que ostentó Teti permitiendo que ese ladrón trabajara para él. Es necesario que seamos más duros, los tiempos actuales nos obligan a ello.
—En pocos días he recibido dos consejos sabios. Hepu, mi mejor aprendiz, me señaló que no debemos morder la mano que nos da de comer. Ahora tú me indicas que no debemos fiarnos de las apariencias. Está claro que he de haceros caso a los dos.
Ahmose sonrió complacido por las palabras de su amigo.
—Aún queda mucho por hacer. Espero que la próxima vez no nos veamos en una situación tan desagradable. Seguro que ese tal Beki y su esposa nos dan más información de la que esperábamos tener esta mañana.
—Sólo me queda desearte suerte —dijo Rekhamun—. Espero que los dioses te acompañen y consigas resolver con éxito el asunto que te han encomendado.