Miércoles, 15 de diciembre de 1880
Luxor
La casa de Mustafa Aga Ayat, una de las más lujosas de Luxor, se hallaba perfectamente asentada sobre el monte de tierra y escombros que cubría parte del templo de Luxor dedicado a Ramsés II, muy cerca de la mezquita de Abu el-Haggag, santón de la ciudad. Dinero no le faltaba a ese extrovertido comerciante de origen turco. De los casi sesenta y cinco años que tenía, había pasado más de cuatro décadas trabajando en aquel país. Egipto era una verdadera fusión de culturas, y Mustafa Aga Ayat era el ejemplo más representativo de ello. Hacía las funciones de vicecónsul para países tan dispares como Bélgica, Gran Bretaña y Rusia. Durante sus viajes por Europa había aprendido idiomas, y gracias a su dominio del inglés, el francés y el italiano, además del árabe, era capaz de conversar con casi cualquier ciudadano del mundo. Era, en suma, un personaje con mucho poder y no menos influencias. Entre sus potestades destacaba especialmente la inmunidad diplomática de que disfrutaba por ejercer las funciones de vicecónsul, lo que en muchas ocasiones le llevaba a actuar con absoluta y desmedida libertad, sobrepasando los límites de la ley.
Todo eso le había dado una fama en la ciudad únicamente superada por los milenarios monumentos que le rodeaban. Sólo Ramsés II era más conocido en Luxor que Mustafa Aga Ayat.
Su sofisticación era un tanto extravagante y pomposa. Si bien no ostentaba ningún título como bey o pachá, se comportaba como tal. Su forma de vestir era como poco peculiar. Le gustaba la moda de varias décadas atrás, durante el reinado de Mohamed Ali, y cubría sus galabiyas con dorados, pañuelos de vistosos colores y, en definitiva, cualquier elemento excesivo que, en su opinión, le diera una apariencia distinguida.
Pero lo que más valoraba Aga Ayat, por encima incluso de su condición de ciudadano privilegiado, era su casa. Vivir junto a la mezquita del patrón de Luxor no era una cuestión baladí. A Abu el-Haggag, hombre santo del siglo XIII, se le atribuían toda clase de proezas y maravillas. Todos los años, un par de semanas antes del mes sagrado del Ramadán, sus restos mortales eran paseados en procesión por la ciudad, para alborozo de los habitantes y sorpresa de los extranjeros, que no parecían entender absolutamente nada. Era un gesto de reconocimiento hacia aquel hombre al que consideraban un hacedor de milagros, muchos de ellos focalizados en la mezquita; lugar sagrado y mágico a un tiempo. El edificio era una suerte de talismán del que todos querían beneficiarse y que el vicecónsul casi podía acariciar con la punta de los dedos desde la ventana de su despacho.
Desde allí, Aga Ayat veía el primer patio del templo de Ramsés II, todavía medio derruido por el último terremoto. Los colosos sedentes del faraón más importante de la historia de Egipto salían de la tierra como si nacieran a un nuevo mundo, diferente del que les había tocado vivir hacía más de tres mil años. Las columnas papiriformes del patio se retorcían entre otras estatuas, haciendo equilibrios para no venirse abajo. Todo estaba cubierto de tierra y escombros hasta una altura considerable. Sólo unos pocos turistas —atrevidos, aventureros, e ignorantes del peligro existente debido a los frecuentes desprendimientos— deambulaban entre aquel eco fugaz del glorioso pasado de Egipto.
En más de una ocasión se había hablado de recuperar el aspecto original del templo, pero el principal inconveniente estaba en la mezquita; un lugar tan sagrado no podía removerse en favor de la ciencia egiptológica.
Para los turistas, el templo de Luxor era como un parque de recreo donde correr a sus anchas; algunos evitaban bordearlo y lo usaban como atajo para ir desde el cercano bazar hasta el río. El problema era que las autoridades dejaban el lugar abierto y sin control alguno.
En ese momento Mustafa Aga Ayat observaba a una pareja que caminaba entre las piedras ajena al peligro. Se preguntó de qué nacionalidad serían. De ser belgas, británicos o rusos, se vería obligado a intervenir si sucedía algún percance. Un papeleo engorroso pero muy gratificante desde el punto de vista económico.
—Valientes estúpidos… —dijo el vicecónsul con la frialdad con la que solía abordar cualquier problema diplomático.
Mientras se daba la vuelta y regresaba a su mesa de trabajo, alguien aporreó la puerta de su despacho.
—Adelante.
Un hombre del servicio asomó la cabeza.
—Ahmed solicita verle, señor. Dice que le trae las verduras que…
—Sí, sí, las verduras. Dile que pase.
La puerta se abrió por completo y el sirviente dejó pasar a Ahmed Abderrassul. Como siempre, el egipcio vestía de negro. En la mano derecha portaba un enorme cesto de verduras cubierto por una tela blanca bastante raída y sucia.
—Veo que no has olvidado traerme lo que te pedí, mi querido Ahmed —dijo el turco en tono cínico.
—No, señor. Fiel como siempre a sus encargos. Las mejores berenjenas, zanahorias y cebollas de nuestros campos, regadas con las aguas del río.
La voz del mayor de los Abderrassul sonaba presuntuosa. Depositó la cesta sobre una mesa baja y retiró el paño para dejar a la vista las verduras.
—Qué buen aspecto —dijo el diplomático al verlas.
—Repito que se trata de las mejores —afirmó Ahmed con una sonrisa cínica que mostraba su mellada dentadura y le daba un aire siniestro.
El egipcio había trabajado en aquella casa del templo de Luxor, como asistente del diplomático, durante más de diez años, hasta que empezó con sus nuevos negocios, en los que también hacía partícipe al vicecónsul. Ahmed, por tanto, conocía bien a Aga Ayat; seguían manteniendo la distancia habitual entre señor y sirviente, pero en muchas ocasiones la complicidad les acercaba en extremo. Prueba de ello eran las visitas que Ahmed hacía al vicecónsul para regalarle lo mejor que daban sus tierras al otro lado del Nilo. Un gesto de agradecimiento que el resto de los miembros del servicio veían con total naturalidad.
El turco se sentó frente a la mesa baja y tomó una cebolla del cesto; la contempló con curiosidad y volvió a dejarla con el resto. Tras hacer lo mismo con un manojo de zanahorias y con varias berenjenas, introdujo la mano en el fondo del canasto. Su rostro permaneció sereno hasta que sus rechonchos dedos tocaron algo duro. Entonces sonrió.
Cuando sacó la mano aferraba en ella el fantástico escarabajo de lapislázuli que los dos hermanos habían arrebatado a uno de los cuerpos de la Montaña de las Momias. Se giró para que la luz de la ventana que tenía a su derecha cayera con toda su fuerza sobre aquella joya y la observó con detenimiento. Los rayos del sol incidían en las pequeñas vetas de oro, dando un aspecto casi sobrenatural al escarabajo.
—Es de oro azul… —susurró el diplomático haciendo referencia al apelativo con el que era conocido el lapislázuli debido a su elevado precio—. Y de una calidad magnífica.
Durante unos segundos acarició con las yemas de los dedos los dibujos que la figura tenía en el dorso; una inscripción protectora sagrada. Aga Ayat sólo era capaz de percibir la belleza de la pieza; nada más. El azul intenso repleto de puntos de oro lo convertía en una obra de arte magnífica; saltaba a la vista. Pero él era incapaz de leer los jeroglíficos y, mucho menos, de intuir a quién podría haber pertenecido. Aunque en el fondo le daba igual. En su ignorancia pensaba que esas piezas se vendían por lo que aparentaban, no por lo que realmente eran.
Ahmed, sentado en un lujoso butacón, disfrutaba del momento y se sentía protagonista de las adulaciones.
—Hay más piezas —dijo con su fea sonrisa.
Aga Ayat depositó el escarabajo sobre la mesa. Luego sacó algunas verduras y las dejó en su escritorio, junto a papeles consulares con los sellos de varios países. En lo más profundo del cesto había un grupo de ushebtis y dos papiros.
El vicecónsul observó la mercancía con detenimiento.
—Son piezas magníficas. No me extraña que los extranjeros paguen un buen dinero por estas cosas…
Para él, las obras faraónicas eran objetos más o menos bonitos que tenían un precio en el mercado. No entendía de historia ni de arqueología. Le daba igual a quién habían pertenecido aquellas impresionantes piezas de fayenza, piedra o papiro, y menos aún le importaba la información que pudiera extraerse de la lectura de los documentos. Eso se lo dejaba a los egiptólogos que trabajaban para los coleccionistas que compraban a sus intermediarios. Los científicos que quisieran participar de todo eso debían hacerlo al final de la cadena, no antes, cuando la pieza ya estuviera en un museo.
—Así es. Los tesoros de los faraones, nuestros ancestros, valen cientos de libras…
—¿Tus ancestros, Ahmed? —El vicecónsul soltó una risotada—. No me hagas reír. Vosotros no tenéis nada que ver con los faraones. No lleváis aquí más que unos pocos siglos. Los faraones estuvieron en la montaña más de tres mil años. Vivís en la misma tierra, nada más. Ése es el único elemento que tenéis en común. Sois tan extranjeros como yo en este país. Si tuvierais un mínimo de dignidad y respeto hacia vuestros ancestros no saquearíais sus tumbas para vender los tesoros al mejor postor.
Ahmed soportó con sangre fría el desprecio y la crítica del diplomático. Los Abderrassul sabían que la Montaña de las Momias les pertenecía. Habían vivido allí durante generaciones, y eso era un argumento de peso para demostrar su arraigo. Eran árabes, sí. Pero su corazón estaba en Egipto, junto al Nilo, y eso les unía a los ancestros de aquellas tierras.
Mustafa Aga Ayat lo miró con una sonrisa conciliadora.
—Pero no te preocupes. A mí eso no me importa en absoluto.
Dejó las piezas con las zanahorias y se levantó. De un armario que había junto a la pared extrajo una bolsa de tela negra. La abrió para cerciorarse de que contenía lo que buscaba y se la lanzó a Ahmed. Éste la cazó al vuelo. No pesaba mucho. No contenía monedas, sólo billetes de banco, varios cientos de libras; el resultado de la venta de las últimas piezas que había entregado al vicecónsul para su puesta en circulación.
—Veo que el negocio sigue en alza, alhamdu li Ala.
—Así es, querido amigo. —El turco tomó del armario una caja de cigarros y le ofreció uno—. Cada vez son más los turistas que vienen a Luxor para visitar sus monumentos y desean llevarse un bonito recuerdo de las arenas del desierto. Al mismo tiempo, los museos de Europa y América están creciendo como nunca se había visto. ¿Y qué decir de las colecciones privadas del Reino Unido? Algunos hombres adinerados mandan a expertos a Egipto para que compren antigüedades con las que aumentar así los fondos de sus mansiones.
—Las piezas que he traído le resultarán fáciles de colocar en el mercado —dijo Ahmed guardándose la bolsa con el dinero en el bolsillo interior de su galabiya negra.
—De eso quería hablarte, Ahmed. Quizá sería necesario aumentar la… ¿producción?
—¿No tiene suficiente con esto? —preguntó el ladrón de tumbas señalando el cesto.
—Cada vez son más los extranjeros ricos que vienen por aquí —dijo el diplomático mientras se sentaba en la esquina de su escritorio—. Todos sin excepción buscan antigüedades, y nosotros se las podemos conseguir, ¿no es cierto?
Mustafa Aga Ayat miró al egipcio con complicidad. Buscaba la confirmación a su propuesta, pero ésta no llegó.
—Resultaría muy peligroso. Si levantáramos sospechas…
—Piensa en el dinero que podríais ganar tú y tu familia —le cortó el vicecónsul—. Miles de libras. ¿Habéis acabado de construir la casa en Gurna?
Ahmed se removió en el sillón y asintió con la cabeza. Aga Ayat sabía que el dinero podría hacerle cambiar de opinión y decidió seguir por ese camino.
—Yo adelantaría la cantidad que fuera necesaria. Tú me traes lo que te pida y yo te pago. No como hasta ahora, que te pagaba dependiendo del dinero conseguido en la venta. Fijaremos el precio previamente.
—No sé…, es muy tentador, pero implica muchos peligros.
—Podríamos llegar a un acuerdo.
Las palabras del vicecónsul sonaron a cajas llenas de billetes en la cabeza del egipcio. Ahmed se levantó y comenzó a caminar con nerviosismo. Tenía que meditarlo. No debía precipitarse en una decisión que podría suponer un riesgo innecesario para la familia.
Aga Ayat lo miraba con una sonrisa en los labios. Creía conocer bien a su asistente. Se haría de rogar, pronunciaría frases lastimeras, lloraría si fuera necesario, se lamentaría de los problemas a los que se veía abocada su familia, y cedería al poder del dinero, ese extraño compañero con el que todos los egipcios soñaban a diario; incluso los que más tenían, como la familia Abderrassul.
—No puedo.
La voz de Ahmed Abderrassul sonó con firmeza desde el otro extremo del despacho.
—¿Cómo dices? —preguntó el vicecónsul, sorprendido.
—¿Por qué no podemos seguir como hasta ahora?
—El mercado tiene sus propias leyes, Ahmed. No te asustes —intentó calmarle Aga Ayat—, es algo normal. La gente quiere cosas diferentes y Egipto se abre a nuevas posibilidades en el comercio. El mercado de antigüedades está boyante ahora mismo. ¡No debemos dejar pasar esta oportunidad!
El turco sonrió con entusiasmo e intentó transmitirle su emoción, pero fue en vano.
—Sé que tiene razón —reconoció el egipcio—, pero antes de todo eso está mi familia. Cuando descubrí aquel enterramiento en la Montaña de las Momias lo tuve muy claro. Desde el principio. Solamente iría a la ladera de…
—No sigas por ahí, Ahmed —lo interrumpió Aga Ayat de forma tajante levantando la mano—. Ya sabes que no quiero saber de dónde sacas todas estas maravillosas piezas. No es de mi incumbencia. Como te he dicho muchas veces, mi consejo es que no hables nunca de ese lugar; sólo te traería problemas. Incluso conmigo.
El mayor de los Abderrassul lo miró con el ceño fruncido.
—Claro que no quiere saber nada. Para usted es muy sencillo dirigir cualquier operación desde el otro lado de la mesa —protestó—. Con su inmunidad lo puede arreglar todo. Pero yo no tengo esa suerte. Si algo sale mal, ¿a quién pedirán explicaciones?
—No seas tan tremendista, Ahmed. Nuestra red está perfectamente estructurada para complicar ese tipo de rastreos. De no ser así, ya habrían dado con nosotros. ¿Crees acaso que la policía de Luxor no ha recibido peticiones desde El Cairo para averiguar qué está pasando en los últimos meses con la proliferación de piezas en el mercado?
—Razón de más para frenar durante un tiempo la salida de objetos. Ahora llegan las semanas más calurosas, el número de turistas descenderá, será un buen momento para replantearse las cosas e intentar dar un nuevo giro al negocio.
Mustafa Aga Ayat soltó una carcajada al escuchar las últimas palabras de Ahmed.
—¿Dar un nuevo giro al negocio, dices? ¿Tú? —exclamó el vicecónsul—. No sabes de qué hablas. Tú te limitas a traer cestillos de verduras de vez en cuando y a cobrar pingües beneficios por no hacer nada. Absolutamente nada. Todo por un simple golpe de suerte. Quien ha creado la red de vendedores y distribuidores a lo largo y ancho de todo Egipto he sido yo. Y eso es lo que te salva de cualquier peligro. Nunca es la misma persona la que lleva las piezas a los anticuarios. Nadie repite. Y lo hacen por una suma miserable. No saben lo que transportan. Son simples correos. ¿Tú o alguien de tu familia seríais capaces de hacer algo así?
Ahmed Abderrassul se abalanzó sobre la mesa y cogió el escarabajo de lapislázuli que acababa de traer.
—¿Sería usted capaz de encontrar algo así? Si le parece tan sencillo, hágalo hoy mismo, la Montaña de las Momias le espera.
Ninguno de los dos respondió a la pregunta del otro. Aquellos reproches no tenían sentido. Sabían que ambos eran piezas clave en la estructura de la oscura trama que habían pergeñado en los últimos años. Eran conscientes de que todos salían beneficiados.
Tras tranquilizarse, cada uno volvió a su asiento.
—¿Qué es lo que quiere? —dijo finalmente Ahmed.
Mustafa Aga Ayat sonrió. Esa pregunta significaba su victoria. El egipcio sería quien perdería en caso de romperse aquella extraña relación de intereses. El vicecónsul abrió de nuevo la caja de cigarros y ofreció otro a su invitado. Las aguas volvían a su cauce.
—Sólo te voy a pedir una cosa —dijo con voz queda—. No te supondrá ningún esfuerzo extraordinario. A cambio, conseguirás una suma excelente. Si quieres te la puedo adelantar ya.
—Entiendo por sus palabras que ya tiene prácticamente cerrado el acuerdo con un comprador.
—En efecto, Ahmed. Es un americano que colecciona antigüedades. Sabe que es un buen momento para adquirir cotizadas rarezas y cenando el otro día con él me propuso un negocio que te será de gran interés.
—¿Qué quiere nuestro amigo americano?
Los ojos de Ahmed dejaron de moverse nerviosos por el lujoso despacho y se posaron en los del diplomático.
—Algo que ya sacaste en su momento y que ahora te reportará más dinero del que jamás hayas soñado… —Aga Ayat hizo una pausa y luego añadió—: Consígueme una momia.
El egipcio abrió los ojos con espanto.
—¡Eso es muy peligroso! —protestó—. Cuando lo hice en la otra ocasión… ¡estuve a punto de caerme al vacío y matarme! Y acarrear hasta aquí un objeto tan voluminoso es muy arriesgado.
—Me consta que así es —señaló el vicecónsul con frialdad, como si le dieran igual los problemas que tuviera que afrontar—. Pero seguro que cuentas con los medios para hacerlo, ¿no es así? —dijo al tiempo que abría lentamente un cajón de su escritorio.
Ahmed tragó saliva; sabía que siempre que abría ese cajón sacaba de él grandes cantidades de dinero.
Aga Ayat alzó una nueva bolsa; era mucho más grande que la anterior. El egipcio la cogió al vuelo y la palpó. Frunció las cejas y abrió la bolsa. Allí dentro había mucho dinero. ¡Debía de haber casi cien libras! Con manos temblorosas, cerró la bolsa y se la guardó en el mismo bolsillo de su galabiya negra donde había metido el resto de los billetes.
—¿Para cuándo es la entrega?
El vicecónsul volvió a sonreír, y esta vez no pretendió ocultar el gesto.
—Me gusta tu predisposición. Veo que eres un hombre de negocios hábil —dijo el turco en un tono adulador que sólo un cretino como Ahmed podría recibir con agrado—. Ese comerciante americano llegará dentro de dos semanas. Ahora está gestionando unos negocios en Port Said. Cuenta con una buena colección de antigüedades egipcias y quiere conseguir una momia de calidad.
—¿Una momia sin su sarcófago, como la que se les entregó a los amigos de aquella mujer extranjera? —preguntó el egipcio para aclarar los flecos de la operación.
—Exacto, sólo la momia, como la otra vez. ¿Podrá ser?
Ahmed se removió nervioso en el sillón. Se había guardado el dinero, lo que significaba que aceptaba el trato, pero el vicecónsul quería oírselo decir en voz alta. Así es como se firmaban los contratos en Egipto.
—Dentro de una semana tendrá esa momia en la trastienda de Wardi.
—Sabía que podía contar contigo, Ahmed —dijo Mustafa Aga Ayat de forma efusiva levantándose para estrecharle la mano—. Sabía que reaccionarías positivamente. No te arrepentirás, ya verás. Significará el comienzo de una nueva línea de negocio. Estoy seguro del éxito.
Diciendo esto, tomó de la mesa las antigüedades que había traído Ahmed y las guardó con cuidado en un armario que había justo detrás de su escritorio. Sólo dejó sobre la mesa un papiro y dos ushebtis; los envolvió de nuevo con un trozo de tela de lino y los depositó en el fondo de la cesta. Ahmed observaba cómo el turco llevaba a cabo el proceso. Era absolutamente mecánico. Lo había visto en numerosas ocasiones, siempre que le traía nuevas piezas realizaba los mismos gestos. El diplomático acabó de llenar el cesto con las zanahorias, las cebollas y las berenjenas. Luego fue a la ventana más oriental del despacho, la abrió y desde allí hizo una seña a uno de los hombres de su servicio para que hiciera subir a un chiquillo que había sentado a la sombra de uno de los muros del templo de Ramsés II. El rostro del muchacho se iluminó con una amplia sonrisa. Dedujo con acierto que iba a ganar alguna moneda haciendo recados en el bazar o en la ciudad. Tres minutos después golpearon la puerta del despacho. El propio diplomático se acercó a abrirla cesto en mano. Detrás se hallaba uno de sus hombres de confianza; le entregó la cesta y un par de monedas para el chico, que permanecía al final del pasillo, sonriendo y deseoso de cumplir el encargo. Estaba convencido de que, si lo hacía bien, le llamarían para otros trabajos.
—Alecciónale bien antes de darle nada, no vaya a cometer una estupidez. No podemos arriesgarnos a errar ni una sola vez. Hay mucho en juego.
Con estas palabras Mustafa Aga Ayat cerró la puerta sin molestarse siquiera en mirar al chiquillo.
Con paso tranquilo caminó hacia la ventana, justo encima del portalón de la casa. Ahmed se puso en pie y lo siguió. Sentía curiosidad por ver cómo acababa la escena. Desde allí los dos vieron al hombre de confianza del vicecónsul hablando seriamente con el chiquillo en la calle. El muchacho, que no debería de tener más de diez años, asentía con la cabeza a cada una de las indicaciones que le daban, sin percatarse de que las personas que tenía a su alrededor se iban distanciando, dejándolos a los dos solos en la plazuela que se abría frente a la entrada principal de la casa de Mustafa Aga Ayat. Con un gesto arisco, el hombre le dio una palmada en el hombro y el chico salió corriendo automáticamente hacia donde le habían dicho que debía llevar la cesta con verduras. El asistente levantó la mirada hacia el despacho del vicecónsul. Éste asintió dando su conformidad.
—No parece muy complicada la cadena de correos que ha creado para distribuir las piezas —se mofó Ahmed—. Usar a chiquillos de las calles no implica grandes gastos ni importantes secretos.
—Quizá sea como dices, pero te aseguro que es más peligroso y arriesgado de lo que crees —respondió el vicecónsul mientras recolocaba unos papeles de su mesa y daba por concluida la visita de su proveedor—. Requiere de algunos… digamos «planes extra» que sólo desde mi posición pueden llevarse a cabo con absoluta libertad y eficacia.
—Chiquillos como ésos los hay a cientos en las calles de Luxor. Todos a la espera de ganar una mísera moneda con la que comprar algo de comida. En los últimos meses han proliferado en exceso. En nuestra aldea se encuentran a docenas vagando por las ruinas de los antiguos templos. Egipto se muere y mucha gente pasa hambre.
—Parece que no entiendes nada, mi querido Ahmed —dijo Aga Ayat con absoluta frialdad dejando a un lado los papeles—. Sus padres murieron hace unos meses en la explosión de una fábrica de cal, cerca de Quena. Desde entonces vive en la calle.
—Le vendrán bien las monedas para…
—No seas ingenuo. —El diplomático le lanzó una mirada heladora—. Ese mocoso seguro que lleva varios días sin comer. Antes de servir la mercancía intentará comerse una de tus cebollas. Son todos iguales; están acostumbrados a morder la mano que les da de comer. Pero eso ahora no importa. Realmente no lo hacemos por caridad. Irá a su destino, entregará el cesto, pero no regresará aquí nunca…
Durante unos segundos Ahmed no separó sus ojos de los del vicecónsul. El diplomático alzó la mirada al techo y añadió con una sonora carcajada:
—¡Nadie le echará de menos!