Miércoles, 15 de diciembre de 1880
Luxor
Aquí tiene su té, señor —dijo el joven camarero mientras dejaba una taza humeante en la mesita que había junto al piano.
Émile Brugsch le agradeció el gesto con una sonrisa. Estaba sentado frente al Kimball traído hacía pocas semanas desde París. Un piano exclusivo para un espacio exclusivo. De pronto el ambiente del hall del hotel Luxor se llenó con las notas del Preludio número 4 en mi menor de Chopin, una melodía serena que apasionaba al egiptólogo y que interpretaba siempre que tenía oportunidad.
Había llegado de El Cairo en el primer vapor de la mañana. Estaba cansado, pero prefería aguantar hasta la noche sin dormir y seguir el ritmo de un día normal. Había bajado a la recepción para echar un vistazo a los periódicos del día, pero al ver el piano vacío no había podido resistir la tentación.
Todo estaba tranquilo. El hotel Luxor era un establecimiento exclusivo. Inaugurado recientemente por la agencia de viajes de Thomas Cook, ya se le consideraba el más sofisticado de la ciudad, haciendo sombra al renombrado hotel Karnak. No obstante, el Luxor no era muy grande, apenas tenía una treintena de habitaciones, pero ese detalle lo convertía en un lugar plácido, idóneo para descansar. Ni estando completo los clientes tenían la sensación de encontrarse en un hotel bullicioso.
La pieza apenas duró un par de minutos. La entrada de varios grupos de turistas le decidió a zanjar su recital. Tomó su taza de té, cogió un periódico y se sentó en un sofá. En la mesa contigua, dos hombres y sus esposas charlaban sobre los regalos que habían adquirido en una tienda de Luxor.
—Un dragomán del templo de Medinet Habu, en la orilla oeste, nos recomendó que fuéramos a ese anticuario —dijo uno de los hombres. Cogió una pasta de té de un plato y añadió—: Y desde luego sabía lo que decía.
—Seguro que estaba compinchado con el vendedor de la tienda —señaló la mujer; lucía un vestido azul y parecía ser su esposa—. Aquí todo el mundo se lleva su comisión. Nadie regala nada, desengáñate. No me extrañaría que fueran familia. Es increíble cómo todos conocen a todos.
—No lo niego, querida —reconoció el marido—, pero las piezas que nos mostró en la tienda eran de una calidad extraordinaria. Eso sí, los precios también eran extraordinarios.
—Los vendedores siempre te tantean —intervino el segundo hombre; parecía saber perfectamente de qué estaba hablando—. Te preguntan de dónde eres, a qué te dedicas, etc.
—Ningún turista que viene a Egipto es un pordiosero, querido —comentó la segunda mujer.
—Desde luego que no, pero unos turistas tienen más dinero que otros, y eso los árabes son capaces de leértelo en los ojos.
—Con los precios que ponen a las antigüedades, a veces pienso que algunos egipcios tienen más dinero que todos nosotros juntos.
Los cuatro amigos rieron la ocurrencia de la mujer del vestido azul. Para entonces el egiptólogo alemán había dejado de lado la lectura del último número de La Gazette Egyptienne y escuchaba disimulada pero atentamente la conversación de sus vecinos de mesa.
—Lo que más me impresionó fue un magnífico papiro —comentó el primer hombre—. Era hermosísimo. Tan bello como los que se exhiben en el Museo de Bulaq de El Cairo.
—¿Era grande? —preguntó el segundo caballero.
—Ya lo creo. Debía de medir más de medio metro. Pero lo más asombroso era la delicadeza de los dibujos y el trazado de los jeroglíficos. Eran, sencillamente, deliciosos.
—Imagino que el precio también era delicioso —apuntó una de las mujeres antes de apurar su taza de té.
—No lo dudes. Una joya así no puede ser barata. Valía nada más y nada menos que veinte libras.
La otra pareja permaneció en silencio con la boca abierta.
—Con ese precio, imagino que no lo compraste —dijo el otro hombre.
—Por supuesto que no. Es una suma demasiado elevada para un capricho, pero desde luego la pieza lo valía. El vendedor me dijo que pertenecía a un antiguo rey. A un faraón.
—Siempre dicen lo mismo —protestó la mujer del vestido azul—. Hazme caso: desconfía de estos árabes. Créeme. Seguramente era una falsificación y lo hicieron el día anterior.
—No lo creo, querida —se defendió el hombre—. Me mostró varios papiros. Los expuso sobre el cristal del mostrador. No todos ofrecían la misma belleza en su ejecución ni mostraban viñetas o dibujos de tan vivos colores. El papiro de aquel rey era especial.
—Si tenemos tiempo esta tarde, quizá mi esposa y yo nos acerquemos a verlo. ¿Dónde dices que está ese anticuario?
—Es el comercio de la Corniche que hace esquina con una de las calles que lleva al zoco —señaló el hombre—. A no mucha distancia del templo de Luxor, el que está aquí, frente al hotel, cubierto de escombros.
—¿El del obelisco? —preguntó la segunda mujer.
—El mismo.
—¿Y qué faraón era?
Pero Brugsch no escuchó la respuesta a aquella pregunta. No necesitaba nada más. Tenía todos los datos necesarios. Hablaban de la tienda donde él había comprado pocas semanas antes el ushebti de la reina Henut-taui. La mención de un papiro, la antigüedad más preciada del mercado, acabó por confirmar sus sospechas. Se preguntaba cuántas piezas habrían salido de manera incontrolada del país. ¿A cuántos extranjeros les habrían ofrecido la posibilidad de hacerse con un papiro o un ushebti? Y, lo más peligroso de todo, ¿cuántos habrían aceptado?
Bebió el último sorbo de té que quedaba en la taza, dobló el periódico por la mitad y lo dejó sobre la mesa baja de cristal que había frente a los sofás. Se levantó con tranquilidad, evitando llamar la atención y que no se le notase la emoción y la tensión que recorrían su cuerpo. Caminó hacia la escalera y subió a su habitación, en la primera planta.
Émile Brugsch había dejado la maleta de cuero sobre un mueble bajo y había organizado perfectamente sus cosas dentro del armario. Fue lo primero que hizo nada más llegar a Luxor. El alemán era incapaz de abandonar la habitación sin recoger sus objetos personales. Sabía que en el hotel Luxor el servicio era muy eficiente y que con sólo una orden un hombre habría venido a hacer ese trabajo por una propina casi ridícula, pero prefería hacerlo él mismo. Además de sentirse útil, de ese modo sabría exactamente dónde había dejado cada cosa. Por eso no tardó en dar con la cartera en la que, junto a su documentación, había una suculenta cantidad de dinero. Egipto no era un lugar peligroso. En absoluto. Pero prefería dejar esas cosas a buen recaudo en la lujosa suite del hotel que llevarlas consigo y correr el riesgo de perderlo. En sus muchos años de trabajo en Egipto jamás había tenido noticia de algún percance en ese sentido, dentro ni fuera de un hotel. Era, sin duda, un buen lugar para vivir.
Desabrochó el botón de la cartera y sacó un sobre repleto de dinero. Sobre la mesa fue poniendo billetes hasta alcanzar las quinientas libras que se había fijado como tope de su primera transacción. Los contó varias veces. Era una verdadera fortuna, pero tenía en mente jugar sus cartas de manera ventajosa. Cuando el dinero no era suyo, esa forma de actuar resultaba mucho más sencilla. Desde luego que sí.
Colocó los billetes en uno de los apartados de su cartera, se la guardó en el bolsillo interior de su chaqueta y pasó un instante al baño para peinarse y atusarse las puntas del bigote. Hecho esto, tomó su tarbush y salió al pasillo. Sólo tenía que bajar un piso, así que no tomó el ascensor.
La recepción estaba más bulliciosa que unos minutos atrás. Un grupo de turistas acababa de regresar de ver el amanecer en el templo de Amón en Karnak.
Saludó al recepcionista y agradeció el gesto al muchacho que le abrió la puerta de la calle. La mañana era fresca pero agradable para pasear en bicicleta por la Corniche. El alemán fue a por la suya en el jardín de la entrada. Saludó al jardinero, se montó en la bicicleta y comenzó a pedalear en dirección al río. El transbordador acababa de partir llevando personas y ganado a la orilla oeste. Brugsch se preguntó si en él viajaría alguien relacionado con la trama que le había llevado hasta allí. Dejó de especular. Sabía que el único eslabón que conocía era la tienda a la que ahora se dirigía.
Agradeció el frescor de la mañana; pronto el calor devoraría la ciudad. Los contrastes de temperatura eran lo que peor llevaban los viajeros —casos extremos de deshidratación habían provocado la muerte de algún imprudente—, pero Brugsch no estaba en Luxor para hacer turismo.
Al llegar a la esquina anterior a la de la tienda de Antoun Wardi, se detuvo. Se bajó y dejó la bicicleta apoyada en un poste cercano; no hacían falta mayores medidas de seguridad, sabía que nadie se la iba a llevar. Caminó hacia la tienda y al pasar por delante echó un vistazo dentro de forma distraída. Había tres turistas comprando recuerdos. Pasó de largo y siguió hacia el río paseando tranquilamente y fumándose un cigarrillo. En ningún instante perdió de vista la puerta del anticuario. Tres árabes se detuvieron delante de la tienda. Hablaban en voz alta y hacían aspavientos; dos de ellos daban empellones al otro, que parecía protestar por el incumplimiento de un acuerdo. Por lo que Brugsch pudo entender, se trataba de un comerciante. Las disputas entre los vendedores de souvenirs no eran extrañas; estaba acostumbrado a ver escenas aparentemente violentas en los bazares y los mercados de la ciudad. Los egipcios elevaban la voz al mínimo desacuerdo, algo que alarmaba a los extranjeros, pero lo que aparentaba ser una violenta discusión no era más que un intercambio de improperios que sin duda no llegaría a mayores. Lo que llamó la atención de Brugsch fue el hecho de que no se trataba de extranjeros. En esas tiendas sólo compraban europeos y americanos. Si aquellos egipcios se habían acercado hasta allí era porque tenían alguna relación con el dueño; tal vez eran familiares o proveedores de reproducciones. Desde luego no tenían aspecto de trabajar en algún sucio taller de réplicas de antigüedades de la orilla oeste. Los dos árabes que parecían estar sancionando el comportamiento del tercero vestían elegantes galabiyas negras confeccionadas con paños de calidad. Por el contrario, el tercero en discordia lucía un distinguido traje de lino blanco y tarbush, característico de los egipcios que seguían la moda europea.
Al poco salieron los tres turistas —sonreían de felicidad ante los objetos que habían comprado y que llevaban en dos bolsas de papel— y entraron los tres egipcios.
Brugsch siguió esperando. Pasaron los minutos y no salía nadie. Comenzó a impacientarse cuando, según su reloj, llevaba esperando en la Corniche más de cuarenta minutos; tiempo en el que había tenido que rechazar la oferta de varios barqueros que ofrecían precios especiales para recorrer en falúa las aguas de Luxor y conocer algunos islotes intermedios.
Se separó de la balaustrada que recorría el paseo, se sacudió el polvo del pantalón y caminó de nuevo hacia la tienda. Al detenerse delante del escaparate vio que dentro sólo se encontraba Mariam, la joven ayudante de Wardi; estaba subida a un pequeño banco de madera, colocando unas piezas en una estantería.
Sin pensárselo dos veces, Brugsch entró. Las campanillas que colgaban del dintel de la entrada anunciaron su llegada.
La joven lo reconoció al instante.
—Buenos días —saludó—. ¿Viene a ver al señor Wardi?
—Buenos días, Mariam. Sí, ¿sería tan amable de avisarle de que estoy aquí? Soy Marek, Kurt Marek.
La joven sonrió con alegría: aquel apuesto europeo se acordaba de su nombre y se dirigía a ella con la mayor cordialidad.
—Lo haré enseguida, señor Marek. Tome asiento, por favor. ¿Le apetecería tomar un té?
Brugsch no pudo evitar fijarse una vez más en la belleza de la joven. Lucía un holgado vestido de color marrón, pero era evidente que bajo el suave algodón corrían unas sinuosas curvas que no podía esconder ni el más recatado modisto egipcio.
—No, gracias, es usted muy amable. Me sentaré aquí a esperarle.
Mariam desapareció detrás de la cortina que daba a la trastienda.
El alemán miró a derecha e izquierda y descubrió, para su sorpresa, que en la tienda no había nadie. Quizá los árabes a los que había visto entrar estuvieran en la parte trasera del negocio. Durante unos segundos aguzó el oído, pero allí no se oía nada que indicara su presencia.
Pasaron unos minutos.
—Buenos días —dijo Antoun Wardi cuando apareció y se colocó tras el mostrador, seguido de su ayudante copta.
—Buenos días —contestó Brugsch estrechándole la mano con cortesía.
Wardi, que llevaba su traje azul de siempre, parecía nervioso y agitado. Al acercarse al mostrador, el alemán vio un tarbush en el suelo. Wardi se percató de su expresión de extrañeza y siguió su mirada.
—Oh, es mi tarbush —dijo—. Es un verdadero placer volver a verlo, señor… Marek.
Bajo el vidrio que cubría el mostrador estaban dispuestas las tarjetas de visita de sus clientes.
—Veo que ya me ha incluido entre sus compradores más preciados —indicó el alemán con una sonrisa al tiempo que señalaba su tarjeta.
—La prueba es evidente, señor: aquí está de nuevo en mi modesta tienda. Intuyo que quedó satisfecho con la compra que hizo la vez anterior.
—Desde luego que sí. Ahora estoy buscando algo más sofisticado. —El egiptólogo apoyó las manos en el mostrador mientras miraba de forma distraída qué podría ofrecerle el vendedor—. Creo que le comenté mi deseo de comenzar una colección de antigüedades. Quizá usted pueda ayudarme a hacer realidad ese pequeño sueño.
Wardi, incapaz de ocultar su alegría, sonrió. Veía en el extranjero un filón, una mina de oro que solventaría sus problemas económicos en mucho tiempo.
—No sé si sería una osadía por mi parte preguntarle a qué se dedica usted, señor Marek.
—Soy comerciante —contestó el alemán de forma seca mientras continuaba husmeando entre las reproducciones que había por doquier en busca de algo que llamara su atención. Pero Wardi no iba a tener su mejor género a la vista de todos, y menos aún el tipo de piezas que interesaban a Brugsch.
—Comerciante… —repitió el libanés asintiendo con falso interés.
—Sí, exporto algodón y caña de azúcar.
—Dos de los mejores productos de Egipto, desde luego que sí… Y ahora entiendo que quiere exportar también antigüedades.
Brugsch le miró con cara de no entender.
—Perdone mi atrevimiento, señor Marek, era una broma. En cualquier caso, con el material de mi tienda podrá confeccionar una magnífica colección de antigüedades faraónicas. Discúlpeme unos segundos.
Al igual que días atrás, Wardi se dirigió hacia la puerta de la tienda, comprobó que no había nada sospechoso en la calle y cerró las persianas. Luego regresó al mostrador.
Mariam observaba muy seria los movimientos del dueño. Brugsch no dejaba de mirar a la joven.
—Mariam, tráenos una caja de cartón de color burdeos que hay en la mesa de atrás —dijo Wardi en el mismo tono displicente que en otras ocasiones.
La muchacha desapareció tras la cortina y regresó a los pocos segundos con el recado.
—Perfecto, aquí está —dijo el vendedor sin dignarse mirar a la joven y agradecerle sus servicios—. Ahora ve a colocar los papeles de las nuevas reproducciones que hay atrás.
Cuando ella desapareció de nuevo, Wardi abrió la caja, de un tamaño no muy grande.
El egiptólogo sintió que lo embargaba la emoción: pronto vería a los grandes papiros de los que había oído hablar.
Sin embargo, el contenido de la caja lo decepcionó. Dentro no había más que unos pocos ushebtis de pasta modernos y fragmentos de cabezas y troncos con porciones de textos que no tenían sentido.
El vendedor no perdió la sonrisa en ningún momento. Brugsch ni se molestó en tomar alguna de las piezas para sondear su valor; estaba seguro de que allí no había más que una vulgar amalgama de falsificaciones que sólo engañarían a un extranjero incauto.
—Me temo que me he equivocado de tienda —dijo muy serio—. El otro día adquirí un magnífico ushebti y hoy me ofrece una mezcolanza de souvenirs como los que compran los turistas cuando los asaltan los dragomanes que hay en el lado oeste, junto a las tumbas. Esos por los que pagan hasta tres libras creyendo que están llevándose una joya propia de un museo.
—Entiendo que no le guste el contenido de esta caja. Quizá en esta otra haya algo de su agrado, señor Marek.
Todo aquello —ofrecer una bagatela antes de dar a conocer parte del mejor género— no era más que una formalidad rutinaria para probar al cliente.
La segunda caja era algo más voluminosa. Su contenido era mejor, pero estaba lejos de alcanzar las expectativas de Brugsch. De nuevo había ushebtis; algunos eran reales y correspondían a soberanos importantes de la XVIII Dinastía. En esta ocasión sí tomó algunos objetos. Una cabeza de cuarcita de apenas unos centímetros llamó su atención. Se trataba de un fragmento de un ushebti de Akhenatón, el Faraón Hereje Amenofis IV. Era espectacular, cualquier museo habría pagado una buena suma por él, al igual que por el fragmento de un ushebti anónimo que por su tipología parecía pertenecer a Seti I, el padre del gran Ramsés II. Era de fayenza azul y brillaba como el de la reina Henut-taui que había comprado semanas atrás. Pero nada de todo aquello era el objetivo que le había llevado a Luxor.
Brugsch se tomó su tiempo observando y analizando las piezas.
—Esto es interesante, pero creo que busco algo más sofisticado. No entiendo de reyes —mintió—. Sólo quiero objetos hermosos para comenzar mi colección.
—Le comprendo perfectamente, señor. Veamos si en esta caja descubre algo de su gusto.
Wardi colocó una tercera caja sobre el mostrador. El egiptólogo empezaba a tener la sensación de hallarse en una feria rural jugando a las cajas misteriosas. Y, en efecto, el misterio comenzó a aparecer en la tercera caja.
En el fondo reposaban casi una docena de ushebtis. Brugsch se percató de inmediato de que tres de ellos, con vivos colores y estéticamente muy atractivos, eran falsos. Los sacó de la caja y los apartó a un lado.
—Esto no nos interesa en absoluto, ¿no es así? —dijo Brugsch marcando su posición en el extraño juego de la compraventa de piezas en Egipto. Quería empezar a dominar la situación, y la mejor manera de hacerlo era demostrar que sabía con qué estaban tratando.
El resto de la caja era, como mínimo, curioso. Había dos ushebtis de la reina Henut-taui muy similares al que había adquirido y depositado en el Museo de Bulaq; los dos eran azules, de una fayenza brillante y con algunos detalles de color negro, como la peluca, los aperos de labranza y el texto con el nombre de la reina. Junto a ellos había un ushebti de tipología idéntica pero de diferente dueño; el rey Pinedjem se representaba con rostro confiado ante la oscura llegada de la muerte. Sin embargo, el alemán tuvo que templar sus nervios ante lo que vio en uno de los lados de la caja: era un pedazo de papiro. No era grande pero sí de tamaño suficiente para que pudiera leer un fragmento de texto en escritura hierática y una pequeña viñeta en la que se veía la cabeza de un rey. La imagen era clara: llevaba la cobra sobre la corona, pero el nombre del soberano no aparecía en el texto.
Brugsch se esforzó por no mostrar su desasosiego. Sabía que en ocasiones los saqueadores de tumbas fragmentaban los hallazgos para obtener más dinero por ellos. Un papiro de gran tamaño —algunos medían varios metros de longitud— podía dividirse en numerosos fragmentos, multiplicando así su precio por tantas piezas como resultaran de aquella atrocidad.
Tomó con delicadeza el fragmento de papiro, lo colocó sobre la palma de su mano derecha e intentó acercarlo a una fuente de luz para poder observar mejor los detalles.
—Es un trabajo excepcional —dijo el vendedor—. No es fácil encontrar papiros como éste… Podría ser un buen comienzo para su colección, señor Marek.
—¿Qué es? —preguntó el arqueólogo haciéndose el ignorante.
—Es un fragmento de un libro funerario de un antiguo rey. Seguramente tenga más de tres mil quinientos años de antigüedad.
Brugsch sabía que aquel fragmento era contemporáneo de los ushebtis de la reina Henut-taui y del resto de las piezas que habían localizado en el mercado de antigüedades en los últimos años. Apenas tenía tres mil años, pero eso era lo de menos; lo importante era que se trataba de una nueva pista hacia el objetivo que se habían marcado.
—¿Sólo tiene este fragmento? ¿No dispone de más papiros?
La pregunta sonó como una dulce melodía en los oídos de Wardi. Asintiendo con una caída de ojos, esperó a que Brugsch volviera a dejar el fragmento en el interior de la caja. Colocó dentro los otros ushebtis y la guardó en la cajonera de la que la había sacado poco antes. Le indicó con un gesto de la mano que esperara y desapareció por la cortina que había detrás del mostrador.
El alemán se acordó de los tres árabes a los que había visto entrar y volvió a aguzar el oído, pero sólo oyó al vendedor arrastrando una pesada mesa por el suelo.
Wardi regresó al poco con un portafolio enorme. Cuando lo abrió, Brugsch, anonadado, apenas fue capaz de controlar su emoción. Se aferró a los bordes del mostrador e intentó descargar así la adrenalina y el nerviosismo que habían aparecido al ver aquel papiro.
—Espero que esto sea de su gusto, señor. Es lo mejor que tengo.
Brugsch observó con detenimiento aquella preciosidad. Se trataba de un papiro funerario escrito delicadamente en hierático y decorado con varias viñetas. Quien lo hiciera, hace tres mil años o más, tenía un gusto exquisito y una sensibilidad especial. A la derecha de la escena principal se podía ver a una reina sentada en su trono. Sobre la cabeza portaba una hermosa peluca y la corona rematada por la diosa buitre Nekhbet. En una mano sostenía una flor de loto. El conjunto era maravilloso. Reconstruía el momento en que la mujer alcanzaba el Más Allá y disfrutaba de una mesa de ofrendas repleta de panes, jarras de vino, frutas y toda clase de delicias. El acto estaba presidido por dos sacerdotes que, vestidos con pieles de animal, realizaban ofrendas y sacrificios en honor de la mujer.
La soberana lucía un vestido de lino blanco ceñido al cuerpo y portaba al cuello un collar mágico. En ambos brazos llevaba brazaletes y pulseras de un metal que seguramente en origen era oro. La silla descansaba sobre una pequeña plataforma. Pero la escena no finalizaba ahí. Erguida detrás de la reina había una figura momiforme. Tenía todo el cuerpo envuelto en lino blanco y, grabado sobre él, un texto religioso. Era la representación de un ushebti de la propia reina. La figura lucía la misma corona y los mismos pendientes que su remedo original. En el registro inferior del papiro, Brugsch vio la representación del catafalco que arrastraba la momia de la reina hasta su lugar de descanso. Dos bueyes y cuatro hombres tiraban de un trineo en el que la momia de la esposa del faraón era amortajada por Anubis, dios de la momificación. El catafalco era escoltado por dos divinidades femeninas. La comitiva se cerraba con un grupo de personas entre las que había familiares y sacerdotes.
Brugsch se detuvo en el texto. No debía dejar ver hasta dónde llegaban sus conocimientos, por lo que leyó para sí el nombre de la propietaria: «Esposa divina, la fiel a Amón de Tebas, hija del rey, esposa real, la hija mayor, la reina Maat-ka-Ra».
No había duda. Habría apostado cualquier cosa a que ese papiro provenía del mismo lugar de donde habían salido los otros ushebtis. Maat-ka-Ra era la hija de Pinedjem I, sumo sacerdote de Tebas y luego faraón del Alto Egipto. Por lo tanto su madre no era otra que Henut-taui, la reina del primer ushebti.
—Es un ejemplar magnífico, aunque no sé si me lo puedo permitir —se lamentó el falso comerciante alemán.
—No se preocupe, señor Marek. El precio es justo. Una buena colección como la que usted está empezando se verá reforzada con un papiro como éste, no le quepa la menor duda.
—¿De dónde procede?
—Lo encontraron unos aldeanos en la otra orilla. Apareció dentro de una caja en el interior de una tumba del Valle de los Reyes.
—No podía ser de otra forma. —Brugsch sabía que el vendedor mentía descaradamente para dar valor al hallazgo; suponía que Wardi no tenía ni la más remota idea de dónde lo habían encontrado—. El mejor lugar para descubrir un papiro de estas características, sin duda. ¿Cuánto vale?
—Los papiros son los objetos más raros del mercado, señor. A mí me costó una pequeña fortuna. No puedo venderlo por menos de trescientas libras. De no hacerlo así, perderé dinero.
—Ustedes los vendedores son todos unos embusteros —espetó Brugsch mirando a Wardi con una sonrisa en el rostro—. No hacen más que llorar y llorar por el valor de las cosas. Apostaría a que este papiro no le ha costado ni veinte libras.
—No, mi querido amigo —dijo el libanés haciendo aspavientos con los brazos—, de ninguna manera. Yo pagué prácticamente doscientas noventa libras por él, mi margen de beneficio es muy pequeño.
—¿Me está diciendo que sólo gana diez libras por la venta de un papiro? Si es así, discúlpeme pero es usted estúpido. Sacaría más dinero vendiendo réplicas de antigüedades a los turistas y se evitaría los problemas que pueden acarrearle este tipo de transacciones.
Wardi permaneció en silencio. Las personas que lanzaban ese tipo de argumentaciones conocían perfectamente el método de trabajo de los egipcios y las técnicas de regateo.
El egiptólogo sabía que contaba con dinero de sobra para comprar ese papiro y muchos más, pero su orgullo de buen regateador le jugaba a veces malas pasadas. Una cosa era dar la imagen de un hombre pudiente y otra muy distinta pasar por un idiota que ignoraba las mínimas normas de regateo en el mercado de antigüedades. Él no era ninguna de esas dos cosas.
—Pierdo dinero… pero como sé que usted va a volver se lo puedo rebajar a doscientas libras. Así me aseguro su compromiso de regresar a mi negocio.
Brugsch sonrió de nuevo con desdén. No se creía ni una palabra del vendedor. El papiro era de muy buena calidad, desde luego. Y estaba interesado en él. Muy interesado. Pero su olfato le indicaba que no valía lo que le estaba pidiendo por él.
—Si me lo deja a buen precio, no se arrepentirá. Tendrá asegurada la venta de otras piezas mejores y más caras; si es capaz de encontrarlas, claro está. No conozco mucho este oscuro mercado de antigüedades. Imagino que veinticinco libras por un papiro es más que suficiente. ¿Qué le parece?
Al igual que había hecho la vez anterior, echó mano a la cartera y comenzó a poner la cantidad propuesta sobre uno de los lados del portafolio.
Wardi abrió mucho los ojos. La posibilidad de obtener un beneficio tan alto de forma fácil y en poco tiempo le hizo soñar con un futuro prometedor. Antes de abrir la boca reflexionó dos veces lo que iba a decir.
—Estas piezas no son fáciles de conseguir —se disculpó—. Aparecen de forma esporádica en el mercado de antigüedades. Me temo que esa cantidad no alcanza a cubrir los beneficios mínimos por el papiro.
Sin embargo, el alemán sabía tratar con los vendedores.
—Desde luego que sí, querido amigo. Aquí tiene veinticinco libras por el papiro y otras cinco para que me busque más. Tómelo como un adelanto por la próxima compra; una especie de acuerdo entre los dos.
Wardi no daba crédito. Nunca había ganado tanto dinero con una sola venta.
—No puedo asegurarle que vuelva a tener algo así, señor.
—Seguro que sí. Usted parece una persona con buenos contactos, ¿me equivoco?
El libanés no respondió, miraba incómodo el papiro y el dinero que había sobre el mostrador.
—Ayúdeme a conseguir más papiros de éstos y no se arrepentirá —añadió Brugsch—. ¿Lo hará?
—Lo intentaré, señor Marek. ¡Mariam! —gritó Wardi con nerviosismo mientras se guardaba el dinero en el bolsillo.
La joven cristiana apareció al instante.
—Dígame, señor Wardi.
—Prepara este papiro para que el señor Marek pueda llevárselo.
Mariam recogió el portafolio con el papiro. Tomó de una estantería un gran marco con cristales a ambos lados, quitó las pestañas que los mantenía unidos y colocó el papiro entre ellos con sumo cuidado. Allí estaría bien protegido. Luego volvió a colocar el marco dentro del portafolio y lo cerró. Lo llevó a su mesa, al final del mostrador, para envolverlo en papel y acordonarlo.
Cuando Brugsch se acercó hasta allí para recoger su nueva compra, la joven comprobó que su jefe no la estuviera mirando y esbozó una sonrisa. El alemán se percató de aquel detalle y con una mueca le expresó su desaprobación por la descortesía con que solía tratarla.
Mariam no tardó en acabar de envolver el valioso papiro.
—Muchas gracias, Mariam, es usted muy amable y eficiente —dijo Brugsch—. Espero que volvamos a vernos pronto.
—También yo… —respondió la joven con su preciosa sonrisa y en voz muy baja para que Wardi no pudiera oírla.
Brugsch se dio la vuelta y caminó hacia la puerta, donde le esperaba el vendedor libanés.
—Muchas gracias —dijo el egiptólogo estrechándole la mano—. Volveremos a vernos.
—No hay de qué, señor Marek. Es un verdadero placer para mí poder ayudarle.
Cuando Brugsch puso el pie en la calle con intención de volver a coger su bicicleta y regresar al hotel, la voz del vendedor le hizo detenerse.
—Señor Marek —dijo Wardi en tono quedo.
Brugsch, extrañado, giró la cabeza levemente.
—¿Sí?
—Espere esta noche a las diez en el embarcadero que hay bajo el templo de Luxor.
El egiptólogo tardó varios segundos en reaccionar. Se limitó a asentir sutilmente; se llevó el índice de la mano derecha al tarbush, con la mano izquierda aferró con fuerza su preciado papiro, y echó a caminar hacia su bicicleta.
Wardi lo observó alejarse. Brugsch, silbando el Preludio número 4 de Chopin, desapareció entre la gente que ya empezaba a inundar la calle a esa hora de la mañana.
Cuando lo perdió de vista, cerró la puerta y corrió el pestillo.