Año 969 antes de nuestra era
Templo de Amón, Tebas
Sucedió por la noche. —La voz de Ahmose, primer escriba de la necrópolis, reverberó en el salón de recepciones del templo de Ipet-isut—. Los guardas debieron de toparse con los ladrones durante una de las rondas. En una de ellas suelen bajar al centro del valle en varias ocasiones, dependiendo del puesto de vigilancia en el que estén. Los saqueadores iban armados en previsión de que pudieran ser descubiertos, como así fue. Los guardas no tuvieron tiempo de reaccionar. Encontramos sus cuerpos en el interior de la primera galería de la morada de millones de años del Osiris Ramsés Menmaatra, lo que induce a pensar que entraron allí porque oyeron un ruido sospechoso. Los soldados tienen prohibido acceder a los lugares sagrados a no ser que sea estrictamente necesario; de lo contrario, el castigo podría acarrearles la muerte. Uno de ellos murió de un fuerte golpe en la cabeza producido con una piedra y el otro de una cuchillada en el cuello.
A sus más de cincuenta años, toda la vida de Ahmose había estado ligada al servicio de los escribas de la orilla oeste. Estudió en la Casa de la Vida del templo y fue ascendiendo dentro de la administración hasta alcanzar el cargo de escriba de la necrópolis, uno de los puestos más ambicionados y que llevaba desempeñando más de diez años. Así lo demostraba su impresionante porte. Vestido con el más fino lino de los telares de Uaset, no perdía la oportunidad de hacer ostentación de su estatus, como cualquier egipcio, por medio de joyas, ricas pelucas para cubrir su ya escaso pelo y todo tipo de condecoraciones recibidas de los sumos sacerdotes.
Las altas columnas del salón, cubiertas de figuras de dioses, entre las que destacaba el poderoso Amón, se erguían hasta el techo. Fustes y capiteles estaban repletos de textos e imágenes pintados con los más vivos colores que podían conseguir las paletas de los artistas. De igual forma, las paredes estaban cubiertas de escenas religiosas. Los muros representaban a los ancestros de la tierra de Kemet: escenas de guerra en las que el faraón, subido a su carro, expulsaba a los enemigos del país hacia el exterior del santuario; momentos de encuentro entre el soberano y la divinidad; presentación de ofrendas para rememorar la omnipresencia y la fuerza del dios de Uaset; imágenes de la barca solar de Amón cruzando el río Nilo hacia la orilla occidental de la ciudad para celebrar la Fiesta del Valle… En definitiva, una suerte de teatro donde la vida del dios se hacía patente con la fuerza que sólo la magia de los sacerdotes era capaz de plasmar en sus ritos.
Entre aquellas colosales paredes, desde el estrado, el sumo sacerdote de Amón, Khakheperre Setepenamun, Pinedjem II, escuchaba atentamente y con creciente preocupación el relato de dos de sus funcionarios más destacados. Sabía que el pueblo tenía problemas para conseguir alimento. Ni la tierra de Kemet ni sus conquistas en el extranjero proporcionaban ya tanto oro como lo hicieran antes. Había epidemias y los robos eran continuos. Pero lo que más preocupaba al sacerdote faraón era su propio futuro y el de su familia. Llevaba en el gobierno más de veinte años. Era un hombre mayor y estaba enfermo. Sabía que pronto llegaría el momento en el que iniciaría su gran viaje a través de las doce horas de la noche. Su corazón deseaba que, en su camino al Más Allá, no sufriera el mismo ultraje que los grandes reyes y sacerdotes que le habían precedido. Si los faraones de la familia de los Ramsés no eran respetados en su viaje hacia el reino de Osiris, ¿quién lo respetaría a él? Los infundados rumores sobre los tesoros que escondía el templo de Amón crecían cada día que pasaba. Nada de lo que se decía era verdad, pero los habitantes de Uaset sospechaban y recelaban del poderoso clero de Amón. Por lo tanto, una vez muerto Pinedjem, los ladrones acudirían a su morada de eternidad como perros del desierto a una presa indefensa en mitad de la noche. Su ataúd, su momia, sus ushebtis y el resto del ajuar que debía acompañarle en su viaje por el Amenti se destruirían para siempre y, lo más grave de todo, su recuerdo se diluiría en el tiempo. La vida eterna en Rostau, el reino de Osiris, desaparecería, disipándose en las tinieblas del caos.
Pinedjem era también jefe del ejército, pero el cargo más importante que ostentaba era el de sumo sacerdote del clero de Amón en Uaset. Ya era anciano para encargarse de las milicias. Le fallaban las fuerzas en las piernas y su voz no era tan vigorosa como antaño. Como jefe del ejército, perteneciendo a una importante estirpe —su abuelo fue el faraón Akheperre Setepenre Psusenes I—, continuadora durante generaciones del poder en el norte y en el sur de la tierra de Kemet, no quería pasar por una tesitura tan peligrosa como la que anunciaban los acontecimientos. Para evitar que alguien les negara —a él y los suyos— la vida eterna, debía actuar con todas sus fuerzas y de forma expeditiva.
Pinedjem ostentaba la misma nomenclatura que su abuelo, pero al contrario que él y otros de sus predecesores en el máximo rango sacerdotal del clero de Amón, no tenía grandes aspiraciones en el poder. Por ello siempre evitó escribir su nombre en los monumentos rodeándolo de un cartucho, el óvalo sagrado que respaldaba el poder real. Esa potestad la tenía de todas maneras. El sumo sacerdote y general era lo suficientemente inteligente como para eludir aspirar a absurdos problemas administrativos que, según él, podrían ocasionarle dificultades con el verdadero faraón, Siamún, instalado con su corte al norte del país, en Dyanet, Per-Uadyet, la capital septentrional de Kemet.
En ese escenario y en ese contexto político y social, Pinedjem despachaba todas las mañanas con sus funcionarios más cercanos. Ahmose sabía que, en ocasiones, el lugar empleado para las recepciones matinales condicionaba la decisión del anciano gobernador en uno u otro sentido. No era casual que las reuniones más importantes para el sur, en manos del clero de Amón, se decidieran en aquella sala que podría considerarse una copia del salón del trono que el faraón tenía al norte, en su palacio de Dyanet, Per-Uadyet. Con ello, Ahmose quería reforzar la gravedad de los hechos acaecidos el día anterior en la Grande y Majestuosa Necrópolis de Millones de Años de los Faraones, Vida, Salud y Prosperidad, en el occidente de Uaset.
El escriba había acudido a primera hora de la mañana junto al joven Takelot, segundo escriba de los cementerios de la montaña del oeste, para despachar junto a la máxima autoridad del gobierno. Pinedjem escuchaba atentamente el relato de sus escribas. Los tiempos con los que el destino le había dado en suerte gobernar eran atroces para la población. La riqueza de la tierra de Kemet había menguado de forma ostensible. El Wehem-Mesut que instaló su abuelo no era más que una ficción, una falsa etiqueta con la que ofrecer una imagen de estabilidad que nunca se llegó a dar. Buena prueba de ello era lo que había pasado la noche anterior. En los últimos tiempos eran continuos los informes de saqueos, robos, asesinatos, quema de cultivos por venganzas entre vecinos y demás calamidades.
El sacerdote observaba el paso de la luz por una de las celosías que se abrían en el techo de la sala. A pesar de la vejez y la enfermedad, su porte era majestuoso. Sobre el vestido, del más puro lino recolectado en las tierras de Kemet, lucía una piel de leopardo tachonada de estrellas, la vía celeste que debían recorrer todos los difuntos. La cabeza del animal pendía sobre su abdomen. Tanto en la peluca como en las muñecas y los tobillos, el sacerdote lucía ricas joyas fabricadas con el mejor oro y las piedras y pastas de colores de mayor calidad de los talleres del templo. En la mano derecha llevaba un bastón que le confería el poder religioso y militar que ejercía sobre el sur de la tierra de Kemet.
Sin embargo, debajo de todas esas riquezas se encontraba un hombre abatido. Cansado de la imposibilidad de sacar adelante el país, la desidia y el abandono habían empezado a hacer mella en su forma de gobernar. Ya sólo buscaba el descanso y el sosiego que le proporcionaba el saber que todo estaba preparado para su largo viaje al mundo de Osiris.
Uno de sus ayudantes hizo una señal para que el sirviente que había junto a la puerta se le acercara con un parasol, pero Pinedjem lo detuvo al instante con su mano. Era un anciano, pero el ajado rostro del sacerdote-rey, recortado por la peluca trenzada con esmero con pelo natural, disfrutaba del calor de los rayos del dios Ra. La sensación era agradable. Cada una de sus arrugas era un frente de batalla abierto en los difíciles años de gobierno. El contacto con el sol le recordaba las campañas militares que había desarrollado en la región para controlar la entrada de tribus extranjeras. Nada importante ni realmente peligroso, pero le ayudaba a rememorar su papel como máximo responsable en el prestigioso estrato militar dentro del estamento egipcio.
Todo eso había quedado atrás, formaba parte del pasado; un pasado que nadie recordaría si no conseguía cortar de cuajo y de forma enérgica los numerosos robos que se estaban llevando a cabo en la orilla oeste.
—Debía de ser una banda de ladrones numerosa para sorprender como lo hizo a los dos guardas —añadió Ahmose ante el silencio de Pinedjem.
—Esa tumba está vacía, ¿no es así? —El sumo sacerdote de Uaset por fin mostraba cierto interés en lo que se le estaba relatando.
—En efecto. Como bien sabes, nunca se llegó a utilizar —respondió Ahmose—. El Osiris Ramsés Menmaatra prefirió realizar su viaje al Amenti desde el norte del país. En aquel tiempo la situación era igual de infernal que ahora, por lo que no se podía garantizar la seguridad del conjunto. Antes de que él entrara en el camino hacia Osiris, las moradas de eternidad de toda su familia habían sido mancilladas por las sucias manos de los saqueadores.
—Entonces… —El sacerdote hizo una pausa y tomó aire—. ¿Qué había en aquel lugar para que los ladrones fueran hasta allí y acabaran con la vida de los dos guardas?
—En principio es un simple almacén —respondió Takelot con su característica voz ronca—. No hay muchos objetos de valor.
De origen libio, Takelot apenas alcanzaba los veinticinco años, casi la mitad de la edad de su compañero Ahmose. No obstante, su experiencia en la administración lo convertía en un funcionario destacado de la necrópolis. Su caso era el vivo ejemplo de cómo los extranjeros asimilados a la cultura del país de los faraones podían ascender en los puestos de la administración. Su padre fue un general del ejército egipcio y su madre una Señora de la Casa de uno de los barrios más reputados de Uaset. Generaciones después de la llegada de sus ancestros, había perdido el acento extranjero y dominaba perfectamente el egipcio.
Años antes, cientos de pastores libios se habían asentado en el delta del Nilo en busca de lugares propicios para sus ganados. Los habitantes de la tierra de Kemet los acogieron sin problemas. Algunos faraones incluso los usaron como mercenarios en el ejército, con lo que muchos de ellos subieron posiciones en el escalafón social. Una vez asentados, como era el caso de la familia de Takelot, desempeñaban tareas en la administración. Sus tradiciones se habían diluido dentro del mundo faraónico. Incluso habían adoptado las ropas egipcias, con las que pasaban completamente desapercibidos. A pesar de todo, Takelot aún conservaba algunos rasgos que señalaban su origen; así, su pelo trenzado delataba a primera vista el origen extranjero de sus ancestros.
—Pero el informe señala que se llevaron una valiosa vajilla —prosiguió Pinedjem—. Y, según vuestro informe, los ladrones arrancaron el oro de las sagradas figuras de los dioses que descansaban en el interior de varias capillas.
El joven escriba se retorció las manos con nerviosismo. Sabía que no debía caer en contradicciones. Su compañero lo observaba expectante.
—Aún hay algunos datos que debemos confirmar —respondió finalmente el libio.
—¿Y cómo entraron esos hombres en la Grande y Majestuosa Necrópolis de Millones de Años de los Faraones, Vida, Salud y Prosperidad, en el occidente de Uaset? Creí que era un lugar seguro. Es más, ¿queda algo por robar allí?
Había desconfianza en la voz de Pinedjem. Tenía los ojos cerrados y el rostro al sol. Sabía que sus secretarios tardarían en responder; ninguno de ellos tenía respuesta para aquella enredada pregunta. Ahmose miró de reojo a su compañero Takelot. Ambos intentaron improvisar una razón plausible con la que satisfacer la curiosidad del sumo sacerdote de Amón, pero no la encontraron.
—Seguramente sobornaron a los guardas —afirmó por fin Takelot—. Podemos cambiar los turnos y deshacernos de los que ya tenemos. No es la primera vez que ocurre algo así. Los soldados no cobran mucho dinero, por eso creemos que también deciden participar en esta clase de saqueos.
Pinedjem se retiró de la luz del sol. Se frotó el rostro con las manos y se dirigió al pequeño estrado de dos escalones que había entre dos grandes columnas en medio del salón. Apoyándose en su bastón de mando subió con esfuerzo hasta el último peldaño y se dejó caer en el asiento con todo su peso.
—Creí que los que guardaban ahora la necrópolis eran hombres de vuestra confianza —señaló el sacerdote observando a sus funcionarios con rostro cansado.
—Así es… —afirmó Takelot.
—¿Entonces? —insistió el sumo sacerdote de Amón—. ¿Qué es lo que ha fallado ahora? ¿No sois capaces de dar con un puñado de hombres fieles y de confianza? ¡Pagadles tres veces más si es necesario!
—Los habitantes de Uaset tienen hambre, Pinedjem —señaló Ahmose intentando eludir su responsabilidad en el caso—. La situación es extrema. Sus graneros están vacíos y no saben cómo alimentar a sus familias.
—¿Me estás echando la culpa de un saqueo en el que ni siquiera habéis sido capaces de controlar quién entra o sale de la montaña occidental delante de vuestras narices?
Los dos funcionarios retrocedieron un paso y bajaron la cabeza en señal de sumisión.
—No seas incauto, Ahmose —prosiguió el sacerdote-rey—. Siempre me has sido fiel y estoy muy satisfecho con tu trabajo, pero en ocasiones pecas de ingenuidad. El saqueo de la necrópolis no se debe al hambre sino a la avaricia. No voy a negar que tenemos menos riqueza que la que hubo antaño. Pero a Kemet no le falta trigo, le falta oro. Y ésa es la verdadera causa de los robos en las moradas de nuestros ancestros.
Pinedjem hizo una pausa para tomar aire. No lejos de donde se encontraba, el médico de la corte lo observaba con atención. Sabía que no debía fatigarse ni enzarzarse en discusiones vanas.
—¿Cuántos puestos de vigía hay en el valle? —preguntó el sumo sacerdote retomando la conversación.
—Cinco —contestó con rapidez el escriba Ahmose—. Algunos de ellos comparten funciones con los valles de las proximidades.
—Los saqueadores suelen ir a tumbas de antiguos reyes —añadió Takelot—. En su ignorancia creen que son las que más tesoros albergan. De lo contrario, no entiendo que entraran en una tumba vacía, seguramente los atrajo hasta allí el nombre.
—Todas las momias de los antiguos faraones descansan en lugar seguro —continuó Ahmose, en el intento de apaciguar los ánimos del sumo sacerdote—. Hasta que hallemos una solución al problema, se encuentran almacenadas en el templo de Amón de la orilla oeste o en otras tumbas.
—Una solución al problema… —repitió Pinedjem al tiempo que volvía a levantarse para retomar su paseo por el salón de recepciones.
El eco de sus sandalias en la enorme estancia retumbó sobre las pinturas y los relieves que cubrían las paredes del recinto.
Takelot y Ahmose sabían en qué estaba pensando el sumo sacerdote de Uaset. Las tumbas de los grandes reyes habían sido saqueadas por su propia familia hacía no más de cien años, para hacer acopio de oro y materiales de valor, cuando se perdieron para siempre las posesiones en el extranjero, principal fuente de recursos. La ruina de Nubia fue una tragedia para la economía egipcia. Las minas de oro de aquel país del sur que siempre había estado controlado por los faraones de pronto dejaron sin recursos auríferos a la tierra de Kemet.
—¿Dónde están los cuerpos de mi familia? Mi abuelo Pinedjem, su esposa Henut-taui…
—Se hallan en lugar seguro, no tengas preocupación por eso —se apresuró a contestar Ahmose—. Descansan junto a algunos de los grandes ancestros en el sagrado templo de Djamet, en la orilla occidental.
El rostro de Pinedjem no dejó de mostrar preocupación. El sumo sacerdote prosiguió caminando con su bastón de mando y las joyas de oro y piedras semipreciosas que cubrían su cuerpo lanzaban destellos bajo la luz del sol.
—Además, hemos encargado nuevos ajuares para los miembros de tu familia —añadió el escriba de origen libio jugueteando con uno de sus pendientes de oro—. El maestro de tjehenet, Rekhamun, está rehaciendo los ushebtis de Henut-taui que días atrás aparecieron en la montaña envenenados por las manos de los ladrones.
Aquel interés por aplacar el problema no apaciguó la intranquilidad del sumo sacerdote de Amón.
—Hemos perdido el sentido de las cosas —dijo con pesimismo—. Han sido muchas las ocasiones en las que la tierra de Kemet ha sufrido hambrunas o invasiones extranjeras que han hecho estragos en la población. Pero la situación ahora es diferente. Se puede palpar en las calles de la ciudad.
Los escribas de la necrópolis real se miraron sorprendidos.
—¿Qué es lo que quieres decir, Pinedjem? —preguntó Ahmose.
—Como acabo de señalar, los robos de las tumbas no se hacen para conseguir alimento. Mi abuelo, y antes que él Piankh, primero como general del ejército y luego como sumo sacerdote de Amón en Uaset, comenzaron los saqueos de las tumbas de nuestros ancestros, y justificaron su acción por la falta de recursos. Habíamos perdido el acceso a las minas de oro en Nubia. El visir de aquella tierra, Panehesi, nos había traicionado. ¿Qué podíamos hacer? Lo más sencillo: robar a nuestros antepasados, quitarles la gloria que consiguieron para la tierra de Kemet y con la que merecidamente se hicieron enterrar para comenzar su viaje por el Amenti.
Takelot y Ahmose mostraron su sorpresa ante la repentina piedad del sumo sacerdote de Amón.
—Pero, Pinedjem, las cosas siempre han sido así —protestó el escriba libio—. Por desgracia, los saqueos de la necrópolis son habituales. No es algo nuevo. Antes de la llegada de los pueblos pastores, los hicsos, la tierra de Kemet vivió momentos de desesperación similares a los de ahora. La gente tenía hambre y saqueaba las sepulturas de los nobles y de los reyes para poder comer.
—Esa historia ya me la sé —lo interrumpió Pinedjem—. La he escuchado cientos de veces. Pero ahora hay algo que nos diferencia y nos distancia gravemente de aquella época. Nadie roba tesoros para comer.
—Seguimos sin entenderte, Pinedjem —señaló de nuevo el primer escriba.
—¡Es evidente, Ahmose! —replicó el sumo sacerdote abriendo los brazos y dejando a la vista la cabeza de leopardo que llevaba colgada—. Alguien que no tiene que comer robará alimentos en el mercado o un animal en un establo, pero no será tan loco de arriesgarse a cruzar a la otra orilla del río, entrar en el mundo de los muertos y llevarse decenas de deben de oro, plata y cobre.
—¿Quieres decir que los robos de la orilla occidental son algo premeditado? —preguntó Ahmose enarcando las cejas—. ¿Algo controlado y preparado con antelación por…?
—Son robos premeditados, Ahmose, sí. Robos perpetrados por alguien que sabe qué va a encontrar.
—Pero ésa es una acusación muy grave…
—He escuchado vuestro informe con atención. No hace falta ser muy inteligente para deducir que los ladrones, fueran quienes fuesen, sabían perfectamente adónde ir, por dónde entrar y qué buscar.
—Pero esa información sólo está en los archivos de la Casa de la Vida[9] de Ipet-isut y en nuestras dependencias de la orilla oeste —añadió el ingenuo escriba en un intento de borrar aquella idea de la cabeza del sumo sacerdote de Amón—. Nadie más conoce la ubicación de las tumbas, a quién pertenecieron y qué hay en su interior.
—Basta conocer los datos que tenemos guardados en el templo para ir sobre seguro al asalto de una tumba. La prueba de que lo que digo es exacto está en que los saqueadores fueron a una tumba almacén, donde hay material para robar. De sobra saben que las antiguas tumbas de los faraones ya están esquilmadas. El problema lo tenemos en nuestra propia casa.
El salón de recepciones quedó en silencio tras las últimas palabras de Pinedjem. El sumo sacerdote de Amón continuó caminando. Las enormes losas de calcita que cubrían el suelo reflejaban de forma dispar los rayos del sol que se colaban por las celosías del techo. Pinedjem seguía el trazado de las vetas de la piedra que de forma caprichosa formaban dibujos sobre el suelo.
Los dos escribas de la necrópolis observaban en silencio los movimientos del sacerdote a la espera de recibir una nueva orden. Pero ésta no llegó.
—Alguien desde dentro está proporcionando información sobre las tumbas. Es evidente, ¿no lo creéis así?
Los dos escribas siguieron en silencio.
—Imagina, Ahmose, que tras tu muerte alguien entra en tu morada de eternidad y saquea tu momia y tu ajuar. ¿Qué pensarías de eso?
El escriba dio un respingo ante la pregunta de su señor.
—No puedo ni imaginarlo —señaló Ahmose llevándose la mano a la boca—. No hay mayor sacrilegio; una transgresión que no puede resarcirse ni con la muerte del ladrón.
—En efecto —asintió Pinedjem—. El verdadero problema del saqueo de tumbas no está en que los ladrones destrozan los cuerpos de nuestros reyes y sacerdotes sino en que borran su memoria. Eso es mucho más grave. Nuestra magia es poderosa, somos capaces de reconstruir un cuerpo sagrado como Isis reconstruyó el de su esposo Osiris después de que el malvado Set lo descuartizara en catorce pedazos y lanzara cada uno de ellos a los confines del Valle del Nilo, pero no podemos hacer nada si sus textos sagrados se queman y sus ushebtis se ven desprovistos del nombre que les regenera para poder ayudar a su dueño y señor en la tierra de Rostau. Eso es la muerte eterna…
Los tres hombres reflexionaron sobre la gravedad de los hechos. Quizá hasta entonces no habían sido realmente conscientes del problema, más allá del simple valor económico de los objetos robados.
—Imagino que estarás trabajando ya en la construcción de tu morada de eternidad, ¿no es así Ahmose?
La construcción de la tumba era de suma importancia. El destino era imprevisible; Anubis, el dios de la momificación y de los muertos, podía llevarte al tribunal de Osiris en cualquier momento.
—Por supuesto —afirmó el escriba con orgullo—. Cuento con mi propia tumba. Está excavada en un lugar destacado de la montaña occidental, al otro lado del río. El lugar no ha sido dejado al azar, y he negociado con esmero el ajuar que me acompañará para toda la eternidad. Los mejores artesanos de los talleres del templo están ocupados en el asunto.
—¿Y cuál es tu situación, Takelot?
—Mi caso es idéntico al de Ahmose —respondió el libio; su voz profunda resonó en todo el salón—. La tumba de mi familia sigue desde hace varias generaciones los estrictos designios de Osiris.
—Sin embargo, tu padre no era de la tierra de Kemet. Él pertenecía a la tribu de los libu.
—Bien dices, Pinedjem. —Takelot, orgulloso de sus orígenes extranjeros, sonrió—. Conoces a mis ancestros y sabes que siempre hemos sido fieles al poder de las Dos Tierras. Kemet nos acogió y nosotros hemos sabido recompensar ese esfuerzo con trabajo y dedicación, desarrollando siempre nuestras tareas con la mayor honestidad.
—Pues bien, imaginad por un instante que todo ese trabajo de pronto se cubre de un denso velo de oscuridad y olvido. Imagina, Ahmose, que tu ataúd, realizado en el mejor taller del templo, se ve obligado a permanecer en el olvido porque tu nombre se ha borrado de los textos que lo cubren. ¿Sabes qué implicaría eso? —Pinedjem miraba fijamente a su escriba.
Ahmose se estremeció por dentro al pensar que algún día esas palabras pudieran llegar a ser verdad.
—Eso significaría que nadie estará contigo —prosiguió el sacerdote-rey—. Nadie depositará ofrendas para alimentar tu alma cuando no estés con nosotros y nadie venerará tu imagen. Da igual que tengas familia. Tus hijos no sabrán dónde se encontraba tu tumba porque fue saqueada, incendiada y destruida para toda la eternidad… Ahora podemos recuperar el recuerdo de mi familia, de estirpe real y con sagrados vínculos a los ritos de Amón. Pero ¿creéis que, cuando saqueen vuestra tumba alguien se preocupará de restaurar vuestra memoria? No, nadie lo hará; al igual que nadie restaura la memoria de los pobres cuyas moradas de eternidad han sido asaltadas. Alguien ocupará su lugar y se olvidarán de él para siempre.
Ahmose sintió un escalofrío. Pinedjem tenía razón. No había muerte más horrible para un habitante de Kemet que la que podía sufrir después de su descanso en la tumba: que nadie recordara su paso por este mundo y que fuera despojado de los objetos imprescindibles que debían acompañarle para garantizar el éxito en las diferentes pruebas y obstáculos que encontraría en su camino hacia el reino de Osiris.
Pinedjem dirigió sus pasos hacia una de las columnas que se erguían, altas y esbeltas, hasta el techo del salón. El sonido del bastón arrastrándose por las losas de piedra cesó cuando el sacerdote posó su mirada en las líneas que imitaban la planta del papiro en el fuste de la columna. Con el extremo del báculo, repasó el perfil de la base pintada con hojas de un verde intenso.
—El verde es el color de Osiris, el color de la vegetación, el color de la vida eterna —dijo Pinedjem como si estuviera dando una lección de teología—. Sin embargo, los robos que se suceden día tras día en la necrópolis borran el significado de este sagrado emblema del dios de la muerte. Lo cubren todo de rojo, el color de la destrucción y el olvido. Debemos hacer algo para frenar esta sangría. De lo contrario pronto nos arrastrará a nosotros mismos. ¿Qué se os ocurre? En cierto modo, vosotros sois mis asesores, ¿no es así?
A Ahmose y Takelot les sorprendió en gran medida la afirmación de Pinedjem. Esperaban que les diera una orden, no que les pidiera consejo.
—Hallaremos a los culpables y pagarán con su vida —dijo Ahmose con vehemencia—. Colgaremos sus cuerpos de los muros del templo como advertencia para aquellos que hubieran pensado en seguir sus pasos…
—Eso lo hemos hecho ya muchas veces —replicó el sumo sacerdote—. La gente no aprende. Empiezo a pensar que los ladrones a los que colgamos no tienen nada que ver con los robos que se perpetran en la orilla oeste…
—No podemos hacer otra cosa que seguir las vías tradicionales —intervino el escriba libio—. A estas horas los guardas de la necrópolis habrán investigado lo que sucedió y quizá conozcan algún dato más.
—Me gustaría ir más allá —prosiguió el sumo sacerdote de Amón—. Ahmose, busca en el archivo del templo quién tiene acceso a las informaciones relativas a las tumbas. Esos papiros son de uso restringido, intenta saber quién los ha consultado por última vez. Y hazme saber todos los datos que puedan estar relacionados con este asunto. Cualquier detalle puede tener una importancia vital para poder resolverlo. Si conseguimos atajar el problema de raíz, el futuro será más claro.
Con estas palabras, Pinedjem se encaminó hacia una puerta que había en un extremo del salón. Debido a su edad, ya no era un hombre ligero de movimientos, aunque la vida militar le había mantenido ágil. Desarrollar con éxito su papel de sumo sacerdote de Amón y gobernante del sur del país requería cierta sabiduría.
Dos sacerdotes que le acompañaban siempre a modo de sirvientes se unieron al anciano portador de la piel de leopardo. Cuando la puerta se abrió, Pinedjem se detuvo un instante. Giró levemente la cabeza hacia donde aún estaban sus dos escribas y dijo:
—Os lo repito: el problema lo tenemos nosotros. Id al barrio de los artesanos y preguntad qué saben. Si dais con algún sospechoso, ablandad su corazón. Los soldados sabrán cómo hacerles hablar. Encárgate tú de eso, Ahmose; conoces bien cómo piensan y cuáles son sus preocupaciones.
Era la primera vez que Takelot quedaba apartado de una importante tarea como aquélla.
—¿Acaso no confías en mí para este asunto, Pinedjem? —Había arrogancia en la voz del libio.
—Tengo otro cometido para ti, Takelot. No te preocupes. Continúa la investigación en el valle. Entérate de quiénes eran los guardas que murieron y por dónde entraron los ladrones en la Grande y Majestuosa Necrópolis de Millones de Años de los Faraones, Vida, Salud y Prosperidad, en el occidente de Uaset…
Takelot, agradecido, se llevó las manos a los muslos en señal de sumisión. Ahmose hizo lo propio.
—Ya soy anciano —dijo entonces Pinedjem—. No me gustaría tener que cambiar mis ropas de sumo sacerdote por las de general en jefe del ejército para resolver el problema por mi cuenta. Pero si he de hacerlo, no dudéis un instante en que lo haré.
—No será necesario —repuso Ahmose.
—Lo único que pido es que se respeten las tradiciones que han mantenido unida a esta tierra desde la creación del mundo. Todos luchamos por la vida eterna en el reino de Osiris, en Rostau. Pero parece que las aguas del caos van devorando paulatinamente la fe y la moral del pueblo.