Domingo, 12 de diciembre de 1880
El Cairo
Lo que sospechábamos, Émile —dijo Gaston Maspero levantándose airadamente de la silla de su despacho en el Museo de Bulaq.
Émile Brugsch, quien se hiciera pasar por Kurt Marek en Luxor pocos días antes, continuaba asombrado por la adquisición que había hecho en la tienda de Antoun Wardi. La mera presencia del ushebti de la reina Henut-taui sobre la mesa de las autoridades del Servicio de Antigüedades no ofrecía dudas acerca de lo que estaba pasando en la antigua capital del Egipto faraónico.
El egiptólogo alemán observó a su amigo y colega. Pocas veces antes lo había visto tan alterado. Conocía a Maspero desde hacía años. Casi se podría decir que en su formación arqueológica ambos habían crecido a la sombra del otro. A sus treinta y cinco años, cinco menos que Brugsch, Maspero era todo un referente en la egiptología mundial.
El francés se acercó al ventanal de su oficina y contempló el cielo. Aquella mañana de domingo se había levantado fresca en El Cairo. El cielo estaba cubierto y no anunciaba que fuera a abrirse en las próximas horas. La ciudad no tardaría en verse sorprendida por una de las repentinas lluvias, breves pero intensas, que bañaban las callejuelas casi todos los inviernos. Cuando salieran de la reunión, la calle estaría llena de barro, agua y basura; un camino impracticable incluso para un coche tirado por mulos.
El despacho no era muy grande, suficiente para las necesidades del cargo en funciones que acababa de asumir el egiptólogo francés. Maspero había regresado de forma precipitada desde París. Las autoridades británicas y, especialmente, las francesas le habían señalado como mejor candidato a la sucesión en el cargo.
La oficina era la misma que había usado su antecesor, Auguste Mariette. El fundador del Servicio de Antigüedades y verdadero maestro para la nueva generación de arqueólogos había fallecido la semana anterior. El mundo de la egiptología, cuya existencia había empezado pocas décadas antes, se recomponía poco a poco de su primer varapalo.
El nuevo edificio del Museo de Bulaq se levantaba junto al antiguo Beau Lac, el «lago hermoso»; galicismo que en época medieval daba nombre al mayor puerto de la ciudad, donde todavía se respiraba cierto abandono y suciedad. El terreno era una donación del gobierno egipcio. Durante años allí había estado el almacén de la compañía de remolques portuarios. Acondicionado y remodelado, sirvió desde 1858 como nuevo Museo Egipcio. En él se guardaban y protegían las piezas que se iban encontrando en las distintas excavaciones llevadas a cabo por las cada vez más numerosas misiones arqueológicas.
Junto al director se hallaban cuatro de sus hombres de confianza, en los que trataba de distribuir el peso de su nueva responsabilidad. Maspero tenía fama de ser una persona carismática y de ejercer perfectamente las labores de líder en el trabajo en equipo. Y en este sentido, el francés contaba con el mejor equipo.
Junto a Émile Brugsch, sentado en un sillón frente a la mesa del despacho, permanecía en silencio Ahmed Kamal, asistente de Brugsch y brillante arqueólogo, considerado por todos el primer egiptólogo egipcio. Mariette nunca había querido tener en su círculo más cercano a expertos egipcios, pero Ahmed había sido la excepción. No solamente hacía una labor extraordinaria como traductor, sino que su preparación como arqueólogo le había permitido escalar numerosos puestos en el escalafón administrativo. Maspero no tenía los recelos de su antecesor y no dudó un instante, asesorado por Brugsch, en incluir a Ahmed Kamal como nueva cabeza visible del Servicio de Antigüedades. Su trabajo, aunque visto con cierta prevención por sus compatriotas, era muy apreciado por sus colegas extranjeros. Los más nacionalistas le acusaban incluso de haberse vendido al poder de los efendis.
Junto a él se encontraba el tercer hombre del equipo: Maxence Chalvet, marqués De Rochemonteix, un joven egiptólogo francés de rancio abolengo. Con apenas treinta y dos años ya era todo un referente en las publicaciones y los trabajos de campo en el Valle del Nilo.
En el otro lado del despacho, el adinerado estadounidense Charles Edwin Wilbour observaba con su habitual buen talante los gestos de Maspero. Wilbour era el veterano del grupo. Su larga barba blanca le hacía parecer mayor, pero realmente era un cuarentón. Había dejado la política y los negocios en Nueva York para dedicarse de lleno al estudio del Egipto antiguo, y se había convertido en alumno y amigo inseparable de Maspero en París.
Todos vestían de manera elegante: trajes europeos de color oscuro y el imprescindible tarbush.
Wilbour se levantó para ver con detenimiento el ushebti adquirido en Luxor.
—¿Sabemos ya quién fue esta reina? —preguntó el americano acariciándose su frondosa barba.
Maspero, junto a la ventana, tardó en responder; miraba la fuente que había en el centro del patio del museo y los carruajes, cargados de esculturas y otras antigüedades procedentes de las excavaciones en la meseta de Sakkara, que se habían detenido a su alrededor.
El francés se dio la vuelta y volvió a la reunión con sus compañeros.
—Sí, sí lo sabemos —afirmó—. Duat-Hathor Henut-taui era hija de Ramsés XI. Vivió durante la XXI Dinastía y debió de fallecer en el año 1025 antes de nuestra era. Fue la esposa de Pinedjem I, sumo sacerdote de Tebas, y madre de quien sería Psusenes I, todo durante el Tercer Período Intermedio.
—Período histórico en el que Egipto estaba pacíficamente gobernado por dos familias, una al norte y otra al sur, pero atravesaba una crisis económica parecida a la que el país vive en nuestros días —apostilló el egiptólogo alemán—. Pinedjem estaba en Tebas y desempeñó las funciones de soberano de las Dos Tierras, mientras que en el norte Egipto era gobernado por los reyes de Tanis, con Smendes a la cabeza.
—Una época endiabladamente complicada y de la que apenas tenemos datos —dijo el americano con resignación.
—En efecto, Charles —convino Maspero—. Pero mi preocupación va más allá del simple enigma histórico. Tenemos cientos de estatuas de personajes que no sabemos siquiera cómo se llamaban o cómo accedieron a altos cargos de la administración. Eso es una minucia.
Maspero volvió a coger el ushebti de la reina, se colocó las gafas que siempre llevaba en el bolsillo del chaleco y lo observó con detenimiento.
—A mí lo que más me preocupa —intervino Maxence Chalvet— no es a quién pertenece o cómo llegó al trono el esposo de esta reina. El problema es de dónde viene este ushebti. En Tebas no hay rastro de ninguna tumba real de este período.
—La persona que me lo vendió afirmó, en un tono poco convincente, que aparecieron en la zona desértica de la orilla oeste de Luxor —dijo Brugsch—. Dio a entender que no se había encontrado en ninguna tumba en especial.
—Claro, como los ushebtis andan de fiesta con los amigos fuera de las sepulturas… —bromeó Wilbour en un tono distendido que no cayó muy bien entre sus colegas—. Ejem —carraspeó—. ¿Qué opinas tú de todo esto, Ahmed? Estás muy callado.
El egipcio había permanecido en silencio, muy atento a los comentarios de sus compañeros.
—Muchos egipcios son ignorantes —dijo por fin el árabe—. Lo he comentado en muchas ocasiones con Émile. Los egipcios pensamos que Egipto nos pertenece, pero no desde un sentido político o social, sino desde un punto de vista físico y material. Todo lo que hay en sus desiertos es obra de nuestros ancestros y por eso somos los únicos que ostentamos el derecho de poseerlo.
—Pero eso es absurdo, no tiene ningún sentido —rezongó Maxence mirando con displicencia las estanterías que rodeaban el despacho—. ¡Los árabes que hoy viven en las riberas del Nilo no tienen nada que ver con los egipcios que levantaron una civilización espléndida hace miles de años!
—Lo sé, Maxence —convino el egipcio en tono condescendiente mientras se levantaba para servirse un vaso de té de una mesa próxima—, tienes toda la razón, pero eso no cambia la forma de pensar de mis compatriotas. El problema no es de una persona o de una familia o incluso de una aldea. Sea quien sea el que está sacando estas piezas al mercado lo hace porque cuenta con el apoyo de toda la comunidad. Si por algo nos caracterizamos los egipcios de hoy es por los sólidos lazos que nos unen a nuestra familia. Eso es algo que no he visto entre mis colegas europeos. Un vivo ejemplo de lo que digo lo encontramos en nuestro querido y tristemente fallecido compañero Auguste Mariette…
—Dejó absolutamente todo en su tierra para venir a morir aquí entre arena y polvo —se adelantó a decir Brugsch.
—En efecto —reconoció Ahmed Kamal—. Aquí nadie entendería que un hombre dejara a su esposa e hijos para buscar una quimera, para empezar una aventura loca que no sabe adónde le va a llevar.
—Pero ¿qué tiene que ver eso con el tráfico de antigüedades en Egipto? —preguntó Maspero con cierta impaciencia—. No te entiendo, Ahmed.
—Está muy claro, queridos amigos —dijo Kamal abriendo los brazos—. La persona que saca las piezas al mercado no trabaja sola. Pero no pensemos que lo hace con algún socio de confianza, nada de eso. Los únicos lazos de confianza que nos unen a los egipcios son los de nuestra familia. Existe un vínculo casi sagrado entre nosotros. Unos lazos muy sólidos… Tendremos que trabajar muy duro para conseguir romperlos e introducirnos en esa red.
—Quizá a ti, como egipcio, te sería más fácil —señaló Wilbour, que creía que acababa de tener una idea brillante.
—Al contrario, Charles. Los egipcios desconfiamos de los egipcios. Sólo confiamos en la familia, la unidad que lo aglutina todo. En cambio para los negocios preferimos tratar con extranjeros. Muchos egipcios desaprueban lo que hacen aquí ingleses y franceses, pero saben que los efendis son una fuente de ingresos.
—La vieja premisa de «te odio pero te quiero» —apostilló Maspero.
—Exacto —dijo Kamal—. Mi presencia en Luxor indagando este asunto no haría más que levantar las sospechas de los lugareños. Es mejor que sea otra persona quien lo haga.
—Por eso os he reunido hoy en mi despacho —explicó Maspero—. Esta historia viene de lejos, y necesito vuestra colaboración. El mercado ilegal de antigüedades es tan antiguo como nuestra propia presencia en estas tierras. Como decía ahora Ahmed, que conoce mejor que nadie la realidad de su país, los extranjeros, ya sean turistas o científicos como es nuestro caso, siempre han sido el objetivo de los habitantes de las aldeas, quienes por fin vieron en los objetos faraónicos una razón de ser: robarlos para venderlos a buen precio a particulares y grandes museos.
—Una manera de conseguir dinero fácil en un mundo en el que los problemas económicos e incluso el hambre pueden ser acuciantes —señaló Wilbour.
—Así es, Charles. Estoy absolutamente seguro de que este ushebti está relacionado con otras antigüedades que han salido al mercado en los últimos años. Al principio fue una simple sospecha, pero ahora estoy convencido de ello.
—¿Cuáles son esas otras antigüedades que podrían estar relacionadas? —preguntó Wilbour con curiosidad—. ¡El mercado es muy amplio, puedes encontrar de todo!
—Pero no de este período —matizó Maspero—. Hace más de cinco años, en 1874, me llegaron noticias del tráfico con ushebtis reales. Algunos de ellos se podían encontrar incluso en París. Faltaba el nomen real, que nos hubiera señalado directamente a un único rey. Había sólo un prenomen: Khakheperre, utilizado por dos reyes en toda la historia de Egipto. Uno fue Sesotris II.
—Pero en su reinado de la XII Dinastía no hay constancia de que se usaran ushebtis en el ritual funerario —apostilló el marqués De Rochemonteix.
—En efecto, Maxence. —Maspero asintió, satisfecho de que sus compañeros siguieran perfectamente el hilo de su argumentación—. La otra posibilidad era Pinedjem… —El francés hizo una pausa y los miró en silencio—. Pero hay más evidencias. Hace unos años detectamos un grupo de papiros en el mercado clandestino de antigüedades.
—¿Los que compró el oficial escocés Archibald Campbell por cuatrocientas libras? —preguntó Ahmed Kamal.
—Los mismos.
—Son magníficos, pero el precio era una verdadera locura —afirmó Wilbour al tiempo que lanzaba un chiflido—. Los adquirió en la primavera de 1876. Eran varios pasajes del Libro de los Muertos. Tuve la fortuna de verlos y la delicadeza de los dibujos y los jeroglíficos en escritura hierática me enamoraron al instante. ¿Cuál era el nombre del faraón para el que estaban destinados los textos mágicos?
—Pinedjem, de nuevo. Pero ahí no acaba la cosa —añadió Maspero con voz queda mientras miraba a su colaborador alemán—. ¿Recuerdas, Émile, el papiro que Auguste Mariette compró en una tienda del mercado de antigüedades de Suez?
—¿Uno muy hermoso, con unos dibujos extraordinarios? —preguntó Brugsch.
—Ése.
—Lo vi en las oficinas del museo, lo fotografié y poco más. Recuerdo que pertenecía a una rein…
Brugsch se interrumpió de pronto.
—En efecto, una reina —continuó Maspero—. Veo que has llegado a la misma conclusión que yo. La reina de aquel papiro es la misma Henut-taui de este magnífico ushebti que tú conseguiste en Luxor.
Los hombres del Servicio de Antigüedades asimilaron en silencio las implicaciones que se derivaban de aquella afirmación.
—Y sigo —dijo Maspero al cabo de unos segundos—. ¿Recuerdas, Maxence, que hace unos meses te conté que en el puerto de Alejandría di con un enorme papiro de casi cuatro metros?
El marqués De Rochemonteix asintió con la mano en la barbilla. Greenfield, un británico adinerado, le había mostrado aquella joya que había comprado al poco de descender del barco que le traía de Marsella.
—Pertenecía a una princesa o a una sacerdotisa llamada Nestanebtasheru —explicó Maspero—. Greenfield no me dijo cuánto le había costado, pero debió de ser una fortuna. Era una versión casi completa del Libro de los Muertos. Estaba repleto de viñetas sin color pero con imágenes muy hermosas que ilustraban cada uno de los pasajes. El texto era claro como pocas veces he visto en un documento de esas características.
—Nestanebtasheru fue hija de Pinedjem II —intervino Ahmed Kamal—, sumo sacerdote de Amón en Tebas en ese mismo período, hacia el año 1000 antes de nuestra era. Volvemos al mismo punto…
Los cinco hombres centraron la mirada en el ushebti de la reina Henut-taui, de un azul resplandeciente a pesar de la poca luz que entraba por la ventana.
—La tablilla inscrita en hierático que compró Rogers Bey y que luego llevó a París podría haber salido del mismo lugar… —añadió Maspero; cada una de sus afirmaciones era una pieza que encontraba su lugar en aquel puzle.
—El texto era un contrato de la reina Nesikhonsu en relación al trabajo que debían desarrollar sus ushebtis en la otra vida —intervino Wilbour—. Una inscripción completamente singular, siendo los ushebtis figuritas inanimadas.
Las últimas palabras del americano, acordes con su particular forma de ser, sonaron con cierto aire de sorna.
—Todos esos hallazgos están enmarcados en el mismo momento de la historia de Egipto —sentenció finalmente el marqués De Rochemonteix.
—¿Significa eso que alguien ha encontrado la tumba de este rey o esta reina y se está dedicando a saquear su contenido? —preguntó Ahmed Kamal.
—¿Cabe otra posibilidad? —respondió Maspero—. No es casual que aparezcan en el mercado objetos de un mismo entorno histórico en tan poco espacio de tiempo.
—¡Pero antes has dicho que los papiros de Campbell se vendieron hace años! —protestó Wilbour.
—Cierto, pero eso es precisamente lo que me aterra… el paso del tiempo entre la venta de unos objetos y otros.
—No entiendo por dónde vas, Gaston… —replicó el estadounidense.
Maspero se acercó a su mesa. Abrió uno de los cajones y sacó un hatillo de cartas. Desató la cinta que las sujetaba y comenzó a pasarlas, una tras otra, leyendo rápidamente el remitente, hasta que dio con la que estaba buscando.
—Hace unas fechas recibí esta carta de nuestra buena amiga miss Amelia Edwards. —El francés sacó el papel del sobre y lo desdobló—. Manifestaba su enhorabuena por el trabajo realizado en favor de la conservación y el estudio de los monumentos, pero también me señalaba su creciente preocupación por el incontrolado comercio ilegal de objetos antiguos.
Maspero acercó la carta a Brugsch y le señaló el párrafo que debía leer. Wilbour y Maxence se acercaron y ambos leyeron el contenido de la misiva.
El egiptólogo alemán, perfecto conocedor de los engranajes del mercado de antigüedades en Egipto, había olvidado por completo aquella anécdota relatada por la escritora inglesa. En un viaje con tres amigos, unos árabes de Luxor les proporcionaron varias antigüedades, entre ellas una momia que, según afirmaron, se trataba de un antiguo faraón. Lamentablemente, los amigos de la escritora acabaron tirando al río el cuerpo momificado del viejo faraón debido al mal olor que desprendía.
Maspero y Brugsch cruzaron una mirada de preocupación.
—Todas las momias que se venden en Luxor se presentan como si fueran de antiguos reyes —señaló Maxence—. Sin embargo, en las momias adquiridas por nuestros colegas nunca hemos encontrado una sola prueba que demuestre que en efecto lo son. Es una de las tácticas que utilizan los vendedores del Alto Egipto. Yo no me preocuparía por eso.
—Disculpadme, amigos, pero creo que soy el único en esta sala que no entiende qué está pasando —se quejó Wilbour.
—Querido Charles —respondió Maspero—, al parecer alguien ha encontrado en algún lugar del Alto Egipto, seguramente en Luxor, una o varias tumbas reales de la XXI Dinastía. El saqueo de las piezas se está realizando con mucho disimulo y cautela. Todo parece indicar que el hallazgo se ha convertido en la fuente de ingresos de alguien; un ladrón que sólo saca al mercado objetos cuando le es estrictamente necesario: en 1874 apareció esta momia; en 1876 Campbell compró los papiros; este mismo año han aparecido otros, y ahora tenemos un ushebti del mismo período…
—Pero esas ventas no tienen por qué estar relacionadas necesariamente con la misma tumba —señaló Wilbour.
—Es cierto —convino el marqués De Rochemonteix—. También podrían ser varias tumbas localizadas en una necrópolis hasta ahora desconocida para nosotros.
—El mercado de Luxor es muy amplio; lo conozco muy bien —intervino Brugsch con rotundidad—. No sabemos cuántas piezas se venden allí a diario procedentes de ese mismo lugar. Sería imposible dar con la persona que las pone en el mercado. Son muchos los intermediarios desde que alguien encuentra «por casualidad» algo en el desierto hasta que llega a las manos de un turista. Desde que se inauguraron en 1840 los tours con barcos de vapor por el Nilo, este mercado no ha hecho más que crecer. Amén de numerosas falsificaciones burdas, que lógicamente no es el caso, los egipcios saben lo que buscan los extranjeros y no les cuesta nada proporcionárselo.
—En eso tienes toda la razón, mi querido Émile, pero aún hay algo más; algo que parece cerrar el círculo en torno a una única posibilidad —señaló Maspero en tono misterioso.
El encargado en funciones del Servicio de Antigüedades se encaminó hacia la librería que cubría la pared más meridional del despacho. Abrió la puerta acristalada y de un montón de papeles sacó un sobre amarillento, grande y bastante grueso. Sin quitarse sus gafas de lentes redondas, se acercó a su mesa, abrió el sobre y extrajo con cuidado varias fotografías de tamaño mediano.
—Estas fotografías me las envió monsieur de Saulcy hace poco más de tres años, en 1877. Un amigo suyo, comerciante en Siria, se las entregó para que tuviéramos conocimiento de ello.
Maspero repartió entre sus colegas varias fotografías de lo que parecía ser un magnífico papiro funerario.
—¿De qué se trata? —preguntó Wilbour sintiendo que era el único que desconocía de qué se estaba hablando.
—Es el Libro de los Muertos de la reina Nedjmet —se adelantó a responder Ahmed Kamal.
—En efecto —corroboró Maspero—, la madre de Herihor, sumo sacerdote de Amón en Tebas y autoproclamado faraón tras la muerte de Ramsés XI.
—Es decir, otro papiro del mismo período histórico del que parecen proceder todos estos objetos —añadió el egiptólogo estadounidense—. Eso sólo puede significar una cosa.
—Ya no me cabe la menor duda —espetó Maspero dando una palmada en la mesa—. Alguien, seguramente un campesino de la orilla oeste de Luxor, ha descubierto una necrópolis real de la XXI Dinastía, el Tercer Período Intermedio. —Se separó del escritorio y comenzó a caminar por el despacho mientras sus compañeros le seguían expectantes con la mirada—. Todo parece encajar a la perfección —dijo por fin—. No sabemos dónde están enterrados esos faraones. El Valle de los Reyes alberga a soberanos desde la XVIII hasta la XX Dinastía, justo hasta el comienzo de esa época de problemas internos que dio lugar a la separación de Egipto en dos territorios perfectamente diferenciados.
El rostro del encargado en funciones del Servicio de Antigüedades reflejaba una preocupación evidente. Hace dos o tres décadas, ese mismo problema habría pasado desapercibido a los ojos de todos. El saqueo y la venta ilegal de antigüedades era el medio de subsistencia de miles de campesinos en Egipto. El hallazgo de objetos cuando los arados roturaban los campos de cultivo no era en absoluto extraordinario, y en la mentalidad de los campesinos estaba implantada de manera muy férrea la idea de que el patrimonio faraónico pertenecía a los egipcios y sólo ellos podían hacer uso de él a su antojo. Ni ingleses, ni franceses, ni alemanes, ni cualquier otro extranjero tenía derecho a llevarse los tesoros de la tierra sagrada del Nilo a no ser que pagara por ello. No había nada malo en ese comercio. Pero desde la llegada de Auguste Mariette y la creación del Servicio de Antigüedades en 1858 se intentaba controlar el mercado en la medida de lo posible. Más allá de acabar con un comercio ilícito, lo que se buscaba era conservar el patrimonio de los antiguos egipcios y, sobre todo, hacer entender a los habitantes de las riberas del Nilo la importancia que ello tenía para las generaciones futuras. Pero el campesino no entendía de dinastías, tumbas o reyes cuando las cosechas no eran buenas y había que alimentar a la familia, a lo que había que sumar que tenían que pagar cada vez más impuestos. En los últimos años, las malas crecidas habían generado zonas de hambrunas en el Alto Egipto y el mercado de antigüedades se había convertido en un medio de subsistencia alternativo con el que cientos de familias podían salir adelante y no caer en la pobreza, de la que casi siempre era imposible salir.
—Tampoco sabemos qué pueden haber vendido ya —prosiguió el alto cargo—. La momia y los objetos que miss Edwards comenta en su carta podrían ser una anécdota en comparación con lo que han sacado al mercado y descansa ya en colecciones privadas de Europa y Estados Unidos.
—Y están poniendo los objetos en el mercado de forma controlada —añadió Brugsch—. Muy espaciadamente, sin que nadie sospeche nada.
—Pero, para desgracia de los ladrones, no saben lo que están vendiendo —agregó Maspero—. Para ellos no son más que viejos papiros repletos de figuras demoníacas por las que unos locos occidentales pagan cientos de libras.
—A mis compatriotas les da lo mismo vender papiros que vacas —apuntó Kamal con desilusión—. Para ellos son la misma cosa: mercancía. Ignoran su significado y su valor.
—Sin embargo, por lo que Brugsch nos ha comentado de su visita al anticuario de Luxor, yo diría que ese tal Antoun Wardi sabe perfectamente lo que vende —opinó Maxence Chalvet.
—Los papiros son los objetos más apreciados por los turistas —argumentó Wilbour atusándose la barba—. Por ellos se consiguen grandes sumas de dinero. El caso Campbell no es único. Saben que los museos de todo el mundo están invirtiendo miles de libras en ellos, y para estos árabes se trata de una materia prima sumamente fácil de conseguir. No tienen más que ir a las tumbas que conocen, sacarlos, deshacerse de los menos vistosos, los que no tienen ilustraciones y viñetas, y vender a los extranjeros los más hermosos.
Maspero tomó aire. Los pensamientos y las posibles decisiones que debía tomar se cruzaban por su cabeza a toda velocidad.
—Nuestra intervención dentro de los cauces normales no ha dado ningún resultado —dijo, resignado—. Me consta que hace meses Mariette dio parte a la policía de Luxor: prometieron que abrirían una investigación y que nos comunicarían los resultados lo antes posible, pero en todo este tiempo no hemos recibido absolutamente nada.
—Eso encaja con lo que he intentado explicar —indicó Kamal—. No me cabe la menor duda de que la comunidad entera oculta a quienquiera que esté saqueando las tumbas.
—Tienes razón, Ahmed —señaló Maspero—. Es más, tuvimos que exigirles que nos hicieran saber qué sucedía o qué habían averiguado, pero la petición debe de seguir arrinconada en un cajón de la jefatura de Quena. No tienen ningún interés en solucionar el problema.
—Luchamos contra los ladrones y contra la corrupción de las instituciones públicas —se quejó el egiptólogo alemán.
—No voy a contaros nada que no sepáis de cómo funcionan las cosas en este país —dijo Maspero—. Todo requiere su tiempo y, sobre todo, una buena bakshis, una buena propina.
—Ya entiendo —afirmó Wilbour—. Y por ahora la bakshis es mayor del lado de los comerciantes que del gobierno.
—Así es —reconoció Maspero—. No podemos hacer nada a no ser que actuemos por nuestra cuenta, y creo saber cómo hacerlo.
Maspero dio un respingo, como si de repente se le hubiera ocurrido una idea brillante, y fue a sentarse a su mesa. Abrió uno de los cajones y sacó un papel. Volvió a mirar con detenimiento el ushebti de la reina Henut-taui. Su expresión había cambiado. Parecía más seguro de sí mismo. Por primera vez desde que había comenzado la reunión, sonrió.
Émile Brugsch conocía muy bien esa expresión. Sabía que cuando el encargado en funciones del Servicio de Antigüedades sonreía de esa manera era porque se traía algo entre manos, algo que estaba relacionado con él.
—Debemos actuar con rapidez —dijo Maspero intentando contagiar la emoción a sus colaboradores—. Émile, vas a ir a Luxor. Irás solo. Ahmed tiene razón, es mejor que de momento no entre ningún egipcio en escena. Además, tú conoces perfectamente el mercado de antigüedades. Quiénes venden, qué venden, dónde y cuándo lo hacen.
El egiptólogo alemán asintió; sus sospechas se veían confirmadas.
—Deberás marcar distancias —prosiguió Maspero—. Vuelve a alojarte en el mejor establecimiento de la ciudad. El hotel Luxor es un buen lugar. Es el hotel más famoso y el más sofisticado. Todos los turistas adinerados se hospedan allí. Y eso es lo que vas a ser, un comerciante adinerado de paso por Egipto. Usarás el mismo nombre que hasta ahora, Kurt Marek; más vale no correr riesgos en ese sentido. El apellido Brugsch es muy conocido en el Servicio de Antigüedades gracias al excelente trabajo que realizáis en él tu hermano Heinrich y tú mismo.
Charles Wilbour sonreía ante la ocurrencia de usar un nombre falso y asentía en apoyo de todas las propuestas de su amigo.
—Sigue tu instinto —continuó Maspero a medida que esbozaba ese plan improvisado—. Te proporcionaremos una bolsa de dinero del Servicio de Antigüedades para adquirir piezas. Te convertirás en un nuevo coleccionista, el hombre de moda que compra piezas escogidas a buenos precios. No regatees mucho. Que no te importe pagar un poco más del precio real de mercado. Cuentas con una formación egiptológica sólida que te ayudará a ello. Busca papiros, ushebtis, cualquier clase de objeto de estatus real que nos ayude a cerrar el círculo sobre las personas que están saqueando la necrópolis de estos reyes.
—De todos modos, no debemos olvidar que la orilla oeste es enorme —apostilló Brugsch intentando frenar el optimismo de Maspero—. Desconocemos incluso si esos objetos provienen de alguna necrópolis desconocida cercana al Valle de los Reyes. Quizá cuando el vendedor de Luxor me habló del otro lado del río sólo quería despistarme; podrían proceder de otro lugar de los alrededores y que se vendan en Luxor porque es el punto de reunión de turistas y visitantes adinerados.
—Émile tiene razón —opinó Wilbour—. Tratándose de grandes sacerdotes de Tebas parece lógico que estén enterrados allí, pero el hecho de que vivieran en una época de convulsiones sociales y económicas pudo haberles llevado a apartar su enterramiento de la capital, a mandar excavar las tumbas en el desierto o en algún emplazamiento hoy olvidado, bajo los campos de cultivo que recorren esa margen del Nilo.
—Además, las piezas han aparecido en diferentes lugares de Egipto —añadió el marqués De Rochemonteix—. Habría que hacer un seguimiento de las últimas antigüedades importantes adquiridas por los museos de Europa y América.
Maspero reflexionó sobre las observaciones de sus compañeros. Razón no les faltaba, pero no quedaba otra solución que comenzar por el camino más lógico: Luxor, la antigua Tebas de los faraones.
—El vendedor nunca sabe de dónde proviene la pieza —afirmó—. Eso es una pauta que tú conoces de sobra, Émile. Te dijo la orilla oeste como el que habla de un parque en el centro de la ciudad. Es más, dudo incluso que ese hombre sepa qué hay en la orilla oeste más allá del embarcadero frente al Rameseum.
—En eso tienes razón, Gaston —asintió el alemán—. Los vendedores suelen ser el tercer o el cuarto eslabón de una cadena en la que nadie conoce a nadie. No será sencillo desmontar ese engranaje sin que nos descubran… A la mínima sospecha, cerrarán la puerta de la tumba y esperarán tiempos mejores para seguir vendiendo piezas.
—O las subirán al mercado de El Cairo —anunció Wilbour con cara de preocupación—, y allí será prácticamente imposible seguirles la pista. Luxor es una ciudad muy pequeña donde todo el mundo se conoce, pero El Cairo está lleno de tiendas. Todos los bazares y hoteles cuentan con establecimientos donde pueden adquirirse antigüedades. No resultaría difícil identificar cuáles proceden de la necrópolis que estamos buscando, pero sí dar con las personas que manejan la red.
Gaston Maspero era consciente del peligro y de la necesidad de actuar con sigilo y discreción. Separó los codos de la mesa y se apoyó en el respaldo de la silla. Su cabeza bullía de ideas que poco a poco iban dibujando un plan de trabajo.
—Si no damos correctamente el primer paso —dijo Brugsch—, la alimaña se encerrará en su guarida y habremos perdido la única oportunidad con que contamos. Seremos prudentes. No me gustaría acabar flotando en las aguas del Nilo, como le sucedió a aquel gafir[8] de las tumbas de los nobles.
Se refería al luctuoso final de un guarda que pagó con su vida el haber intentado entrometerse en una complicada trama de compraventa de antigüedades. Los miembros de su familia fueron excesivamente celosos en controlar quiénes tenían acceso tanto al dinero como a las piezas. Aquel hombre, de pronto, traspasó la delgada línea que separa la familia y los negocios que la sustentan y, seguramente por avaricia, acabó sus días flotando en las aguas frente al embarcadero. Las autoridades no investigaron ni llevaron a cabo ninguna acción formal que intentara resolver el crimen. Todos sabían qué había sucedido y quién había sido el asesino. Para ellos ya se había hecho justicia.
—No olvidéis que hay un aspecto en el que les llevamos ventaja.
—¿A qué te refieres, Gaston? —preguntó Wilbour, sorprendido de oír aquello después de escuchar la retahíla de problemas y obstáculos a los que debían enfrentarse.
—Como decíamos antes, ellos no saben absolutamente nada acerca de lo que están vendiendo —aclaró el encargado en funciones del Servicio de Antigüedades—. Dan un valor a las piezas por su demanda entre los turistas, su color o por la calidad del material, como los papiros que han aparecido. Pero no saben a quiénes pertenecieron, sólo que son reyes; nada más. Ignoran los nombres o los elementos que los ligan a un período histórico u otro. Por eso los entremezclan y los venden en lotes completamente absurdos.
—¿Entonces? —Brugsch se preguntaba adónde quería llegar su amigo.
—¡Está claro! —respondió Maspero alzando las manos—. Seguirán ofreciendo material de primera clase. Nos irán acercando al entorno de donde salen las piezas; piezas que para ellos sólo son interesantes porque son valiosas en el mercado negro. Ésa podría ser nuestra primera baza. Conseguir que la avaricia les vaya haciendo mella paulatinamente. Pagaremos buenos precios por los papiros y los ushebtis y ellos querrán más y más.
—Si no han sido avariciosos en estos años en los que han ido aportando lentamente piezas al mercado, no sé por qué lo van a ser ahora.
La observación de Wilbour era lógica.
—No hay circunstancias que obliguen a conseguir más dinero del necesario —añadió el alemán enarcando las cejas—. Luxor es pobre, pero no lo es menos que hace cinco o diez años.
—Entonces tendremos que ser nosotros quienes generemos un nuevo escenario en el que la venta de antigüedades sea imprescindible.
Maspero pronunció sus últimas palabras con decisión. Debía dar con esas tumbas. No sabía cómo hacerlo, pero nada se lo iba a impedir. Amaba demasiado a su Egipto faraónico para permitir que continuara desangrándose en manos de sus propios hijos.