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Año 969 antes de nuestra era
Necrópolis de los reyes, Tebas

El aullido de un perro del desierto estremeció a los tres hombres que caminaban por el risco de la montaña. Marchaban encorvados para no ser vistos por los guardas de la Grande y Majestuosa Necrópolis de Millones de Años de los Faraones, Vida, Salud y Prosperidad, en el occidente de Uaset. El camino que debían seguir estaba marcado con anterioridad y no podían salirse de él ni un palmo, de lo contrario entrarían en el campo de visión de otra unidad de vigilancia y serían descubiertos. Habían aprovechado el escaso cuidado de la cuadrilla de la entrada meridional, junto al gran pico de la montaña, para avanzar con relativa tranquilidad.

Dos de los hombres se detuvieron al volver a escuchar el grito del animal. Lo único que vieron fueron las sombras que lo cubrían todo. La luna estaba casi llena. Acostumbrados a la oscuridad se movían como pez en el agua en aquel escenario aparentemente agreste. Pero con los gritos de los animales incluso el más avezado de los ladrones se sobresaltaba al sentir pasar junto a él la negrura de la noche en forma de perro. Su aliento era terrible contra quienes pretendieran acercarse de forma impía a la morada de descanso de los que allí habían sido enterrados. Sabían que los perros eran los guardianes del mundo de los muertos y que tarde o temprano, en su paso al Amenti, el reino de Osiris, deberían rendirles cuentas. Los cánidos y las sombras del desierto eran los habitantes invisibles de los valles de la montaña al oeste de Uaset, el lugar donde se ponía el sol y donde comenzaba el mundo de las tinieblas.

Paykamén, el más templado de los tres hombres, sabía que todo aquello no eran más que pamplinas. Llevaba trabajando en el templo de Ipet-isut desde que era un chiquillo, junto a su padre, quien también desempeñó el mismo puesto bajo la tutela del supervisor de los ganados del santuario, y jamás creyó en las supercherías que a diario veía frente a sus ojos. Todos hablaban de la autoridad del dios, de su inmenso poder, y a la hora de la verdad todos sucumbían a la muerte sin remisión. Las ofrendas que los ciudadanos de Uaset dejaban en los altares no eran devoradas por los dioses sino por los sacerdotes.

—El dios ha disfrutado de la esencia del pan y del vino. Sólo nos ha dejado estos panes y jarras, totalmente secos y estériles —decía su padre cuando llegaba a casa con una bolsa llena de comida y bebida.

Sin embargo, al pequeño Paykamén aquel pan y aquel vino le parecían de lo más sabroso. Igual que si lo hubiera comprado en el mercado esa misma mañana, como así era. Por lo tanto, no es de extrañar que muy pronto comenzara a dudar de la realidad teológica que rodeaba a todo el ceremonial que se había levantado en torno al gran templo de Ipet-isut. Pensaba que cuando fuera adulto lo comprendería, pero no fue así. Al contrario, a medida que crecía fue tomando conciencia de la hipocresía de la clase sacerdotal. El título del sacerdote para el que trabajaba, supervisor de los ganados, era casi honorífico; realmente había más sacerdotes que cabezas de animal.

Ante esa situación, si bien siguió los pasos de su padre en el templo, al mismo tiempo prefirió emprender su propia exploración de la vida. Y lo hizo de tal forma que acabó convirtiéndose en ladrón de tumbas; la situación económica que atravesaba el país había hecho menguar de tal manera las ofrendas y donaciones al santuario, que apenas daban para alimentar a todos sus habitantes.

Él tenía muy claras las ideas, pero no estaba muy seguro de que sus dos compañeros fueran igual de incrédulos. Nesumontu y Beki trabajaban junto a Paykamén en el gran templo de Ipet-isut; eran aprendices en los talleres de los orfebres, trabajo por el que pagaban una insignificancia. Por eso de vez en cuando se colaban en la biblioteca del templo, averiguaban dónde se hallaban las tumbas con mayores riquezas y, por la noche, se adentraban en la montaña a la caza de tesoros. En otras ocasiones, como aquélla, formaban parte de otro equipo de asaltantes en donde la tajada solía ser mayor.

Sonó otro aullido, esta vez más cerca.

—No mires a tu espalda, mira al frente —dijo Paykamén—. Yo estoy detrás de ti. ¿Tienes miedo?

Nesumontu no contestó. Miraba aterrorizado en ambas direcciones, convencido de que en cualquier momento el dios chacal Anubis se abalanzaría sobre su cuello y se lo cercenaría de un certero mordisco.

—Yo no veo a nadie —susurró Beki unos pasos por detrás.

—Pues claro que no —rezongó el líder del grupo—. Los animales te temen a ti; tú eres el extraño en su territorio. Aúllan porque tienen miedo. Pronto se irán y estaremos aún más solos, tenemos que redoblar la vigilancia; el temor disipa nuestra atención.

La seguridad de Paykamén consiguió tranquilizar a Nesumontu. Aferrando el saco de tela y las pocas herramientas que llevaba consigo, siguió avanzando al frente del grupo. Cuando llegaron a una zona en la que varias rocas les permitían resguardarse, hicieron un alto en el camino.

La tumba que abordarían aquella noche estaba en el extremo septentrional del valle en el que descansaban los faraones. Paykamén tenía todos los datos en la cabeza. Como en otras ocasiones, su contacto en los archivos del templo de Amón le había proporcionado la información.

En cada nueva incursión maldecía el día en que perdió el ostracon en el que se indicaba la ubicación de varias tumbas. En aquella lasca de piedra se describía dónde se hallaba un magnífico tesoro. Su pérdida y el paso de los años, junto a las continuas obras llevadas a cabo en el valle, habían ocultado varias moradas de eternidad. Sospechaba que muchas de ellas estarían repletas de tesoros que podrían haber sido solamente suyos. Pero hacía tiempo que un descuido le hizo perder en una huida aquel preciado mapa. Ahora el precio que debía pagar a aquella misteriosa sombra a la que nunca veía el rostro era muy alto, pero la recompensa obtenida no lo era menos: un plato de oro, un anillo, un collar valiosísimo… Una fortuna para un simple sacerdote.

Miró al cielo para comprobar la posición de la luna. Quedaban muchas horas de oscuridad hasta el amanecer, cuando cambiaban los turnos de vigilancia en la montaña. Entonces ellos ya tendrían que estar en la ciudad, al otro lado del río. La luna bañaba con luz plateada el fondo del valle. Los senderos se dibujaban sobre la arena roja. Paykamén conocía el lugar a la perfección. Tras hacer una seña a sus compañeros, ordenó que le siguieran. Avanzó como un perro del desierto, con la seguridad que da la experiencia.

Los tres hombres descendieron a gran velocidad por una loma que llevaba al centro del valle; cada pocos pasos se escondían en los entrantes y salientes de la roca madre. Al rato, cerca ya de su objetivo, las bocas de acceso a varias tumbas empezaron a delinearse en la oscuridad. Nesumontu y Beki, sobrecogidos, se detuvieron ante una de las enormes puertas. La luz de la luna incidía sobre el dintel de piedra de color blanco cubierto de jeroglíficos azules; los tonos usados siglos atrás por los antiguos artesanos casi brillaban en mitad de la noche.

—¿Qué hacéis ahí parados, estúpidos? —dijo Paykamén—. No tenemos tiempo que perder. Agachaos y seguidme.

Los orfebres se miraron y obedecieron. Los tres hombres parecían serpientes avanzando entre las sombras de la noche. No tardaron en alcanzar el límite septentrional de la Necrópolis de Millones de Años de los Faraones. Al llegar al extremo, Nesumontu y Beki interrogaron al jefe con la mirada. Paykamén miró a lo alto de las montañas que rodeaban el valle y pidió silencio con un gesto de la mano. Diluidas en el sonido del viento les llegaron voces procedentes del puesto de vigilancia. A pesar de la luz de la luna, no se veía ninguna sombra de los guardas. Debían andarse con cuidado. A veces se separaban para hacer la ronda por los senderos que recorrían el interior del valle. Los tres lo tenían muy presente, por eso iban armados para poder solucionar de forma expeditiva los posibles obstáculos que pudieran encontrarse.

Frente a ellos se abría una bifurcación.

—Por aquí —dijo Paykamén señalando el camino de la derecha. Estaban muy cerca de su objetivo.

Una vez en el sendero, a la izquierda se recortaba una puerta excavada en la roca de la montaña.

—Más adelante ha de haber una segunda puerta —susurró Paykamén—, y más allá la tercera. Allí está nuestra meta.

Encontraron la segunda a los pocos metros, y enseguida llegaron a la tercera. Iban pegados a la pared. Se detuvieron, jadeando por el cansancio, y se dejaron caer hasta el suelo.

La entrada de la tumba tenía casi la altura de tres hombres y no menos de cuatro pasos de ancho.

—¿A quién perteneció esta tumba? —preguntó Beki, asombrado por la grandiosidad de la entrada.

—¿Seguro que aquí hay algo de valor? —añadió Nesumontu con recelo.

—¿Piensas que soy idiota? —replicó Paykamén, indignado—. Si no te gusta, ya puedes empezar a desandar el camino que hemos hecho. Pero te aviso que el viaje de vuelta no es sencillo.

El sacerdote se sacó de las ropas un cuchillo. Con un movimiento rápido lo colocó en el cuello de Nesumontu obligándole a estirar la cabeza hacia arriba si no quería ver cómo la sangre empezaba a brotar de su cuello.

—Hemos venido juntos hasta aquí y regresaremos juntos, los tres. Si habéis decidido romper el pacto, os rogaría que me lo dijerais ahora. Acabaré con vosotros, arrojaré vuestro cuerpo al pozo de la tumba y disfrutaré yo solo de las riquezas que haya en su interior.

Durante unos instantes Beki aguantó la respiración viendo cómo su compañero se debatía entre la vida y la muerte en las manos de Paykamén.

—Déjale, estamos contigo —dijo Beki—. Te ayudaremos y respetaremos el pacto que hicimos antes de cruzar el río.

El jefe de los ladrones tardó en bajar el cuchillo, su mirada seguía clavada con odio en el rostro de Nesumontu.

—Así lo haremos —respondió Paykamén al tiempo que Nesumontu se frotaba el cuello con la mano para comprobar que no tenía sangre ni herida alguna.

—Dentro habrá que tener cuidado con el pozo… —intervino Beki—. ¿Has estado aquí antes?

—El pozo está más adelante. Entremos; avanzaremos unos pasos y encenderemos las lámparas. La tumba está inacabada pero…

—¿Inacabada, dices? ¿No hay nada que nos podamos llevar? —preguntó Nesumontu con la misma desconfianza que antes.

Paykamén se giró como un perro enfurecido, lo agarró del cuello y lo estampó contra la pared. Dejó caer la bolsa en la que llevaba algunas herramientas y le asestó un bofetón que retumbó en el interior de la galería.

Después, el silencio. Paykamén había dejado bien claro sus intenciones y parecía que sus dos acompañantes por fin habían entrado en razón.

—No perdamos más tiempo. Encendamos las lámparas y seguidme hasta el fondo de la galería —ordenó el jefe del grupo—. Esta morada de eternidad fue construida para Ramsés XI Menmaatra, pero nunca llegó a ocuparla. Si os fijáis, en las imágenes de las paredes de la entrada veréis al rey junto a algunos dioses. Son amuletos que ya no tienen poder. Están inertes, abandonados a su desgracia. El rey nunca fue enterrado aquí. Se demostró más listo que nadie: huyó al norte con todo el oro que pudo llevarse y allí descansa. Aunque seguramente su morada ya ha sido saqueada… En el delta, cerca del Gran Verde[7], la situación no es mejor que la que vivimos aquí.

Sin tiempo que perder, los tres abrieron las bolsas que llevaban y sacaron las lámparas. Paykamén, que había robado aceite del templo para mojar las pequeñas teas, ayudó a sus compañeros a encender la mecha frotando con fruición dos piedras sobre unos rastrojos. Cuando el calor hizo que el rastrojo se pusiera rojo, avivó con un soplido muy leve el inicio del fuego, luego acercó la tea mojada en aceite y ésta prendió al instante.

Después de compartir el fuego, Paykamén señaló uno de los muros. La pintura amarilla cubría toda la piedra resaltando las siluetas de las figuras allí representadas. A un lado se veía al faraón frente a Harmakis. El dios solar, con cuerpo humano y cabeza de halcón coronada por un disco rojo, caminaba hacia la entrada de la tumba, como si saliera de ella. Aquella tumba era también su morada eterna, y los ladrones lo sabían. Nesumontu y Beki se miraron asustados. El poder de aquellas divinidades los sobrecogía.

—¿Por qué tenéis miedo de una simple figura? —preguntó Paykamén—. Temed a los vivos, no a los muertos.

Y al tiempo que decía esto sacó el cuchillo que llevaba en la bolsa y asestó un tajo al rostro del dios halcón. Los orfebres dieron un paso atrás y miraron horrorizados al verdugo del dios.

—Escuchad, guardad silencio —dijo Paykamén.

Los ladrones así lo hicieron. No se oía nada.

—¿Lo veis? Todo es mentira —continuó el sacerdote—. ¿Acaso el dios ha venido desde el cielo para arrancarme la mano por mi acto impío? Ya os he dicho que este lugar nunca llegó a utilizarse. No temáis. Este sitio no es sagrado, en realidad ninguno lo es… Se ha usado como almacén de los objetos procedentes de los saqueos que se han realizado en el valle. Por eso estamos aquí.

—Ahí está el nombre del sumo sacerdote de Amón en Ipet-isut, Pinedjem —dijo Beki señalando con el dedo el grafito de una pared.

—Los papiros del templo son claros en este sentido —añadió Paykamén tomando del suelo el fragmento de un plato de fayenza con un texto apenas legible—. Aquí podemos encontrar los tesoros de las tumbas de varios reyes de la época gloriosa de Egipto. Seguidme.

Los tres ladrones se internaron en la oscuridad de la tumba. Pasado el primer corredor, la decoración de las paredes desaparecía. La piedra apenas estaba desbastada, señal de que aquella morada de eternidad nunca había llegado a usarse para el fin por el que había sido creada. A los pocos pasos, junto a la pared derecha vieron un ataúd de madera. Paykamén se acercó para comprobar si merecía la pena. Aproximó la llama y vio que apenas tenía decoración, sólo inscripciones y figuras de dioses; como ése los había a cientos en los talleres del templo.

—¿Tiene algo de metal? —preguntó Beki acercándose a escudriñar aquel misterioso ataúd.

Pero Paykamén no contestó. Usó el cuchillo como palanca para abrirlo. Dentro había una momia, pero el sacerdote no quería complicarse la vida y se alejó. Al alzar el fuego y echar un vistazo en la oscuridad del corredor, el brillo de un objeto llamó su atención.

—¡Mirad, aquí hay algo! —dijo al tiempo que se abalanzaba sobre unos objetos arrinconados en una esquina del pasillo.

—Estamos de suerte —señaló Nesumontu, que sonreía por primera vez en toda la noche—. Esto es una pequeña fortuna.

Eran unas cuantas piezas de una vajilla de cobre: apenas tres platos, dos copas y dos cuencos. Metieron el botín en una de las bolsas. Ya habría tiempo después de pelearse por la repartición.

—Mirad cuánto trabajan por su señor. —Paykamén había cogido un ushebti del suelo. Lo observó intentando verle algún valor y finalmente lo arrojó al suelo—. Si al menos fuera de oro… Pero por esto no nos darían nada, sólo tendríamos problemas. —Tiró la figurilla al suelo y le dio un puntapié—. Deja la bolsa con los platos aquí y vamos un poco más adentro; tiene que haber más cosas. A la salida la recogeremos.

Siguieron caminando por la galería; la rampa era cada vez más pronunciada. A ambos lados se abría una suerte de cámara sustentada por pilares. Junto a la pared, apoyados en los pilares, había más ataúdes. A su alrededor, dispersas por todas partes, más cajas y pequeñas capillas.

Sin perder un instante, los tres hombres se lanzaron a la caza de cualquier riqueza que pudiera haber en aquellas cajas de madera. La mayoría contenían tejidos de lino, y ellos habían decidido que se centrarían en los metales; las telas eran muy valoradas en el mercado de Uaset, pero contenían textos escritos que podrían comprometer al vendedor y finalmente nadie se hacía cargo de ellas. En cambio el metal se fundía de nuevo y la huella de su procedencia se perdía para siempre. Era más seguro y mucho más lucrativo.

Dentro de un arcón, Beki tuvo la suerte de toparse con una caja con varias joyas de oro y plata con el nombre de Pinedjem. La pieza más espectacular era un pectoral de oro formado por varias cadenas engarzadas de las que pendían flores; era una joya de una delicadeza exquisita. En el centro, una placa con el nombre del antiguo sacerdote-rey confirmaba su procedencia y calidad. No lo pensó dos veces y utilizó su faldellín como improvisado hatillo.

Mientras, Nesumontu estaba arrancando el recubrimiento de oro de unas estatuillas de madera que representaban a diferentes divinidades. Parecía haber perdido el miedo que poco antes le había paralizado. Sabía que estaba cometiendo un sacrilegio que le costaría la vida y seguramente un castigo durante toda la eternidad, pero era incapaz de refrenarse. Un impulso dentro de él lo empujaba otorgándole más vigor a cada tirón que daba al preciado metal. La piel de los dioses era de oro, por eso aquellas figuras estaban recubiertas del metal dorado. Eso fue una de las primeras cosas que aprendió de niño al entrar en el templo con su padre, también sacerdote. Pero ahora todo eso le daba igual. «Paykamén tiene razón», se dijo. Pensó que los sumos sacerdotes de Ipet-isut sólo se preocupaban de llenar sus prominentes estómagos y dar la espalda al pueblo aferrándose a tradiciones milenarias que ellos mismos eran incapaces de aceptar y de comprender.

—¿Habéis terminado? —preguntó Paykamén cuando hubo vaciado las cajas que tenía alrededor—. No os dejéis arrastrar por la avaricia, habrá tiempo de volver. Debemos regresar antes de que amanezca.

—Yo he acabado —dijo Beki, nervioso; de repente estaba deseando salir de allí cuanto antes.

—Yo también. Vámonos —añadió Nesumontu.

La tumba aún se adentraba más en el corazón de la montaña, pero el botín conseguido era mucho mayor de lo esperado: piezas de vajilla, láminas de oro, joyas, metales preciosos… cuando en realidad se habrían conformado con unas cuantas piezas de cobre con las que conseguir un dinero en el mercado negro de Uaset.

—Apagad las teas —ordenó Paykamén cuando llegaron al punto donde habían dejado la primera bolsa con los platos y las copas—. Nos alumbraremos solamente con una.

Beki y Nesumontu se miraron con recelo. Por un momento temieron que, cegado por lo extraordinario del tesoro, decidiera abandonarlos en la oscuridad de la noche.

—No seáis estúpidos —refunfuñó Paykamén leyéndoles el pensamiento—. Yo no puedo cargar con todo esto. Además, seguro que hablaríais antes de que los guardas del visir comenzaran a golpearos las manos y los pies con el bastón del verdugo.

Los tres sabían que ése era el primer castigo que recibían los ladrones de tumbas cuando eran sentenciados a muerte. El interrogatorio era lo más cruel que cabía imaginar, y muchos ladrones apenas resistían unas pocas horas.

Esparcieron el botín en el suelo. Aunque antes de cruzar el río en dirección a la necrópolis ya habían acordado que Beki y Nesumontu recibirían una cantidad fija por su colaboración, los ojos de los orfebres brillaban de codicia al ver todo lo que Paykamén se guardaba en su bolsa. A escondidas, Beki consiguió coger un collar de oro. Luego Paykamén apagó su tea y la arrojó a un lado de la galería. El último rescoldo todavía no se había apagado cuando un crujido junto a la entrada les heló la sangre.

Paykamén dejó a un lado el botín y, oculto por las sombras de la noche, se acercó a la puerta de la tumba. Nesumontu y Beki permanecieron quietos como estatuas. Su corazón casi estalla de miedo al ver la silueta de un cuarto hombre en la entrada.

—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz desconocida.

Ninguno de los tres ladrones abrió la boca.

Una pareja de guardas había descendido al centro del valle para hacer su ronda habitual. El ruido en el interior de la tumba llamó su atención y decidieron acercarse para comprobar que todo estaba en orden.

—Déjalo, habrá sido un perro que se ha colado dentro —añadió una segunda voz.

La silueta de los dos guardas se dibujaba perfectamente en el hueco de la entrada.

—Venga, vámonos. Si es un animal puede ser peligroso —insistió el segundo.

Pero el otro permaneció impávido bajo el dintel, protegido por el disco solar alado que cubría la piedra y escoltado por los nombres del rey Ramsés Menmaatra.

—Ahí hay algo, estoy seguro —dijo al tiempo que daba un paso adelante.

—No puedes entrar —repuso el otro—, lo tenemos prohibido.

—Lo tenemos prohibido si no hay una causa para ello, pero estoy seguro de que ahí hay algo.

Cuando su compañero quiso avisarle de nuevo, el incauto soldado ya había echado a andar hacia lo que parecían ser los rescoldos de un fuego. La luz titilante de la última tea apagada por los ladrones aún brillaba en una esquina de la primera galería de la tumba.

Paykamén prefirió no moverse para evitar ser visto; estaba a apenas unos pasos de los restos de lumbre. Con la calma y la seguridad de una víbora cornuda del desierto, estiró el brazo y agarró un bloque de piedra caliza que había junto a unos cuantos cascotes que habían quedado allí tras las obras inacabadas del sepulcro.

El guarda llegó hasta los rescoldos. Con la sandalia que cubría su pie derecho removió las brasas.

—¡Uni, esto es fuego! —gritó a su compañero—. Alguien ha entrado aquí. Hay que dar la señal de alarma cuanto antes.

Beki y Nesumontu seguían pegados a la pared contraria, aterrorizados, a unos cinco pasos del guarda. Paykamén, a poco más de un paso del guarda, había hecho acopio de toda su sangre fría. Debía esperar. Su oportunidad no tardaría en llegar.

Cuando el segundo guarda llegó corriendo, el sacerdote alzó el brazo.

—Mira, son los restos de una tea encendida —dijo el primer guarda mientras se agachaban para ver los humeantes rescoldos—. Alguien ha estado aquí dentro, y no hace mucho; de lo contrario…

No pudo acabar la frase.

Cual una cobra lanzándose sobre su presa, Paykamén estiró el brazo en la oscuridad de la tumba y estrelló el bloque de piedra en la cabeza de uno de los soldados. Cuando su compañero quiso reaccionar, sintió el filo de un cuchillo cruzándole el cuello de lado a lado y emitió un grito vacío, sin aire.

—Salgamos de aquí antes de que echen en falta a estos dos imbéciles —dijo Paykamén mientras limpiaba la sangre de su mano y del cuchillo con el faldellín de uno de los soldados.

Beki y Nesumontu no necesitaron que se lo dijera dos veces; aferraron los hatillos de tela con las joyas como si la vida les fuera en ello y se dirigieron hacia la entrada.

Los tres sacerdotes desanduvieron sin decir palabra el camino que les había llevado hasta la tumba del rey Ramsés Menmaatra.

Alcanzaron el farallón que recorría el valle por su lado más oriental en poco tiempo, antes de que la luna comenzara a disiparse anunciando el nacimiento de un nuevo día. No descansaron hasta que se sentaron en la barca que habían escondido en los marjales y cruzaron el río de regreso a Uaset. Debían llegar antes de que el sol despuntara por el horizonte. A lo lejos, algunos campesinos llegaban ya a los campos de cultivo. En la ribera del río se veía el movimiento de los animales transportando mercancías sobre sus lomos. La sagrada ciudad de Amón volvía a la vida.

Paykamén observó a sus dos compañeros.

—Hoy todo ha salido bien —dijo para insuflarles ánimos—. Podemos estar satisfechos y tranquilos.

—La paciencia debe ser ahora nuestra principal virtud —añadió Beki—. Esperaremos un tiempo para vender estas piezas; hacerlo ahora sería peligroso, llamaría la atención sobre nosotros rápidamente.

—Investigarán a fondo las dos muertes… —agregó Nesumontu.

Después de un largo silencio, llegaron a la otra orilla y dejaron la barca donde habían pactado el día anterior.

—Devolveré la barca por la tarde —señaló Paykamén—, así nadie sospechará que sólo la hemos usado por la noche. Ahora cada uno se irá a su casa. Tenemos días de descanso en el templo, no hace falta que vayamos por allí hasta después de la festividad de Amón. Si alguien nos pregunta dónde hemos estado esta noche, diremos que en casa, con nuestra familia, como de costumbre.

Beki y Nesumontu asintieron con la cabeza. Lejos del valle y cerca de casa se sentían mucho más tranquilos.

Se dieron la espalda y enfilaron en direcciones opuestas desde la estrecha calle que se abría frente al marjal de papiros, tachonada de casas de color blanco. Cuando Paykamén los perdió de vista, soltó de nuevo la cuerda y remó hacia el barrio norte de la ciudad de Uaset, donde vivía, cerca del templo de Ipet-isut.

Enseguida pudo dejarse llevar por la corriente, entonces soltó los remos y abrió la bolsa con el botín. Observó el brillo de los metales y de los objetos preciosos y se preguntó si realmente valía la pena correr semejante riesgo por todo aquello. Sonrió y miró al horizonte. El sol comenzaba a salir justo entre los dos pilonos de entrada del gran templo de Amón. Comenzaba una de las festividades más importantes del dios de Uaset.

Cerró la bolsa con un fuerte nudo y echó mano a los remos. Quería llegar cuanto antes a casa. Dos días después de la luna se encontraría con la misteriosa sombra en el templo de Amón. Tampoco esta vez su mentor le había fallado. Había sido exacto en sus coordenadas para llegar hasta las entrañas de la montaña de occidente. La morada de eternidad les estaba esperando justo donde él le había indicado. Aunque hubiera llevado los ojos vendados, Paykamén habría conseguido arrebatar de las manos del reino de Osiris algunas de las joyas más preciadas de los muertos.