Jueves, 9 de diciembre de 1880
Orilla oeste de Luxor
La tranquilidad imperaba en la aldea de Seikh Abd el-Gurna, lugar que todos llamaban Gurna, «el cuerno», como la cima de la montaña que dominaba el Valle de los Reyes. El sosiego siempre llegaba cuando el sol comenzaba a ocultarse tras la sagrada colina de la que había surgido la vida, según las creencias de los faraones, y donde se iniciaba el camino mágico hasta el inframundo.
Los hombres —agricultores, ganaderos, obreros de las incipientes excavaciones y más de un ladrón de tumbas— se reunían frente a las casas para charlar con familiares o vecinos antes de acostarse bien entrada la madrugada. Las mujeres hacían eso mismo mientras continuaban con sus faenas en la cocina o en las habitaciones interiores, protegidas de miradas indiscretas. Un buen fuego servía de bálsamo para apaciguar los problemas del día. Era el momento en que se contaban historias o leyendas ancestrales en las que las fantasías crecían a medida que se relataban una y otra vez.
Sin embargo, Ahmed Abderrassul estaba inquieto aquella noche. Después del fallecimiento de su padre, había pasado a ser el cabeza de familia, y los problemas le acuciaban. Todos vivían cómoda y holgadamente desde hacía tiempo, pero le atormentaba ser la única persona que conocía lo que muchos llamaban ya «el secreto de los Abderrassul», relacionado con el tráfico de antigüedades faraónicas. Había decidido que esa misma noche compartiría el secreto con Mohamed, su hermano más joven. Tenía que llevarle a la Montaña de las Momias.
La nueva casa familiar, la única que tenía un gran patio porticado, era la admiración y envidia de los habitantes de Gurna. Los Abderrassul no tenían problemas de dinero, y el negocio familiar daba incluso para ayudar a algunos vecinos (la mejor manera de cerrarles la boca y evitar pesquisas no deseadas). De una forma o de otra, en Gurna todos participaban del tráfico de antigüedades. La elección de sus casas no era casual. Muchos de ellos vivían en el interior de antiguas tumbas o habían construido su vivienda directamente sobre un terreno en el que, desde el suelo de una de las habitaciones, pudieran controlar el acceso a una parte de la antigua necrópolis. Esta tarea tampoco era segura. Más de uno había fallecido al excavar en una antigua tumba y desplomársele la montaña encima o caer en un pozo de diez metros de profundidad. Los riesgos eran grandes, pero los habitantes de Gurna los asumían porque, según ellos, no era un precio muy alto si el resto de la comunidad podía conseguir dinero extra por medio de las excavaciones ilegales. La llegada de turistas en número creciente desde 1850 había llevado a muchos a dedicarse casi exclusivamente a la búsqueda de este tipo de piezas antiguas para venderlas luego a los extranjeros. Era lo normal y a nadie le extrañaba. Las autoridades habían querido en más de una ocasión trasladar el pueblo a otra zona, pero todos los intentos habían sido en vano. Siglos de tradición no podían borrarse del mapa tan fácilmente.
Sin embargo, la tumba descubierta por Ahmed en la Montaña de las Momias era algo extraordinario, aunque también significaba un peligro en sí mismo.
Todos conocían el origen de ese dinero, pero preferían mirar a otro lado y dar gracias a Dios por la bondad y el regalo con el que se les había premiado. Seguir trabajando sus tierras y cuidando del ganado como habían hecho siempre, sin preocuparse por los problemas que pudieran tener en un futuro, era la mejor opción.
Mohamed, el más joven de los Abderrassul, llegó pronto a casa. Dejó un fardo de tela sobre el banco de piedra que había junto a la puerta y fue directo a la cocina. Al atravesar el patio buscó con la mirada a Ahmed entre el resto de su familia (era norma de decoro y buena educación saludar al cabeza de familia cuando se entraba en la casa), pero no lo vio y pensó que no habría llegado o estaría en otro lugar de la vivienda.
Un candil iluminaba el pasillo con una luz muy tenue. La casa era prácticamente nueva, pero los desconchones de las paredes y el mal acondicionamiento general daban la impresión de que se había construido hacía una eternidad.
En la cocina, Fendia, su madre, vestida de negro, preparaba la cena junto a varias de sus hijas y nietas. Mohamed saludó a su esposa Eman con una sonrisa y un gesto cariñoso, luego tomó un cuenco de barro y se sirvió agua de una tinaja. Bebió, dejó el cuenco sobre la repisa y se secó la boca con la manga de la galabiya.
—Madre, ¿dónde está mi hermano Ahmed?
Fendia, en vez de contestar, interrumpió su tarea y se dirigió hacia la salida al patio que había en uno de los extremos de la cocina. Mohamed la siguió. Los hijos sabían que cuando la madre actuaba de aquella manera es que quería hablar con ellos a solas.
—¿Qué ocurre, madre?
—Ahmed quiere que vayas con él a un lugar. Es necesario, por el bien de la familia, que sigas todos sus consejos y le hagas caso en cada una de las cosas que te pida. ¿Lo harás?
—Por supuesto, madre, lo haré con gusto. ¿De qué se trata?
Mohamed observó a su madre. Era una mujer mucho más joven de lo que aparentaba. En los últimos tiempos, el trabajo en la casa, los hijos y especialmente la pérdida de su marido habían acelerado su envejecimiento. Las mujeres solían desempeñar un papel autoritario en la casa. Es cierto que el peso del poder recaía en el padre, sin embargo todas las decisiones eran consultadas con la madre, quien a veces incluso las imponía. De esa forma se conseguía un equilibrio en la familia.
—Ha llegado el momento de que te haga partícipe de un secreto que incluso yo misma desconozco.
Y dicho esto, cuando el hermano menor de los Abderrassul iba a añadir una nueva pregunta, su madre se dio la vuelta y arrastrando los pies regresó a sus tareas en la cocina.
Mohamed se disponía a marchar a las habitaciones de sus hermanos cuando se topó de bruces con Ahmed. No lo había visto. La oscuridad de la noche se había mezclado con la galabiya de color negro que siempre llevaba el ahora cabeza de familia.
—Ven conmigo —dijo el hermano mayor antes de darse la vuelta y echar a andar.
Mohamed obedeció al instante. Si su hermano se lo pedía, siguiendo además la premisa que le había lanzado su madre, estaba obligado a ello.
El pequeño de los Abderrassul siguió los pasos de Ahmed hasta alcanzar la esquina del patio. Allí había una puerta que daba al exterior; una entrada que usaban en ocasiones para no ser observados y no depender de la principal.
—Sígueme —ordenó Ahmed con voz firme.
—¿No necesitamos fuego para alumbrarnos?
—Sí, pero sólo cuando lleguemos a donde te quiero llevar. Hasta entonces la luz de la luna nos bastará.
Aquella noche, en efecto, había una luna inmensa y plateada. Recorrieron en silencio las callejuelas de Gurna, pasaron por delante de las tumbas habitadas por algunos vecinos, quienes levantaban la mano en señal de saludo, y cuando llegaron al límite de la aldea comenzaron a subir por la ladera de la montaña. Ahmed iba delante y caminaba con decisión; conocía el lugar como la palma de su mano. Ambos sabían que en el extremo norte, a su derecha, se hallaba el templo de la reina Hatshepsut, justo detrás de la montaña tachonada de sepulturas de época faraónica.
Tras cruzar una hondonada, Ahmed enfiló un sendero cuesta arriba que su joven hermano desconocía.
—¿Adónde vamos? —preguntó, inquieto.
—Pronto lo verás, no te preocupes. Fíjate dónde pones los pies, esta zona es bastante abrupta, e intenta recordar el camino, es importante que lo conozcas bien.
Mohamed se estremeció. De pronto sintió sobre sus hombros el peso de una responsabilidad que le incomodaba.
Siguieron caminando hasta alcanzar una pared rocosa que les impedía el paso. Llegados allí, el mayor de los Abderrassul se pegó a la pared y avanzó con sumo cuidado. A sus pies se abría un pequeño desfiladero.
—La próxima vez que vengas recuerda que no debes llevar ropa tan clara —dijo Ahmed—. Esa galabiya amarilla que sueles llevar podría delatarte en mitad de la noche.
Mohamed, cada vez más confuso, le seguía muy despacio.
—Ya estamos cerca —anunció Ahmed—. Ve con cuidado.
Recorridos no más de cien metros, alcanzaron una planicie por la que se podía caminar con comodidad. Dos salientes rocosos hacían de parapeto e impedían que fueran vistos desde otro lugar de la montaña.
Al final del saliente, junto a la pared de la montaña, había un agujero en el suelo de apenas dos metros cuadrados. Era un lugar de difícil acceso, y sólo lo veías si estabas delante.
—Supongo que ya sabes dónde estamos…
La voz de Ahmed resonó en la montaña con un eco tenebroso.
—En la entrada maldita de los afrit… —respondió el joven Mohamed con voz temblorosa—. ¿Por qué me has traído aquí? Éste es un lugar maligno…
Ahmed soltó una carcajada y dejó a la vista su dentadura mellada, repleta de piezas amarillentas y descolocadas. Mohamed se estremeció. Sabía que cuando su hermano reía de aquella manera, estaba a punto de estallar.
—¡No me digas que tú también te crees esas patrañas! —le espetó al tiempo que le daba un golpe en el pecho.
—Tú mismo dijiste que los habías visto y que tuviste un encuentro desagradable con uno de ellos —respondió Mohamed, indignado.
—Era mentira. Lo hice para evitar que el ingenuo de Kamal sintiera el más mínimo deseo de volver por aquí.
Ahmed comenzó a desenrollar una cuerda con la que había cargado desde la casa.
—No nos interesa que nadie más conozca este sitio —añadió mientras ataba con fuerza el extremo de la soga a un saliente rocoso—. Pero no quiero seguir siendo el único de la familia que sabe lo que hay aquí. Por eso te he traído conmigo.
Mohamed se sintió orgulloso del protagonismo que comenzaba a tener en aquella intriga. Era el hermano pequeño de la familia, pero hacía años que había dejado de ser un muchacho. Después de casarse, algunos aún lo consideraban un chiquillo, pero tanto en el trabajo como en su disposición para los asuntos de la familia siempre había respondido como un adulto. A esto había que sumar la confianza ciega que la madre le tenía, lo que hizo que Ahmed finalmente se inclinara por él.
—Te agradezco tu confianza, hermano —dijo con una sonrisa franca.
—Antes de bajar, júrame que tus labios jamás revelarán lo que estás a punto de ver.
—Entonces… ¿es cierto lo que dicen nuestros vecinos? —preguntó Mohamed con un hilo de voz.
—Nadie se plantea esas cosas, querido hermano. Nuestra familia vive bien y a nuestros vecinos no les falta de nada. ¿Estás dispuesto a comprometerte por tu sangre Abderrassul?
Mohamed vaciló unos instantes. Las leyes no escritas pero conocidas por todos desde hacía generaciones le obligaban a acatar la orden del cabeza de familia. Estaba entre la espada y la pared. Pero era consciente de que esa situación lo elevaba en el estatus interno de la familia, un momento con el que siempre había soñado y que parecía haber llegado.
—Me comprometo… soy presa de mi destino.
Ahmed asintió satisfecho. A continuación hizo una amalgama con una tela mojada en grasa de animal y con un fósforo encendió las dos teas que había cogido en la casa. Dejó una de ellas en el borde del pozo y se deslizó con la otra en el oscuro agujero. Ayudándose de las piernas y de su propio peso comenzó a descender. Su agilidad era sorprendente. En sus anteriores visitas a la cueva se había familiarizado con algunas grietas y salientes de la roca, que usaba como peldaños.
Cuando llegó abajo, su hermano pequeño tomó la otra tea e inició el descenso. Tenía la sensación de estar bajando al mismísimo infierno.
En el fondo del pozo apenas había espacio para dos personas. Mohamed vio que su hermano se ponía de rodillas y se metía por una oscura oquedad que se adentraba en la montaña. Estaba llena de escombros, pero Ahmed se arrastraba sobre ellos como una víbora cornuda del desierto. Su galabiya negra empezó a cubrirse de polvo.
Mohamed le siguió. Ni siquiera podía imaginar lo que iba a encontrar al final del túnel. Las piedras iban formando una especie de rampa cada vez más ancha. Cuando pudo levantarse, estaba tan preocupado por no golpearse la cabeza que tardó en ver lo que había junto a él: una momia apoyada en la pared, fuera de su ataúd, con la mirada perdida en la oscuridad. Su terrorífico rostro lo hizo estremecer. Despedía un olor hediondo. Tenía el pecho abierto y un enorme boquete dejaba ver su carne momificada y putrefacta.
—Sígueme por aquí —ordenó Ahmed, y antes de que su hermano pudiera protestar, añadió—: Toma aire. Allí dentro el ambiente está muy cargado.
Con los ojos como platos, Mohamed lo siguió por una larga galería de casi dos metros de altura repleta a ambos lados de ataúdes y momias. En algunos tramos había tantos objetos que era prácticamente imposible caminar, y se abría paso a puntapiés.
De pronto llegaron a una zona donde el techo descendía de forma abrupta. En el suelo, unos escalones esbozados torpemente en la piedra daban paso a una nueva gruta de veinte metros de longitud. El panorama era el mismo: lúgubre, tenebroso. Las paredes estaban apenas sin desbastar y todo el espacio se hallaba ocupado por cajas, muebles, momias y objetos de lo más variopinto. Sólo se oía el tenue crepitar de las teas que llevaban ambos hermanos. Mohamed, anonadado ante aquella cantidad de tesoros, miraba a ambos lados desconcertado.
—Esto es la Montaña de las Momias… —dijo al final rompiendo el silencio—. ¿Quién más lo sabe?
—Sólo tú y yo. Nadie más. Es el secreto de la familia, para beneficio de nuestros hijos y de los hijos de nuestros hijos.
—¿Por qué no lo has compartido con nuestros hermanos, o incluso con madre?
—Las mujeres no saben guardar un secreto —respondió Ahmed en tono despectivo—. Y en cuanto a nuestros hermanos y cuñados… no confío en ellos.
—De este lugar es de donde dicen que sacas los tesoros de los faraones que luego vendes a los extranjeros, ¿no es así?
—Ahórrate ese tono displicente. ¿Crees que media docena de cabras dan para alimentar a toda la familia y para construir la casa en la que vives?
—Entonces, ¿es cierto que somos ladrones de tumbas?
—Robar a los muertos no es robar —se justificó Ahmed—. Esta montaña nos pertenece. Si los efendis quieren algo, que lo paguen. Así nosotros nos llevaremos nuestra parte. Es lo más justo, ¿no te parece? Esto es más nuestro que suyo.
—Pero es peligroso…, tarde o temprano se sabrá. Son muchos los vecinos de nuestra aldea que nos tienen envidia. Si nos ven entrar aquí a por tesoros…
—Tranquilízate —le interrumpió Ahmed—. Desde que lo descubrí, solamente he venido a la Montaña de las Momias tres veces. Lo peligroso es recorrerla por la noche y llegar hasta la tumba. Hacía meses que no venía por aquí. En un solo viaje puedes conseguir antikas para que la familia viva holgadamente durante todo un año. Confía en mí. No es necesario nada más, créeme.
Se hizo el silencio, sólo roto por el chisporroteo de las antorchas. Mohamed miraba alrededor aturdido. Ante la indecisión del joven, por un momento Ahmed comenzó a dudar si era buena idea contar con su hermano, pero confiaba en él. Sabía que por encima de sus ideas estaba el honor. Si lograba convencerle de que aquello era el pilar sobre el que se sustentaba la familia, podría estar tranquilo.
Ahmed sacó un pequeño saco de tela de uno de los bolsillos de su galabiya.
—Te mostraré cuáles son los objetos más preciados. Los hay a cientos —dijo tomando del suelo un fantástico ushebti azul vidriado—. No hace falta buscar mucho.
—¿Cuánto pagan por una figura de éstas?
—Depende de a quién se la ofrezcas, pero puedes conseguir perfectamente tres o cuatro libras.
—¡Eso es mucho dinero! —exclamó Mohamed, que lo miraba con los ojos muy abiertos.
—En efecto, lo es. Y si llevas un buen papiro, se puede conseguir cuatro veces más. Dentro de las cajas los hay a docenas. Para desenrollarlos hay que humedecerlos antes un poco, de lo contrario se convierten en polvo en la mano.
—Pero… ¿cómo los vendes? Seguro que es peligroso.
—Descuida. Tengo amigos que conocen a las personas de las antikas. Pero en eso es mejor que no te metas. Cada uno de nosotros tiene su función, pero sólo yo conozco lo que hacen los demás. Es mejor que sea así. Hay que dividir el trabajo en partes para que todos nos veamos recompensados de igual forma y no intentar escudriñar o saber qué hace nuestro hermano. Tú ahora sabes dónde está la tumba, pero eso no te da prioridad sobre el resto. ¿Sabrías qué hacer con una figura como ésta? —Ahmed señaló el pequeño ushebti que acababa de coger de una caja de madera en la que había un montón de ellos.
Mohamed negó con la cabeza. Todo aquello le abrumaba y, en el fondo, le aterrorizaba. Hacía tiempo que se había dado cuenta de que sus hermanos se comportaban con él de una forma extraña, casi condescendiente, como si conocieran algo que él ignoraba; un secreto a voces que él era incapaz de descubrir. Y así era. Sus preocupaciones nunca habían ido más allá del cuidado de las pocas cabras con que contaba la familia: llevarlas a la orilla del Nilo para que bebieran y pastaran y regresar a casa cuando los últimos rayos del sol se ponían tras la montaña de la antigua ciudad de Tebas. Pero ahora su hermano acababa de confiarle una enorme responsabilidad. Ahmed había pensado en él para que fuera el transmisor de un conocimiento que aseguraría la prosperidad de la familia durante las próximas generaciones.
—Estoy seguro de que padre estaría orgulloso de ti —dijo el hermano mayor poniéndole una mano en el hombro.
—Es una gran responsabilidad. Una carga.
—Lo es, pero sólo tendrás que venir aquí cuando yo no pueda hacerlo. Yo te enseñaré cuáles son los objetos más preciados, algo te he adelantado ya. Cuando vengas, te llevarás todas las antikas que puedas y no volverás en muchos meses.
—¿Y qué haré con ellas? —preguntó Mohamed, preocupado.
—De eso se ocuparán en casa. Pierde cuidado. Olvídate de eso. No estás solo —dijo Ahmed en tono conciliador—. Todos estamos involucrados por igual, pero cada uno tiene su papel, ya te lo he dicho. No te preocupes. Y si alguna vez tuvieras problemas con un vendedor o con alguien del mercado, contamos con una persona que podría hacer por ti el trabajo más desagradable…
Mohamed se estremeció cuando su hermano se pasó el pulgar por el cuello y soltó una risotada. Luego Ahmed se agachó y fue cogiendo del suelo ushebtis y metiéndolos en la saca de tela.
—Los que más gustan a los efendis son los brillantes —explicó al tiempo que le tendía uno.
Mohamed tomó la estatuilla con cierto temor. Eran figuras de muertos. Para él no dejaban de ser objetos de una cultura pagana, milenaria y hasta diabólica. Los temidos afrit se encargaban de la custodia de esos lugares. El joven miraba a ambos lados, a la espera de que saliera algún demonio protector de entre las sombras de la tumba.
—No seas ridículo, aquí no hay nadie —le reconvino Ahmed—. Esas historias de los afrit no son más que leyendas sin sentido. ¿Tú ves que nos haya sucedido algo a mí o a alguien de nuestra familia?
Mohamed negó con la cabeza en un intento por convencerse de que todo era normal.
—Seguro que esa caja contiene papiros. Ábrela.
El nuevo ladrón destapó una caja de madera de cedro. El interior no dejaba adivinar nada. Estaba corrupto, sucio, maloliente.
—Déjame ver… Sí, son papiros. ¿Los ves? Están enrollados, pero dentro tienen dibujos pintados con vivos colores que vuelven locos a los efendis.
Ahmed desdobló un poco una de las esquinas del rollo. Bajo la luz amarillenta de la tea aparecieron extraños grabados y los brazos de una figura: una mujer con un precioso vestido blanco ajustado al cuerpo.
A Mohamed le pareció una visión horrenda y pecaminosa y apartó la mirada. Ahmed rió ante la reacción de su hermano y metió el papiro en la bolsa, junto a los ushebtis.
Tras varios minutos recogiendo las figurillas más brillantes que tenían a mano, Ahmed dejó la bolsa junto a un enorme ataúd blanco que había apoyado en la pared y, con las dos manos, separó la tapa. Había reservado lo mejor para el final.
—Acerca la luz —pidió a su hermano, que contemplaba la escena con cierta consternación.
Al aproximar la antorcha, el interior de la caja funeraria les ofreció una escena grotesca: una momia con ojos de pasta vítrea, desorbitados, los miraba como si quisiera castigar el gesto impío de los saqueadores.
Mohamed dio un salto hacia atrás.
—¡No te asustes! —dijo Ahmed entre risotadas—. ¡No te va a hacer nada! ¡Está muerto! Hace unos meses le retiré las vendas que le cubrían el rostro. ¿Ves esto? —Señaló la frente del rostro pintado con delicadeza sobre el ataúd de madera.
Su hermano vio una serpiente sobre lo que parecía ser la peluca de la figura. Se encogió de hombros.
—Ilumíname aquí —pidió Ahmed—. Mira, es una serpiente, una cobra como las que hay en el desierto. ¿Sabes qué significa eso? Se trata del cuerpo de un rey. Los reyes eran enterrados con grandes riquezas. Dentro de sus ataúdes y en sus momias podemos encontrar oro.
—Pero eso es robar a los muertos… Eso no está bien; en la mezquita el jedive dice que si…
—¡Eres un estúpido! —gritó Ahmed golpeándole el pecho con fuerza—. ¿Vas a seguir creyendo todas esas tonterías? Los que dicen eso lo que quieren es apropiarse de estos tesoros antes de que lo hagas tú. Créeme.
—En cualquier caso, si se trata de reyes, sus espíritus serán poderosos y andarán rondando estas galerías…
—No seas ridículo. ¿Crees también las historias de las maldiciones? Mírame a mí. Llevo mucho viniendo aquí, haciendo esto mismo, y lejos de morir o toparme con un funesto futuro, todos nosotros hemos prosperado. ¿Qué más pruebas necesitas para convencerte?
Mohamed tuvo que reconocer que su hermano tenía razón. Si bien el lugar era lúgubre y tétrico, emanaba cierta tranquilidad. Sin embargo, desde pequeño le habían enseñado que el mundo de los muertos era algo sagrado, en lo que no había que entrar.
Observó el rostro de la momia con detenimiento. Tenía la cara hinchada, la boca desencajada y el hálito de corrupción que sólo la muerte puede dejar en un ser abandonado a su suerte. Su aspecto demostraba que ya había sido saqueada con anterioridad.
—¿Has hecho tú eso? —preguntó Mohamed, conmocionado.
—Sí, ya te lo he dicho. Las momias suelen enterrarse con collares de oro. Busca siempre en el cuello y, sobre todo, en el pecho. Puedes encontrar joyas de metal, piedras grabadas, un escarabajo tallado, amuletos de todo tipo… Y cualquier cosa vale para los efendis. —Al tiempo que decía esto, Ahmed rajó con un cuchillo el pecho de la momia, introdujo la mano en su interior y extrajo un espectacular escarabeo.
Su hermano lanzó un grito apagado ante la frialdad con la que trataba aquel cuerpo, pero al ver ese tesoro su rostro cambió de expresión. El escarabeo era de piedra oscura y tenía inscripciones en la parte posterior, lo que aumentaba su valor. Además, un engarce de oro, unido a una lámina del mismo metal que recorría sus patas, lo sujetaba por la parte superior. Daba la sensación de que el escarabajo estaba dibujado con líneas doradas.
Era un objeto precioso. Ahmed se lo entregó para que lo contemplara. La finura del tallado de la piedra para hacer en el mismo bloque la cabeza y las patas, o el rayado de los élitros, eran fascinantes. Su tamaño también era significativo: ocupaba casi toda la palma de la mano.
—Esto serán más de cinco libras —dijo el mayor de los Abderrassul recuperando la joya e introduciéndola en su bolsa—. Prueba tú ahora con esa momia. Yo te sujetaré la luz.
La petición de su hermano le pilló desprevenido. Cabizbajo, se acercó a un ataúd enorme que había junto al otro. Cogió con ambas manos los laterales de la tapa y, haciendo fuertes aspavientos, consiguió separar las pestañas que lo unían a la cubeta. El crujir de la madera retumbó hasta en el último extremo de la galería. Apartó de una patada un trozo de la tapa que se había desprendido. Dentro había un segundo ataúd. Mohamed miró a su hermano y esperó instrucciones. Éste se limitó a asentir con la cabeza. En esta ocasión un simple movimiento bastó para desplazar la cubierta, de color amarillento. Dentro había una momia. Los ungüentos empleados en la Antigüedad habían ennegrecido el lino funerario. El olor a podrido empezó a llenar el ambiente.
Ahmed le tendió el cuchillo.
—Recuerda lo que te he dicho —dijo.
Mohamed asintió, tomó el cuchillo por el mango y lo acercó con mano temblorosa al pecho de la momia. Cortó las vendas de la superficie y luego fue perforando poco a poco. Al llegar a la carne momificada comenzaron a saltar trozos de piel quemada y fragmentos de huesos. El joven de los Abderrassul aguantó con toda la frialdad que pudo. Fue agrandando el agujero hasta que entre los restos de carne reseca vio brillar algo. Apuntó el cuchillo hacia ese lugar y no tardó en dar con un nuevo escarabeo. Era de un azul intenso y tenía puntos dorados por toda la superficie. Se trataba de un fantástico ejemplar hecho en lapislázuli.
Mohamed lo sopesó en la mano. Al igual que el que había sacado su hermano poco antes, tenía jeroglíficos. El nuevo ladrón de tumbas sonrió y le tendió el tesoro a su hermano. Ahmed lo observó con interés.
—Buena presa, sí… —Escupió sobre la piedra y luego la limpió con la manga de su galabiya. Quedó brillante, resplandeciente.
—¿Cuánto se puede sacar por esto? —preguntó Mohamed.
—No tiene oro, pero esta piedra es lapislázuli, muy apreciada también por los efendis. Yo creo que como mínimo nos darán cinco libras.
Mohamed volvió a sonreír. Satisfecho y convencido de que su nuevo trabajo iba a resultarle fácil, alzó el cuchillo con la intención de dar una nueva tajada a la momia en busca de alguna joya más, cuando su hermano le agarró del brazo y lo frenó en seco.
—No seas loco —le recriminó—. Llevamos ya muchas cosas. Con todo esto tenemos más que suficiente para varios meses. No debemos ser avariciosos.
La sonrisa de Mohamed se esfumó.
Alumbrándose con la antorcha llegaron a la salida de la tumba. Ahmed tapó la estrecha bocana con varios bloques de piedra que se habían desprendido del techo. Aquel lugar era peligroso; más de un vecino había quedado sepultado bajo la montaña cuando estaba llevando a cabo actividades de dudosa honestidad.
—Sube tú primero. Busca los salientes de la roca, no es complicado. Cuando salgas, lanza de nuevo la cuerda para que pueda atar las dos sacas. Ahí tienes una piedra que te permitirá comenzar el ascenso con facilidad.
Mohamed siguió los consejos al pie de la letra. Ayudándose con la espalda y los pies, subió con agilidad. Parecía que hubiera hecho eso mismo en multitud de ocasiones. Su hermano mayor sonrió orgulloso.
Una vez arriba, lanzó la cuerda para que Ahmed atara las bolsas.
—¡Ten cuidado al subirlas, no las golpees contra las paredes! —gritó éste desde el fondo del pozo.
La valiosa mercancía fue elevándose con una cadencia controlada hasta alcanzar el borde del pozo. Luego Mohamed volvió a lanzar la cuerda para que pudiera subir su hermano.
Cuando los dos estuvieron arriba, recogieron los enseres y emprendieron el regreso a la aldea.
—¿Sabrás volver aquí? —preguntó Ahmed—. ¿Recordarás el camino y el lugar exacto?
—Sí, descuida, no se me va a olvidar…
Y sin mediar palabra, agilizaron el paso hasta alcanzar las primeras viviendas de Gurna.
Al llegar a la casa, Ahmed dejó su saca bajo un viejo banco de madera que había en el patio, e indicó a su hermano que hiciera lo mismo. Acto seguido entraron en la cocina y, como hacían todos siempre al llegar a casa, bebieron un poco de agua de la gran tinaja de barro que había junto a la entrada.
—Que descanses, hermano. Hasta mañana.
—Hasta mañana… —respondió Mohamed, sorprendido de que se marchara sin ninguna otra explicación.
Cuando su hermano desapareció tras la esquina que daba paso a las zonas privadas de la casa, no pudo contener su curiosidad: desanduvo sus pasos hasta el patio, bañado por la claridad de la luna llena. Las sacas ya no estaban allí. Alguien de la familia se las había llevado.