Año 969 antes de nuestra era
Barrio de los artesanos, Tebas
Rekhamun se secó el sudor de la frente con el paño que había junto a la entrada del taller. Luego lo sumergió en el agua de una tinaja e intentó refrescarse.
Los hornos se encontraban en una esquina del patio, pero la temperatura que desprendían era tan alta que todas las habitaciones del taller acababan contagiándose de aquel calor insoportable.
En la antigua tierra de Kemet, Egipto, el calor era extremo y apenas corría el aire. Además, el patio estaba amurallado de tal manera que evitaba aún más las corrientes. Sin embargo, no podían controlar el poder de la naturaleza y no eran pocas las ocasiones en las que el viento del desierto se colaba por algún rincón. Cuando esto sucedía aumentaba el calor en todo el taller o, en el peor de los casos, una chispa o una brizna encendida era capaz de originar un incendio y arrasar todo un barrio de la ciudad.
El trabajo menos agradable era el de los aprendices. Debían permanecer junto al horno durante horas, alimentando las llamas para mantener la temperatura. Un simple descuido, por minúsculo que fuera, podía hacer que se perdiera el punto de cocción.
En el patio del taller de Rekhamun había dos hornos. Su tamaño no era muy grande. Un par de hombres casi lo podían abarcar con sus brazos. Eran de ladrillos de barro y estaban colocados de tal manera que las corrientes favorecieran el trabajo. El hecho de que hubiera dos permitía fabricar el doble de piezas en el mismo tiempo, algo fundamental cuando los pedidos eran grandes, tal y como sucedía últimamente en Uaset[1].
Rekhamun había heredado su buen hacer en la elaboración de la preciosa fayenza —tjehenet, «la brillante»— de las manos de su padre, quien a su vez lo había hecho de su abuelo. Muchas generaciones de su familia habían estado ligadas a los trabajos en el templo para la confección de objetos de este material. Otros talleres en la ciudad realizaban piezas similares y a un precio más bajo, pero las del viejo Rekhamun tenían algo especial que las convertía en únicas. Si bien la fayenza era un material usado con profusión desde los comienzos de la historia del país, el artesano de Uaset pertenecía a la generación de los que mejor habían sabido aprovechar todas sus ventajas.
Rekhamun era muy conocido y apreciado por conseguir un tono perfecto. «Del mismo azul que el cielo de Kemet», decían sus colegas. Sólo él era capaz de obtener el punto exacto en la mezcla y la cocción. Él afirmaba que no tenía ningún secreto; no se trataba de usar unas proporciones determinadas. Algunos de sus compañeros se basaban en viejos rollos de papiro donde se especificaban las cantidades exactas de cada ingrediente. Pero Rekhamun nunca había usado ninguno de estos tratados. De ahí quizá el éxito de su trabajo. Como habían hecho su padre y su abuelo, se guiaba por su instinto de artista. Mezclaba la pasta, el agua y el sulfato de cobre en su justa medida y, después del secado y el horneado, el azul brillaba con todo su esplendor, como si tuviera luz propia. La experiencia era su único secreto. A lo largo de su carrera había desechado miles de piezas por no alcanzar los tonos deseados. También se equivocaba, y de esos errores aprendía. El artesano sabía que no era necesario nada más que la experiencia y el amor hacia aquel trabajo, casi sagrado, que estaba realizando.
A pesar de que los pedidos eran cuantiosos, la ciudad no estaba viviendo sus mejores momentos. El ambiente social no era el más propicio para la tranquilidad. Al contrario, los problemas se iban sumando unos a otros. La inseguridad en las calles era la tónica general en el día a día. No había jornada de trabajo en la que un ayudante o aprendiz no relatara un percance vivido en primera persona o por alguno de sus familiares o vecinos: desde pequeños hurtos para conseguir algo que llevarse a la boca hasta asesinatos en los que se mezclaban intereses más turbios.
Los problemas más graves se daban en la orilla oeste. En la aldea de los artesanos, Deir el-Medina, al pie de la montaña sagrada, los saqueos de tumbas eran un hecho cotidiano. Los artesanos se preguntaban qué sentido tenía trabajar en ellas si en apenas unos meses las moradas de eternidad iban a ser humilladas y destrozadas…
La corrupción y el expolio reavivaban viejos miedos ya olvidados, y las autoridades no sabían cómo frenarlos. En la memoria colectiva de los egipcios estaban los relatos grabados sobre los muros del templo de Ipet-isut[2] en relación a la invasión que durante años sufrió la tierra de Kemet por parte de pueblos pastores venidos de Oriente, los hicsos. El rey Tutmosis III, Menkheperra, descendiente del todopoderoso Amosis I, Nebpehtyra, que reconquistó definitivamente el Valle del Nilo, se adentró en los dominios extranjeros alcanzando incluso el territorio de Hatti[3]. Pero esos momentos de gloria se habían apagado hacía pocos años. El miedo a que una nueva invasión extranjera se hiciera con el poder de los faraones, cuya tierra se había convertido en un espacio inseguro, era cada vez mayor. El mal y la corrupción campaban a sus anchas desequilibrando la sagrada normalidad establecida por Maat, diosa del orden y la equidad, desde el origen de los tiempos.
Rekhamun tenía la sensación de que sus esfuerzos por hacer las cosas bien eran en vano. Prueba de ello eran los encargos que recibía a diario de los sacerdotes del gran templo de Ipet-isut. Su taller producía amuletos, vasos, platos, placas para decorar los edificios, sistros para endulzar el oído de los dioses en las ceremonias religiosas…, todo ello de una belleza insuperable, pero las piezas más demandadas en aquellos días eran los ushebtis. Hacía los mismos modelos una y otra vez. Los pedidos se repetían porque los ushebtis encargados tiempo atrás para el enterramiento de un ser querido desaparecían con el saqueo de las tumbas o, peor aún, aparecían hechos pedazos en el desierto.
A él no le importaba tener que volver a hacer el trabajo; era beneficioso para sus arcas. Pero sabía que esas circunstancias eran producto del miedo y del terror que los grupos de ladrones habían sembrado en las necrópolis de la orilla oeste. Allí donde siempre se había dicho que empezaba el recorrido nocturno del sol hacia las horas de la oscuridad, la demoníaca Apofis deambulaba ahora con absoluta libertad. Esta terrible serpiente luchaba contra Ra durante las horas de la noche, complicando el trayecto que el dios realiza hasta el amanecer. Su aparición al alba era símbolo de la victoria de Ra sobre las fuerzas del mal. De la misma manera, al caer la noche, cuadrillas de bandidos recorrían los inescrutables senderos de la montaña sagrada de occidente en busca de las tumbas de sacerdotes, nobles y antiguos reyes. Sabían que en su interior había riquezas al alcance de la mano.
Frente al horno, sobre una mesa, un ejército de ushebtis perfectamente moldeados y de color casi blanco aguardaba el momento de entrar en aquel infierno de casi mil grados. Tras el tiempo requerido dentro del horno, las partículas de cobre que había en su interior emergerían a la superficie y les otorgarían el color azul que los caracterizaba. Una vez enfriados, esperarían a ser acabados por alguno de los aprendices del taller, quien, tras mojar un cálamo en un cuenco lleno de pintura negra, añadía a la figura la peluca y las herramientas agrícolas que aquel servidor emplearía en el reino de Osiris. En la parte frontal de la estatuilla, el aprendiz debía transcribir, de derecha a izquierda, las palabras mágicas por las que el ushebti cobraría vida y podría proseguir su viaje en el Más Allá ayudando a su dueño. Se trataba de uno de los pasajes del Libro de la salida al día o Libro de los Muertos:
¡Oh, ushebti a mí designado! Si soy llamado o soy destinado a hacer cualquier trabajo que haya de realizarse en el reino de los muertos, si ciertamente además se te ponen obstáculos como a un hombre en sus obligaciones, debes presentarte por mí en cada ocasión de arar los campos, de irrigar las orillas o de transportar arena del este al oeste: «Aquí estoy», habrás de decir.
Los ushebtis que ya habían recibido el texto para poder trabajar en sustitución de su amo en los campos de Osiris eran depositados a un lado. Así, un ingente ejército de figuras funerarias iba tomando cuerpo y forma en el taller de Rekhamun. Casi todas eran del mismo tamaño, no alcanzaban un palmo de altura y tenían los brazos cruzados sobre el pecho, el derecho siempre sobre el izquierdo, asiendo con la mano los aperos de labranza. A la espalda llevaban un cestillo con las semillas necesarias para cultivar los campos y, con la cosecha, alimentar al difunto durante toda la eternidad.
Al acabar el día, cuando la pintura estaba seca, se colocaban en cajas de madera construidas a tal efecto, cubiertas también con fórmulas mágicas destinadas a facilitar la integración de esos seres, ahora animados, en el inframundo y en los campos de Ialu, las extensas tierras de Osiris donde deberían cultivar y recoger el grano en nombre de su señor.
Rekhamun alzó la cabeza al oír el sonido de la puerta de la sala principal. Era Hepu, uno de sus aprendices más jóvenes y también más virtuosos; Rekhamun delegaba muchas de sus tareas en él. Hepu, a pesar de su juventud, era una persona querida por sus compañeros, algunos de los cuales le doblaban la edad. Aun así, respetaban sus comentarios y decisiones. Entendían que era un artista aventajado que con el tiempo tendría su propio taller. Todos se enorgullecían de trabajar junto a él.
Aquella mañana Hepu entró cabizbajo. No podía decirse que fuera un muchacho excesivamente alegre, pero su maestro, al verlo, supo que algo no iba bien.
—Buenos días, Hepu.
—Buenos días, maestro —saludó el aprendiz en tono quedo.
—¿Sucede algo? —preguntó Rekhamun, preocupado.
Hepu se limitó a enseñarle lo que llevaba en la mano: varios fragmentos de ushebtis. El maestro se dio cuenta enseguida de que no eran unas figuras cualquiera. El color azul era el de su familia, el marchamo de calidad que les había acompañado durante generaciones.
Se limpió las manos con un trapo —al fin y al cabo eran objetos sagrados— y se acercó a su pupilo. No había duda de que esas piezas habían salido de su taller tiempo atrás. La cobra sobre la peluca pintada de negro era una señal inequívoca de que se trataba de un encargo realizado por la familia real del sur, los reyes sacerdotes del templo de Amón. El texto estaba fragmentado. Los cuatro trozos que Hepu tenía en la mano pertenecían a ushebtis diferentes. Sólo uno de ellos dejaba adivinar el comienzo del nombre del dueño dentro de un cartucho delineado con pintura negra.
—Henut…
—Henut-taui —completó Hepu señalando con el dedo el comienzo del texto—. Son restos de los ushebtis usados en el funeral de la hija de Ramsés XI y esposa del sumo sacerdote de Amón, Khakheperre Setepenamun, Pinedjem I.
—Fueron fabricados en este taller por el padre de mi padre.
—Lo sé, maestro, por eso los he traído.
—¿Dónde han aparecido? —preguntó Rekhamun mientras observaba las piezas con desasosiego.
—Al parecer han vuelto a robar en las moradas de millones de años de la orilla oeste. Dicen que hay restos de estos ushebtis por toda la montaña. Me los entregó Takelot, uno de los escribas de la necrópolis. Seguramente nos pedirán que hagamos más para sustituirlos. Los enterramientos se están trasladando.
Rekhamun, preocupado, chasqueó la lengua. Aquel suceso no hacía más que sumar nuevos problemas a la ya convulsa situación que vivían en la tierra de Kemet.
—¿Qué sucedió con el enterramiento?
—Los ladrones se llevaron todos los objetos de valor. La guardia del templo custodia ahora la morada de millones de años. La reina descansa en un lugar vigilado a la espera de decidir qué se hace con ella. Temen que si la dejan en la misma morada, aun sin tesoros, los ladrones vuelvan a entrar con la idea de descubrir más piezas de valor.
En otras circunstancias se habrían alegrado de tener más trabajo, pero aquel conflicto los superaba.
—El futuro es incierto para la tierra de Kemet —señaló Rekhamun haciéndose a un lado—. Todos los días llega una nueva desgracia a nuestros oídos. Ya no hay sosiego en nuestros corazones ni en nuestras casas. La gente tiene hambre y es capaz de cualquier cosa para sacar adelante a su familia.
Hepu lo escuchaba desolado. Su maestro era para él un ejemplo en el trabajo y en la vida. Seguía al pie de la letra sus consejos; sus advertencias siempre le habían ayudado a afrontar los problemas que se le habían presentado a lo largo de la vida.
—¿Se sabe algo de los ladrones? —preguntó Rekhamun.
—No me comentaron nada, pero imagino que serán los mismos grupos que han actuado en otras ocasiones en la orilla occidental de Uaset. Es un trabajo rápido y limpio. En pocos días han fundido los metales más valiosos; se ha perdido todo rastro del origen del oro. Es imposible dar con ellos.
—Es imposible porque no se quiere acabar con el sistema —refunfuñó el viejo artesano—. Así de fácil. Nadie tiene hornos con los que hacer desaparecer cientos de deben[4] de oro así como así, de la noche a la mañana, y no dejar ni rastro.
—El saqueo de la morada de eternidad se produjo cuando…
—Hepu, no seas ingenuo —le cortó el maestro—. Los ladrones saben perfectamente dónde hallarán riquezas porque cierta gente del templo de Amón les indica en qué lugares deben buscar. Y los crímenes quedan impunes porque esos mismos sacerdotes se encargan de que los saqueos no se investiguen.
El joven aprendiz observaba a su maestro con asombro. Su rostro era fiel reflejo de la decepción que sentían muchos de los habitantes de Uaset ante los execrables acontecimientos que se vivían en la región desde hacía meses.
Hepu dejó los fragmentos de los ushebtis encima de una mesa que había junto a la pared.
—El padre de mi padre siempre decía que Henut-taui fue una gran mujer —continuó Rekhamun—. Si bien su esposo fue uno de los culpables de que se diera el primer paso hacia lo que hemos llegado hoy, ella no hizo nada malo para que ahora sus hijos saqueen su morada de eternidad. Hemos perdido cualquier tipo de ética; nuestras acciones se sopesan únicamente por el oro que se pueda conseguir, como si fuéramos comerciantes del desierto.
—Me siento un tanto desilusionado al conocer la verdadera naturaleza de los sacerdotes que habitan Ipet-isut…
—La tierra de Kemet está dividida. La doble corona del país, la roja del norte y la blanca del sur, reposa sobre cabezas diferentes. Nunca se había visto algo así. El rey del norte controla a sus secuaces desde la ciudad de Dyanet, Per-Uadyet[5]. El rey del sur lo hace desde Uaset, dentro del templo de Amón. Los dos se respetan porque saben que no les queda otra solución.
—Pero las dos familias que rigen el destino del país están unidas por los mismos lazos —señaló Hepu, que no entendía la preocupación de su maestro en cuanto a la situación política.
—No lo niego, hijo, pero lo único que hacen esas familias es asentarse en extremos opuestos. Es algo irreal. Intentan controlar el norte y el sur por medio de matrimonios, pero al final no son más que uniones de conveniencia cuyas partes sólo miran por sus intereses. Cada uno gobierna su parcela. Los extranjeros están ocupando los puestos más importantes del país. Ya hemos perdido Nubia, y con ello el oro que nutría nuestras arcas desde el sur ha desaparecido. Somos pobres, Hepu. Y los sacerdotes de Amón lo saben, estoy seguro. Nadie recuerda una situación así. Ni siquiera en la época de la herejía, cuando el clero de Amón se vio sumido en la más absoluta miseria por culpa de aquel soberano deleznable cuyo nombre nadie puede pronunciar[6], nuestra tierra sufrió abusos tan graves como los que padecemos ahora. Kemet se disuelve como el lodo cuando la crecida del Nilo alcanza los campos. Quién sabe lo que quedará de nosotros dentro de unos años.
Las palabras de Rekhamun no eran nada optimistas. Por el contrario, era su aprendiz el que intentaba reconfortar ahora a su maestro.
—El poder de Amón es infinito y magnánimo —replicó Hepu en un arranque de confianza—. Seguro que encuentra una solución para que sus hijos sepan cómo actuar siguiendo los preceptos de la diosa Maat.
—Detrás de los saqueos de las tumbas se hallan los mismísimos sacerdotes —sentenció Rekhamun—. Estoy seguro de ello. Es un secreto a voces. Carecen de oro con el que lucir su majestuosidad. Piankh, nuestro antiguo sumo sacerdote, hablaba del comienzo de un nuevo Wehem-Mesut, una «época de renacimiento». Con esa etiqueta lo único que reconocía era la caótica situación de la que veníamos y de la que todavía no nos hemos recuperado.
—No existe ninguna época dorada —afirmó el joven aprendiz—. No tengo demasiada experiencia y desconozco muchas cosas de la vida, pero mis padres y los padres de mis padres no cuentan cosas buenas de los tiempos que vivimos.
—El rey del norte no ha hecho nada desde Dyanet, Per-Uadyet por detener la sangría que sufrimos en el sur con la constante inestabilidad social a la que nos vemos abocados.
—Sin embargo, maestro, los sumos sacerdotes de Amón pertenecen a las familias de los generales del ejército; algo tendrán que hacer para acabar con el caos y la pesadumbre que recorren las calles de Uaset y el resto de las ciudades del sur.
—Es cierto, Pinedjem fue general del ejército antes de convertirse en sumo sacerdote de Amón en Tebas. Pero ahora todo parece indicar que la desidia es la norma. El rico quiere más, y para ello no duda en aplastar al pobre. Los campesinos son cada vez más miserables. Las cosas valen tres veces más que antes; lo que cosechan apenas les permite pagar los impuestos. Pero lo peor es la pérdida de la identidad. Los sacerdotes de Amón no dudan en saquear un antiguo sepulcro para hacerse con el oro. Llevan a cabo sus sacrilegios justificándose en las bandas de ladrones que merodean por la necrópolis. Menudo argumento: antes de que robe otro, roban ellos. Han perdido el respeto por nuestros reyes y nuestros ancestros.
Rekhamun soltó un largo suspiro, meneó la cabeza con aire abatido y dijo:
—¿Sabías que las momias de los antiguos reyes están siendo sacadas de sus moradas de eternidad para ser llevadas a Djamet, el templo funerario de Ramsés III, donde las despojan de sus joyas y luego las vendan de nuevo?
—¡Eso es terrible! —exclamó Hepu, escandalizado—. Cruzar el umbral que nos transporta al mundo de las sombras… Ni en la más terrible pesadilla podría nadie imaginarse algo así.
—Y ante eso no podemos hacer nada…
—Confiemos en un pronto cambio de rumbo, maestro. Al menos aquí tenemos trabajo y nuestras relaciones con Ipet-isut son excelentes. No mordamos la mano que nos da de comer.
Rekhamun miró a su pupilo con una sonrisa en el rostro.
—Tienes razón, Hepu. Eres joven pero sabio. Ningún aprendiz me había dado nunca tan buen consejo. A veces la preocupación me consume y me obceco en pensamientos que no me convienen ni a mí ni a los míos. Vosotros, los aprendices de este taller, sois también parte de mi familia.
Hepu levantó el rostro con orgullo ante las palabras de su maestro. El hecho de que presentara esas consideraciones a su favor le enorgullecía en grado sumo, al venir de una persona elogiada.
—Espero que todo cambie pronto —continuó el maestro—. No obstante, aún sois muy jóvenes… Cuando yo tenía tu edad el camino no era fácil. En absoluto. Debíamos descubrir los obstáculos a cada paso y hallar los mejores remedios para cada problema.
—Así lo haremos ahora, maestro. Es el mismo camino para todos, lo único que cambia son los protagonistas. El ánimo y la entrega son idénticos.
—Espero que haya tiempo para reaccionar. Hoy ha sido Henut-taui, mañana será otro miembro de la familia real, de los altos sacerdotes o de los nobles de la administración cuyas moradas de eternidad tachonan la montaña sagrada. Es desolador entrar en una tumba arrasada por los saqueadores. Sin ningún respeto irrumpen en ella y destrozan todo lo que encuentran a su paso.
—Hace unos meses vi la morada de descanso de un funcionario de palacio —dijo Hepu con expresión de horror—. Habían volcado las cajas y los ataúdes en busca de objetos de valor, cuando en muchos casos lo único precioso que hay en esos lugares sagrados es el cuerpo del dueño y los textos que lo acompañan. Ése es el verdadero tesoro que cualquier habitante de la tierra de Kemet quiere llevarse al reino de Osiris. Las herramientas que ayudan a resucitar y a disfrutar de la vida eterna en el paraíso de Rostau.
Rekhamun sonrió y le tomó por el hombro.
—Sigamos trabajando. No tiene sentido discutir sobre asuntos que realmente no nos competen.
—Yo estoy tranquilo, maestro. Nuestra magia es poderosa. El nombre de los muertos está grabado sobre los ataúdes, las cajas y los ushebtis. Se pueden llevar sus joyas, pero su memoria es eterna.
—Una vez más tienes razón, hijo. En eso reside la fuerza y la esencia de nuestro trabajo. Sigamos haciendo lo que mejor sabemos hacer, sólo así podremos ayudar.