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Miércoles, 8 de diciembre de 1880
Luxor

Antoun Wardi miró a través del cristal de la puerta de su tienda. Afuera todo estaba tranquilo. Como cualquier tarde soleada en Luxor, carros, animales y peatones deambulaban de aquí para allá sobre el camino de arena que discurría junto al Nilo.

Dio la vuelta al cartel de la entrada y corrió el pestillo: la tienda estaba cerrada. Echó otro vistazo entre los visillos de los dos ventanales y regresó al mostrador con estudiado secretismo. El tráfico de antigüedades no estaba prohibido, pero sabía que si envolvía la venta de cierto halo de misterio —un escenario que siempre atraía a los turistas que se acercaban a su negocio— los beneficios serían mayores.

De origen libanés, Antoun Wardi era considerado árabe y extranjero rico. Había nacido en Beirut, pero llevaba toda la vida traficando con antigüedades en Oriente Próximo. Tenía contactos en todo el mundo. Era una persona conocida y un verdadero referente en cuanto a piezas de calidad. No le gustaba vestir galabiya, como los egipcios; prefería vestir de modo más occidental y usar trajes europeos, no excesivamente caros, pero que le permitieran marcar una línea de separación entre su clase y el resto de los habitantes de Luxor. El azul claro era su color preferido; aunque demasiado llamativo quizá para la moda de la época, él consideraba que le daba un toque de distinción.

Los negocios le habían convertido en un hombre con apertura de miras. No tenía problemas con ninguno de sus vecinos y mantenía una relación amigable con miembros de otras religiones. Por eso tenía en su establecimiento a Mariam Gergess, una joven copta de poco más de veinte años, aunque con experiencia en el trato con los compradores y conocedora de los objetos que pasaban por la tienda. Ayudaba a Wardi a llevar al día las cuentas y a organizar la entrada y salida del género. La muchacha había sido fundamental en el éxito del negocio, pero eso era algo que Wardi nunca le reconocería.

En el fondo, Wardi detestaba a los cristianos coptos. Casi todas las familias de Luxor eran de clase media, circunstancia que el vendedor valoraba. Su experiencia con algunos egipcios musulmanes no había sido buena. Tuvo que echar a los tres últimos por robarle en la tienda. Pequeñas minucias en realidad. Apenas unos cuadernos y algunos lapiceros, seguramente para que los usaran sus hijos en la madrasa, la escuela musulmana. Pero sabía que esos detalles no debían tolerarse. Si lo hacía, pronto el hurto se convertiría en avaricia y acabaría lamentando la desaparición de alguno de los tesoros que custodiaba en la tienda; los mismos que iban a buscar los clientes más adinerados.

Frente al mostrador permanecía expectante un hombre de origen alemán de apenas cuarenta años. Se hacía llamar Kurt Marek. Vestía chaqueta negra, chaleco a juego, camisa de un blanco impoluto abotonada hasta el cuello, elegantes botines y pantalones por encima de los tobillos, a la moda de la época. Nunca se separaba de su tarbush de fieltro rojo, un complemento que implantaron los turcos y que se había extendido ampliamente entre los hombres de clase alta.

Aunque era la primera vez que visitaba la tienda de Wardi, no era nuevo en ese tipo de oscuras transacciones y conocía bien el ritual con el que los vendedores mostraban a los extranjeros las preciadas antikas, objetos de época faraónica hallados en los cementerios de los antiguos reyes y nobles de la orilla oeste de Luxor. La egiptología le apasionaba y se sentía muy afortunado de poder vivir en Egipto y dedicarse a lo que más le gustaba.

Marek encontró en Mariam una razón más para interesarse por su verdadero objetivo, la adquisición y el seguimiento de antigüedades.

El alemán tenía fama de adulador. No estaba casado, cosa que no comprendían los egipcios cuando le preguntaban por su familia. Pero a él le daba igual. No era asunto de ellos. Además, había otras cosas por las que preocuparse, como el trabajo. Miró a Mariam y le dirigió una sonrisa de cortesía. Sabía que era cristiana porque no llevaba el pelo cubierto con un pañuelo, como las mujeres musulmanas. Tampoco vestía a la moda europea. Aunque solía ir de oscuro, pues pensaba que se podía sacar mucho partido a esos colores, a veces se permitía ciertas licencias. Ese día lucía un vestido de color lila, muy llamativo para una mujer copta pero consentido en una joven.

—Mariam —dijo Wardi en un tono bastante rudo—, ve a buscar a la trastienda la caja que he traído esta mañana.

La joven agachó la cabeza y obedeció. No era muy alta. Tenía el cabello oscuro y lo llevaba recogido en una trenza.

Unos segundos después, la muchacha estaba de vuelta y atravesó la cortina que había tras el mostrador. Llevaba una caja de cartón de color amarillo. Su amplia sonrisa hacía resplandecer un rostro casi angelical.

—Trae aquí, no vaya a ser que se te caiga como la semana pasada —dijo Wardi—. Ahora retírate y atiende el asunto que te comenté antes. Tiene que estar listo para la tarde, así que no pierdas el tiempo.

La joven copta sabía que lo que Wardi le estaba diciendo era que los dejara solos. Volvió a mirar al extranjero y sonrió a modo de despedida, a lo que Marek respondió con un ligero movimiento de cabeza.

Wardi esperó a que la muchacha hubiera desaparecido tras la cortina y entonces abrió la caja. Dentro había un paquete envuelto en un sucio paño de algodón. El alemán observaba pacientemente mientras se acariciaba los finos extremos del bigote.

Cuando Wardi retiró la tela, bajo la luz amarillenta de la lámpara de gas del techo apareció un grupo formado por ocho figuritas. Las había verdes, blancas, amarillas y de un azul intenso. Eran ushebtis, unas piezas muy comunes en el mercado de antigüedades, y servían de sustitutos del difunto para la realización de los trabajos agrícolas en el Más Allá. En las tumbas de los nobles se hallaban decenas de ellas casi a diario. Eran uno de los recuerdos más apreciados por los turistas; por poco dinero podían adquirirse preciosas figuras momiformes con las que sorprender a los amigos al regreso a Europa o América.

—Estoy buscando un regalo —mintió Marek con fuerte acento alemán.

—Seguro que aquí encontrará el más idóneo —respondió Wardi en tono afable—. ¿Puedo saber para quién es?

—La verdad en que se trata de un capricho… Es para mí, hoy es mi cumpleaños —confesó el alemán con cierto rubor.

Kullu sana we inta tayib! Felicidades, entonces —añadió el vendedor con una amplia sonrisa—. Ojalá encuentre algo que le agrade entre la oferta de mi modesta tienda.

Marek observó con detenimiento las figuras. Todas tenían su encanto, pero una destacaba de forma especial sobre el resto. Su instinto de egiptólogo lo percibió de inmediato. Era azul, como otras que había visto antes, pero había algo en ella que la convertía en exclusiva. No sabía si era el color, casi turquesa, el brillo de la pasta vítrea con la que estaba finamente modelada o las imperceptibles grietas que mostraba en la parte delantera. Aunque peor conservado que algunos de sus compañeros de mesa, era un ushebti magnífico.

Siguiendo su experiencia en el mercado de antigüedades, Marek sabía que mostrar un interés excesivo haría saltar las alarmas del vendedor y el precio se dispararía de forma irremediable, así que dejó aquella preciosidad para más adelante y examinó con falsa atención los otros ushebtis. Pero cuando tomó aquella joya, carraspeó con nerviosismo. No pudo evitarlo.

La figurita, de apenas doce centímetros, estaba hecha de una fayenza azul exquisita, la pasta vidriada común en ese tipo de piezas. El brillo y el color le conferían un aspecto muy delicado, y los detalles añadidos con pintura negra —la peluca, los aperos agrícolas y el texto en jeroglífico— estaban perfectamente combinados. Marek deslizó el dedo índice de su mano derecha por la inscripción frontal. «La reina He… nut… taui. Henut-taui», balbuceó para sí.

—Es una pieza extraordinaria —dijo el vendedor rompiendo el silencio que se había creado en la tienda, mientras estiraba sobre el mostrador el paño de algodón que había envuelto aquellos tesoros de casi tres mil años de historia.

El alemán levantó la cabeza con una mirada ambigua, dejó la figurita sobre el trapo y siguió examinando los otros ushebtis con esforzado interés.

—Son magníficos —dijo por fin—. No muy habituales, en efecto. ¿De dónde proceden? —preguntó haciéndose el distraído.

Wardi sonrió. Todos los extranjeros hacían siempre la misma pregunta, y él tenía una respuesta preparada.

—Estos objetos proceden de los valles que hay al otro lado del río. Se encuentran diseminados por la arena del desierto. No proceden de ninguna tumba en concreto, si eso es lo que quiere saber.

Aunque Marek sabía que mentía, asintió mostrando falsa conformidad.

—Si son tan comunes, imagino que no serán muy caros… ¿Cuánto valen? —preguntó al tiempo que volvía a tomar uno de los ushebtis de menor calidad, uno de color blanco, sin inscripciones y con varios desperfectos.

—Al ser usted un nuevo cliente en mi modesta tienda, señor, se los dejaré a muy buen precio. ¿Cuál es de su agrado?

—Me gustaría que me hiciera un buen precio por todos ellos.

El libanés arqueó las cejas sorprendido. No esperaba que estuviera interesado en los ocho ushebtis.

Wardi simuló calcular el precio de las piezas y dijo:

—Siendo así, no puedo bajar mi oferta de las quince libras, señor. Son piezas que harían las delicias de cualquier museo extranjero.

Marek bajó la cabeza y observó de nuevo los ushebtis. Sabía que en realidad aquel precio enmascaraba el valor del ejemplar de la reina Henut-taui; el resto no valía ni unas pocas piastras. El egiptólogo se dejó llevar y deslizó la yema del índice por el rostro regordete de la figura. Se detuvo en la protuberancia que destacaba sobre la frente: una cobra, símbolo del estatus regio de la dueña.

—Veo que tiene buen gusto, señor —observó el libanés al detectar cuál era la predilección del extranjero—. No hay muchos como éste en el mercado.

Marek, atrapado por esa mezcla de aspecto torpe y delicado del ushebti, sabía que nada era casual.

Wardi apartó a un lado las otras figuritas y jugueteó con el paño sobre el vidrio del mostrador. El alemán podría ser un cliente rico. No lo había visto antes, pero sabía que, al igual que a los americanos, a los alemanes no les importaba el dinero si se trataba de una buena pieza. Y el vendedor, que había crecido en aquella tienda abierta por su padre al poco de llegar de Beirut, sabía que aquel ushebti era, en efecto, una buena pieza. Muy buena.

—¿Y si me llevo sólo este ejemplar? —cedió finalmente el arqueólogo—. Sería un buen regalo, ¿no cree?

—Teniendo en cuenta su extraordinaria originalidad, no puedo pedir menos de diez libras por él.

—Debe de ser una pieza importante si por los otros siete sólo pide cinco libras.

—Es una reina, señor. Hay muy pocos ushebtis como éste. Diez libras es un precio justo.

El alemán sacó su cartera. Sabía que los árabes perdían el sentido cuando veían dinero contante y sonante. Fue sacando billetes hasta completar la suma de dos libras.

—Me temo que no podrá ser, señor —dijo Wardi—. Por ser la primera vez que visita mi tienda, le puedo hacer un precio especial, pero nunca bajaré de las trece libras por todas las piezas.

El alemán le aguantó la mirada con frialdad. Esbozó una sonrisa y volvió a echar mano a la cartera.

—Seguro que nos volveremos a ver. El ushebti me gusta, no voy a negarlo. Le doy cinco libras como gesto de generosidad.

Wardi comenzó a retorcerse con nerviosismo al ver el dinero sobre la mesa. No se lo pensó dos veces: cogió los billetes y los guardó en la misma caja de donde había sacado los ushebtis.

—Hace usted una compra excelente, señor…

—Marek, Kurt Marek, de Berlín —señaló de nuevo el alemán.

—Muy bien, señor Marek. Aquí tiene mi tarjeta. Estoy convencido de que volveremos a vernos. Tiene un gusto exquisito para las antigüedades y sabe elegir sus regalos. Permítame que le haga un obsequio.

Wardi se acercó de nuevo a las figuras funerarias, cogió un ushebti de madera de color amarillo y se lo tendió.

—No es una reina, pero también es un buen ejemplar, coetáneo de Ramsés II. Tómelo, señor Marek.

—Muchas gracias…, señor Wardi —dijo Marek releyendo la tarjeta que acababa de entregarle—. Nos veremos pronto, estoy seguro.

—¡Mariam! —gritó entonces el anticuario.

La joven apartó al instante la cortina que separaba las dos zonas de la tienda.

—Envuelve estas piezas para el señor Marek. Y hazlo con sumo cuidado.

Mariam llevó los ushebtis a una mesa auxiliar que había al final del mostrador. Marek la siguió y, mientras ella envolvía el de madera, él tomó el de la reina y volvió a leer su nombre.

—Henut-taui —dijo con un hilo de voz.

Luego se lo entregó a la muchacha, quien colocó el ushebti en un papel especial. Los ató con un cordón fino de algodón, los metió en una bolsita de tela azul y se la dio con una sonrisa.

—Muchas gracias, Mariam, es usted muy amable.

La joven agradeció el cumplido. La mayoría de los clientes entraban y salían del negocio para hablar con Wardi y ni siquiera se percataban de su presencia.

El libanés se interpuso entre ambos —gesto inapropiado que no pasó inadvertido a Marek— y acompañó a su cliente hasta la salida, descorrió el cerrojo y abrió la puerta.

—Adiós, Ma’as-salama —dijo el vendedor con una exagerada reverencia.

Ma’as-salama —se despidió Marek.

Tras ponerse su tarbush de fieltro rojo, del que nunca se separaba, palpó el bolsillo de la chaqueta para comprobar que llevaba las piezas consigo y echó a andar hacia el hotel Luxor, en el centro de la ciudad.

Al llegar a la arquería que precedía al hall de entrada, un joven del servicio le abrió la puerta. El vestíbulo era amplio y diáfano. Algunos espacios estaban delimitados por pequeños biombos de madera hechos artesanalmente en talleres locales. Era un establecimiento exclusivo y tranquilo, alejado del bullicio de la calle y con una zona ajardinada por la que se podía pasear. Para Marek, que conocía las incomodidades de otros lugares de Egipto, aquello era el paraíso. Sin embargo, apenas había tenido tiempo de disfrutarlo; el trabajo para el que lo habían enviado a Luxor le había impedido permanecer en el hotel y sacar partido de sus instalaciones. El alemán era un entusiasta del piano, y a veces se sentaba ante el que había en el vestíbulo. Los empleados de recepción agradecían su música, pero en cuanto entraba un grupo de turistas, dando voces y gritos, la ejecución de cualquier pieza se convertía en un acto heroico. Marek prefería tocar el piano que había en la planta baja del Museo de Bulaq, en El Cairo, o el que tenía en su casa. En definitiva, por muchas comodidades o lujos que ofreciera el hotel Luxor, como en su hogar de El Cairo no se estaba en ningún sitio. Llevaba poco tiempo en el Alto Egipto, pero ya tenía ganas de regresar a casa.

—Buenas tardes. ¿Está preparado mi equipaje? —preguntó en recepción.

—Sí, señor Marek, se lo traerán enseguida. El coche que lo llevará a la estación de ferrocarril lo está esperando. Aquí tiene un telegrama del Museo de Bulaq que ha llegado hace unos minutos.

—Perfecto, muchas gracias —respondió con una sonrisa.

Salió al soportal del hotel y abrió el mensaje lejos de miradas indiscretas. Estaba remitido por Ahmed Kamal, su fiel ayudante, secretario e intérprete en el museo. Sólo había escritas cinco palabras que confirmaban algo que ya sabía: «Próximo domingo reunión en Cairo». Observó el membrete del telegrama. Junto a Kurt Marek aparecía su verdadero nombre: Émile Charles Adalbert Brugsch, hermano menor de otro reputado egiptólogo, Heinrich Brugsch. No era un comprador de antigüedades cualquiera; desde hacía años trabajaba para el Servicio de Antigüedades como fotógrafo, arqueólogo y, ahora, infiltrado en las redes más oscuras del negocio en Egipto, como falso comerciante de antigüedades.

La reunión coincidía con la llegada a Egipto de su colega y amigo francés Gaston Maspero. Llevaban muchos años trabajando juntos en Egipto, y entre los dos había habido desde siempre gran afinidad. Maspero sabía que Brugsch era uno de los mejores fotógrafos del momento, virtud respaldada también por un conocimiento profundo de la arqueología egipcia.

Mientras esperaba a los mozos que debían traer el equipaje, guardó el telegrama, se encendió un cigarrillo y sacó la bolsa de tela con los dos ushebtis. Los desenvolvió con cuidado. Observó con especial atención el de la reina Henut-taui. Levantó la mirada y contempló el perfil de la Montaña Tebana al otro lado del río. Brugsch sabía que, en algún lugar de esa inmensa montaña sagrada, se encontraba la tumba de la reina. El problema era saber dónde.

No quiso darle vueltas al asunto; no tenía sentido. Debía poner el hallazgo en conocimiento de sus superiores del Servicio de Antigüedades del Museo de Bulaq. Para eso se reunirían el próximo domingo.