La agencia de viajes Runway era aburrida pero no exigía ningún esfuerzo. No obstante lo que le había dicho a Papá, durante un tiempo siguió yendo y viniendo todos los días, hasta que la esposa del director le encontró una habitación cómoda pero cara. La esposa del director era productora teatral de un pequeño grupo de aficionados y persuadió a Sophy para que actuara, pero no resultó mejor que Toni. Salió unas pocas veces con chicos y los hizo desistir de los tediosos lances sexuales. Lo que en verdad le gustaba era tenderse delante del televisor y contemplar los programas apáticamente, aunque se tratara de anuncios e incluso de la Universidad del Aire, dejando que todo le resbalara por encima. Fue unas cuantas veces al cine, generalmente con un chico y una vez con Mabel, la rubia esmirriada que trabajaba junto a ella, pero nunca disfrutó mucho. A veces se preguntaba por qué nada le interesaba y por qué le parecía que habría podido dejar que la vida se le escurriera de la mano si así lo hubiera deseado, pero generalmente ni siquiera se preguntaba nada. El ente apostado en la boca del túnel blandía una chica bonita que sonreía y flirteaba e incluso parecía hablar seriamente de cuando en cuando… «¡Sí, entiendo a qué te refieres! ¡Estamos destruyendo el mundo!». Pero el ente apostado en la boca del túnel decía en silencio: como si me importara.
Alguien. —¿Papá? ¿Una mujer de la limpieza?— le envió una postal de Toni. Esta vez el texto impreso al dorso de la fotografía estaba escrito en árabe. Lo único que decía Toni era: «Yo (y después había tachado el yo). ¡Nosotros te necesitamos!». Nada más. Sophy la colocó sobre la repisa de su habitación y la olvidó por completo. Tenía diecisiete años y no se dejaría engañar por la ficción de que lo eran todo la una para la otra.
Una persona solemnemente respetable empezó a visitar su escritorio y a formular preguntas acerca de viajes y vuelos que, según sospechaba Sophy, no tenía la menor intención de emprender. A la tercera visita la invitó a salir y eso fue lo que ella hizo, con talante exhausto, porque eso era lo que se esperaba de una chica de diecisiete años y bella. Se llamaba Roland Garrett y después de las dos primeras veces que salieron juntos —una para ir al cine y otra a una discoteca donde no bailaron porque él no sabía hacerlo— le dijo que debería arrendar una habitación en la casa de su madre. Le resultaría más económica. Así fue. No costaba casi nada. Cuando le preguntó a Roland por qué era tan barata él le contestó que su madre era así. Él estaba protegiendo a una chica y eso era todo. A Sophy le pareció que la protectora era la señora Garrett pero no lo dijo. La señora Garrett era una viuda demacrada con el cabello teñido de castaño y con un cuerpo cuya sustancia se reducía casi exclusivamente al esqueleto. Se apostó en el hueco de la puerta de la habitación de Sophy, apoyada contra la jamba, con los brazos huesudos cruzados y con un cigarrillo apagado colgando de la comisura de la boca.
—Supongo que tu aspecto sexy te traerá contratiempos, ¿verdad?
Sophy estaba guardando su ropa interior doblada en un cajón.
—¿Qué contratiempos?
Entonces se produjo una larga pausa, que Sophy no tuvo ganas de romper. En cambio la rompió la señora Garrett.
—Roland es muy estable, sabes. Muy muy estable.
La señora Garrett tenía grandes cuencas oculares que parecían tiznadas. Sus ojos, profundamente implantados, parecían excepcionalmente brillantes, excepcionalmente líquidos, por contraste. Levantó un dedo y tocó con un gesto delicado una de las cuencas. Se explayó.
—En la administración pública, cariño. Tiene excelentes perspectivas.
Sophy entendió por qué le habían alquilado la habitación por una bicoca. La señora Garrett hizo lo posible para aparearlos y muy pronto Sophy había compartido la angosta cama con Roland con esa libertad que suministraba la píldora; y él se desempeñó correctamente como si ése fuera un quehacer de la administración pública o un trámite bancario o un deber. Pero él parecía disfrutar, aunque como de costumbre Sophy no sacaba mucho provecho. La señora Garrett empezó a repetirle a Sophy que debía considerarse comprometida. Era fantástica. Comprendió que Roland no podía pescar una chica y que había tenido que conseguírsela su madre. La idea la hizo estremecer y reír por lo bajo. Desde luego eso le producía una pizca de cálido placer, y a ella personalmente un desprecio un tanto gozoso por ambos, como se dijo a sí misma, traduciendo en palabras lo que éstas no podían expresar realmente. Roland tenía un coche y visitaba lugares y tabernas y ella decía por qué no esta novedad, volar con alas artificiales, por ejemplo, tú sabes. Él contestaba nunca permitiré que hagas algo peligroso. Ella respondía claro que no, me refería a ti. Sin embargo Roland le enseñó a conducir, más o menos, sin omitir la L que se colocaba en los autos de los principiantes; y quiso conocer al padre de ella.
Divertida, Sophy lo llevó a Sprawson’s y por supuesto ése era el día que Papá pasaba en Londres.
De modo que fueron directamente al establo. Roland exhibió una especie de interés reflejo por la distribución del espacio, como si fuera arquitecto o arqueólogo.
—Debía de estar destinado al cochero y los mozos y palafreneros. ¿Te das cuenta? Debieron de construirlo antes de que abrieran el canal, porque ahora no podrías sacar un carruaje. Por eso la casa entró en decadencia.
—¿En decadencia? ¿Nuestra casa?
—Tenía que haber otros establos en esta misma dirección…
—Sólo había barracas para almacenar mercancías. Cuando yo era pequeña había una gran ferretería. Creo que se llamaba Frankley’s.
—¿Qué hay del otro lado de esa puerta?
—Un camino de sirga y un canal. Y el Old Bridge con la letrina más inmunda de la ciudad.
Roland la miró con talante adusto.
—No deberías decir esas cosas.
—Lo siento, papá. Pero yo vivo… vivía aquí, sabes. Con mi hermana. Ven a ver. —Lo guió hacia arriba por la angosta escalera.
—Tu padre podría reformar este edificio y alquilarlo como chalet.
—Es nuestra vivienda. La mía y la de Toni.
—¿Toni?
—Antonia. Mi hermana.
Él miró en torno.
—Y ésta era tu casa.
—Nos pertenece a las dos… nos pertenecía a las dos.
—¿Pertenecía?
—Hace siglos que ella no asoma por aquí. Ni siquiera sé dónde está.
—¡Todos estos lugares donde había ilustraciones clavadas!
—Toni tenía vocación religiosa. Jesús y todo eso. Eran tan gracioso. ¡Cielos!
—¿Y tú?
—No nos parecemos.
—Pero sois mellizas.
—¿Cómo lo sabes?
—Tú me lo dijiste.
—¿De veras?
Roland hurgaba entre los objetos apilados sobre la mesa.
—¿Qué son estas cosas? ¿Tesoros femeninos?
—¿Acaso los hombres no tienen tesoros?
—No como éstos.
—Eso no es una muñeca. Es una marioneta. Metes los dedos aquí. Yo la usaba a menudo. A veces sentía…
—¿Qué sentías?
—No importa. Esto lo confeccioné en la clase de cerámica. Se bambolea continuamente porque el fondo no me salió totalmente liso. De todas maneras lo metieron en el horno. Para alentarme, dijo la señorita Simpson. Nunca confeccioné otros. Era demasiado aburrido. Me sirve para guardar cosas dentro.
Roland recogió un pequeño cortaplumas cuya hoja de plata maleable estaba plegada dentro de la empuñadura de nácar. Ella se lo quitó de las manos y cuando abrió la hoja para mostrársela resultó que el instrumento completo no medía más de diez centímetros de longitud.
—Esto es para defender mi honor. Tiene la dimensión justa.
—Y tú no sabes dónde.
—¿Dónde qué?
—Toni. Tu hermana.
—La política. La política la entusiasmó como antes la había entusiasmado Jesús.
—¿Qué hay en ese armario?
—Secretos. Secretos de familia.
A pesar de todo, Roland abrió la puerta del armario tal como si ella le hubiera dicho que lo hiciese. Y este atrevimiento fútil la fastidió tanto que en un recoveco de su mente empezó a materializarse una pregunta: ¿qué hace aquí? ¿Por qué lo soporto? Pero en ese momento él ya estaba manoseando todos sus vestidos viejos, incluso el de ballet, y conservaban aún un ligero perfume. Roland se apoderó de un puñado de encajes y se volvió súbitamente hacia ella.
—Sophy…
—Oh no ahora no…
De todas maneras, él la rodeó con los brazos y empezó a emitir gemidos desfallecientes. Sophy suspiró interiormente pero le echó los brazos al cuello porque había aprendido que en tal situación era menos engorroso acceder que obstinarse. Se preguntó con resignación cuál sería la preferencia esta vez y por supuesto resultó ser la rutina habitual de Roland, lo que se podría llamar su ritual. Trató de tumbarla sobre el sofá y de eliminar al mismo tiempo las prendas esenciales de ellos dos sin interrumpir esas muestras de avidez desfalleciente que él consideraba más seductoras. Ella se mostró dócil, porque era relativamente joven y fuerte, y tolerablemente agradable a la vista, con unos hombros anchos y lisos y un abdomen también liso. Sin embargo incluso mientras consentía, la pregunta seguía formulándose en un lugar u otro, como si esto estuviera murmurando donde yacía emboscada, incluso a la luz del día, en la boca del túnel… una pregunta respecto de la vida que decían que era tan importante, debes salvar tu vida, sólo tienes una vida para vivirla, etcétera, la vida que era tan trivial si había que organizaría en torno de actividades fútiles como el Jesús de Antonia o la política o los caballos o esos gruñidos y jadeos. De modo que allí yacía, inmovilizada por una masa de carne y cartílagos y huesos. El ente carecía de rostro, no era más que una mata de pelo que se agitaba junto a su hombro izquierdo. De vez en cuando la mata se detenía, se transformaba por uno o dos segundos en un rostro perplejo y luego volvía a trocarse en la mata movediza.
—¿Hago lo que quieres, verdad?
—No se trata sólo de eso…
Y él reanudaba su trabajo, en todo caso, con más vehemencia que antes. De modo que allí acostada bajo el peso de él Sophy intentó descubrir de que más se trataba. El peso era… agradable. El movimiento era natural y… agradable. De todas maneras, incluso los diversos grados de docilidad que ella había experimentado con el viejo en el enorme coche habían sido hasta cierto punto agradables, como el dinero; una especie de incursión en un terreno que no era de misterio sino de… ultraje. ¿Y esta actividad prolongada y rítmica acerca de la cual se hablaba tanto y en torno de la cual se organizaba un… baile de sociedad? ¿Esta intimidad… ridícula… que debía de estar más o menos predestinada porque las partes encajaban muy bien? Y Roland, el irritante Roland, y el súbitamente exasperante Roland se movía cada vez más deprisa como si ésa fuera una especie de actividad atlética, un baile privado después del público. Experimentaba una sensación, de eso no cabía duda. Y conjuró unas palabras en su mente para describir esa sensación que desde luego habría sido más interesante, más intensa, si hubiera sido otra cabeza la que se hubiera sacudido junto a su hombro.
Las palabras le gustaron tanto que las pronunció en voz alta.
—Un placer tenue, anular.
—¿Cómo?
Roland se desplomó sobre ella, jadeando y enfadado.
—Quisiste distraerme… y precisamente cuando estaba… ¡y para ti también!
—Pero yo…
—Por el amor de Dios, mujer…
Una rabia oculta bulló dentro de ella y se desbordó. Su mano derecha descubrió que aún retenía la forma familiar del pequeño cortaplumas. Lo hincó ferozmente en el hombro de Roland. Sintió perfectamente cómo la piel se resistía, y después se hendía y cedía como una sustancia distinta de la carne en la cual se deslizaba la hoja, en un trance carnal… Roland lanzó un alarido, y después se apartó bruscamente y recorrió la habitación encorvándose y doblándose en dos y maldiciendo y gimiendo con una mano cerrada sobre el hombro. Ella se quedó inmóvil, despatarrada sobre el sofá, y sintió dentro la ruptura de la piel y el suave deslizamiento de la hoja. Sostuvo el diminuto instrumento delante de sus ojos. Tenía una delgada mancha roja.
Mía no. Suya.
Sucedía algo extraño. La sensación de la hoja se expandía dentro de ella, llenándola, llenando toda la habitación. La sensación se trocó en un estremecimiento y después en un arquearse incontenible de su cuerpo. Gritó entre los dientes crispados. Unos nervios y músculos insospechados asumieron el control y la proyectaron de contracción en contracción hacia un foso de consumación destructiva en el que se precipitó.
Entonces durante un lapso inconmensurable no existió ninguna Sophy. Esto no. Nada más que el desfogue, existente, imposible por sí mismo.
—¡Continúo sangrando!
Sophy volvió, suspirando borrascosamente, somnolienta. Abrió los ojos. Ahora él estaba arrodillado junto a la cama, con la mano todavía cerrada sobre el hombro. Susurró:
—Me siento desfallecer.
Ella soltó una risita y a continuación descubrió que bostezaba.
—Yo también…
Él apartó la mano del hombro y escudriñó la palma.
—Oh. Oh.
Ahora Sophy le veía el hombro. La herida era muy pequeña y tenue y azulada. La sangre había manado sobre todo por la presión de la mano de él. Por contraste con la minúscula perforación él parecía enorme, con semejante musculatura, con semejante cara boba, cuadrada, masculina. Sophy casi sintió afecto en medio de su desdén.
—Acuéstate un momento en la cama. No. No en la de Toni. En la mía.
Ella se levantó y él se tumbó allí, cubriéndose otra vez el hombro con la mano. Sophy se vistió y se quedó un rato sentada en el viejo sillón que habían planeado retapizar pero que naturalmente no habían retapizado nunca. El relleno seguía escapando por uno de los brazos. Roland empezó a soplar y a roncar pero débilmente como si se hubiera desvanecido en sueños. Sophy volvió a contemplar el tumulto de su propio cuerpo que había cambiado tanto, que se había inflamado tanto, que se había calmado tanto. Orgasmo. Era así como lo habían designado en las conferencias de sexología, aquello sobre lo que todos habían hablado, escrito, cantado. Sólo que nadie había dicho cuánta ayuda prestaría un cortaplumas… ¿una aberración?
De pronto una palabra ocupó el lugar que le correspondía. Todo eso formaba parte de… ¿un corolario?, ¿una extensión?… de aquel axioma que había descubierto mientras estaba sentada en un escritorio hacía siglos y siglos. Todo eso formaba parte del hecho de ser simple. Con sus películas y libros y cosas; con sus grandes relatos periodísticos sobre hechos abominables que mantenían a todo el país en vilo durante semanas íntegras… oh, sí, desde luego, todos furiosos e indignados como Roland, y quizá todos asustados como Roland… pero sin poder dejar de leer, de mirar, de convivir con la sensación de la hoja que entraba deslizándose, de la cuerda, de la pistola, del color… sin poder dejar de leer, de escuchar, de mirar…
El guijarro o el cortaplumas amoldado a la mano. Actuar con simplicidad. O prolongar la simplicidad al absoluto de ser truculento tanto si el serlo significaba algo o no… como debe suceder cuando los pases mágicos se infectan con polvo…
Estar más allá de todos los fingimientos necios. Estar.
Roland lanzó un graznido y luego se incorporó.
—¡Mi hombro!
—No es nada.
—Deben ponérmela, enseguida.
—¿Qué es lo que deben ponerte?
—La antitetánica.
—¿La anti qué?
—Contra el tétano. Contra el trismo. Jesús. Una inyección. Y…
—¡A quién se le ocurre…!
Pero eso fue lo que él hizo. Estaba tan preocupado y violento que Sophy apenas consiguió que le cediera un asiento en su coche.
—¿Qué pasaba cuando eras chico si te caías?
Pero él estaba demasiado abstraído, conduciendo el auto. Transportó su cuerpo enorme y violado al hospital sin que le importara si ella lo acompañaba o no. Salió de la habitación donde lo habían pinchado —tal vez con más pericia— y cayó redondo al suelo. Cuando se hubo recuperado un poco, la llevó de regreso a la casa de su madre, en silencio, y se metió en su cuarto sin pronunciar una palabra.
Sophy se amotinó. Salió sola, de vuelta a la discoteca llamada The Dirty Disco, la discoteca sucia. El nombre pasaba por ser una broma, pero era realmente cochambrosa. Incluso los vaqueros y la camiseta con la inscripción CÓMPRAME que ella se había puesto parecían delicados por comparación. El ruido formaba una muralla sólida pero no hacía más que unos pocos segundos que ella había llegado cuando un hombre joven se abrió paso entre los bailarines y la hizo levantar con un tirón. Demostró serlo todo, maravilloso, ingenioso, y oh tan fuerte sin proponérselo; y la remontó a una altura donde Sophy descubrió que ella también era maravillosa. Pronto se despejó un espacio alrededor de ellos de manera que se pusieron cada vez más frenéticos, en pareja, pasando sin parar de una extravagancia a otra. Toda la concurrencia empezó a aplaudir de modo que se oían tantas palmadas y aclamaciones como música, exceptuando el redoble, por supuesto, el redoble contra el suelo. Cuando cesó el redoble se quedaron mirándose el uno al otro, jadeando. Después él murmuró hasta la vista y volvió a su mesa donde había otro hombre, y un negrazo se apoderó de ella y la arrastró hasta la pista. Cuando la soltó ella fue en busca del joven y se encontraron a mitad de camino como viejos amigos y él le gritó (¡sus primeras palabras!): «Dos cabezas sin un solo pensamiento». Fue como si despuntara el sol o algo parecido. Esta vez, merced a un acuerdo que ninguno de los dos necesitó mencionar, desecharon los virtuosismos y se gritaron sus preguntas susurrantes.
Sophy miró fugazmente al hombre sentado a la mesa pero comprendió que este otro, Gerry, oh sí, distaba tanto como ella de ser marica y que todo había ocurrido repentinamente.
Él gritó:
—¿Cómo está tu padre?
—¿Mi padre?
Mientras Sophy preguntaba esto el redoble cesó —cesó en menos tiempo que el que Gerry necesitó para adaptarse— de modo que vociferó su pregunta en medio del silencio.
—El fulano con el que estabas la otra noche… ¡el vejete formalmente vestido!
Cuando él oyó su propia voz se cubrió los oídos con las manos pero volvió a retirarlas enseguida.
—¡Dios mío! ¿Pero qué hace una chica como tú, etcétera? Listo… Ya nos hemos librado de esos pelmas. Nos avenimos como si estuviéramos hechos el uno para el otro.
—¿Mmm?
—Sin restricciones.
—Claro, por supuesto.
—¿Me lo prometes?
—¿Es necesario?
—No está de más. Mejor pájaro en mano, ya sabes. ¿No? ¿Esta noche o no?
—No se trata de eso. Sólo…
Una especie de preparación indispensable. Quitarme a Roland de encima. Quitármelos a todos de encima.
—¿Sólo?
—Esta noche no. Pero te lo prometo. Solemnemente. Te lo juro por esta cruz. Ya lo ves.
De modo que se sentaron y él le dio su dirección y se quedaron sentados y por fin Gerry dijo que se estaba durmiendo y se despidieron por el momento; y sólo cuando se hubieron despedido ella recordó que no habían fijado una fecha para su próximo encuentro. Un negro la siguió hasta su casa así que ella pulsó el timbre porque la puerta tenía echada no sólo la llave sino también el cerrojo.
Después de una espera brevísima la señora Garrett hizo girar la llave y descorrió el cerrojo y la dejó entrar, y echó una mirada en dirección al negro que merodeaba por la acera de enfrente. Después siguió a Sophy hasta la habitación de ésta y se detuvo en el hueco de la puerta, pero esta vez no se apoyó contra la jamba sino que permaneció erguida.
—¿Estás aprendiendo, verdad?
Sophy no contestó nada y en cambio devolvió jovialmente la mirada de esos ojos que refulgían con un brillo tan líquido en sus cuencas tiznadas. La señora Garrett se humedeció con la lengua sus finos labios.
—El caso de Roland es distinto. Los chicos siempre serán chicos. Hombres, quiero decir. Y después, sentará la cabeza. Sé que ahora las cosas han cambiado…
—Estoy cansada. Buenas noches.
—Podría haberte ido peor, sabes. Mucho peor. Sosiégate. Yo no le contaría nada respecto de él.
—¿Él?
—El negro.
Sophy se echó a reír.
—¡Él! Pero al fin y al cabo… ¿por qué no?
—¡Por qué no, en verdad! Nunca he oído…
—Y además… me gusta poder ver lo que hago.
—¡Te gusta ver!
—Sólo fue una broma. Escuche. Estoy cansada. De veras.
—¿Tú y Roland han reñido?
—Fue al hospital.
—¡Imposible! ¿Por qué? ¿En domingo? ¿Acaso…?
Sophy hurgó en el bolso que le colgaba del hombro. Encontró el pequeño cortaplumas y lo extrajo. Empezó a reír, pero lo pensó mejor.
—Se cortó. Con el cortaplumas que uso para mondar la fruta. Véalo. Así que fue a que le pusieran una cómo se llama. Una antitetánica.
—¿Se cortó?
—Pensó que podía estar sucia.
—Siempre ha sido… ¿pero qué hacía con semejante instrumento?
Las palabras mondaba fruta por supuesto se formaron en la cabeza de Sophy y le subieron a los labios. Pero al escudriñar esos ojos dotados de un resplandor líquido comprendió súbitamente cuán fácil era negarles cualquier cosa… negarles la entrada. No podían penetrar en ella. Toda esa Sophy recluida dentro estaba a salvo. Esos ojos implantados en la cara de Mamá Garrett no eran más que reflectores. Lo único que veían era lo que la luz les daba. Podías plantarte frente a ella, dejando que tus propios ojos recibieran y devolvieran la luz; y las dos personas colocadas atrás, flotando ambas invisiblemente detrás de sus reflectores, no tenían por qué encontrarse, no tenían por qué dar nada. No tenían por qué decir nada. Todo muy simple.
Pero entonces, sin cesar de mirar, vio aun más. En inmediata contradicción, ya fuera gracias a lo que había aprendido acerca del mundo hasta ese momento, o porque resultaba legible en los cambios más sutiles que se producían en el porte de la mujer o en su respiración o en el ordenamiento de su rostro, Sophy vio más que lo que se proponían revelar esos reflectores gemelos. Vio las palabras que se aproximaban a los labios de Mamá Garrett, Será mejor que te vayas, y que se quedaban flotando allí, inhibidas por otros pensamientos, por otras palabras, Qué diría Roland, ella es capaz de hacer precisamente eso, y si Roland está enviciado con ella…
Sophy esperó, recordando la regla de la simplicidad. No hagas nada. Aguarda.
Mamá Garrett no dio un portazo, pero cerró la puerta con una ausencia de ruido tan rebuscada que ese silencio fue un testimonio igualmente claro de cólera. Al cabo de uno o dos segundos Sophy escuchó las pisadas rápidas que resonaban en la escalera y exhaló el aliento. Se acercó a la ventana y vio que el negro aún estaba en la acera de enfrente, escudriñando la casa con expresión impenetrable. Pero mientras Sophy lo observaba él miró de soslayo y después se alejó corriendo por la esquina. Un coche patrulla rodaba calle abajo. Sophy esperó un rato, y después se desvistió lentamente y recordó la plenitud, la evaporación de la apetencia y la avidez como si se derrumbara un arco descomunal; y fue más fácil atribuirle el mérito a la virilidad anónima y no a Roland. O si debía tener nombre, le pondría el nombre de Gerry, la cara de Gerry. Existía un mañana.