Lo que la señora Goodchild le había dicho al señor Goodchild era muy cierto. Las mellizas, Sophy y Toni Stanhope, lo eran todo la una para la otra, cosa que aborrecían. Si hubieran sido idénticas tal vez habría sido mejor, pero eran tan distintas como el día y la noche, day and night, night and day you are the one, night and day. Incluso cuando Matty las vio, una semana antes de que cumpliesen diez años, Sophy tenía una clara idea de lo distintas que eran. Sabía que Toni tenía brazos y piernas más flacos y una curva menos suave, rosada, desde el cuello hasta la entrepierna. Los tobillos y las rodillas y los codos de Toni eran un poco nudosos y su rostro era más delgado al igual que sus brazos y sus piernas. Tenía grandes ojos castaños y un cabello ridículo. Largo y fino. No era mucho más grueso que… bueno si hubiera sido más fino ni siquiera habría existido, y se había despojado totalmente de su color como si se estuviera preparando para desaparecer. En cambio Sophy sabía que ella vivía en lo alto de un cuerpo más suave, más redondeado y más fuerte, dentro de una cabeza totalmente coronada de rizos oscuros. Miraba el mundo a través de unos ojos que eran un poco más pequeños que los de Toni y que estaban circundados de exuberantes pestañas largas y oscuras. Sophy era rosada y blanca, pero la piel de Toni, como su cabello, no tenía color. En cierto sentido era traslúcida; y Sophy, sin preocuparse por averiguar cómo se había enterado, conocía muy bien la Tonicidad del ser que vivía más o menos dentro de ella. «Más-o-menos» era lo más aproximado posible porque Toni no vivía totalmente dentro de la cabeza de arriba, sino laxamente, asociada a su cuerpo delgado. Tenía el hábito de arrodillarse y alzar la vista y no decir nada, hábito que surtía un efecto curioso sobre todos los adultos presentes. Éstos se derretían por completo. Lo más irritante era que cuando eso ocurría Sophy sabía que Toni no estaba haciendo absolutamente nada. No pensaba ni sentía ni existía. Sencillamente se había alejado de sí misma flotando como el humo. ¡Esos ojos inmensos, castaños, que miraban hacia arriba desde las cascadas de cabello blanco con consistencia de plumón! Era un sortilegio eficaz. En esos trances Sophy se replegaba dentro de sí misma si podía, o recordaba los períodos maravillosos en que Toni no había estado allí. En una oportunidad había existido una habitación poblada de niños y de música. Sophy había podido ejecutar un paso de danza y le habría gustado seguir ejecutándolo eternamente, uno, dos, tres, hop, uno, dos, tres, hop. Un disfrute sosegado por la forma en que el tres siempre activaba la otra pierna para dar un brinco, y por alguna razón ni rastros de Toni. Un disfrute también porque algunos de los niños no podían realizar ese acto sencillo, hermoso.
También había existido el cuadrado largo. Más tarde habría de imaginarlo como un rectángulo, por supuesto, pero lo notable era que tenía a Papá para ella sola, y Papá le había propuesto en verdad un paseo, produciéndole un deleite tan azorado que sólo más tarde entendió por qué lo había hecho. ¡Ella podría haberlo fastidiado si hubiera echado de menos a Toni! Pero cualquiera que fuese el motivo, él la había tomado realmente de la mano, y ella había estirado la suya hacia arriba y había mirado —¡bah!— con sencilla confianza aquel rostro atractivo y habían bajado los dos escalones, habían pasado entre las pequeñas extensiones de césped y habían llegado al pavimento. Él la había seducido, no existía una palabra más apropiada. La había hecho girar hacia la derecha y le había mostrado la librería contigua. Después se habían detenido y habían contemplado el inmenso escaparate de la ferretería Frankley’s y él le había hablado de las cortadoras de césped y las herramientas y le había dicho que las flores eran de plástico y luego habían pasado frente a la hilera de chalets coronados por un escudo con una leyenda. Él le había explicado que eran asilos para mujeres cuyos maridos habían muerto. A continuación le había hecho girar hacia la derecha por una calzada angosta, un sendero, y pasaron por un portal estrecho y desembocaron en el camino de sirga que bordeaba el canal. Entonces él le había explicado el funcionamiento de las barcas y cómo en otra época había habido caballos. Había girado nuevamente a la derecha y se había detenido ante una puerta verde implantada en el muro. De pronto ella entendió. Fue como dar un nuevo paso, aprender algo nuevo; todo lo que la rodeaba se integró en una sola pieza. Se dio cuenta de que la puerta verde se hallaba en el fondo del sendero interior de su jardín y que él ya se estaba aburriendo terriblemente, allí detenido en el camino de sirga frente a la pintura ampollada. De modo que ella echó a correr, demasiado cerca del agua, y él la alcanzó como ella lo había planeado, pero coléricamente, justo en la escalera que subía al Old Bridge. Entonces él la alzó sin vueltas. Sophy intentó hacerlo detener junto a la letrina pública de arriba pero él no accedió. Intentó hacerlo seguir en línea recta después de que hubo girado nuevamente a la derecha, intentó hacerlo ir calle arriba con ella por High Street pero él no accedió y giraron a la derecha y allí estaba la fachada de la casa. Habían dado la vuelta y regresado al punto de partida y Sophy comprendió que él estaba enfadado y harto y que lamentaba que no hubiera nadie para hacerse cargo de ella.
Fue en el vestíbulo donde se desarrolló el breve diálogo.
—¿Papá, Mamá va a volver?
—Claro que sí.
—¿Y Toni?
—Escucha, pequeña, no tienes por qué preocuparte. ¡Claro que volverán!
Sophy se había quedado con la boca abierta mirando cómo él desaparecía en la habitación donde escribía su columna. Era demasiado joven para decir eso que le rondaba por la cabeza y que habría equivalido a matar a Toni. ¡Pero si no quiero que vuelva!
Sin embargo, el día en que Matty las vio eran en verdad más o menos todo la una para la otra. Toni había sugerido que fueran a la librería contigua para ver si alguno de los libros nuevos que había allí valía la pena. Puesto que cumplían años la semana próxima tal vez convendría soltarle algunas indirectas a la tía de turno, que necesitaba acicates. Pero cuando volvieron de la tienda la Abuela estaba en el vestíbulo y la tía había desaparecido. La Abuela les preparó las maletas y se las llevó en su coche hasta Rosevear, un chalet próximo al mar. Esto fue tan emocionante que los libros y las tías y Papá se borraron de la mente de Sophy, de modo que el décimo aniversario de ella y Toni pasó inadvertido. Además, en esa época descubrió que un arroyo podía ser muy entretenido. Era mucho mejor que un canal y discurría canturreando y burbujeando. Ella caminó por su margen bajo el sol entre las hierbas altas y los ranúnculos, cuyos pétalos mantecosos con su polvo amarillo eran tan concretos a la altura de la cabeza que también la distancia misma, el espacio, parecían concretos. Había una gran profusión de verdor y de sol que provenía de todas partes al mismo tiempo y cuando ella hendió el verdor que era lo que eran las hierbas, vio el agua entre esto y aquello, la otra orilla, la tierra virgen, el agua que corría entre ellos, el Nilo, el Mississippi, borboteando, gorgoteando, chapoteando, chasqueando, salpicando, cosquilleando, rielando. ¡Y además los pájaros que acechaban en medio de la jungla hasta el borde de la tierra virgen! ¡Oh aquel pájaro totalmente negro con una cerradura blanca en la frente, y la bandada de polluelos que piaban, chillaban y gorjeaban, y que trepaban y se arremolinaban y se bamboleaban entre las hierbas detrás de él! Se zambulleron en el agua, la madre y los polluelos, los diez en fila india. Se dejaron llevar por la corriente del arroyo y Sophy era todo ojos, ¡y no hacía nada más que ver, ver y ver! Era como si se proyectara y atrapara con los ojos. Era como si la parte superior de su cabeza se hubiera prolongado hacia adelante. Era una suerte de absorción, una suerte de succión, una suerte dé.
Al día siguiente de aquello, Sophy fue a explorar entre las altas flores mantecosas y las hierbas del prado hasta llegar al arroyo. Como si la hubieran esperado durante toda la noche, allí estaban igual que siempre. La madre nadaba aguas abajo seguida por la hilera de polluelos. De vez en cuando ella lanzaba un «¡Kusk!». No estaba asustada ni nada parecido… sólo un poco recelosa.
Ésta fue la primera vez que Sophy notó que a veces las cosas se comportaban ciñéndose a un «Por supuesto». Ella tenía algunos conocimientos pero no muchos, sobre el arte de arrojar piedras. Ahora —y aquí era donde intervenía el elemento «Por supuesto»—, ahora había un guijarro de grandes dimensiones al alcance de la mano entre la hierba y el lodo semiseco, donde no tenía por qué haber ningún guijarro a menos que interviniera el «Por supuesto». A Sophy le pareció que no hacía falta buscar el guijarro. Le bastó mover el brazo que utilizaba para arrojar objetos y la palma de su mano se cerró cómodamente sobre la forma lisa, ovalada. ¿Cómo era posible que una piedra lisa y ovalada descansara allí, no debajo del lodo ni siquiera debajo de la hierba sino encima de todo, donde el brazo que utilizaba para arrojar objetos podía encontrarlo sin buscar? Allí estaba la piedra, amoldada al hueco de su mano mientras ella escudriñaba por encima de los cremosos puñados de ulmarias y divisaba a la madre y los polluelos que nadaban afanosamente aguas abajo por el arroyo.
Para las niñas pequeñas, el lanzamiento es un deporte difícil que, en términos generales, no practican como entretenimiento, hora tras hora, como los varones. Pero incluso más adelante, antes de aprender a desembarazarse de las complicaciones, Sophy nunca pudo entender muy bien cómo previo lo que iba a ocurrir. Fue un hecho como cualquier otro en virtud del cual ella vio la trayectoria que seguiría la piedra, vio el punto hacia el que se adelantaría el último polluelo mientras la piedra estuviera describiendo su parábola. ¿«Estuviera» o «estaba»? Porque además, y esto era sutil, cuando recapacitó más tarde le pareció que apenas se aprehendía que el futuro éste se hacía inevitable. Pero inevitable o no, nunca entendió —por lo menos no hasta una época en que el hecho mismo de entender se convirtió en algo superfluo— cómo pudo, con el brazo izquierdo estirado lateralmente, con el brazo derecho rotando hacia atrás desde la altura del codo y pasando su oreja izquierda en una posición de lanzamiento femenina e infantil, cómo pudo, sí, no sólo proyectar el brazo derecho hacia adelante sino también arrojar la piedra en el momento exacto, con el ángulo y la velocidad precisos, cómo pudo dejarla partir sin que la obstaculizara la articulación de un dedo, una uña, la región tenar de la mano, cómo pudo seguirla —y realmente sin proponérselo del todo— seguirla en esa fracción y fracción de fracción de segundo como si fuera una alternativa elegida entre dos posibles, ambas propuestas de antemano, ambas predestinadas, los polluelos, Sophy, la piedra en la mano, como si la totalidad de todo se hubiera sintetizado en ese punto… seguir la trayectoria por el aire, el polluelo que se adelantaba nadando velozmente hasta ese punto, último de la fila pero obligado a estar allí, una especie de tácito haz lo que te ordeno; después la materialización completa del hecho, el chapuzón restringido, la madre que se disparaba sobre el agua, volando a medias con un chillido que sonaba como pavimentos triturados, los polluelos que desaparecían misteriosamente, todos menos el último que ahora era un remanente de plumón entre las ondas que se dilataban más y más, con una pata estirada al costado y ligeramente trémula, y el resto inmóvil si se exceptuaba el vaivén del agua. Y a continuación el placer más dilatado, la contemplación lograda del remanente del plumón que giraba plácidamente a medida que el arroyo lo arrastraba fuera del campo visual.
Fue a buscar a Toni y se irguió entre las ulmarias sintiendo cómo los altos ranúnculos le rozaban los muslos.
Sophy nunca volvió a arrojar piedras a los somormujos y entendió perfectamente por qué no lo hacía. Fue una percepción clara, aunque sutil. Sólo una vez podías dejar que la piedra se amoldara a la mano predestinada, a la trayectoria predestinada, y sólo una vez un polluelo cooperaba y se desplazaba inevitablemente para compartir su destino contigo. A Sophy le pareció que entendía todo esto y más, y sin embargo comprendió que las palabras eran inútiles cuando se trataba de transmitir ese «más», de compartirlo, de explicarlo. Allí estaba el «más». Era, por ejemplo, entender que nunca, nunca Papá volvería a pasearte por el cuadrado largo, el rectángulo, pasando por el otro lado de la puerta exterior del establo. Era saber, como lo sabías, con certeza, que el Papá seductor no estaría contigo porque no estaba en ninguna parte: algo lo había matado o él mismo se había matado y había dejado el perfil de halcón sobre los hombros del sereno o irritado desconocido que pasaba su tiempo con una tía o en la habitación donde escribía la columna.
Tal vez por esto la Abuela y el arroyo y el prado eran tan reconfortantes, pues pese a que el prado era el lugar donde habías aprendido lo que significaba el «más», también podías utilizarlo exclusivamente para tu gozo. De modo que a medida que las vacaciones se prolongaban, en medio del alegre disfrute, pegoteado de ranúnculos, del prado con su arroyo y de las mariposas y las libélulas, y de los pájaros posados sobre las ramas y de las guirnaldas de margaritas, ella pensaba desvergonzadamente en aquello otro, en aquella trayectoria, en aquella piedra, en aquel plumón, y los imaginaba sólo como un golpe de suerte, suerte, eso era, ¡la suerte lo explicaba todo! O lo ocultaba todo. Sabía que era suerte confeccionar una guirnalda de margaritas con el pequeño Phil o jugar a los indios en una tienda con Toni, ambas en un singular estado de unicidad. En aquellos tiempos, tiempos danzarines, tiempos cantarines, tiempos de asistir a algo nuevo y de conocer gente nueva a la que no deberían haberle permitido partir (pero que partía) —la mujer alta y pelirroja; el chico apenas menor que ella que le había permitido vestirse con los vaqueros de él, azules y con animales rojos bordados, y el gran sombrero, a la hora de la fiesta— oh, aquello era suerte, ¿y a quién le importaba si no lo era? Aquél también fue el último verano, la última vez, que fueron a la casa de la Abuela, la última vez que Sophy inspeccionó los somormujos. Dejaba a Toni buscando pequeños insectos entre la hierba que bordeaba el sendero y ella se internaba entre las altas malezas, las ulmarias y bardanas del prado, y cuando veía a la madre con sus polluelos los perseguía por el arroyo. La madre lanzaba su graznido de advertencia, destemplado, stacatissimo, y nadaba más deprisa, y los polluelos también, más y más deprisa. Sophy corría a la par de ellos hasta que por fin la madre despegaba con su ruido estridente y su espuma y los polluelos desaparecían. Desaparecían instantáneamente, como por arte de magia. En determinado momento se veía la hilera de plumones que pugnaba por nadar más deprisa, con los pescuezos estirados, agitando las patas debajo del agua; y un segundo después se oía un chasquido sordo y adiós polluelos. Era algo tan asombroso y desconcertante que Sophy dejaba de correr y se quedaba mirando un rato. Sólo después de ver que la madre recorría parte del trayecto en sentido inverso y se metía en el arroyo nadando afanosamente, blandiendo su graznido como si fuera un martillo, Sophy se daba cuenta de que tenía la boca abierta, y la cerraba. Más tarde al cabo quizá de media hora, la madre y los polluelos se desvanecían en el aire sino en el agua. Su pánico llegaba a un punto en el que se trocaba en histeria y se zambullían. Por muy pequeños que fueran —y difícilmente unos polluelos podrían haber sido más minúsculos que éstos— si los perseguías, por fin se zambullían y se libraban de ti aunque corrieras mucho y fueras muy grande. Sophy le comunicó esta asombrosa noticia a Toni que estaba en el otro extremo del prado, y cuando lo hizo su sentimiento era en parte de admiración y en parte de fastidio.
—Tonta —exclamó Toni—. Si no procedieran así no los llamarían somormujos. ¿Acaso somormujar no es sinónimo de bucear?
A Sophy no le quedó otra alternativa que sacar la lengua y agitar los dedos a los costados de la cabeza, con los pulgares dentro de los oídos. Era injusta la forma en que Toni se comportaba, a veces, como si estuviera a kilómetros de distancia, y desde luego en ningún lugar próximo a su cuerpo delgado con su cara inexpresiva, para luego demostrar desaprensivamente que estaba presente. Bajaba de las nubes y aparecía dentro de su cabeza. Entonces, con lo que sólo se podía definir como una torsión, asociaba elementos en los que a nadie se le habría ocurrido pensar, y ahí te encontrabas con algo decidido, o lo que era aun más irritante con algo evidentemente obvio. Pero Sophy había aprendido a condicionar su primitiva tendencia a desentenderse de la Tonicidad de Toni. Sabía que cuando la Toni esencial se hallaba colocada quizá un metro por encima de su cabeza y desplazada a la derecha, no siempre estaba inactiva o deslizándose hacia el sueño o el coma o la nada total. Era posible que estuviese revoloteando entre las ramas de los árboles invisibles de un bosque invisible del cual Toni era la guardia. Era posible que la Toni de allí arriba tuviese la mente en blanco, pero también podía estar alterando la configuración del mundo para acomodarlo a la naturaleza apropiada. Podía estar extrayendo formas de la página de un libro para transformarlas en formas sólidas. Podía estar examinando con una especie de curiosidad remota la naturaleza de un balón generado con un círculo, de una caja generada con un cuadrado o de aquel otro objeto generado con un triángulo. Sophy había descubierto todo esto acerca de Toni sin siquiera esforzarse. Al fin y al cabo eran mellizas, más o menos.
Después que Toni hubo subrayado la relación entre el comportamiento de los somormujos y su nombre, Sophy se sintió defraudada y disgustada. La magia se disipó. Permaneció erguida encima de Toni, preguntándose si debía volver atrás y espantar nuevamente a los somorgujos. Comprendió en su fuero interno que lo que debía hacer no era espantar a los somorgujos aguas abajo sino aguas arriba. Así el movimiento del agua se volvería a favor de ella y en contra de ellos. Después, podría seguirlos y observarlos atentamente bajo el agua y verificar dónde emergían. ¡Al fin y al cabo, se dijo, tenían que reaparecer en alguna parte! Pero sinceramente no se sentía con ánimos para ello. El secreto ya no era tal y a los únicos que aún les servía era a esos mismos pájaros estúpidos.
Se recogió el cabello sobre las orejas.
—Volvamos a casa de la Abuela.
Se abrieron paso trabajosamente entre la exuberante vegetación del prado, enderezando hacia el seto, y en el trayecto Sophy reflexionó si valía la pena preguntarle a la Abuela por qué las explicaciones despojaban a las cosas de su atractivo. Pero dos episodios le hicieron olvidar todo eso. En primer término, se encontraron con el pequeño Phil, el de la granja… el pequeño Phil de la granja, con sus rizos, idéntico al pequeño Phil de The Cockoo Clock y se fueron a jugar con él en una de las parcelas de su padre. Allí, el pequeño Phil les dejó examinar su asunto y ellas le mostraron sus asuntos y Sophy sugirió que se casaran los tres. Pero el pequeño Phil respondió que debía volver a la granja para ver la tele con su madre. Después que se hubo ido, encontraron un buzón rojo en el cruce de caminos y se entretuvieron echando piedras en su interior. Luego, cuando volvieron al chalet, la Abuela les dijo que al día siguiente regresarían a Greenfield porque a ella la iban a internar en el hospital.
Toni extrajo conocimientos inesperados del lugar misterioso donde los guardaba.
—¿Así que tendrás un bebé, Abuela?
La abuela exhibió una sonrisa un poco forzada.
—No, no se trata de eso. No lo entenderías. Probablemente saldré con los pies delante.
Toni se volvió hacia Sophy con su aire habitual de hablar desde las alturas.
—Eso significa que se va a morir.
Después de eso la Abuela ayudó a prepararles las maletas, aunque aparentemente lo único que hizo fue arrojar las cosas de un lado a otro, parecía muy enfadada, lo cual a Sophy se le antojó injusto. Más tarde, cuando se acostaron y Toni se sumió en ese sueño en el que no parecía respirar ni un poco, Sophy se quedó cavilando hasta que oscureció por completo. El hospital y la Abuela y la muerte hacían temblar las tinieblas. Analizó, contra su voluntad, el proceso íntegro de la muerte hasta donde ella lo conocía. Oh, en verdad era macabro… ¡pero emocionante! Se removió en la cama y dijo en voz alta:
—¡Yo no moriré!
Las palabras sonaron con fuerza, como si las hubiera pronunciado otra persona. La hicieron cubrirse nuevamente con las sábanas. Fue allí abajo donde se sintió forzada, por así decir, forzada a enfocar ese lugar, el chalet, como si todo él formara parte de esa nueva circunstancia, la muerte de la Abuela: el dormitorio de la Abuela donde la cama parecía casi demasiado grande para el espacio disponible, los muebles descomunales apretujados en las pequeñas habitaciones como si un caserón hubiera encogido; el enorme aparador oscuro con volutas talladas y las alacenas que estaba prohibido abrir como en la historia de Barbazul, la penumbra circundante que era como una criatura sentada en cada habitación; y la Abuela misma, que adquiría un aire misterioso, no, pavoroso, al salir del hospital, de forma monstruosa, con los pies delante. Fue precisamente entonces cuando Sophy hizo su descubrimiento. La naturaleza enigmática de las cosas y la Abuela que salía con los pies delante determinaron que Sophy se replegara desde todos los ángulos dentro de sí misma. Entendió algo acerca del mundo. Éste se extendía más allá de su cabeza en todas las direcciones menos una, y ésta una era segura porque era la suya propia, era la dirección que pasaba por el fondo de su cabeza, por allí, oscura como la noche pero dotada de una oscuridad propia. Comprendió que estaba o yacía en el extremo final de esta dirección oscura como si descansara en la boca de un túnel y mirara el mundo sin que importase si era de tarde, de noche o de día. Cuando comprendió que el túnel estaba en el fondo de su cabeza experimentó un extraño escalofrío que le corrió por el cuerpo y le despertó deseos de escapar de allí rumbo a la luz del sol y de parecerse a los demás. Pero no había luz. Ella la inventó, en ese mismo lugar y momento, y la pobló con personas que no tenían un túnel en el fondo de la cabeza, personas alegres, jubilosas, ignorantes, y finalmente debió de dormirse porque la Abuela las estaba despertando a gritos. Mientras se desayunaban en la cocina la Abuela se mostró muy jovial y las exhortó a no hacer caso de lo que había dicho, porque probablemente todo se arreglaría y ahora hacían maravillas. Sophy oyó todo esto y la larga conversación que se desarrolló a continuación sin escuchar realmente, porque tenía mucho interés en mirar a la Abuela, y no podía apartar los ojos de ella en razón de esa atrocidad: la Abuela iba a morir. Lo que hacía que todo resultara aún más extraño era el hecho de que la Abuela no entendía. Procuraba levantarles el ánimo como si fueran ellas las que iban a morir, lo cual era absurdo y desdeñable en vista del halo muy patente que rodeaba a la Abuela, aislándola del resto del mundo en el curso del proceso que culminaría cuando saliera del hospital con los pies por delante. Sin embargo, estaban en condiciones de aprender más cosas interesantes y Sophy esperó impacientemente que la Abuela terminara de exponer los argumentos que empleaba para levantarles el ánimo y apenas se produjo una pausa en la larga explicación acerca de cómo aunque la amaran mucho ellas eran jóvenes y encontrarían otras personas que era lo que había querido hacerles entender… aprovechando que la Abuela tomaba aliento, Sophy consiguió formular su pregunta:
—Abuela, ¿dónde te van a enterrar?
La abuela dejó caer un plato y soltó una risa muy singular que se trocó en otros ruidos y después salió literalmente a la carrera y cerró violentamente la puerta de su dormitorio. Las mellizas se quedaron en la mesa de la cocina sin saber qué hacer, de modo que siguieron comiendo, pero en medio de un respetuoso silencio. Más tarde la abuela salió de su habitación, afable y radiante. Esperaba que no estuvieran demasiado afligidas por su pobre y vieja Abuela y que recordaran los buenos tiempos y cuánto se habían divertido las tres juntas. Sophy pensó que no se habían divertido absolutamente nada, las tres juntas, y que la Abuela perdía los estribos si te ensuciabas demasiado los zapatos, pero estaba empezando a aprender qué era lo que no se debía decir. De modo que se quedó mirando a la Abuela que seguía rodeada por ese halo extraño, la observó con expresión solemne por encima de su tazón mientras la Abuela hablaba animadamente. Serían muy dichosas cuando volvieran a casa de Papá porque una nueva señora se ocuparía de ellas. La abuela la definió como una au pair.
Toni formuló la pregunta siguiente:
—¿Y es buena?
—Oh, sí —respondió la Abuela, con una voz que significaba lo contrario de lo que estaba diciendo—. Es muy buena. Vuestro Papá debe de haber puesto mucho cuidado en que lo sea, ¿no les parece?
El halo que rodeaba a la Abuela impidió que Sophy se molestara en pensar en la tía. Toni siguió formulando preguntas y Sophy quedó librada a sus cavilaciones y observaciones personales. La Abuela no tenía ninguna peculiaridad (excepto el halo) que demostraba que estaba a punto de morir, así que Sophy modificó un poco el ordenamiento y un poco de indignación que muy probablemente la muerte de la Abuela la segregaría del prado exuberante y de los somormujos y del pequeño Phil y del buzón. Estuvo a punto de plantearle este problema a la Abuela, pero lo pensó mejor. Y además… ¡Toni debía de haber dicho algo! La abuela se había encerrado de nuevo en su dormitorio con un portazo. Las mellizas se quedaron sentadas, en silencio; y entonces las dos cruzaron sus miradas y tuvieron un acceso de risa ahogada. Fue uno de esos raros trances en que realmente lo eran todo la una para la otra y disfrutaban de ello.
La Abuela volvió más tarde, no tan radiante, juntó las maletas de las mellizas y las condujo a la estación sin pronunciar una palabra. Este comienzo de la vuelta al hogar encauzó los pensamientos de Sophy hacia la consideración del porvenir. Formuló una pregunta que eludía escrupulosamente cualquier punto de contacto con la Abuela y el futuro de ésta.
—¿Nos gustará?
La Abuela entendió a qué se refería.
—Estoy segura de que sí.
Entonces, después de dejar pasar un rato y de cruzar dos semáforos, volvió a hablar con aquella voz que siempre significaba lo contrario de lo que decía.
—Y estoy segura de que se consagrará a ustedes dos.
Cuando llegaron de nuevo a Greenfield descubrieron que la au pair era su tercera tía. Parecía haber salido de la habitación situada en el otro extremo del rellano, lo mismo que las dos anteriores, como si ese aposento produjera tías como mariposas en días calurosos. Esta tercera ciertamente se parecía más que las otras a una mariposa. Tenía una cabellera amarilla, olía como una peluquería de señoras, y todos los días pasaba mucho tiempo aplicándose afeites en la cara. Su lenguaje era distinto de todos los otros que las mellizas oían en la casa, o allá en Dorset, o en la calle donde hablaban seres de facciones blancas, amarillas, morenas o negras. Les informó a las mellizas que venía de Sydney. Sophy pensó al principio que Sydney era una persona, y esto provocó cierta confusión. Sin embargo, la au pair, a la que llamaban tía Winnie, era jovial y rápida una vez que quedaba conforme con su cara. Silbaba y cantaba mucho y fumaba mucho y aunque hacía muchísimo ruido no irritaba en absoluto a Papá. Cuando no hacía ruido personalmente, su radio a transistores lo hacía por ella. Era inevitable que la radio fuera a donde iba Winnie. Bastaba escuchar el transistor para saber dónde estaba Winnie. Cuando Sophy entendió que Sydney era una gran ciudad situada en la otra cara del mundo, se atrevió a preguntarle a Winnie:
—¿Nueva Zelanda no está también en la otra cara del mundo?
—Supongo que sí, cariño. Nunca se me ocurrió esa idea.
—Una tía, hace mucho tiempo. Nuestra primera tía. Bueno, dijo que Mamá había ido a reunirse con Dios. Después Papá dijo que había ido a vivir con un hombre en Nueva Zelanda.
Winnie se rió a carcajadas.
—Bueno, es lo mismo, cariño, ¿no te parece?
Winnie cambió mucho las cosas. Ahora el establo situado donde terminaba el sendero del jardín se convirtió oficialmente en la casa particular de las mellizas. Winnie las persuadió de que debían sentirse orgullosas y afortunadas por el hecho de tener una casa propia, y ellas eran tan jóvenes que se lo creyeron durante un tiempo. Más adelante, por supuesto, cuando se hubieron acostumbrado a ello, ya no fue necesario cambiar nada. Papá se sintió especialmente complacido y les hizo notar que ya no las molestaría el ruido de su máquina de escribir. Sophy, que a veces se había dormido acunada por el tableteo reconfortante de la máquina, interpretó esto como otro testimonio de lo que Papá (Papá allá, por allá, junto a aquello, Papá a la distancia) de lo que Papá era realmente. Pero no dijo nada.
Winnie las llevó al mar. Eso debería haber sido formidable pero todo salió mal. Estaban en la arena en medio de una multitud inmensa, casi toda instalada en tumbonas con los niños dispersos en el medio. El sol no brillaba y de cuando en cuando llovía. Pero lo que falló fue el mar propiamente dicho, y falló incluso para los adultos. Las mellizas estaban inspeccionando una franja ondulada de pocos centímetros, junto al borde mismo del agua, cuando se oyeron gritos y la gente echó a correr playa arriba. El mar tenía un ribete de espuma que se acercó y se convirtió en un hueco de agua verde que cayó sobre ellas y hubo un momento de alaridos y ahogos y Winnie vadeó el mar llevándolas a las dos bajo los brazos, y después se encorvó hacia adelante y forcejeó mientras el agua tironeaba de ellas y trataba de arrastrarlas consigo. De modo que las tres volvieron inmediatamente a casa. Winnie estaba furiosa y las tres tiritaban y el transistor no funcionaba y Winnie parecía muy distinta sin él. Lo primero que hizo cuando llegó de vuelta a casa y estuvieron secas fue llevarlo a reparar. Pero la ola —y nadie podía explicarla, ni siquiera los adultos, aunque se ocuparon del tema en la tele— la ola tenía la mala costumbre de volver cuando dormías. Toni parecía inmune, pero Sophy sufría. Sus propios gritos la despertaron varias veces. Sin embargo el caso de Toni era extraño. Sólo una vez, cuando las dos estaban acuclilladas frente a la tele contemplando un divertido programa sobre las múltiples aventuras en las que podías participar, como por ejemplo el vuelo con alas artificiales, incluyeron algunos enfoques de personas que practicaban surf en el Pacífico. En determinado momento la pantalla fue totalmente ocupada por una ola que avanzaba, y la cámara se aproximó hacia arriba, hacia adentro, hasta colocar al espectador en el seno del colosal hueco verde. Sophy experimentó una tremenda punzada en el estómago y un miedo indiscriminado y cerró los ojos para no ver aunque siguió oyendo la ola, o una ola, u otra, que rugía y rugía. Cuando la tele dijo y ahora pasaremos del agua al aire y ella comprendió que mostraría imágenes de paracaídas abrió los ojos y descubrió que su desigual melliza, Toni, la del cabello blanquecino y la indiferencia total, se había desvanecido limpiamente.
Después de eso, durante mucho tiempo, semanas y semanas, Toni se remontó más a menudo por los aires de su bosque particular o lo que fuera. Una vez, cuando Sophy mencionó la ola (en ausencia de ésta) para producirse un estremecimiento placentero, una larga pausa antes de que Toni respondiera:
—¿Qué ola?
El transistor de Winnie volvió del taller y siguió acompañándola a todas partes. Otra vez se podía oír una diminuta orquesta que tocaba en la cocina o una voz de hombre que bajaba por el sendero del jardín a la altura de la rodilla. Cuando llevaron a las mellizas calle arriba por High Street bordeando la nueva mezquita hasta la escuela y las presentaron a los niños arremolinados, la vocecilla del hombre las acompañó y las dejó allí tomadas de la mano como si se quisieran. Winnie fue a buscarlas al terminar las clases y esto hizo reír a varios niños. Algunos de ellos eran hombres, casi, o por lo menos algunos de los negros lo eran.
Winnie duró mucho más que las otras tías, visto que era muy distinta de Papá. Se instaló en el dormitorio de él, con transistor y todo. Esto no le gustó a Sophy, aunque no supo determinar exactamente por qué. Winnie se ocupó de que las mellizas pudieran utilizar la vieja puerta verde que comunicaba el establo con el camino de sirga. Le dijo a Papá que debían acostumbrarse al agua.
Esto significó que ese verano y ese otoño las mellizas dedicaron un tiempo a explorar el camino de sirga, desde el Old Bridge con la placa que decía que alguien lo había construido —aunque quizá no con la hedionda letrina que lo remataba— hasta el final, oh, tal vez dos o tres kilómetros por un sendero que se estrechaba entre zarzas y lisimaquias y matorrales de cañas, hasta el otro puente que se levantaba en plena campiña. Junto a este otro puente había un ancho estanque donde estaba fondeada una barca carcomida por la podredumbre, una barca mucho más antigua que la hilera de lanchas motoras y botes de remos y armatostes reacondicionados (pero carcomidos por la putrefacción) que se alineaban en la otra margen del canal frente a la puerta verde. Una vez llegaron tan lejos que incluso treparon por un sendero del otro lado del canal, cada vez más y más arriba a lo largo de un surco profundo flanqueado de árboles, más y más arriba hasta la cresta misma de las colinas desde donde pudieron divisar el canal y Greenfield de un lado y un valle arbolado del otro. Esa vez volvieron tarde a casa pero nadie lo notó. Nadie lo notaba nunca y a veces Sophy deseaba que lo notaran. Pero Sophy ya sabía en forma bastante directa que Winnie las había empujado por el sendero del jardín hasta el establo —¡y muy cómodas que estaban, esas dichosas chiquillas!— con el único fin de sacarlas de en medio y alejarlas lo más posible de Papá. Podían hacer lo que se les antojaba en el establo, disfrazándose con el contenido de los antiguos baúles que parecían almacenar los desechos de toda la historia, arcaicas reliquias de la familia Stanhope, tenacillas y miriñaques, vestidos, camisas, telas, nada menos que una peluca ligeramente perfumada y con un vestigio de polvo blanco, zapatos, y todo esto lo zarandeaban de un lado a otro y se lo probaban casi sin excepción. Lo único que no les permitían era traer otros niños sin autorización. Cuando la conmoción de la ola se hubo aplacado un poco y se hubo sepultado en el lugar de donde provenían las pesadillas ocasionales, Sophy empezó a pensar que a ella y a Toni las obligaban a ser nuevamente todo la una para la otra. Un día esta idea se le ocurrió tan nítidamente que intentó tirarle a Toni del pelo para demostrar que no lo eran. Pero para entonces Toni ya había perfeccionado su propio sistema de lucha, y hacía remolinear frenéticamente los brazos y las piernas flacos, sin mirar durante todo ese tiempo hacia ningún lado con sus grandes ojos castaños, de manera que parecía haberse evadido y haber dejado atrás su cuerpo delgado y en pleno proceso de crecimiento para que infligiera al azar la mayor cantidad posible de lesiones y sufrimientos. Sophy empezó a quedar insatisfecha con las grescas. Por supuesto, en la escuela había chicos tan brutos, hombres casi, que era preferible no meterse en semejantes pendencias y dejarles libre el centro del campo de juegos. De manera que jugaban en el establo, paralelamente, por así decir, o paseaban remilgadamente por High Street, conscientes de la diferencia entre blancos y amarillos y morenos, y salían a dar caminatas auténticamente delirantes por el camino de sirga entre el canal y el bosque. Encontraron la forma de introducirse en la vieja barca, que era muy larga por dentro y tenía armarios. En un armario situado justo en el extremo anterior había una letrina, tan antigua que ya no apestaba como lo que era, o por lo menos no apestaba más que el resto de la barca.
De modo que ese año pasó inadvertido, entre la escuela y la vida en el establo y las visitas del señor y la señora Bell que iban a tomar el té allí en una atmósfera muy adulta; y entonces cambiaron los pantalones y los jerseys gruesos por vaqueros y blusas livianas y su undécimo cumpleaños despuntó sobre el horizonte. Toni anunció que sería bueno ir a buscar libros que pudieran gustarles para el cumpleaños. Sophy entendió perfectamente. Papá les daría dinero, lo cual era más fácil que pensar en ellas. Los libros elegidos por Winnie serían ridículos. Tendrían que tomar la decisión por Winnie sin que ésta se diera cuenta en razón de que simularan guardar el secreto respecto de los regalos de cumpleaños y Winnie debería creer que la idea se le había ocurrido a ella. Por tanto salieron del establo del fondo del jardín, remontaron el sendero, bajo las salviloras, subieron los escalones que conducían a la puerta vidriera, entraron en el corredor, pasaron junto a Winnie que hacía sonar la radio en la cocina, junto a Papá que hacía sonar la máquina de escribir eléctrica en la habitación de la columna, y después bajaron los dos escalones que llevaban al frente de la casa, donde ésta miraba hacia High Street. Giraron a la derecha hacia GOODCHILD’S RARE BOOKS y allí se quedaron, entre las dos cajas montadas frente al escaparate de Goodchild’s, la de seis peniques y la de un chelín, todas llenas de libros que jamás nadie pensaría comprar.
El señor Goodchild no estaba en la tienda pero la señora Goodchild se hallaba en el fondo escribiendo en la mesa junto a una puerta que conducía a alguna parte. Las mellizas no le prestaron atención, ni siquiera después de abrir la puerta y de sobresaltarse ligeramente por el ¡ting! de la campanilla de la tienda. Inspeccionaron los libros infantiles pero de todos modos ya tenían la mayoría de ellos en el establo porque los libros eran una de esas cosas que parecían llover desde todas las direcciones, y aunque a menudo resultaban interesantes no eran especialmente preciosos. Sophy se dio cuenta enseguida de que estos libros eran demasiado simples y se disponían a irse cuando vio que Toni examinaba los antiguos volúmenes de los anaqueles con su peculiar concentración silenciosa así que optó por esperarla, hojeando Ali Baba y preguntándose por qué alguien habría de querer comprarlo cuando existían los cuatro gruesos tomos que papá guardaba en la habitación de la columna y que podías llevarte cuando se te antojaba. Entonces entró el viejo que era tan solícito con los chiquillos en el parque. Toni no le prestó atención porque en ese momento estaba absorta en un libro para adultos pero Sophy lo saludó amablemente porque aunque no le caía simpático le inspiraba curiosidad, y en lo único en que hacían hincapié todas las tías y mujeres de la limpieza y primas era en la necesidad de ser amable con todo el mundo. Ciertamente regía para él la prohibición de hablar-con-desconocidos-en-la-calle, pero la librería del señor Goodchild no era la calle. En ese mismo momento el señor Goodchild entró ¡ting! por la puerta de High Street y les habló inmediatamente a las mellizas en son de broma. Pero antes de que la conversación pudiera encauzarse por los carriles apropiados vio al viejo y se interrumpió. En medio de ese silencio todos lo oyeron decir al viejo que le tendía un libro a la señora Goodchild: «Para mi sobrino, sabe». Entonces Toni, que tenía la nariz metida dentro de un libro para adultos pero que lo había visto con los ojos de la nuca, dijo servicialmente que olvidaba el que había metido en el bolsillo derecho de su gabardina. Después todo se sucedió de una forma rápida y confusa. La voz del viejo sonó atiplada como la de una mujer, la señora Goodchild se levantó y amenazó coléricamente con llamar a la policía y el anciano señor Goodchild se acercó al viejo y le exigió que devolviera el libro inmediatamente y sin chistar porque si no… el viejo atravesó la tienda interpretando una suerte de danza, meneando el cuerpo, doblando las rodillas hacia adentro, agitando un poco los brazos pero no del todo, y protestó con su voz aguda de mujer, bordeando los anaqueles y pasando bajo las cajas, y Sophy le abrió la puerta ¡ting! y la cerró detrás de él, porque eso también tenía una pizca de lo predestinado que a veces sucedía. La cara del señor Goodchild se descongestionó enseguida y se volvió hacia las mellizas pero la señora Goodchild le habló antes con la voz y el lenguaje que presuntamente ellas no debían entender.
—No entiendo por qué han dejado salir a ese hombre de donde tú sabes. Sencillamente volverá a hacerlo, y algún otro pobre crío…
El señor Goodchild la interrumpió.
—Bueno, por lo menos ahora sabemos quién se ha estado llevando los libros infantiles.
Después de decir esto se puso tonto otra vez y les hizo una reverencia a las mellizas.
—¿Y cómo están las señoritas Stanhope? Espero que bien.
Le contestaron al unísono, en un bello coro.
—Sí, gracias, señor Goodchild.
—¿Y el señor Stanhope? ¿Se encuentra bien?
—Sí, gracias, señor Goodchild.
No le interesaba si se encontraba bien, como Sophy ya había descubierto. Eso era algo que la gente acostumbraba a decir, así como la corbata era algo que acostumbraba a usar.
—Creo, señora Goodchild —dijo el señor Goodchild en un tono más ridículo que el habitual—, que podríamos ofrecer un refresco a las señoritas Stanhope.
De modo que siguieron a la reconfortante señora Goodchild, que nunca era ridícula, sino aplomada y sobria, y atravesaron la puerta del fondo de la tienda que comunicaba con la humilde sala de estar, donde ella las sentó juntas en un sofá frente a un televisor apagado, antes de ir a buscar las bebidas burbujeantes. El señor Goodchild se colocó delante de ellas, sonriendo y meciéndose sobre las puntas de los pies y dijo que era un placer verlas y que él y ellas se veían casi todos los días, ¿no es cierto? Él también tenía una hijita, o mejor dicho ahora era una hija grande, una señora casada, con dos hijos pequeños, pero que vivía muy lejos, en Canadá. Fue en la mitad de la oración siguiente, que se refería al hecho de que una casa era mucho más agradable cuando había niños en ella —y por supuesto debió agregar algo absurdo como, «o no niños precisamente, sino digamos un par de encantadoras señoritas como vosotras», en tanto que cuando se iban de casa si se iban muy lejos…— en la mitad o en algún otro punto de esta retorcida oración Sophy tomó cabal conciencia de su propio poder en el caso de que se resolviera a usarlo, de su poder para hacer lo que se le antojara con el señor Goodchild, ese hombre inmenso, viejo, gordo, con su tienda llena de libros y sus modelos grotescos, con el que podría hacer cualquier cosa que se le antojara aunque no valdría la pena. De modo que se quedaron allí sentadas, tocando apenas la vieja alfombra con las puntas de los pies, mirándolo todo por encima de sus bebidas efervescentes. En una pared había un cartel que anunciaba en grandes letras que BERTRAND RUSSELL disertaría en la Sala de Asambleas de la GREENFIELD PHILOSOPHICAL SOCIETY sobre LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD HUMANAS en tal y tal fecha. Era un cartel viejo que se estaba decolorando y parecía raro porque estaba clavado donde la mayoría de las personas habrían colgado un cuadro, pero entonces, ayudada por la luz bastante mortecina, Sophy vio bajo el gran BERTRAND RUSSELL, en letra pequeña, Presidente, S. Goodchild, y entendió, más o menos. El señor Goodchild continuó hablando.
Sophy preguntó lo que le interesaba saber.
—Señora Goodchild. Por favor, ¿por qué ese viejo se llevaba los libros?
Oído lo cual se produjo una pausa bastante prolongada antes de que alguien hablara. La señora Goodchild bebió un largo sorbo de su café instantáneo antes de contestar.
—Bueno, cariño, eso es robar, sabes.
—Pero es un hombre viejo —insistió Sophy, mirando por encima del borde del vaso—. Viejo y reviejo.
Después que hubo dicho esto, el señor y la señora Goodchild intercambiaron una larga mirada por encima de sus cafés instantáneos.
—Verás —murmuró por fin el señor Goodchild—. Se los regala a los niños. Está… está enfermo.
—Algunas personas dirían que está enfermo —acotó la señora Goodchild, dando a entender que ella no se contaba entre esas personas—, y que necesita tratamiento médico. Pero otras —y sonó como si la señora Goodchild fuera una de las otras—, opinan sencillamente que es un viejo asqueroso y depravado y que deberían…
—¡Ruth!
—Sí. Bueno.
Sophy sintió y casi vio cómo caían esas persianas que los adultos siempre tenían a mano cuando querías enterarte de algo realmente interesante.
Pero la señora Goodchild se escapó por la tangente.
—Ahora que la cadena de librerías W. H. Smith lo monopoliza todo y arruina a los pequeños comerciantes y ahora que el supermercado regala libros de bolsillo, ya es suficientemente difícil mantenerse a flote sin que para colmo venga el inmundo viejo Pedigree a acelerar nuestra ruina.
—Por lo menos ya sabemos quién es el responsable de los robos. Iré a ver al sargento Phillips.
Entonces Sophy vio cómo cambiaba de tema detrás de la fachada. Se puso más gordo, más sonrosado, sonriendo con la cabeza un poco ladeada. Se expandió, con la taza en una mano y el platillo en la otra.
—Pero ahora debemos atender a las señoritas Stanhope…
Toni aprovechó la pausa para hablar, utilizando su voz baja, clara, en la cual cada sílaba era tan nítida como un trazo de un buen dibujo.
—Señora Goodchild, ¿qué es la Fi-lo-so-fía Tras-cen-dental?
La taza de la señora Goodchild tintineó en el platillo.
—¡Bendita seas, pequeña! ¿Acaso tu padre te enseña estas palabras?
—No. Papá no nos enseña nada.
Sophy la vio dispararse nuevamente y le explicó a la señora Goodchild de qué se trataba.
—Es el título de un libro que hay en su tienda, señora Goodchild.
—Para algunos el libro de Filosofía Trascendental, cariño —dijo el señor Goodchild en un tono zumbón que no tenía ningún justificativo para serlo—, contiene una sarta de disparates. Para otros es el paradigma de la sabiduría. Como decía la vieja frase, todo es a gusto del consumidor. Generalmente se piensa que las lindas señoritas no necesitan entender la Filosofía Trascendental porque ellas mismas son el ejemplo de todo lo que hay de puro, de hermoso y de bueno.
—Sim.
Era evidente que del señor y la señora Goodchild no se podía aprender nada. Durante otro rato Sophy y Toni representaron su papel de «criaturas excepcionales», y después dijeron a coro —ésa era una de las pocas ventajas de su condición de mellizas— que ya debían irse, y se bajaron del sofá, dieron recatadamente las gracias, y mientras se replegaban por la tienda oyeron que el viejo señor Goodchild seguía divagando sobre esas «niñas encantadoras» y que la señora Goodchild lo interrumpía…
—Será mejor que hables con Phillips esta misma tarde. Me parece que el viejo Pedigree está pasando nuevamente por una de sus rachas alevosas. Deberían encerrarlo definitivamente.
—No se atrevería a tocar a las criaturas de Stanhope.
—¿Qué importa de quién es la criatura?
Esa noche, en la cama, Sophy se entregó a una larga cavilación que era casi digna de Toni, un irse por las ramas. ¿Las «criaturas de Stanhope»? A ella le parecía que no eran las criaturas de nadie. Paseó su mente por el círculo de personas que pesaban sobre ellas: la Abuela, que había desaparecido junto con Rosevear y todo aquello, Papá, las mujeres de la limpieza, las tías, una o dos maestras, algunos niños. Así como no le gustaba pertenecer a Toni y viceversa, estaba claro que tampoco le gustaría pertenecer a ningún otro. Y entonces —con esa orientación personal, totalmente aislada que se alojaba en el fondo de su cabeza, el espacio negro desde el que miraba las cosas de manera tal que todas esas personas, incluso Toni, quedaban fuera—, ¿cómo era posible que esa criatura llamada Sophy que estaba apostada en la boca del túnel situado a sus espaldas perteneciera a alguien que no fuera ella misma? Qué tontería. Y si pertenecer equivalía a ser mellizo de un montón de personas que estaban fuera, tal como lo era Papá al convivir con las tías y los Bell al convivir entre sí y los Goodchild al convivir entre sí y todos los otros… pero Papá tenía su habitación de la columna en la que podía desaparecer y cuando había desaparecido en la habitación de la columna —ella lo comprendió súbitamente, con las rodillas recogidas hasta el mentón— podía ir aún más lejos, hacer lo que hacía Toni y desaparecer en su tablero de ajedrez.
Cuando pensó esto abrió los ojos y vio la habitación iluminada por el reflejo de la claraboya de modo que volvió a cerrarlos, porque deseaba permanecer dentro. Sabía que no pensaba como los adultos y éstos eran tantos y tan grandes…
De todas maneras.
Sophy se quedó muy quieta y contuvo la respiración. Ahí estaban el viejo y los libros. Vio algo. Se lo habían dicho muchas veces pero en ese momento lo vio. Podías optar por pertenecer a la gente como lo hacían los Goodchild y los Bell y la señora Hugeson por el hecho de ser buenos, por el hecho de hacer lo que ellos decían que era correcto. O podías optar por lo que era auténtico y tú sabías que era auténtico… tu propio ser apostado dentro de la boca del túnel con sus propios deseos y normas.
Quizá la única ventaja de serlo todo con una melliza y de conocer la exacta Tonicidad de Toni consistió en que por la mañana Sophy no vaciló en discutir con ella el próximo paso. Sugirió que robaran golosinas y Toni no sólo la escuchó sino que aportó ideas. Dijo que elegirían una tienda paquistaní porque los paquis no podían apartar los ojos de su cabello y ella distraería al hombre mientras Sophy se apoderaba de la mercancía. Sophy reconoció que era un plan razonable. Cuando Toni se dejaba caer el cabello sobre la cara, y después trataba de apartarlo con un ademán premeditadamente infantil y miraba entre los bucles, los resultados eran casi mágicos. De modo que fueron a la tienda de los hermanos Krishna y la operación fue sencillamente demasiado fácil. El menor de los Krishna estaba en el portal y le hablaba a un negro con voz cantarina. «Fuera de aquí, negro. No queremos tu mercancía». Las mellizas se deslizaron junto a él y dentro de la tienda el mayor de los Krishna salió de atrás de los sacos de azúcar moreno que estaban abiertos para poder meter las cucharas y les dijo que la tienda estaba a disposición de ellas. Después las obligó literalmente a aceptar unas golosinas raras y agregó unas varillas igualmente raras que según dijo eran de incienso y no aceptó que le pagaran nada de eso. Fue humillante y renunciaron al proyecto porque se dieron cuenta de que si lo ponían en práctica con los libros del señor Goodchild sucedería más o menos lo mismo, y de todas maneras los libros eran tontos. Entonces a Sophy se le ocurrió otra idea. Tenían más juguetes que los que les hacían falta y más dinero para gastos menudos que el que les hacía falta. Todas las mujeres de la limpieza y las primas de papá cuidaban que fuera así. Peor aún, descubrieron que en su escuela había una pandilla de chicos que hacían lo mismo pero en mayor escala, que robaban realmente y a veces forzaban las tiendas y después vendían el botín a los chicos que estaban en condiciones de comprarlo. Sophy comprendió que el robo era bueno o malo según cómo se lo mirara, pero que en cualquier caso era aburrido. El hastío era la auténtica razón para no robar, la razón que contaba. Una o dos veces analizó esta cuestión con tanta perspicacia que tuvo la impresión de que lo bueno y lo malo y lo aburrido eran cifras susceptibles de ser sumadas y restadas. Comprendió también, con este criterio particularmente perspicaz, que existía otra cifra, una x que había que sumar o restar, y cuyo valor desconocía. La combinación de la perspicacia y la cuarta cifra la aterró y habría cristalizado en un pánico escalofriante si no hubiera contado con la boca del túnel oscuro donde podía apostarse y saber que ella no era Sophy sino Esto. Esto vivía y observaba sin experimentar absolutamente ningún sentimiento y blandía y manipulaba a la criatura-Sophy como si se tratara de una muñeca complicada, una criatura con todas las artes y argucias de una niñita muy espontánea, oh, y muy inocente, ingenua, confiada… la blandía entre todos los otros niños, blancos, amarillos, morenos, negros, los otros niños que seguramente eran tan incapaces de inspeccionar este tipo de suma como lo eran de hacer mentalmente las otras por lo cual debían escribirlas laboriosamente sobre el papel. Entonces, de súbito, a veces, resultaba fácil —¡ya!— salir y reunirse con ellos.
El descubrimiento del qué-es-qué podría haber parecido muy importante si un undécimo cumpleaños no hubiera marcado el comienzo de un mes realmente atroz para Sophy y quizá para Toni, aunque ésta no pareció tan afectada. Fue en el mismo día del cumpleaños. Hubo un pastel, comprado en Timothy’s, con diez velitas alrededor y una en el centro. Papá bajó incluso de la habitación de la columna para compartir el té y desplegó una jovialidad que no concordaba con él ni con su rostro de halcón que siempre le había hecho evocar a Sophy la imagen de príncipes y piratas. Él lo dijo después de desearles al pasar un muy feliz cumpleaños y antes siquiera de que ellas hubiesen apagado las velitas. Dijo que él y Winnie se casarían para que ellas tuvieran lo que definió como una verdadera madre. Sophy comprendió muchas cosas en el momento abrasador que transcurrió después que él hubo terminado de hablar. Comprendió la diferencia que existía entre el hecho de que Winnie guardara sus ropas en la habitación de las tías y fuera a visitar a Papá, y el hecho de que Winnie fuera directamente allí y se desvistiera y se metiera en la cama y se hiciera llamar señora Stanhope y quizá (porque sucedía en los libros) tuviera bebés que Papá querría como no quería a las mellizas, sus mellizas y las de nadie más. Ése fue un trance de angustia moral… Winnie con su cara pintada, su pelo amarillo, su extraña forma de hablar, y su olor a peluquería de señoras. Sophy comprendió que no podía suceder, que no era posible permitir que sucediera. De todas formas éste no fue un consuelo y no pudo juntar los labios para soplar sino que su boca se dilató y se echó a llorar. Ni siquiera el llanto fue lo que debía ser porque empezó como una manifestación de pura angustia pero luego como lo estaba exhibiendo delante de Winnie y, peor aún, delante de Papá, con lo cual le revelaba lo importante que él era, se mezcló con una dosis de furia. Además comprendió que incluso cuando cesara de llorar el hecho seguiría en pie, contundente e insoportable. Oyó hablar a Winnie.
—Te toca a ti, camarada.
El «camarada» era Papá. Éste se acercó y le habló por encima del hombro, la tocó hasta que ella se apartó convulsivamente y al cabo de un rato se hizo el silencio. Entonces Papá rugió con voz aterradora.
—¡Por Dios! ¡Criatura!
Lo oyó pisando fuerte por la escalera de madera que conducía a la cochera y alejarse luego deprisa por el sendero del jardín. La puerta del corredor se cerró tan violentamente que fue un milagro que el cristal no se hiciera trizas. Winnie se marchó detrás de él.
Después de haber agotado todas sus lágrimas sin haber mejorado la situación se sentó en su sofá cama y miró a Toni que estaba sentada en el suyo. Toni era la misma de siempre aunque tenía las mejillas un poco sonrojadas… sin derramar una lágrima. Simplemente dijo con la mayor naturalidad:
—Llorona.
Sophy estaba demasiado desolada para contestar. Lo que más deseaba era irse inmediatamente y abandonar a Papá, olvidarlos a él y a su traición. Se frotó la cara y dijo que deberían salir a recorrer el camino de sirga porque Winnie les había ordenado que no lo hicieran. Partieron enseguida aunque les pareció que ésa era una reacción débil que no estaba ni remotamente a la altura de la atroz noticia. Sólo cuando hubieron llegado a la vieja barca próxima a la esclusa descalabrada Winnie y Papá parecieron un poco más pequeños y distantes. Anduvieron un rato cavilando por la barca y encontraron una nidada de huevos de pato que habían quedado allí abandonados hacía mucho tiempo. Cuando Sophy vio los huevos todo se aclaró en su cabeza. Comprendió cómo podría atormentar a Winnie y a Papá, cómo podría seguir atormentándolos y atormentándolos hasta que ambos terminaran locos y lejos de allí, internados como el hijo del señor Goodchild en el hospital psiquiátrico.
Después las cosas sucedieron como estaba predestinado que sucedieran. Se ensamblaron en una suerte de estilo «Por supuesto», como si todo el mundo cooperara. Estaba escrito que cuando volvieran al pastel de cumpleaños y comieran parte de la cobertura de azúcar —habría sido una insensatez dejarla— se resolvieran a abrir el viejo baúl de cuero que les habían prohibido tocar y que en su interior encontrarían un manojo de llaves oxidadas, las llaves abrían todo lo que habitualmente estaba cerrado. Esa noche, sentada en la cama, con las rodillas recogidas contra sus flamantes pechos, Sophy vio claramente que uno de los huevos estaba reservado para Winnie. En la oscuridad la acometió un vehemente deseo de ser Truculenta… no había otra palabra para expresarlo, Truculenta y poderosa. Se asustó a sí misma y se acurrucó en la cama pero el túnel oscuro seguía allí, y en esa seguridad remota supo qué debía hacer.
Al día siguiente comprobó cuán fácil era. Bastaba estar alerta a los tramos de distracción con los que los adultos se hallaban tan pródigamente equipados y colarse por ellos. Podías hacerlo muy expeditivamente y nadie te veía ni te oía. En consecuencia, hizo girar expeditivamente la llave en la cerradura del cajón de la mesilla de noche contigua a la cama de Papá, rompió el huevo en su interior y se alejó expeditivamente. Volvió a introducir la llave junto a las otras en el macizo llavero que obviamente no había sido usado durante años y pensó que eso era lo más que podía hacer para parecer Truculenta pero no quedó del todo satisfecha. Ese día estuvo tan preocupada en la escuela que incluso la señora Hugeson lo notó y le preguntó qué le sucedía. Nada, desde luego.
Esa noche en su cama situada bajo la claraboya del establo caviló acerca de la forma en que podría ser truculenta. Procuró compaginar elementos de la truculencia pero no lo logró. No era un problema aritmético. Todo flotaba, el túnel privado, las cosas predestinadas y oh, sobre todo, la profunda, feroz, dolorosa necesidad, necesidad y deseo, de hacerles daño a Winnie y Papá allí arriba en el dormitorio. Caviló y deseó y trató de pensar y después volvió a cavilar; y al fin sus sentimientos le hicieron experimentar un deseo tan vehemente de ser truculenta en esa ocasión que vio con una suerte de suposición quemante cómo debería haber sido. Entonces se vio deslizándose por la puerta del dormitorio hasta la ancha cama donde papá yacía y Winnie estaba acurrucada, de espaldas a él. Así que se acercó a la mesilla sobre la que ahora descansaban tres libros junto a la lámpara y metió la mano con el huevo a través de la madera herméticamente cerrada y lo rompió junto al otro, tan puaaj, tan hediondo, tan uff y fu y dejó las dos pringues allí. Después se volvió y bajó la mirada y orientó la parte oscura de su cabeza hacia la dormida Winnie y le produjo una pesadilla que la hizo brincar en la cama y lanzar un alarido, circunstancia en la cual el alarido despertó más o menos a Sophy —aunque no podía despertarla porque estaba durmiendo— y se encontró en su propia cama por su propio alarido y la truculencia le provocó un susto mortal y gritó después de su propio alarido: «¡Toni»! ¡«Toni!». Pero Toni dormía y estaba quién sabe dónde así que Sophy debió permanecer un largo rato hecha un ovillo, aterrada y trémula. En verdad empezó a pensar que para ser truculenta debería hacer un esfuerzo exorbitante y que al fin y al cabo triunfarían los adultos, porque un exceso de truculencia enfermaba. Pero entonces el tío Jim llegó de la jodida Sydney.
Al principio todos tomaron a chacota al tío Jim, incluso Papá, que decía que era un comediante nato. Pero antes de que transcurriera una semana desde aquella malhadada fiesta de cumpleaños Sophy observó que empezaba a pasar mucho tiempo con Winnie, y se preguntó qué significaba todo eso y la asustó un poco la idea de que tal vez ella lo había engendrado con su truculencia. Después de todo él había diluido parcialmente la situación, se dijo Sophy, orgullosa de haber encontrado una palabra que era aún mejor que la palabra exacta, había diluido los sentimientos de todos y los había dejado… bueno, diluidos.
El 7 de junio, o sea aproximadamente una quincena después del cumpleaños, cuando Sophy ya se había acostumbrado a pensar que tenía once años, estaba detrás del viejo rosal, acuclillada, observando cómo las hormigas se ajetreaban sin motivo, cuando Toni bajó volando por el sendero del jardín y subió corriendo la escalera de madera que conducía a su propia habitación. Esto fue tan pasmoso que Sophy la siguió para averiguar qué pasaba. Toni no perdió tiempo en dar explicaciones.
—Ven.
Cogió la muñeca de Sophy pero ésta se resistió.
—¿Qué…?
—¡Te necesito!
Sophy estaba tan atónita que se dejó guiar. Toni recorrió rápidamente el sendero del jardín y entró en el pasillo. Se detuvo frente a la puerta de la habitación de la columna y se estiró el cabello. Abrió la puerta sin soltar la muñeca de Sophy. Papá estaba allí, mirando su tablero de ajedrez. La lámpara de brazo flexible estaba encendida y aproximada al tablero, a pesar de que afuera brillaba el sol.
—¿Qué quieren?
Sophy vio que Toni se había puesto muy roja por primera vez desde que tenía uso de memoria. Soltó un breve resuello y después habló con voz débil y descolorida.
—Tío Jim está teniendo relaciones sexuales con Winnie en el dormitorio de las tías.
Papá se levantó muy lentamente.
—Yo… tú…
Se produjo una pausa con una suerte de silencio espeso, urticante, caluroso, incómodo. Papá se dirigió rápidamente hacia la puerta y después atravesó el corredor. Lo oyeron caminar por la otra escalera.
—¿Winnie? ¿Dónde estás?
Las mellizas corrieron, corrieron hacia la puerta vidriera que comunicaba con el jardín. Ahora Toni estaba blanca y Sophy la guiaba. Sophy corrió sin parar hasta el establo, casi sin saber por qué ni por qué estaba excitada y asustada e intimidada y triunfante. Sólo cuando llegó a la habitación se dio cuenta de que Toni no había subido con ella. Quizá pasaron diez minutos hasta que apareció, lentamente y en silencio y aún más blanca que de costumbre.
—¿Qué sucedió? ¿Está enfadado? ¿Estaban haciendo eso? ¿Como en las conferencias? ¡Toni! ¿Por qué dijiste «te necesito»? ¿Los oíste? ¿Lo oíste a él? ¿A Papá? ¿Qué dijo?
Toni estaba tumbada boca abajo, con la frente apoyada sobre el dorso de las manos.
—Nada. Cerró la puerta y volvió a bajar.
Después de eso se produjo una pausa que duró aproximadamente tres días, y entonces, cuando las mellizas volvieron del colegio por la tarde se encontraron con una terrible gresca entre adultos. Ésta se desarrollaba muy por encima de sus cabezas y Sophy se alejó del campo de batalla por el sendero del jardín, deseando a medias que la truculencia estuviera surtiendo efecto pero preguntándose lúgubremente si lo único que surtía efecto no era en verdad lo que había hecho Toni, al revelarle un secreto a Papá. Pero fuera lo que fuere, ese día se acabó todo. Winnie y el tío Jim partieron esa misma noche. Toni —que aparentemente no acariciaba la idea de ser truculenta a distancia— se había mantenido lo más cerca posible de los adultos y le transmitió servicialmente a Sophy lo que había oído sin tratar de explicarlo. Dijo que Winnie se había ido con el tío Jim porque éste era australiano y ella estaba harta de los jodidos ingleses y al fin y al cabo aquello había sido un error porque Papá era demasiado jodidamente viejo y las chicas eran un factor importante y ella esperaba otro poco saber que no había sido ella quien había alejado a Winnie con su truculencia. Pero lo que sí dolía era la partida del tío Jim. Toni dejó escapar una información que le demostró a Sophy con cuánto esmero había planeado y ejecutado su melliza esa operación desde el comienzo al fin.
—Ella tenía un pasaporte. Era extranjero. Su verdadero nombre no era «Winnie». Era «Winsome».
Esto le pareció tan gracioso a las mellizas que durante un tiempo fueron felices la una con la otra.
Después de Winnie no hubo más tías, y Papá iba con regularidad a Londres donde se alojaba en un club y disertaba por radio sobre ajedrez. Hubo una larga sucesión de señoras de la limpieza que cuidaban de la parte de la casa que no estaba ocupada por los abogados y los Bell. También había una especie de prima de Papá que de cuando en cuando pasaba una temporada allí, y les remendaba las ropas y les hablaba de los períodos y de Dios. Pero era un personaje desvaído del que no valía la pena hacerse amigas y al que tampoco valía la pena atormentar.
En verdad, después de la eliminación de Winnie el tiempo se detuvo. Fue como si después de haber escalado una ladera ambas mellizas hubieran llegado a una meseta cuyos límites no estaban a la vista. Quizás esto se debió en parte a que el día en que cumplieron doce años le pasó inadvertido a papá, puesto que no había una Winnie u otra tía para recordárselo. En el transcurso de este año les hicieron tomar conciencia a las dos mellizas de que tenían una inteligencia fenomenal, pero ésta no fue una novedad, por cierto, aunque sí sirvió para explicar por qué todos los otros chicos les parecían tan obtusos. Para Sophy, la frase «inteligencia fenomenal» era un trasto inservible que había quedado abandonado en su mente y que no tenía vínculos concretos con algo digno de poseer o hacer. Toni producía la misma impresión, a menos que la conocieras como la conocía Sophy. Esto se reflejaba, quizás, en la forma en que se encontraron muy pronto en diferentes cursos sobre determinadas asignaturas, aunque no sobre todas. Se reflejaba más sutilmente en la forma en que a veces Toni zanjaba un problema definitivamente con un aserto súbito. Te dabas cuenta de que sus palabras habían sido precedidas por una larga meditación, pero no había ninguna otra prueba de ello.
Los períodos, cuando aparecían, martirizaban a Sophy y la enfurecían. Toni parecía indiferente a ellos, como si pudiera dejar su cuerpo para que éste se ocupara de sus cosas mientras ella se iba lejos, desentendiéndose del mundo de los sentidos. Sophy sabía que ella también tenía esos largos lapsos de inactividad, pero sabía igualmente que no los dedicaba a pensar sino a rumiar. Fue cuando apareció un período y la hizo sufrir que ella empezó a cavilar nuevamente —por primera vez desde la época de Winnie— sobre la cuestión de la truculencia y sus connotaciones. Asimismo se encontró haciendo cosas raras. Una vez, poco antes de Navidad, entró en la habitación vacía de las tías y debió preguntarse… ¿qué he venido a hacer aquí? Caviló un poco más —junto a la cabecera de la cama de una plaza, deshecha, sobre la cual la antigua manta eléctrica, arrugada y manchada de óxido de hierro, parecía tan desagradable como un accesorio quirúrgico— caviló sobre el porqué y decidió que la había movido un vago deseo de averiguar lo que era una tía y qué tenían en común; y entonces, con un estremecimiento en el que se mezclaban una suerte de excitación obscena y la repulsión, comprendió que deseaba descubrir qué cualidad tenían para que Papá las invitara a compartir su cama. Mientras pensaba en esto, lo oyó salir de la habitación de la columna y subir la escalera saltando los escalones de dos en dos, si no en mayor número. Entró en el cuarto de baño, dio un portazo… y después se oyó correr el agua y todo lo demás. Recordó el huevo de pato depositado junto a su casa y se preguntó por qué nadie había dicho nada acerca de eso, pero ahora que estaba en el baño era imposible entrar en su dormitorio para investigar. Se quedó junto a la cama de una plaza y esperó que él bajara.
Cualquier tía responsable se habría sentido muy contenta de poder abandonar esa habitación. Había una vieja alfombra junto a la cama, un tocador, un gran armario y nada más. Se acercó de puntillas a la ventana y miró las claraboyas del establo, en el otro extremo del jardín. Abrió el cajón superior del tocador y vio que en un rincón descansaba el diminuto transistor de Winnie. Sophy lo extrajo de allí y lo examinó con una reconfortante sensación de seguridad respecto de Winnie. Lo encendió con ánimo un poco triunfal. Las pilas aún estaban cargadas de modo que una minúscula orquesta pop empezó a tocar una pieza minúscula. La puerta se abrió detrás de ella.
Era papá, apostado en el hueco de la puerta. Lo miró y comprendió por qué la piel de Toni era tan blanca. Entre ambos flotó un largo silencio. Ella fue la primera en hablar.
—¿Puedo conservarlo?
Él miró el pequeño estuche de cuero que Sophy tenía en las manos. Hizo un ademán de asentimiento, tragó saliva y después se fue escaleras abajo tan rápidamente como había venido. ¡Un triunfo, un triunfo, un triunfo! Era como capturar a Winnie y mantenerla enjaulada y no dejarla salir nunca… Sophy olfateó cuidadosamente el estuche y llegó a la conclusión de que no se le había adherido ni una pizca del perfume de Winnie. Se la llevó consigo, de vuelta al establo. Se tumbó en el sofá cama y pensó en una diminuta Winnie encerrada en el estuche. Era absurdo, por supuesto, pensar eso… pero mientras se lo decía interiormente se le ocurrió una idea concordante: ¡es absurdo tener un período! ¡Absurdo! ¡Absurdo! Merece tener un huevo de pato, un hedor, un poco de inmundicia.
A partir de entonces Sophy se hizo adicta al transistor donde estaba encerrada Winnie. Pensó que probablemente todos los transistores llevaran a sus propietarios dentro y era una suerte que éste ya estuviera ocupado. Escuchaba a menudo, a veces con el oído pegado a la pantalla acústica del altavoz, a veces desprendiendo el audífono de su hueco y recluyéndolo dentro de sí misma. Fue así como escuchó dos conferencias que no le hablaban a la niñita de rostro sonriente (amiguita de todo el mundo) sino directamente al ente-Sophy que estaba apostado dentro de la boca de su túnel personal. Una trataba sobre el desgaste del universo y ella comprendió que siempre lo había sabido: esto explicaba tantas cosas que eran obvias, y era la razón por la cual los necios eran necios y proliferaban tanto. La otra conferencia trataba sobre algunas personas que eran capaces de adivinar el color de un porcentaje de naipes superior al que deberían haber podido adivinar, en términos estadísticos. Sophy escuchó alelada al hombre que hablaba de estas sandeces, como él mismo las definió. Dijo que éste no era un fenómeno mágico y que si la gente podía adivinar estas así llamadas cartas en número superior al que debería haber adivinado, en términos estadísticos, entonces vehementemente, oh tan vehementemente que al hombre debían de saltársele los ojos de las órbitas, había que corregir las estadísticas. Esto hizo reír por lo bajo incluso a la criatura-Sophy porque ella podía nadar en números cuando quería. Recordó el huevo de pato y a la pequeña Sophy-niña colándose entre aquellos tramos de distracción; y se dio cuenta de que lo que les faltaba a sus experimentos de magia que daban pocos o ningún resultado era precisamente ese toquecito pestilente, la trasgresión de las normas, el uso de la gente, el deseo superprofundo, la penetración, el… ¿el qué? El otro extremo del túnel, donde seguramente éste se empalmaba.
La noche en que estas cosas se compaginaron, saltó limpiamente de la cama y el deseo de ser truculenta fue como un sabor en la boca, un apetito y sed de truculencia. Entonces le pareció que si no hacía lo que nunca había sido hecho, si no veía algo que nunca debería ver, se perdería para siempre y se transformaría en una jovencita. Algo lo empujaba con fuerza, anhelantemente. Trató de abrir la claraboya herrumbrosa y lo consiguió, apenas una rendija, y después más que una rendija, como si la puerta de una cripta estuviera chirriando sobre sus goznes. Pero lo único que vio en la claridad nocturna fue el resplandor del canal. Sin embargo, después se oyeron pisadas en el camino de sirga. Forzó la cabeza, metiéndola de costado en la rendija y sí, entonces pudo ver lo que nunca había sido visto o no había sido visto por seres vivientes desde ese ángulo, no sólo el camino de sirga y el canal sino el tramo del camino de sirga que llevaba al Old Bridge, sí, una buena parte de Old Bridge y sí, la mugrienta y hedionda letrina, snif, snif; y allí estaba entrando el viejo que le robaba libros al señor Goodchild, ¡y ella lo inmovilizó adentro y vaya si lo inmovilizó! Lo conminó mentalmente a quedarse en ese lugar inmundo, como Winnie en el transistor, y no lo dejó salir, y tensó la mente, frunció el ceño, rechinó los dientes, lo redujo todo a una circunstancia en la que él estaba en ese lugar infecto y lo retuvo allí; y un hombre tocado con un sombrero negro pasó pedaleando formalmente por el Old Bridge rumbo a la campiña y un autobús desplazó su mole pesadamente por el mismo lugar, en sentido contrario, ¡y ella lo retenía allí! Pero no pudo perseverar. El hombre del sombrero negro desapareció pedaleando en la campiña, el autobús se internó en Greenfield por High Street. La mente de Sophy se relajó dentro de ella de manera que ya no supo si seguía reteniendo al viejo en ese lugar infecto o no. Igualmente, pensó Sophy mientras le volvía la espalda a la claraboya, el viejo se quedó allí dentro y si bien no puedo estar segura de que yo lo inmovilicé tampoco puedo estarlo de lo contrario. Entonces, súbitamente, porque había relajado su mente y se había convertido de nuevo en Sophy —niña con su pijama en el centro de la habitación iluminada por la luna—, el miedo se posó sobre ella como la chistera de un mago y le congeló la carne hasta hacerla gritar despavorida:
—¡Toni! ¡Toni!
Pero Toni dormía profundamente y siguió así incluso cuando la sacudió.
En el decimoquinto año de su vida, a una hora determinada, o incluso en un instante específico, Sophy sintió que salía a la luz. Estaba sentada en clase y Toni era la única otra chica de su edad que había en el aula. El resto eran chicas mayores, de pechos abultados, y gandules robustos, y todos gruñían como si el álgebra fuera un engrudo en el que habían quedado atrapados. Sophy estaba sentada en el fondo porque había terminado. Toni estaba sentada en el fondo porque no sólo había terminado sino que además se había evaporado y había dejado el cuerpo allí con el rostro vuelto hacia arriba. Fue entonces cuando sucedió. Sophy no sólo comprendió sino que también vio que existía una dimensión a través de la cual se estaban desplazando; y al ver esto vio asimismo algo más. No se trataba de que Toni fuera Toni la cascarrabias, aunque era una cascarrabias y siempre lo sería, sino de que sí, era bella, una bella joven —no, no era bella con su cabellera gris ahumada que flotaba, su cuerpo delgado, que no esbelto, su rostro transparente— no, no era sólo bella. Era espectacular. Ver esto con tanta claridad le produjo a Sophy un ramalazo de dolor, y después del ramalazo una especie de furia, que precisamente esa cascarrabias que era Toni…
Pidió autorización para salir del aula y fue a contemplarse ansiosamente en el deslucido espejo. Sí. No era una belleza como la de Toni, pero podía pasar. Era morena, por supuesto, y no era traslúcida, ni transparente, pero sí era normal, bonita, oh Dios, sana, atlética, cautivante, incitante, podía ser fuerte y sí, ése sería el mejor ángulo para una fotografía; en verdad muy satisfactorio si no tuvieras siempre al lado a la cascarrabias para la que o para la cual no existía ahora una definición fácil… De modo que Sophy se quedó mirando su imagen reflejada en el espejo deslucido, viéndolo todo bañado por la luz que se había intensificado y aclarado tan repentinamente. Esa noche después de estudiar los verbos franceses y la lección de historia norteamericana Sophy se tumbó en su sofá y Toni en el suyo. Sophy elevó el volumen de su nuevo transistor hasta hacerlo atronar por un momento, lo cual fue un desafío incluso un insulto, o por lo menos una estocada grosera a su melliza taciturna.
—¡Por favor, Sophy!
—¿No te molesta, verdad?
Toni se arrodilló a medias, cambiando la posición. Con sus nuevos ojos que lo veían todo a la luz del día, Sophy observó cómo la curva imposible se alteraba y fluía, desde la raya de la frente oculta por el cabello ahumado, bajando por la curva del largo cuello, por el hombro, abarcando la insinuación de un pecho, para luego rodear el contorno y terminar allá atrás donde un dedo del pie se movía y apartaba la sandalia.
—Francamente sí.
—Pues entonces te seguirá molestando, mi querida, queridísima Toni.
—Ya no soy Toni. Soy Antonia.
Sophy se echó a reír.
—Y yo soy Sophia.
—Si te place.
Y la extraña criatura volvió a ausentarse, dejando allí su cuerpo tumbado, desocupado, por así decir. Sophy sintió deseos de elevar el volumen de la radio hasta hacer saltar el techo pero le pareció que ése sería un acto propio de la infancia que habían dejado tan súbitamente atrás. En cambio se tumbó a su vez, mirando el cielo raso con la gran mancha de humedad. Con otra brusca toma de conciencia descubrió que esa nueva luz hacía aún más increíble y sin embargo mucho más evidente la dirección oscura del fondo de su mente, ¡porque ahí estaba!
—¡Tengo ojos en la nuca!
Se sentó con un brinco, consciente de las palabras que había pronunciado en voz alta y, a continuación, del giro de la cabeza de la otra chica y de su larga mirada.
—¿Oh?
Después de eso ninguna de las dos dijo nada y finalmente Toni le volvió la espalda. Era imposible que Toni entendiera. Y sin embargo entendía.
Tengo ojos en la nuca. El ángulo sigue ahí, más abierto, el ente llamado Sophy puede quedarse mirando por los ojos, el ente que en realidad no tiene nombre. Puede optar entre salir a la luz o permanecer en este tramo personal de profundidad y distancia infinitas, en esta segregación emboscada de la que emana toda la fuerza…
Cerró los ojos repentinamente excitada. Encontró un vínculo que le pareció exacto entre este nuevo sentimiento y otro antiguo, el del huevo podrido, el deseo vehemente de ser truculenta, de estar del otro lado, el anhelo de conquistar los imposibles de las tinieblas y de materializarlos para desquiciar las plácidas normalidades del mundo luminoso. Con los ojos de adelante cerrados se sentía como si los otros ojos se abrieran en su nuca y escudriñaran una oscuridad que se extendía hasta el infinito, un cono de luz negra.
Salió de esta contemplación y abrió sus ojos diurnos. Allí estaba la otra figura, acurrucada en el otro sofá, niña y mujer… ¿y seguramente también expresión, no de los inútiles alfilerazos de luz con sus estallidos y florescencias, sino de la autoridad y el desgaste?
Fue a partir de ese momento que Sophy dejó de hacer muchos de los gestos que el mundo le reclamaba. Descubrió que tenía en la mano una vara de medir. Miraba el «conviene» y el «debe» y el «desea» y el «necesita». Si no eran apropiados en ese momento para la niña de dulces facciones con los ojos optativos en la nuca, los tocaba con su varita mágica y se desvanecían. Abracadabra.
Cuando tuvieron quince años y pico, la dirección de la escuela dictaminó que Toni debía ir a la Universidad pero ella no estaba segura de eso y dijo que prefería trabajar de modelo. Sophy no sabía qué haría pero no le pareció atinado ir a la Universidad ni cargar su cuerpo con ropas ajenas día tras día. Aún estaba en esa situación de no creer realmente que llegaría al punto de tener que vivir en el mundo exterior cuando Toni se fue a Londres y tardó bastante en volver, lo cual enfureció a la escuela y a Papá. La cuestión fue que al cabo de pocos días, como las chicas eran presuntamente un artículo frágil, Toni se convirtió en una auténtica «desaparecida» y figuró en las listas de Interpol y en la tele. Cuando volvieron a tener noticias de ella fue porque apareció nada menos que en Afganistán, y en un grave aprieto porque la gente con la que había accedido a viajar traficaba en drogas. Durante un tiempo pareció que Toni debería pasar muchos años en la cárcel. La audacia de Toni dejó pasmada, y un poco celosa, a Sophy, quien resolvió seguir adelante con su propia educación suplementaria. Puesto que estaba convencida de que Toni ya debía haber perdido la virginidad, lo primero que hizo fue examinar la suya propia mediante el uso de un espejo estratégicamente colocado. No la impresionó. Ensayó con un par de chicos que resultaron ser incompetentes y cuyos mecanismos eran ridículos. Pero ellos le revelaron el asombroso poder que su belleza le confería sobre los hombres. Estudió la situación del tránsito en Greenfield y descubrió el mejor lugar, junto al buzón situado cien metros después del Old Bridge. Esperó allí, rechazó a un camionero y a un motociclista y eligió al tercero.
El hombre conducía una furgoneta, no un automóvil, era moreno y atractivo, y dijo que iba a Gales. Sophy permitió que la recogiera junto al buzón porque supuso que muy probablemente decía la verdad y si era lo que deseaba le resultaría mucho más fácil no volver a verlo nunca. A quince kilómetros de Greenfield giró por un camino secundario, estacionó en las proximidades de un bosque y la rodeó con los brazos, resollando con fuerza. Fue ella quien sugirió que se internaran en el bosque y allí verificó que la competencia de su acompañante era incuestionable. La hizo sufrir mucho más de lo que Sophy había creído posible. Cuando él hubo hecho su parte se desacopló, se limpió, levantó su cremallera y la miró desde arriba con una expresión en la que se mezclaban el triunfo y la cautela.
—Ahora no se lo digas a nadie. ¿Entiendes?
Sophy se sorprendió un poco.
—¿Por qué habría de decirlo?
Él la miró con expresión menos cautelosa y más triunfal.
—Eras virgen. Bueno. Ahora no lo eres. Te he poseído, ¿entiendes?
Sophy extrajo los pañuelos de papel que había llevado consigo para esa ocasión y se limpió un hilo de sangre que le corría por el muslo. El hombre dijo, de buen humor y sin dirigirse a nadie en particular:
—¡Me he tirado a una virgen!
Sophy se levantó las bragas. Usaba un vestido en lugar de vaqueros, lo cual era muy inusitado pero también probaba su clarividencia. Miró con curiosidad al hombre que ahora estaba evidentemente encantado con la vida.
—¿Esto es todo?
—¿A qué te refieres?
—Al sexo. Al hecho de joder.
—Jesús. ¿Qué pretendías?
Sophy no dijo nada, porque no era necesario. Entonces recibió una lección sobre la naturaleza singular de los hombres, si ese ejemplar se podía tomar como modelo. El instrumento de su iniciación le explicó que ella había corrido un gran riesgo, que podría haberla recogido cualquiera y que en ese mismo momento podría haber estado tumbada allí, estrangulada, y que nunca, nunca debería volver a proceder así. Si ella hubiera sido su hija le habría dado de azotes por haberse dejado seducir por un desconocido cuando tenía apenas diecisiete años, caray, si podría, si podría…
Al oír esto Sophy perdió la paciencia.
—Aún no he cumplido dieciséis.
—¡Jesús! Pero si dijiste…
—No hasta octubre.
—Jesús…
Fue un error. Se dio cuenta de ello enseguida. Fue otra lección. Aférrate siempre a la mentira más sencilla como si fuera la verdad más sencilla. El hombre estaba enfadado y asustado. Pero cuando empezó a divagar sobre los secretos mortales y sobre cómo la encontraría y la degollaría, Sophy se dio cuenta de que era muy simple y necio, con esas historias de no soltar nunca la lengua, de olvidarlo, porque si decía una palabra… si mencionaba que alguien le había echado el anzuelo… Harta, ella le abrió los ojos.
—Fui yo quien te echó el anzuelo a ti, bobo.
Él se abalanzó sobre Sofía y ésta agregó apresuradamente antes de que sus manos la tocaran:
—Esa tarjeta que despaché cuando te detuviste a mi lado contenía el número de matrícula de tu furgoneta. Estaba dirigida a mi padre. Si no la recojo yo…
—Jesús.
Él dio un paso titubeante entre las hojas.
—¡No te creo!
Sophy le recitó el número de la matrícula. Le dijo que debía llevarla de vuelta al lugar donde la había encontrado y cuando él blasfemó, mencionó nuevamente la tarjeta. Finalmente, por supuesto, la llevó de vuelta, porque, como se dijo ella para sus adentros, ella tenía más fuerza de voluntad que él. Esta idea le gustó tanto que infringió la resolución que había tomado antes y se lo espetó sin eufemismos. Esto volvió a encolerizarlo pero ella se regocijó. Entonces empezó la etapa más extraordinaria de ese episodio: él se puso muy sentimental, y le dijo que era una chica realmente encantadora y que no debía malgastar su vida en esas aventuras. Si lo esperaba la semana siguiente en ese mismo lugar y a esa misma hora, entablarían una relación regular. Ella quedaría conforme. Él tenía unos ahorros.
Sophy lo escuchó en silencio, asintiendo de cuando en cuando con un movimiento de cabeza, porque eso era lo que lo estimulaba para seguir urdiendo planes. Pero no accedió a decirle cómo se llamaba ni dónde vivía.
—¿Entonces no quieres saber mi nombre, nena?
—Sinceramente no.
—«Sinceramente no». No tienes remedio. Uno de estos días te asesinarán. Sin chistar, te asesinarán.
—Déjame junto al buzón.
Él gritó que la semana próxima estaría en el mismo lugar, a la misma hora, y ella le sonrió para sacárselo de encima y después describió un largo rodeo hasta su casa por todas las callejas y callejones laterales que se le cruzaron por la cabeza para que la furgoneta no pudiera seguirla. Todavía la asombraba que eso fuera tan intrascendente. Era un acto muy trivial si no se consideraba el dolor indispensable de la primera vez, que no tenía por qué repetirse. Totalmente desprovista de importancia. La sensación que lo acompañaba era apenas mayor que la que se experimentaba al tocar la cara interior de la mejilla con la lengua… bueno, era un poco mayor pero no mucho.
También se decía, alguien decía, que la chica lloraba después.
—Yo no lloré.
En ese instante su cuerpo se estremeció largamente, espontáneamente, y ella esperó un poco pero no ocurrió nada más. Por supuesto, las conferencias de educación sexual siempre intercalaban el capítulo sobre la formación de la pareja y la consecución del orgasmo al que la mujer podía no tener acceso durante bastante tiempo… pero realmente era un acto trivial que sólo adquiría significación por un desenlace posible pero muy increíble. Mientras se dirigía a su casa, finalmente, por el camino de sirga, a ella le pareció vagamente cierto que esto por lo que armaban tanta alharaca —forcejeando unos con otros en la tele o gimiendo al hacerlo en las pantallas anchas, mientras toda la poesía y la música y la pintura y la gente estaban de acuerdo en que era una cosa espléndida por donde se la mirara, la cosa más sencilla, bueno faltaba poco para que fuera la más sencilla, y tanto peor, sí, y vagamente cierto en vista de cómo todo se estaba desgastando— bueno, le pareció que esto por lo que armaban tanta alharaca era una tontería.
Estuvo mansamente de acuerdo con la mujer de la limpieza de Papá en que había vuelto temprano de la escuela, trató de oír el tecleo de la máquina de escribir eléctrica hasta que recordó que ésa era la tarde de su programa de radio para las escuelas, y fue al baño donde se lavó como en las películas y se sintió un poco asqueada por el pringue de sangre y semen y —hurgando profundamente, con el labio inferior dolorido entre los dientes apretados— tanteó el elemento piriforme implantado en la parte anterior de su vientre que era donde debía estar, inerte, una bomba de tiempo, aunque esto era difícil de creer tratándose de ella misma o de su cuerpo. La idea de que la bomba de tiempo podía estallar la indujo a hurgar y lavar más escrupulosamente, le doliera o no; y se encontró con la otra forma, adosada a la matriz por atrás, una forma que descansaba más allá de la pared blanda pero que se podía palpar fácilmente a través de ésta, la forma redondeada de su propio excremento que descendía por el intestino enroscado y se convulsionó, sintiendo en silencio pero sintiendo cada sílaba: ¡Odio! ¡Odio! ¡Odio! El verbo no tenía un complemento directo, como se dijo a sí misma cuando se normalizó un poco. Era un sentimiento puro.
Pero una vez lavada e higienizada, menstruada y restaurada, este odio activo se hundió como un líquido hasta el fondo de las cosas y ella volvió a ser una jovencita, sintió que lo era; una jovencita consciente de que escuchaba el sonido del espacio, confundida por las posibilidades que encerraba la truculencia pues la palabra se empleaba con muchas acepciones, consciente de que resistía la invitación de los profesores a hacer por lo menos un último esfuerzo para aprovechar su indiscutida inteligencia; o —y súbitamente— una jovencita que divagaba riendo sobre ropas y chicos y sobre quién salía con quién y sí claro que es guapo y frases de moda y la música de moda y los astros pop de moda y la moda de moda moderna de modo tan sencillo.
De cualquier forma, sin haber rescatado aún a Toni y mirando su propio rostro inexpresivo, le preocupó pensar que eso no significaba nada, aunque en sí mismo era lo más sencillo que se podía pretender. Recorrió mentalmente todo el círculo de personas conocidas, incluyendo a la difunta Abuela y la olvidada madre y vio que eran siluetas y esto la preocupó. Era casi mejor que la obligaran a ser todo para alguien a quien no estimaba realmente con tal de no vivir así consigo misma y para sí misma. Con una expectación confusa y fundamentalmente ignara de que la riqueza y el refinamiento cambiarían las cosas —¡y además ahora tenía dieciséis años!— le echó el ojo a un auto de lujo, sólo para descubrir que el hombre que viajaba en él era mucho más viejo de lo que parecía. Esta vez los ejercicios que se desarrollaron en el bosque no fueron dolorosos pero sí más prolongados y ella no los entendió. El hombre le ofreció más dinero que el que jamás había visto a cambio de que practicara con él varios actos que ella practicó, y que le resultaron un poco nauseabundos pero no más que el interior de su propio cuerpo. Sólo cuando llegó a casa —sí, señora Emlin, la escuela termina temprano— pensó: ¡Ahora soy una prostituta! Cuando salió del baño se tumbó en el sofá, pensando que era una prostituta, pero incluso cuando lo dijo en voz alta eso no pareció cambiarla, no pareció conmoverla, sencillamente no. Sólo el rollo de billetes azules de cinco libras era real. Se dijo que ser una prostituta tampoco importaba. Era como robar golosinas: algo que podía hacer si quería, pero aburrido. Ni siquiera estimulaba a la criatura-Sophy para hacerla exclamar: ¡Odio!
Después de eso desechó el sexo como una trivialidad descubierta, examinada y descartada. Al fin sólo consistía en acariciarse a solas en la cama, perezosamente, con el acompañamiento de imágenes muy inusitadas, o que parecían muy inusitadas, y en verdad muy personales.
A Antonia la trajeron de vuelta en avión y tuvo unos altercados tremendos con Papá en la habitación de la columna. En el establo hubo un poco, un mínimo, de comunicación, pero Toni no estaba predispuesta a relatar su vida golpe por golpe. Sophy nunca supo por qué ni cómo Toni estaba viviendo en una residencia de Londres que tenía categoría oficial y que la mantendría a salvo de todo. Dijo que era actriz y probó suerte, pero lo curioso fue que no obstante su inteligencia y su transparencia no servía para eso. Aparentemente le quedaban pocas alternativas fuera de la universidad, pero juró que no concurriría a ésta y empezó a hablar frenéticamente sobre el imperialismo. También sobre la libertad y la justicia. Parecía tener aún menos interés que Sophy en los chicos o los hombres, a pesar de que éstos pululaban alrededor de su remota belleza. Nadie se sorprendió realmente cuando volvió a desaparecer. Les envió una postal desafiante desde Cuba.
Sophy consiguió un empleo que no le exigía ningún esfuerzo. Era en una agencia de viajes y después de pocas semanas le informó a Papá que se instalaría en Londres, pero que conservaría su parte del establo.
Él la miró con evidente disgusto.
—Por el amor de Dios, cásate.
—Tú no eres un reclamo a favor del matrimonio.
—Tú tampoco.
Más tarde cuando reflexionó sobre lo que le había dicho y lo entendió, casi tuvo ganas de volver y escupirle en la cara. Pero como comentario, la despedida por lo menos sirvió para confirmarle su certeza de lo mucho que lo odiaba; y aun más que eso… de lo mucho que se odiaban recíprocamente.