Mientras Matty estaba en Australia el señor Pedigree salió de la cárcel y fue mimado por una serie de asociaciones. Lo aguardaba una pequeña suma de dinero que le había legado su madre, pues esta anciana dama había muerto mientras él aún se hallaba encerrado. El dinero no le dio mucha libertad pero sí una pizca de movilidad. En consecuencia pudo deshacerse de aquéllos que se empeñaban infructuosamente en ayudarlo y enderezó sus pasos hacia el centro de Londres. Muy pronto volvió directamente a la cárcel. Cuando volvió a salir había envejecido muchos más años que los que habría sido de prever por la duración de su sentencia, pues sus colegas, como se decía a sí mismo, derramando lágrimas de autocompasión, se habían cebado. Él nunca había tenido carnes para derrochar y ahora un poco de aquéllas que no habría podido darse el lujo de despilfarrar se habían consumido. Estaba arrugado, además, y encorvado, y no quedaban dudas acerca de la autenticidad del gris que se propagaba por la paja desvaída de su cabello. Para empezar, se había instalado en un banco de una terminal de Londres y la policía lo rodeó, mientras él estaba durmiendo a la una de la mañana, y, posiblemente, esta experiencia puso fin al magnetismo que Londres había tenido para él, porque a partir de entonces se fue acercando paulatinamente a Greenfield. Allí era, al fin y al cabo, donde había estado Henderson. Después de muerto, Henderson había cristalizado en la mente del señor Pedigree como la imagen del paradigma anhelado. Descubrió que en Greenfield había un albergue que nunca había conocido antes… de cuya existencia no habría necesitado enterarse antes. Era despiadadamente limpio y las amplias habitaciones estaban subdivididas en cubículos independientes, cada uno de ellos con una cama angosta, una mesa y una silla. Allí vivía y de allí partían sus expediciones: una a la escuela donde espió por la verja y vio el lugar donde Henderson había caído y más arriba la escalera de incendios y el alero del tejado de plomo. No había ninguna razón legal para que no pudiera acercarse más, pero ya se había sumado, o estaba en trance de sumarse, a la categoría de los hombres-hiedra, esos seres de aspecto decrépito que se mantienen adosados a la pared para estar seguros de que hay por lo menos una dirección desde la cual no los hostigarán las desgracias. Ahora era uno de esos individuos a los que los policías sienten la necesidad instintiva de hacer circular, y por tanto él mismo empezó a sentir que era justo que lo hicieran circular y cada vez que veía a un policía se apresuraba a dar la vuelta a la esquina, de frente o de costado.
Sin embargo seguía cobrando su pequeña renta y, exceptuando su compulsión —que en muchos países no le habría creado contratiempos—, carecía de vicios. No tenía casi nada y se apañaba con eso sin experimentar ninguna penuria. Se había desprendido de sus pisapapeles Victorianos, vendidos desgraciadamente antes de que el mercado se disparara y también había vendido casi todos sus netsukes, aunque por ellos le habían pagado más. Sólo había conservado uno, que definía como su amuleto, y lo llevaba en el bolsillo para poder frotar siempre con los dedos su superficie suave de marfil. No era más grande que un botón, y en verdad esto era: un botón típico japonés, con la imagen de dos chicos que se enlazaban excitada y excitantemente. A veces el netsuke le quemaba los dedos. Fue después de sufrir una de estas quemaduras que hizo otro de los viajes a la cárcel que ahora se estaban convirtiendo en episodios rutinarios. Esta vez le plantearon la posibilidad de someterse a una operación, al oír lo cual empezó a chillar y chillar, estridente y frenéticamente, de manera que incluso el psiquiatra del ministerio de la Gobernación se dio por vencido. Cuando recuperó la libertad volvió a Greenfield, y fue como si su cerebro ya se hubiera adaptado a pautas sencillas, a rituales que eran prácticos y también de fe. El mismo día de su llegada bajó por High Street, observando en el trayecto que cada vez había más y más gente de color. Se deslizó furtivamente hasta encontrarse frente a la fachada de Sprawson’s con la librería y Frankley’s a un lado y la giba del Old Bridge al otro. En el nacimiento del puente, por ese mismo lado, se levantaba una antigua letrina pública. Se trataba de una estructura de hierro forjado, que impresionaba visualmente, no tan hedionda como olorosa y no tan mugrienta como dotada de un aspecto de suciedad (esa creosota negra) más que de su sustancia. Allí también, por su prodigio técnico de los años 1870, el depósito se llenaba y se vaciaba, se llenaba y se vaciaba noche y día, con la puntualidad de las mareas o las estrellas. Ése era el escenario del triunfo moderado por el cual el señor Pedigree había sido enviado de nuevo a la cárcel la última vez, pero no volvía allí sólo con una esperanza o un deseo racional. Volvía porque había estado antes.
Estaba evolucionando. Antes se había deleitado generosamente con el aura sexual de los jóvenes, pero con el transcurso de los años había aprendido a disfrutar de toda excitación asociada a la violación de tabúes siempre que el resultado fuera suficientemente sórdido. Había letrinas públicas en el parque, desde luego, y otras junto al aparcamiento municipal, y también algunas en el mercado… oh, la ciudad estaba salpicada de letrinas públicas, muchas más de lo que habría supuesto cualquiera que no estuviese especializado como el señor Pedigree. Con la escuela definitivamente vedada, eran el paso siguiente en una dirección u otra. Ahora se disponía a abandonar la protección del muro donde terminaba Sprawson’s cuando vio que un hombre salía de la casa y se encaminaba calle arriba. El señor Pedigree lo siguió con la mirada, después volvió a mirar el urinario, y finalmente miró una vez más al hombre que se alejaba. Se decidió y echó a andar deprisa en la misma dirección que el hombre, por High Street, encorvado y bamboleándose. A medida que avanzaba se iba irguiendo. Dejó atrás al hombre y dio media vuelta.
—Bell, ¿no es cierto? ¿Edwin Bell? ¿No eres un veterano de mi época? ¿Bell?
Bell se detuvo, vacilando. Emitió una especie de relincho agudo.
—¿Quién? ¿Quién?
Los años, los diecisiete años, habían cambiado mucho menos a Bell que a Pedigree. Aunque Bell también había tenido contratiempos, entre éstos no se contaba el horrible problema de la gordura. Asimismo había conservado el aspecto singular de un universitario de fines de los años treinta, en todo menos en pantalones deportivos, e irradiaba, incluso por el porte de su nariz chata, un ligero aire de autoridad ejercida y de aseveración axiomática.
—Pedigree. ¡Claro que me recuerdas! Sebastian Pedigree. ¿No me recuerdas?
Bell se puso tieso. Hundió profundamente los puños en los bolsillos de su abrigo, y después los juntó aterrorizado delante de sus partes púdicas. Lanzó una suerte de gemido.
—¡Ho-la! Yo…
Y con los puños profundamente hundidos, la nariz levantada, la boca abierta, Bell empezó a alzarse sobre las puntas de los pies, como si mediante esta simple táctica pudiera superar su embarazo, pero al proceder así recordó que seguir de largo no era propio de una persona de ideas liberales y por consiguiente volvió a bajarse lo cual lo hizo trastabillar.
—¡Pedigree, mi estimado amigo!
—Verás, he estado fuera y he perdido casi todo el contacto con lo que ocurre aquí. Me jubilé y pensé… oh, sí, pensé que no estaría de más echar un vistazo…
Ahora se hallaban frente a frente, en tanto la muchedumbre abigarrada circulaba alrededor de ellos. Bell miraba desde arriba la cara del viejo, la máscara arrugada y tonta que lo escudriñaba con tanta ansiedad.
—Echar un vistazo a la escuela —dijo la máscara arrugada, tonta y lastimeramente—. Pensó que el único que quedaría de mis tiempos serías tú. Eran los tiempos de Henderson…
—Oh, caramba, Pedigree… tú… me he casado, verás…
Empezó a preguntarle absurdamente a Pedigree si él también se había casado y entonces atinó a callarse. Pedigree ni se dio cuenta.
—Sólo se me ocurrió echar un vistazo a la vieja escuela.
Y allí, entre ellos, flotaba en la atmósfera la certidumbre neta y específica de que si Sebastian Pedigree ponía un pie dentro de los edificios de la escuela lo arrestarían acusándolo de ejercer la vagancia con intención de delinquir, junto con la certidumbre igualmente neta y específica de que si Edwin Bell lo llevaba del brazo la autoridad haría la vista gorda por el momento lo cual no beneficiaría a ninguno de los dos aunque Pedigree opinara otra cosa. Y entrar con Pedigree era lo que probablemente habría hecho un santo, o Jesús o quizá Gautama y seguramente Mahoma, pero no pensemos en Mahoma en este caso porque me meterá en aprietos y, ¿Cristo, cómo podré librarme de él?
—De modo que si vas en esa dirección…
Edwin volvió a ponerse de puntillas con un sobresalto. Juntó convulsivamente los puños ocultos.
—¡Qué barbaridad! ¡Acabo de recordarlo! Bueno, bueno… debo regresar inmediatamente. Escucha Pedigree…
Y al decirlo ya se había vuelto, golpeando con el hombro a una mujer ataviada con colores vivos.
—… ¡Lo siento, lo siento mucho, qué torpeza! Escucha, Pedigree, nos mantendremos en contacto.
Giró para caminar de puntillas calle abajo y supo sin mirar que Pedigree lo seguía. De modo que se produjo una suerte de charada confusa en el curso de la cual Edwin Bell, con sus partes pudendas siempre ocultas por los puños además de las ropas, se agachaba y zigzagueaba entre las feriantes vestidas con saris, seguido a la menor distancia posible por Pedigree mientras los dos hablaban simultáneamente como si el silencio pudiera permitir que se oyera alguna otra cosa, algo letal. Todo desembocó al final —cuando hubieron llegado a Sprawson’s y surgió el peligro evidente de que Pedigree subiera directamente, sin detenerse en el despacho del abogado, hasta el apartamento— en una negativa franca, una despavorida prohibición de Edwin Bell, con las manos estiradas y las palmas vueltas hacia afuera y voz estridente…
—¡No, no, no!
Se apartó bruscamente como si estuvieran unidos por un vínculo físico y corrió escaleras arriba, dejando a Pedigree solo en el vestíbulo y hablando aún acerca de la posibilidad de volver a la escuela y acerca de Henderson como si el chico estuviera todavía allí. Entonces, cuando Pedigree se interrumpió, tomó conciencia del lugar donde se hallaba, en un edificio particular con una puerta vidriera que comunicaba con el jardín de abajo, con escaleras que subían por ambos lados, y puertas, una de las cuales por lo menos correspondía a un despacho de abogados. De modo que el señor Pedigree se convirtió nuevamente en un hombre-hiedra, y salió y bajó los dos escalones hasta el pavimento de piedra que había frente a Sprawson’s. Después cruzó rápidamente la calzada en busca de la seguridad relativa que suministraban las fachadas de las tiendas y miró hacia atrás. Vislumbró el rostro de Edwin en una ventana del piso superior, y al lado el de Edwina, y después la cortina volvió a correrse deprisa.
Fue así como a su regreso el señor Pedigree se transformó en un problema, no sólo para la policía que sabía algo acerca de él, si no todo, y no sólo para el guardián del parque y el joven de la gabardina gris cuya tarea consistía en ahuyentar a los de la calaña del señor Pedigree, sino precisamente para Edwin Bell, el único que quedaba de los viejos tiempos de Greenfield. El proceso en virtud del cual el señor Pedigree se sentía ligado a Bell desafiaba la razón. Tal vez necesitaba un vínculo con lo que pasaba por ser normal, pues ahora sus rituales empezaban a consumirlo, poco a poco. Así, después de dejar a Bell, o mejor dicho, después de que Bell lo hubo dejado a él, el señor Pedigree encaminó sus pasos hacia el seductor urinario del Old Bridge y habría entrado si no hubiera aparecido sobre la cresta del puente la trompa de un coche patrulla, vista la cual bajó la escalera con paso ágil para su edad y se refugió en el camino de sirga que pasaba debajo del puente como si estuviera lloviendo. Incluso estiró la palma de la mano en un acto dramático, y luego la examinó en busca de posibles gotas de agua antes de alejarse por el camino. No quería andar por el camino de sirga pero miraba en esa dirección y el coche patrulla había convertido la calle situada a sus espaldas en algo penoso. De manera que el señor Pedigree avanzó en sentido contrario a las agujas del reloj por un círculo que, en realidad, era un rectángulo. Avanzó por el camino de sirga, bordeando el viejo establo que se levantaba detrás de Sprawson’s, los techos hacinados que formaba la parte posterior de la ferretería Frankley’s, el largo muro que salvaguardaba a los asilos de los peligros del agua, para pasar finalmente por un portal estrecho situado a su izquierda (con la carpintería Comstock a su derecha), por el sendero que conducía a las calles laterales donde giró nuevamente a la izquierda, bordeando los asilos, Frankley’s, Goodchild’s y Sprawson’s, en orden inverso, y luego una vez más a la izquierda y en su hora de triunfo furtivo, ya derrotado el coche patrulla, rumbo al nacimiento del Old Bridge y a la negra letrina.
Lo extraño y triste y cuerdo no fue su frustrado encuentro con Bell —encuentro que Bell, después de haberse replegado, cuidó muy bien que no se repitiera— sino el hecho de que no hubiera absolutamente ningún otro encuentro. Sim Goodchild se había dejado entrever detrás de los libros exhibidos en el escaparate de su tienda. Cuando Pedigree pasó por segunda vez frente a Sprawson’s se oyó una voz de mujer que se alzaba estridentemente, allí donde Muriel Stanhope se embarcaba en el altercado que la arrojaría finalmente en brazos de Alfred y la empujaría rumbo a Nueva Zelanda. Unos muros altos, menos penetrables que el ladrillo, que el acero, muros de dureza diamantina, se interponían por doquier entre todas las cosas, las bocas se abrían y hablaban y sólo llegaba un eco devuelto por la pared. Éste era un hecho tan profundo y atroz que lo insólito era que no se alzara un coro de alaridos de las personas que convivían con ese hecho y no sabían que lo padecían. Sólo Sim Goodchild gemía de vez en cuando en su librería. Los otros, Muriel Stanhope, Robert Mellion Stanhope, Sebastian Pedigree, creían que ése era el trato individual y singularmente injusto que les dispensaba un mundo que era diferente para todos los demás. Pero para los paquistaníes, los hombres elegantemente vestidos y las mujeres ataviadas con telas de colores llamativos que se ocultaban el rostro con un ángulo de éstas, pero para los negros, el mundo era diferente.
Así que el señor Pedigree salió de la letrina y volvió atrás por High Street, calle arriba, arrimándose lo más posible a cualquier pared que se prestara para ello. Miró por encima del hombro hacia la ventana superior de Sprawson’s pero por supuesto los Bell ya no estaban a la vista. Se encaminó hacia el parque. Entró en éste, y pasó frente al tablero con la lista de prohibiciones indispensables irradiando lo que para él era un aire de total seguridad. Al fin y al cabo estaba a punto de tocar fondo. Por consiguiente se las apañó para encontrar un banco y sentarse sobre sus travesaños de hierro y acariciar el netsuke que llevaba en el bolsillo mientras escudriñaba el terreno. Estaba distrayendo sus ojos, como a veces se decía a sí mismo. Los niños formaban grupos, unos con balones, otros con globos, algunos tratando de remontar cometas sin mucho éxito en la débil brisa. Los adultos estaban repartidos por los bancos: tres jubilados, una pareja de enamorados que no tenía a dónde ir y el joven de la gabardina gris cuya presencia no sorprendía al señor Pedigree. En el otro extremo estaban las letrinas. El señor Pedigree sabía que si se levantaba y se encaminaba hacia allí el joven lo seguiría y lo vigilaría.
El señor Pedigree alternaba, día tras día, sus propias expediciones por Greenfield, porque ahora tenía la posibilidad de encontrarse con Bell así como de visitar el Old Bridge. Fue en esa época cuando se produjo en la ciudad una extraña epidemia. La gente sólo la definió como una epidemia cuando ya había pasado su apogeo y casi había concluido. Entonces la gente reflexionó, o algunos lo hicieron, y creyeron saber a quién había que achacarle la culpa, retrospectivamente, remontándose incluso hasta el primer día, porque éste siguió casi inmediatamente a aquel otro en que el señor Pedigree se encontró con Bell en su última irrupción del retiro. A la que vieron fue a una mujer joven, una mujer blanca que llegó trotando por Pudding Lane y dobló por High Street. Usaba zapatos de tacón y éstos hacían que su trote fuera más cómico aún, porque se trataba de una de esas jóvenes que sólo pueden correr con las manos levantadas a ambos costados y despatarradas para todos lados… un sistema de marcha que no permite acelerar. Tenía la boca abierta y decía «¡Socorro, socorro, oh socorro!», con voz apagada, casi como si estuviera hablando consigo misma. Pero entonces encontró frente a una tienda un cochecito con un bebé dentro y esto pareció apaciguarla porque después de inspeccionar al bebé y de mecer un poco el cochecito se lo llevó sin decir nada, limitándose a mirar en torno con expresión nerviosa, o quizás avergonzada. Ese mismo día el sargento Phillips tuvo un motivo concreto para mostrarse avergonzado, porque frente a Goodchild’s Rare Books encontró un cochecito con un bebé dentro y ni Sim Goodchild ni su esposa Ruth supieron explicar cómo había llegado allí. De modo que el sargento Phillips se vio obligado a empujar el cochecito a todo lo largo de High Street, hasta su auto, para luego difundir una descripción por radio. No tardaron en identificar a la madre que había dejado el cochecito con bebé y todo frente al Old Supermarket contiguo al Old Corn Exchange. Pasaron unos pocos días y la historia volvió a repetirse. Durante más o menos un mes, los cochecitos siguieron cambiando de lugar como si alguien estuviera tratando de atraer la atención sobre su persona y empleara ese sistema como una suerte de lenguaje simbólico. El señor Pedigree fue vigilado, y aunque nunca lo pescaron con las manos en la masa el movimiento de cochecitos cesó y ese mes se convirtió sencillamente en aquél en que según recordaba la gente no se había podido dejar un cochecito solo. En cambio olvidaron un altercado desagradable entre el señor Pedigree (que entraba en el Old Supermarket para buscar cereales llevando consigo el diminuto envase de Gentleman’s Relish que había comprado en el George’s Superior Emporium) y unas señoras que lo vieron deslizarse tímidamente entre los cochecitos alineados fuera como botes amarrados a un embarcadero. Como le comentó la señora Allenby a la señora Appleby cuando abordaron el tema mientras tomaban café en el Taj Mahal Coffee Shop, era una suerte para el señor Pedigree que estuviesen en Inglaterra. Claro que no lo llamó señor Pedigree, sino ese viejo depravado.
No había nada que relacionara al señor Pedigree con los desplazamientos de cochecitos. Pero Sim Goodchild estuvo de acuerdo con Edwin Bell en que los individuos de la calaña de Pedigree a menudo desplegaban mucha astucia a la hora de poner en práctica sus perversiones porque no podían pensar en otra cosa. Era cierto. En este contexto, exceptuando las aficiones fugaces que a veces eran el producto de su costosa educación, el señor Pedigree se parecía a Matty y estaba consagrado a un solo fin. Pero a diferencia de Matty, él sabía muy bien cuál era ese fin, cuál debía ser, y asistía a su aproximación o se sentía obligado a aproximarse a él con una especie de perpetua ansiedad corrosiva que lo envejecía más que el simple transcurso del tiempo. No está documentado en ninguna parte que en Greenfield hubiera una sola persona que lo compadeciese. Ciertamente, esas señoras a las que hubo que impedirles que le arrancaran los ojos en el supermercado habrían increpado a gritos a cualquiera que se hubiese atrevido a insinuar que posiblemente no había tocado ningún cochecito. Y no pudo ser una coincidencia que a partir del momento en que consiguió zafarse de ellas los cochecitos de Greenfield parecieran estar a salvo de toda intromisión.
De modo que el señor Pedigree eludió durante un tiempo High Street, y no se acercó a ella más allá de la escuela de huérfanos, a la vuelta de la esquina, donde a veces esperaba encontrar a Edwin Bell, quien ponía mucho cuidado en no dejarse ver. El viejo, atascado como un disco rayado, se apostaba fuera de la verja, llorando la imagen idealizada del pequeño Henderson, y maldiciendo al chico de la cara zurcida, quien para entonces había desembarcado en Falmouth, Cornualles, de un carguero griego, y había vuelto a trabajar en una ferretería del lugar, pues al consultar la Biblia ésta le respondió que debía limitarse a un viaje sabático. El mismo día en que las señoras intentaron mutilar al señor Pedigree, Matty empezó a llevar el siguiente diario en Cornualles, por las razones más extraordinarias.