5

Matty recuperó el conocimiento en el hospital. Tenía las piernas izadas y no sentía dolor. Lo sintió más tarde pero no fue nada que su alma terca no pudiera soportar. Harry Bummer —si había sido él— no encontró el auto, que le devolvieron a Matty junto con la camisa de recambio, los pantalones y el tercer calcetín. Su Biblia de madera descansaba sobre la mesita de noche junto a la cama, y él siguió aprendiendo fragmentos de su texto. Tuvo un acceso de fiebre durante el cual balbuceaba de forma incoherente, pero cuando su temperatura se normalizó volvió a callarse. Además estaba sosegado. Las enfermeras que lo atendían de manera tan íntima pensaban que su sosiego era anormal. Yacía, afirmaban, como un tronco, y por muy sórdida que fuera la necesidad se sometía a ella con talante impasible y no decía nada. En determinado momento la jefa de enfermeras le entregó un aerosol para que mantuviera frescos sus órganos genitales, y le explicó que ciertos vasos se disparaban al menor estímulo, pero él nunca lo utilizó. Por fin le bajaron las piernas y le permitieron sentarse, salir en una silla de ruedas, cojear apoyándose en bastones y finalmente caminar. En el hospital sus facciones habían adquirido una rigidez en la cual la desfiguración parecía pintada. Como consecuencia de la larga inactividad sus movimientos se habían hecho más medidos. Ya no cojeaba, pero caminaba con las piernas ligeramente separadas, como si fuera un prisionero recién liberado cuyo cuerpo aún no se había sobrepuesto al recuerdo de las cadenas. Le mostraron fotos de varios «abos», pero después de mirar una docena formuló el gran aserto caucásico:

—Me parecen todos iguales.

Su aventura tuvo repercusión e hicieron una colecta para que pudiera disponer de un poco de dinero. La gente pensaba que era un predicador. Pero quienes entraban en contacto con él quedaban azorados al descubrir que un hombre tan parco, con un talante tan espantoso y adusto, no parecía tener opiniones ni objetivos. Sin embargo, dentro de él seguía bullendo la pregunta, que ahora se alteraba y se tornaba más apremiante. Había sido quién soy; después se había convertido en qué soy; y ahora, merced a la fuerza de la crucifarsa o crucifixión practicada por el hombre moreno que le había saltado encima desde el cielo había variado nuevamente y era una pregunta quemante.

¿Para qué soy?

De modo que echó a andar por la extraña ciudad tropical. Cuando se paseaba vestido de negro y con un rostro que parecía tallado en madera multicolor, los ancianos sentados en los bancos de hierro bajo los naranjos callaban hasta que pasaba de largo rumbo al otro extremo del parque.

Convaleciente, Matty daba vueltas y vueltas. Visitó las escasas capillas y quienes se dirigían a él para pedirle que se quitara el sombrero se acercaban, veían lo que veían, y se alejaban nuevamente. Cuando pudo caminar cuanto quiso, tomó la costumbre de ir a observar a los «abos» en sus tiendas y chozas de las afueras de la ciudad. La mayoría de las veces sus actos eran muy fáciles de entender, pero de vez en cuando hacían algo, no más que un ademán, tal vez, que parecía interesar profundamente a Matty, aunque éste no sabía muy bien por qué. Una o dos veces lo que lo cautivó fue una mímica completa —quizás un juego con unas pocas ramitas, o el lanzamiento de guijarros marcados, y luego la absorta contemplación del resultado— la respiración, el soplar, el soplar constante…

La segunda vez que vio cómo un «abo» arrojaba esos guijarros, Matty enderezó deprisa rumbo a la habitación que ocupaba en el Temperance Hotel. Atravesó decidido el patio, levantó tres guijarros y los sostuvo…

Entonces se detuvo.

Matty permaneció media hora inmóvil.

Después volvió a depositar los guijarros en el suelo. Fue a su habitación, extrajo su Biblia y la consultó. Después fue al Capitolio pero no pudo entrar. A la mañana siguiente repitió la tentativa. No pasó más allá de la mesa de informaciones, de madera lustrada, donde, si bien lo recibieron cortésmente no le dieron ninguna muestra de comprensión. De modo que se fue, compró unas cajas de cerillas, y después habrían de verlo, día tras día, apilándolas delante de la puerta del Capitolio, siempre más arriba. A veces las pilas superaban los treinta centímetros de altura, pero invariablemente se desmoronaban. Por primera vez en su vida congregó público, niños y ociosos y en algunas oportunidades funcionarios que se detenían al entrar o salir. Hasta que la policía lo desalojó de la puerta en dirección a los prados y arriates, y allí, quizá porque había sido alejado del mundo oficial, los espectadores y los niños se reían de él con más ganas. Se arrodillaba y construía su torre de cajas de cerillas, y a veces, ahora, soplaba sobre ellas como los «abo» sobre los guijarros, y se desmoronaban todas. Esto hacía reír a la gente y aquello hacía reír a los niños, y de vez en cuando un crío se adelantaba corriendo mientras la torre estaba en construcción y la derribaba de un soplido y todos se reían y otras veces un gandul se adelantaba corriendo y la derribaba de un puntapié y la gente se reía pero también clamaba y protestaba amablemente porque todos estaban de parte de Matty y esperaban que un día consiguiera equilibrar las cajas apiladas puesto que esto era lo que parecía anhelar. De modo que si un crío travieso y violento —pero todos eran críos traviesos, violentos y muy capaces de gritar «¡Arriba, Pelado!», si hubieran sabido lo que se ocultaba debajo del sombrero— pateaba, aporreaba, escupía, brincaba y derribaba la pila de cajas de cerillas, todos los adultos prorrumpían en gritos, riendo, escandalizados, y las simpáticas mujeres que habían salido de compras y los viejos jubilados exclamaban: «¡Oh, no! ¡Qué bastardo!».

Entonces el hombre vestido de negro se echaba hacia atrás sobre las rodillas y se sentaba sobre los talones y miraba en torno, paseando lentamente la vista desde abajo del ala del sombrero negro sobre los risueños espectadores, y como su rostro que parecía tallado en madera policromada era inescrutable y solemne, se iban callando, uno por uno, sobre el césped ya regado.

Después de siete días Matty introdujo una innovación en su juego. Compró una marmita de cerámica y acumuló ramitas, y esta vez cuando todos se echaron a reír de sus cajas de cerillas reunió las ramitas y colocó encima la marmita e intentó encenderlas con las cerillas pero no lo consiguió. Acuclillado con su indumentaria negra junto a las ramitas y la marmita y las cajas de cerillas tenía un aspecto ridículo y un crío travieso derribó la marmita de un puntapié y todos los adultos exclamaron: «¡Oh, no! ¡El muy granuja! ¡Eso ha sido realmente imperdonable! ¡Podría haberla roto!».

Entonces, mientras Matty recogía sus cajas de cerillas y las ramitas y la marmita, todos se dispersaron. Matty también se fue, bajo la mirada distraída del guardián del parque.

Al día siguiente, Matty se mudó a un lugar donde el agua que las regaderas automáticas rociaban sobre el césped del Capitolio no humedeciera las ramitas. Encontró un tramo próximo a los aparcamientos centrales, una especie de tierra de nadie con hierbas exuberantes y flores cargadas de semillas, bajo los rayos verticales del sol. Allí tardó un poco más en congregar público. En verdad trabajó una hora en su construcción y podría haber levantado la torre de cajas de cerillas en las condiciones en que todo juego de paciencia llega a su culminación cuando se le dedica suficiente tiempo, pero soplaba un poco de viento y en ningún momento consiguió apilar más de ocho o nueve antes de que se desmoronaran. Sin embargo por fin llegaron los niños y se detuvieron y después los adultos y él despertó su atención y sus risas y atrajo a un crío travieso y «¡Oh, no el muy pillo!». De modo que entonces pudo colocar sus ramitas y depositar la marmita encima y raspar una cerilla y encender las ramitas y conquistó más risas y después aplausos como si fuera un payaso que súbitamente había hecho algo ingenioso. Y entre las risas y los aplausos se oyó el crepitar de las ramitas bajo la marmita y las ramitas ardieron y la hierba ardió y las semillas de las flores reventaron bang, bang, bang, y una llamarada lamió la tierra yerma y hubo alaridos y chillidos y la gente forcejeó a los niños y los curiosos se dispersaron y chirriaron los frenos cuando aquéllos bajaron corrieron a la calzada y se oyeron crujidos metálicos como los autos se entrechocaron y gritos y maldiciones.

—Ya sabes que no debes hacerlo —dijo el secretario.

El secretario lucía una cabellera de plata tan pulcramente acicalada, tan cuidadosamente burilada como una vasija de plata. Su acento era el mismo, notó Matty, que el del señor Pedigree hacía muchos años.

—¿Me prometes que no volverás a hacerlo?

Matty no contestó. El secretario ojeó unos papeles.

—La señora Robora, la señora Bowery, la señora Cruden, la señorita Borrowdale, el señor Levinsky, el señor Wyman, el señor Mendoza, el señor Buonarotti (¿crees que será un artista?)… Ya ves, cuando chamuscas a tantas personas, que están muy pero muy furiosas… ¡Oh, no! ¡Realmente no debes volver a hacerlo!

Depositó un papel sobre la mesa, le colocó encima un lápiz de plata, y miró a Matty.

—Estás equivocado, sabes. Yo opino que la gente como tú siempre lo ha estado. No, no me refiero al… al contenido del mensaje. Sabemos lo que pasa, los peligros, el delirio de jugar al azar meteorológico, pero la verdad es que somos funcionarios electos. No. Te equivocas cuando supones que la gente no puede leer tu mensaje, traducir tu lenguaje. Claro que podemos. La ironía consiste (siempre ha consistido) en que las personas informadas, cultas, siempre han entendido los presagios de calamidades. Quienes no los han entendido son precisamente las personas que más sufren sus efectos, los humildes y los mansos, en verdad, los ignorantes que están inermes. ¿Te das cuenta? Todo el ejército del Faraón… y antes que eso los primogénitos de todos aquellos fellahin ignaros…

Se levantó y se acercó a la ventana. Se quedó mirando hacia afuera, con las manos entrelazadas detrás de la espalda.

—El tornado no caerá sobre el gobierno. Créeme. Y tampoco la bomba.

Matty siguió callado.

—¿De qué región de Inglaterra vienes? Del sur, seguramente. ¿De Londres? Creo que lo más prudente será que vuelvas a tu país. Me doy cuenta de que eso no te hará desistir de tus actos. Ustedes nunca desisten. Sí. Será mejor que vuelvas. Al fin y al cabo… —y giró repentinamente hacia él—, ese país necesita tu lenguaje más que éste.

—Quiero volver.

El secretario se sentó plácidamente en su silla.

—¡Eso me alegra tanto! No eres realmente… Escucha, pensamos que después de este episodio tan infortunado con el nativo, con el aborigen… (¿sabes que insisten en hacerse llamar aborígenes como si fueran adjetivos?)… bueno, pensamos que quizás estábamos en deuda contigo…

Se inclinó hacia adelante sobre sus manos entrelazadas.

—… Y antes de que nos separemos, dime una cosa. ¿Tienes una especie de, de percepción, de percepción extrasensorial, de clarividencia…? En una palabra… ¿ves?

Matty lo miró, con la boca cerrada como una trampa. El secretario parpadeó.

—Lo que quiero decir, mi querido amigo, es simplemente que esta información que te sientes predestinado a trasmitir a un mundo sordo…

Matty permaneció un momento callado. Después, lentamente al principio, pero por fin con una especie de sobresalto, se irguió del otro lado del escritorio y en lugar de mirar al secretario miró por encima de éste y más allá de la ventana. Se convulsionó pero no emitió ningún ruido. Se llevó al pecho los puños crispados y las palabras brotaron de sus labios torcidos como dos pelotas de golf.

—¡Yo siento!

Después dio media vuelta, atravesó un despacho tras otro y entró en el vestíbulo de mármol y bajó la escalinata y se fue. Hizo algunas compras extrañas y una, un mapa, que no lo era tanto, y metió todo lo que tenía en su viejo auto y la ciudad no supo más de él. En verdad. Australia no supo más de él ni de su excentricidad. Durante el breve resto de su estancia sólo llamó la atención por su indumentaria negra y su cara repulsiva. Sin embargo, si bien los seres humanos tuvieron poco más que hacer con él en Australia, hubo otras criaturas de las que no podría decirse lo mismo. Recorrió muchos kilómetros con los extraños objetos que había comprado y parecía buscar algo más bien grande y no pequeño. Aparentemente quería abatirse a ras del suelo y quería un paraje caluroso y fétido que sirviera de entorno a todo esto. Dichos elementos son específicos y es posible hallarlos juntos en lugares conocidos pero casi siempre es muy difícil llegar a ellos en auto. Por esta razón Matty siguió un rumbo sinuoso por comarcas extrañas y muchas veces tuvo que dormir en el coche. Encontró aldeas compuestas por tres casas destartaladas, cuyos techos de hierro ondulado chirriaban y rechinaban a merced del viento tórrido, sin un árbol en muchos kilómetros a la redonda. Pasó junto a otras majestuosas construcciones neoclásicas levantadas entre árboles monstruosos donde chillaban las cacatúas rojas y donde los bien cuidados estanques estaban poblados de lirios. Se cruzó con hombres que daban vueltas y vueltas en carruajes ligeros tirados por caballos que trotaban armoniosamente. Por fin halló lo que nadie más habría deseado, lo contempló bajo el sol refulgente —aunque incluso a mediodía sus rayos apenas podían filtrarse hasta el agua— y observó, quizá con un estremecimiento que nunca llegó a reflejarse en su cara, las criaturas semejantes a troncos que desaparecían reptando unas tras otras. Después se alejó nuevamente en busca de un terreno elevado donde esperar. Leyó su Biblia con cubiertas de madera y entonces, durante el resto de la jornada, tembló ligeramente y escudriñó con atención los elementos familiares como si hubiera en ellos algo capaz de reconfortarlo. Por supuesto lo que más escrutó fue su Biblia, mirándola como si nunca la hubiera visto antes, y notó, por si esto servía de algo, que la madera de la cubierta era de boj y se preguntó por qué y pensó al azar que quizás era para protegerla lo cual le pareció extraño porque seguramente el Verbo no necesitaba protección. Pasó muchas horas allí sentado, mientras el sol seguía su curso habitual por el firmamento y después desaparecía y dejaba paso a las estrellas.

Entonces el paraje que había inspeccionado antes se tornó aun más extraño en la oscuridad que era tan espesa como aquélla en que un fotógrafo de antaño metía la cabeza bajo el terciopelo. Sin embargo, todos los otros sentidos habrían encontrado un acopio más que suficiente de evidencias. Los pies humanos habrían sentido la textura blanca y glutinosa, compuesta mitad de agua y mitad de cieno, que se habría remontado rápidamente hasta los tobillos, y aun más arriba, comprimiéndolos por todos lados sin un atisbo de piedra o astilla. La nariz habría aspirado todos los testimonios de descomposición vegetal y animal, en tanto que la boca y la piel —pues en semejantes circunstancias la piel se comporta como si pudiera saborear— habrían paladeado un aire tan caluroso y cargado de agua que habría parecido lícito dudar si el cuerpo íntegro estaba en pie o nadaba o flotaba. Los oídos se habrían llenado con el croar de las ranas y con la angustia de los pájaros nocturnos, y habrían sentido también el roce de las alas, las antenas y las patas, sumando el plañido y el bordoneo que demostraban que el aire también estaba poblado de vida.

Después, acostumbrados a la oscuridad por una permanencia suficientemente prolongada, y dispuestos —debería ser al precio del sacrificio de la vida y la integridad física— a darlo todo a cambio de la visión, los ojos también encontrarían la evidencia que les estaba reservada. Tal vez sería una tenue fosforescencia en torno de los hongos que crecían en los troncos de los árboles caídos y que se estaban disolviendo más que pudriendo, o el ocasional fulgor azul más ondulante que aparecía donde las llamas del gas de la marisma deambulaban entre los juncos y las islas flotantes de plantas que se alimentaban tanto de insectos como del agua sustanciosa. A veces, súbitamente, las luces eran aún más espectaculares, como si las hubieran encendido accionando un interruptor: un rápido revoloteo de chispas que centelleaban entre los troncos de los árboles, danzando, trocándose en una nube de fuego que se enroscaba sobre sí misma, se fragmentaba, se convertía en una flámula que se extinguía incomprensiblemente para dejar el paraje todavía más oscuro que antes. Entonces tal vez con un suspiro semejante al de un durmiente que se daba vuelta en la cama, algo corpulento se deslizaba chapoteando por el agua invisible y se detenía un poco más adelante. Para entonces, los pies que habían permanecido allí durante tanto tiempo, se habrían hundido profundamente, con un desplazamiento de cieno, de cieno caluroso, por este lado y por aquel otro; y las sanguijuelas se habrían prendido allí abajo en una oscuridad aún más oscura, en un secreto aún más secreto, y con inconsciente ingenio, sin dejar sentir su presencia, habrían empezado a alimentarse a través de la piel.

Pero en ese paraje no había ningún hombre, y a quien lo hubiera inspeccionado desde lejos y a la luz del día le habría parecido imposible que hubiera habido alguna vez un hombre allí desde los comienzos del género humano. Las chispas de vida voladora volvieron como si las estuvieran persiguiendo. Se encolumnaban en una larga flámula.

Un poco después saltó a la vista la causa de este vuelo en una sola dirección. Una luz, y después dos luces, se movían sistemáticamente detrás del bosque más próximo. Mostraban troncos de árboles, hojas colgantes, musgos, la silueta de ramas quebradas, iluminándolos y confiriéndoles una fugaz visibilidad local de modo que a veces parecían los carbones o los leños de una hoguera, negros al principio, después incandescentes, más tarde consumidos a medida que los faros gemelos serpenteaban por el bosque hacia la marisma, acompañados, respectivamente, por sendas nubes danzantes de insectos voladores, frágiles como el papel y blancuzcos. El viejo auto —y ahora su motor lo había ahuyentado todo menos las criaturas voladoras de modo que incluso las ranas habían callado y se habían zambullido— se detuvo dos árboles antes de llegar a la enigmática oscuridad del agua. El auto se detuvo, el motor enmudeció, las dos luces se atenuaron un poco pero conservaron el resplandor necesario para iluminar los entes voladores y uno o dos metros de humus a un lado de lo que debía de haber sido un camino.

El conductor se quedó un rato quieto. Pero justo cuando el auto hubo permanecido silencioso e inmóvil el tiempo necesario para que los ruidos del paraje recomenzaran, abrió bruscamente la portezuela derecha y se apeó. Se encaminó hacia el maletero, lo abrió y sacó una serie de objetos que rechinaban. Dejó el maletero abierto, volvió al asiento del conductor y se detuvo un momento, mirando hacia el agua invisible. Después de haber procedido así, inició súbitamente una actividad incomprensible. Porque se despojó de sus ropas y su cuerpo apareció en la luz reflejada de los faros, delgado y pálido, para someterse inmediatamente a la investigación de algunos de los entes voladores frágiles como el papel y de muchos de aquéllos que plañían o bordoneaban. Entonces sacó del maletero un objeto raro, se arrodilló sobre el humus y empezó, aparentemente, a desmontar dicho objeto. Hubo un tintineo de vidrio. El hombre encendió una cerilla, más brillante que los faros, y lo que hacía —si bien no había testigos para verlo— se tornó comprensible. Frente a él, en el suelo descansaba un quinqué, prácticamente una antigüedad, al que le había quitado el globo y el tubo, y estaba prendiendo la mecha y los entes frágiles como el papel revoloteaban y danzaban y se inflamaban y eran consumidos o se alejaban arrastrándose parcialmente chamuscados. El hombre bajó la mecha, y después colocó el tubo alto y el globo de vidrio. A continuación, cuando verificó que el quinqué estaba enhiesto y seguro sobre el humus, se volvió hacia el primer grupo de objetos. Se ajetreó con ellos y los hizo rechinar y todo fue inescrutable excepto dentro de la cabeza del hombre donde se ocultaba su intención. Se levantó, ya no totalmente desnudo. Tenía una cadena ceñida alrededor de la cintura, y de esta cadena colgaban pesadas ruedas de acero. Una de éstas, la de más peso, descansaba sobre sus ingles de manera que el espectáculo era absurdo pero decoroso a pesar de que nadie podía verlo excepto las criaturas de la naturaleza, que no importaban. Luego volvió a agacharse pero debió aferrarse a la portezuela del auto por un momento para recuperar el equilibrio, porque las pesadas ruedas hacían que le resultara muy difícil arrodillarse en posición erecta. Sin embargo por fin estuvo allí, postrado, y levantó lentamente la mecha, y entonces el globo blanco del quinqué triunfó sobre los faros y los árboles y la cara inferior de las hojas. El humus y el musgo y el lodo se convirtieron en elementos sólidos que perdurarían a la luz del día, y los entes frágiles como el papel y blancuzcos se enloquecieron alrededor del globo blanco y desde el otro lado de la superficie resplandeciente del agua, tan lisa, tan quieta, una rana escudriñaba la luz a través de dos diamantes. El rostro del hombre se hallaba cerca del globo blanco y no era precisamente la luz la que alteraba la mitad izquierda donde el ojo estaba semicerrado y la comisura de la boca se torcía.

Entonces alzó el quinqué y se levantó, lentamente, apoyándose en la portezuela. Se empinó, con las ruedas rechinantes en torno en la cintura, y la lámpara, ahora en alto, con la base nivelada, sobre su cabeza. Se volvió y caminó con paso lento, deliberado, hacia el agua. El cieno sintió el contacto de los pies humanos, el cieno cálido que se desplazaba hacia uno y otro lado a medida que presionaba y se hundía un pie y después el otro. Ahora las facciones del hombre se convulsionaron aún más como si experimentara un dolor inenarrable. Sus ojos se cerraron y abrieron con un parpadeo rápido, sus dientes brillaron y rechinaron, el quinqué se estremeció. Entró en el agua, sus pies entraron, sus pantorrillas, sus rodillas; extrañas criaturas lo rozaron en el fondo o huyeron por la superficie ondulada y él siguió avanzando, hundiéndose y adentrándose. El agua le llegó más arriba de la cintura y hasta el pecho. La rana rompió el afecto hipnótico de la lámpara y se zambulló. Más allá del centro del estanque el agua llegó a la altura del mentón del hombre, y luego, súbitamente, más arriba. El hombre tropezó y el agua lo cubrió. Se perdió de vista en un trayecto de más o menos un metro, y cualquiera que hubiese estado mirando no habría visto nada más que un brazo y una mano y el viejo quinqué con su globo blanco resplandeciente y las locas criaturas danzarinas. Luego el cabello negro se esparció flotando en el agua. Allí abajo él apoyó los pies con fuerza en el cieno para tomar impulso y asomó la cabeza e inhaló una bocanada de aire. A partir de ese momento continuó trepando sistemáticamente hacia la otra orilla y el agua chorreaba de su cuerpo y de su cabello y de las ruedas, pero no del quinqué. Se irguió, y aunque el aire era caluroso y el agua despedía vapor él empezó a tiritar, a tiritar profunda, espasmódicamente, hasta el punto de que tuvo que sostener el quinqué con ambas manos para evitar que cayera en el lodo. Como si su estremecimiento fuera una especie de señal, a treinta metros de allí, del otro lado del estanque, un lagarto enorme dio media vuelta y se perdió en la oscuridad.

El hombre tiritaba cada vez menos. Cuando todo se redujo a un ligero temblor contorneó el estanque y volvió al auto. Se conducía con aire solemne y metódico. Alzó el quinqué cuidadosamente y lo orientó cuatro veces hacia los cuatro puntos cardinales. Después bajó la mecha y la sopló. El mundo retornó a su estado anterior. El hombre metió el quinqué y las ruedas y la cadena en el maletero. Se vistió. Estiró su raro cabello y se encasquetó firmemente el sombrero. Ahora estaba tranquilo y una nube de luciérnagas volvió y se meció sobre el débil resplandor del agua, cada una a su propia imagen y semejanza. El hombre se instaló en el asiento del conductor. Accionó el arranque y hubo de repetir la maniobra tres veces. Quizás ése fue el ruido más extraño de todos en semejante paraje: el ronquido suburbano del arranque y del motor que cobraba vida. Se alejó.

Matty partió, no en avión, aunque tenía la suma casi justa para pagarse un billete de ida en la clase más económica, sino por mar. Quizás el aire era demasiado presuntuoso y estaba a demasiada altura para él; o quizá lo que se ocultaba en su inconsciente no era la imagen de la joven muñeca de Singapur con su indumentaria rutilante, sino sólo un desasosiego por todo lo que había ocurrido en el aeropuerto de Singapur, una Depravación refulgente escindida de toda sustancia. Porque ciertamente ahora se desplazaba con tanta soltura entre las mujeres como entre los hombres, miraba a las unas y a los otros sin maravillarse, y no había eludido a la Ramera con su cáliz de Abominaciones por temor a lo que pudiera sucederle a su paz espiritual o a su virtud.

Regaló su auto pero se llevó sus restantes y escasos objetos personales. Intentó embarcarse como marinero, pero no había vacantes para un hombre de su edad, cualquiera que ésta fuese, un hombre que sabía realizar faenas diversas, empacar golosinas, cavar tumbas, conducir autos en circunstancias difíciles y que, sobre todo, era un experto en temas bíblicos. Tampoco le valió de nada tener referencias de muchas personas que atestiguaban por escrito su probidad, confiabilidad, honestidad, fidelidad, y discreción, sin mencionar que realmente estas cualidades les habían resultado un poco repulsivas.

De modo que al fin fue a la dársena con su pequeña maleta que contenía los avíos de afeitar para la mitad derecha de su cara, un par de pantalones de recambio, una camisa de recambio, un calcetín negro de recambio, una bayeta y una pastilla de jabón. Se quedó un rato contemplando la borda del barco. Por fin se miró los pies y pareció abstraerse en sus pensamientos. Luego levantó el pie izquierdo y lo sacudió tres veces. Lo bajó. Levantó el pie derecho y lo sacudió tres veces. Lo bajó. Se volvió y observó los edificios del puerto y la baja franja de colinas que era lo único que el continente podía convocar de su interior para despedirlo. Parecía mirar, a través de esas colinas, los miles de kilómetros que había recorrido y los centenares de personas que, independientemente de su voluntad, si no había conocido por lo menos había visto. Paseó la mirada por la dársena. A sotavento de un noray había un montón de polvo. Se encaminó rápidamente hacia allí, se agachó, cogió un puñado y lo esparció sobre sus zapatos.

Subió a bordo, alejándose de los muchos años que había pasado en Australia, y le mostraron el lugar donde habría de dormir con otros once pasajeros, aunque ninguno de éstos había llegado aún. Después de acomodar su única maleta volvió a cubierta y se detuvo nuevamente, inmóvil, silencioso, contemplando el continente que estaba seguro de ver por última vez. Una gota solitaria de agua desbordó de su ojo sano, se deslizó rápidamente por la mejilla y cayó sobre la cubierta. Su boca se movía un poco, pero no dijo nada.