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Respondió al carácter anfractuoso y apasionado de Matty que una vez que decidió partir se fuera lo más lejos posible. El hecho de que se le facilitara el viaje a Australia se compaginó con la extraña forma en que las circunstancias tendían a ajustarse en torno a él a su paso, como si a pesar de su anfractuosidad estuviera equipado para la travesía con un sistema aerodinámico. Se encontró con funcionarios aparentemente comprensivos allí donde podría haber tropezado con la indiferencia, o quizá la explicación residía en que quienes se horrorizaban al ver su oreja disecada procuraban sacárselo rápidamente de encima. En sólo pocos meses encontró un empleo, una iglesia y una cama en la Young Men’s Christian Association de Melbourne. Los tres lo esperaban en el centro de la ciudad, en Fore Street, junto al London Hotel. La ferretería no era tan grande como Frankley’s, pero había almacenes en la planta alta, cajas de embalar en el patio y un taller mecánico que sustituía a la herrería. Podría haber permanecido allí durante años —toda una vida— si el establecimiento hubiera satisfecho su inocente convicción de que al irse lejos y deprisa había dejado atrás sus problemas. Pero, desde luego, la maldición del Pedigree lo había acompañado. Más aún, ya fuera el tiempo o Australia o ambos juntos aguzaron rápidamente sus vagos sentimientos de perplejidad para transformarlos en un franco asombro. Y éste por fin encontró las palabras justas en algún recoveco de su mente.

«¿Quién soy?».

La única respuesta que encontró en su interior para este interrogante fue algo así como: saliste de la nada y hacia allí vas. Has perjudicado a tu único amigo y debes renunciar al matrimonio, al sexo, porque, porque, ¡porque! Analizando la situación con más frialdad, nadie te querría, de todas maneras. Eso es lo que eres.

También era más sensible de lo que imaginaba. Cuando por fin se dio cuenta de que incluso las personas más benévolas debían hacer un gran esfuerzo para no mostrarse visiblemente afectadas por su aspecto, empezó a rehuir todos los contactos posibles. No se trataba sólo de los seres inalcanzables (y al detenerse cuarenta minutos en Singapur, esa figura de muñeca con sus ropas resplandecientes y sumisamente apostada junto a la sala de pasajeros) sino un sacerdote y su afable esposa, y otros más. Su Biblia, impresa sobre papel de la India y encuadernada en cuero acolchado, no le prestaba ninguna ayuda. Tampoco se la prestaban —aunque su inocencia le había hecho pensar otra cosa— su acento inglés y el hecho de que procediera de la Vieja Patria. Cuando sus compañeros de trabajo se hubieron asegurado de que no se creía superior ni menospreciaba a Australia ni pretendía un trato preferente, fueron más crueles de lo que podrían haber sido por el simple disgusto de estar equivocados y perderse una buena diversión. También se produjo una confusión totalmente gratuita.

—No me importa cómo diablos te llamas. Cuando digo «Matey» quiero decir «Matey». ¡Maldito seas!

Y volviéndose hacia el equivalente australiano del señor Parrish…

—¡Enseñarme a mí a hablar el condenado inglés del rey!

Pero Matty dejó la ferretería por una razón muy sencilla. La primera vez que debió transportar unas cajas de artículos de porcelana al Departamento de Regalos de Boda descubrió que éste se hallaba bajo la égida de una joven hermosa y maquillada, que lo convertía en un lugar indescriptiblemente peligroso. Comprendió enseguida que el viaje no había resuelto todos sus problemas y habría emprendido el regreso a Inglaterra en ese mismo momento y lugar si ello no hubiera sido imposible. Lo mejor que pudo hacer, e hizo, fue cambiar de empleo apenas encontró otra alternativa. Consiguió trabajo en una librería. El señor Sweet, que estaba al frente, era demasiado miope y distraído para darse cuenta de que la cara de Matty produciría un efecto negativo. Cuando la señora Sweet, que no era miope ni distraída, vio a Matty, entendió por qué nadie rebuscaba como antes en la tienda. Los Sweet, que eran mucho más ricos de lo que jamás llegarían a serlo los libreros ingleses, vivían en una villa de las afueras de la ciudad y Matty no tardó en instalarse allí, en una casita contigua al edificio principal. Realizaba trabajos diversos, y cuando el señor Sweet le hubo enseñado a conducir se convirtió en el chófer que hacía los trayectos entre la casa y la tienda. La señora Sweet le dijo, mirando en otra dirección, que su cabello quedaría más pulcro si usaba un sombrero. Una profunda conciencia de su persona más que de su identidad lo indujo a escoger un sombrero negro de ala ancha. Éste casaba tanto con la mitad lúgubre y sana de su cara, como con la mitad izquierda, más viva pero también más contraída y formidable, donde la boca y el ojo estaban estirados hacia abajo. Lo cubría hasta tan cerca del muñón purpúreo que la gente rara vez notaba que su oreja salía de lo común. Prenda por prenda —americana, pantalones, zapatos, calcetines, suéter de cuello cisne, jersey— se convirtió en el hombre de negro, silencioso, distante, acechado por la pregunta pendiente de respuesta.

«¿Quién soy?».

Un día en que llevó a la señora Sweet a la tienda, mientras esperaba la hora de transportarla de regreso, se detuvo junto a la bandeja de libros maltrechos que se exhibían fuera del local, a un precio de cincuenta céntimos o menos. Uno de ellos le llamó la atención. Tenía cubiertas de madera y el lomo estaba tan gastado que no se leía el título. Lo levantó distraídamente y comprobó que se trataba de una vieja Biblia, más pesada en madera que en cuero acolchado, aunque el papel era prácticamente el mismo. Ojeó las páginas con las que estaba familiarizado, se interrumpió bruscamente, volvió atrás, después siguió adelante, después una vez más atrás. Acercó la cara a la página y empezó a murmurar entre dientes, hasta que el murmullo se apagó progresivamente.

Una de las características de Matty era su capacidad para abstraerse totalmente. Las palabras resbalaban sobre él sin dejar rastro. Es probable que en las iglesias australianas a las que concurría cada vez menos —y en las iglesias inglesas, y allá en el fondo del aula, en la escuela de huérfanos— se hablara sobre la dificultad que entrañaba el tránsito de un lenguaje a otro, pero las aplicaciones debían de haber caído en el vacío hasta el encuentro presente con la letra de imprenta negra estampada sobre la página blanca. En la mitad cabal del siglo veinte existía una especie de fricción primitiva entre Matty y el mundo despreocupado de sus semejantes, fricción que excluía, aparentemente, y filtraba, el noventa y nueve por ciento de lo que teóricamente debía asimilar el individuo, y le confería al uno por ciento restante la brillante dureza de la piedra. Ahora, en consecuencia, se quedó donde estaba, con el libro en la mano, levantó la cabeza y miró pasmado hacia el fondo de la librería.

¡Es distinto!

Esa noche se sentó a la mesa con ambos libros frente a él y empezó a cotejarlos, palabra por palabra. Era la una de la madrugada cuando se levantó y salió de la casa. Anduvo de un lado a otro por la carretera recta e interminable hasta que llegó la mañana y la hora de llevar al señor Sweet a la ciudad. Cuando regresó y hubo guardado el coche, le pareció que nunca había captado antes la semejanza entre el chillido de los pájaros en la campiña y una especie de risa demencial. Esto lo alteró tanto que cortó el césped sin necesidad, para cubrir ese ruido con el de la máquina. Al oír el primer ¡rrrrr!, la bandada de cacatúas de copete amarillo que había embrujado los altos árboles plantados alrededor de la casa baja levantó el vuelo, chillando y describiendo círculos, y después huyó sobre la dehesa quemada por el sol donde pastaban los caballos… huyó y fue a poblar con su blancura, su movimiento y su clamor un árbol solitario situado a un kilómetro de allí.

Esa tarde, después de tomar el té en la cocina, cogió los dos libros y los abrió por la primera página. Leyó cada portada varias veces. Por fin se arrellanó en la silla y cerró el volumen encuadernado en cuero acolchado. Después lo levantó, salió de la casa, atravesó el prado más próximo y siguió por la huerta. Llegó a la valla que separaba la huerta del camino que bajaba al estanque donde nadaban esos pececillos exclusivamente australianos que se parecían a los langostinos. Oteó los kilómetros de extensión de hierba iluminada por la luna que se extendían hasta las difusas colinas del horizonte.

Sacó su Biblia y empezó a arrancarle las hojas, una por una. A medida que arrancaba cada una dejaba que se la llevara la brisa, aleteando desde su mano para alejarse dando vueltas y vueltas hasta desaparecer finalmente tras las hierbas altas. Después volvió a la casita, leyó un rato la otra Biblia encuadernada en madera, recitó mecánicamente sus plegarias, y se fue a la cama, a dormir.

Así comenzó lo que fue en general un año feliz para Matty. Tuvo un fugaz conflicto consigo mismo cuando descubrió que la nueva dependienta de la tienda de la aldea era bonita. Pero resultó ser tan hermosa que no tardó en irse y fue reemplazada por otra a la que podía tratar con plácida indiferencia. Se desplazaba alegremente por el parque o por la casa, moviendo los labios, con la mitad sana de la cara tan dichosa como puede serlo medio rostro. Nunca se quitaba el sombrero donde podían verlo otras personas y esto hizo que en la aldea se rumoreara que ni siquiera se lo quitaba para dormir, lo cual no era cierto. No era uno de esos sombreros con los que se podía dormir, por su ala ancha, como todos sabían muy bien, pero la leyenda concordaba bien con él, casaba con su retraimiento. Los primeros rayos del sol, y siempre los de la luna, lo encontraban en su cama, con el largo mechón de pelo negro volcado uniformemente sobre la almohada, de manera que la piel blanca de su cráneo y de la mitad izquierda de su cara desaparecía y reaparecía a medida que se movía en sueños. Después se oía el chillido de los pájaros madrugadores y él se incorporaba bruscamente, para volver a acostarse por unos minutos antes de abandonar la cama. Se sentaba más allá de la marisma y la laguna y leía el libro de tapas de madera, siguiendo las palabras con la boca, frunciendo la mitad sana de la cara.

Durante el día sus labios seguían moviéndose, ya fuera que estuviese pilotando la roturadora de motor entre el polvo de la huerta, o soltando los caballos, o esperando frente al semáforo, con el motor en marcha, o llevando paquetes, o barriendo, sacudiendo, lustrando…

A veces la señora Sweet estaba suficientemente cerca como para oírlo.

—«… un plato de plata de ciento treinta sidos de peso, y un jarro de plata de setenta sidos, al sido del santuario, ambos llenos de flor de harina amasada con aceite para ofrenda. Cincuenta y seis. Una cuchara de oro de diez sidos, llena de incienso. Cincuenta y siete. Un becerro, un carnero, un cordero de un año para holocausto. Cincuenta y ocho. Un macho cabrío para expiación…».

A veces lo oía en la casa cuando subía el volumen de su voz, atascada como un disco rayado.

—«Veintiuno. Y también les dijo… también les dijo… también les dijo… también les dijo…».

Entonces oía unas pisadas rápidas y sabía que él había ido a su habitación para consultar el libro que descansaba abierto sobre la mesa. Volvía al cabo de pocos minutos, y entre el frote y el chirrido de la ventana que estaba lustrando lo oía nuevamente.

—«… ¿Acaso se trae la luz para ponerla debajo del almud, o debajo de la cama? ¿No es para ponerla en el candelero? Veintidós. Porque no hay nada oculto que no haya de ser manifestado; ni escondido, que no haya de salir a luz. Veintitrés. Si alguno…».

¡Un año feliz, en general! Sólo que había elementos —como se dijo una vez en un momento de lucidez muy coherente y brillante— elementos que se movían bajo la superficie. Cuando los elementos se movían en la superficie se podía hacer algo. Por ejemplo, había instrucciones explícitas acerca de la conducta a adoptar cuando un hombre incurría en abominación consigo mismo. ¿Pero y si el elemento que se mueve bajo la superficie no se puede definir sino que permanece allí, como un debes desprovisto de instrucciones? Los debes lo impulsaban a hacer cosas que no podía explicar sino sólo aceptar como un ligero desahogo cuando la inactividad era insoportable. Tal el trazado de configuraciones con piedras, la ejecución de ademanes sobre éstas. Tal el pausado escurrimiento de arena de la mano y el derramamiento de agua pura en un hoyo.

Durante este año Matty dejó de ir a la iglesia, que sólo hizo esfuerzos simulados por retenerlo. El dejar de concurrir a la iglesia fue un debes en la misma medida en que lo eran los otros actos, y de naturaleza positiva. Sin embargo el tránsito de ese año al siguiente, que podría haberse producido con el habitual deslizamiento bien lubricado sin dejar rastros en otro lugar que no fuera el calendario, chirrió en la sensibilidad de Matty como una bisagra herrumbrosa. La hermana viuda de la señora Sweet llegó de Perth para pasar allí las vacaciones de Navidad y Año Nuevo y trajo consigo a su hija. La imagen de la joven cuya tez hacía juego con su cabellera rubia bastó para echarlo a rodar hasta las primeras horas de la mañana y para hacerle elevar la mirada al cielo como si allí pudiera encontrar alguna ayuda. Entonces, ¡aleluya!, en lo alto del firmamento vio una constelación familiar. Era Orión el cazador, rutilante, pero con la ígnea daga disparada hacia arriba. El alarido de Matty despertó a las aves como una falsa aurora, y en el silencio que cayó cuando volvieron a sosegarse, él entendió la redondez de la tierra y el terror de los elementos suspendidos en el vacío, el sol que se movía como embrujado y la luna que estaba cabeza abajo; y cuando sumó a ello la placidez con que la gente vivía en medio de la majestuosidad y el terror, la bisagra herrumbrosa chirrió al girar el sentido contrario y el interrogante que lo acompañaba constantemente cambió y se aclaró.

No… ¿quién soy?

—¿Qué soy?

Allí en la carretera despejada y en las primeras horas de la mañana de Año Nuevo y a pocos kilómetros de la ciudad de Melbourne lo formuló en voz alta y esperó una respuesta. Era absurdo, claro está, como muchas cosas que él hacía. No había nadie despierto y levantado en muchos kilómetros a la redonda, y cuando por fin le volvió la espalda al lugar donde había gritado y donde había formulado la pregunta, tampoco obtuvo respuesta, a pesar de que el sol ya iluminaba las colinas del horizonte.

De modo que el invierno y el verano y la primavera y el otoño formaron el segundo año, sólo que no hubo invierno, no en verdad, y tampoco mucha primavera. Ésa fue la época en que el interrogante pareció entibiarse cada vez más bajo la superficie de su mente y sus sentimientos, y calentarse después cada vez más hasta que se le apareció en sueños todas las noches. Soñó tres noches seguidas que el señor Pedigree repetía esas horribles palabras y después pedía auxilio. Sólo que Matty pasó tres noches seguidas alelado, revolcándose bajo la sábana y forzando la boca para explicar: ¿Cómo será posible que lo auxilie mientras yo no sepa lo que soy?

Después de eso, descubrió, al despertar que no era apropiado que recitara su parlamento en voz alta. Ya era suficientemente grave tener que hablar o escuchar lo que hablaban los demás mientras el interrogante lo acosaba sin tregua; y como no podía contestar el interrogante ni saber lo que significaba ni cómo formularlo, empezaron a aclararse determinadas consecuencias más o menos en la misma forma en que el interrogante propiamente dicho había asumido chirriando su nueva configuración. Comprendió que debía emprender la marcha, e incluso pasó un tiempo preguntándose si ése no era el verdadero motivo por el cual la gente marchaba o deambulaba como lo había hecho Abraham. Ciertamente podía encontrar el suficiente desierto si viajaba unos pocos kilómetros, pero apenas Matty se dio cuenta de que debía echar a andar, vislumbró, consciente o inconscientemente, la necesidad de enderezar rumbo al norte, hacia donde el chorro ígneo de la daga de Orión tal vez estaría por lo menos más horizontal. El hombre que camina porque no puede quedarse quieto necesita un impulso muy pequeño para fijar su dirección. De todas maneras pasó tanto tiempo abrumado por la simple imposibilidad de entender, que entró en su cuarto año de estancia en Australia antes de hacer lo que él definía como sacudirse de los pies el polvo de Melbourne. Como no podía explicar, realmente, por qué partía, ni lo que esperaba hallar, pasó mucho tiempo tomando recaudos para simplificar su vida. Con una parte de los salarios que pocas veces gastaba se compró un auto muy pequeño, muy barato y por tanto muy antiguo. Tenía su Biblia con cubiertas de madera, un par de pantalones de recambio, una camisa de recambio, avíos de afeitar para la mitad derecha de su cara, un saco de dormir y un calcetín de recambio. Ésta era su racionalización más brillante y se proponía cambiarse un calcetín por día. El señor Sweet le dio una suma adicional de dinero y lo que se daba en llamar «referencias» con la aclaración de que era laborioso, escrupulosamente honesto y absolutamente veraz. El hecho de que después de haberse despedido de él la señora Sweet fuera a la cocina e hiciera unas piruetas de puro alivio sirve como testimonio de que estas virtudes tienen muy poco atractivo cuando no se complementan con algo más.

En cuanto a Matty, partió en su auto con lo que él interpretaba como un placer realmente pecaminoso. La carretera seguía los trayectos conocidos por donde algunas veces había llevado al señor y la señora Sweet en sus paseos dominicales, pero sabía que llegaría el momento en que sus ruedas lo apartarían de las huellas que pudiera haber dejado el Daimler, rumbo a un nuevo mundo. Cuando llegó ese momento, lo que experimentó no fue placer sino un puro deleite… tanto más pecaminoso, claro está, cuanto que ésa era su naturaleza.

Después Matty trabajó durante más de un año para una empresa de Sidney que se especializaba en levantar cercas. Esto le permitió reunir un poco más de dinero y lo mantuvo apartado de la gente durante la mayor parte del tiempo. Podría haber dejado antes aquel trabajo, pero su pequeño auto sufrió una avería tan grave que necesitó trabajar seis meses más para pagar la reparación y reanudar la marcha. El interrogante seguía abrasándolo, lo mismo que el clima, a medida que avanzaba hacia Queensland. Cerca de Brisbane necesitó otro trabajo y lo consiguió. Pero permaneció en él menos tiempo que en cualquier otro. Menos, incluso, que en la ferretería de Melbourne.

Se inició como recadero en una fábrica de golosinas suficientemente pequeña como para no estar mecanizada, y dado el calor, pues era verano, y su aspecto, las mujeres asediaron al gerente y le exigieron que lo despidiera con el argumento de que las miraba constantemente. En verdad eran ellas quienes lo miraban a él y susurraban: «No es extraño que ese lote de crema se haya agriado», y cosas parecidas. Matty, que debía de haber pensado que sería invisible si aplicaba la política del avestruz y no miraba a nadie, fue convocado al despacho del gerente, y en el momento en que le estaban devolviendo sus papeles se abrió la puerta y entró bamboleándose el propietario de la fábrica.

El señor Hanrahan medía aproximadamente la mitad que Matty, en cuanto a estatura, y era cuatro veces más gordo que él. Tenía una cara rechoncha. Sus ojillos negros e inquietos siempre buscaban algo en los rincones, y cuando oyó que estaban despidiendo a Matty estudió sus facciones de soslayo, y después le miró la oreja, y finalmente lo recorrió con la vista de la cabeza a los pies y de los pies a la cabeza.

—¿No será acaso éste el hombre que buscábamos?

Matty intuyó que faltaba poco para que sus interrogantes tuvieran respuesta. Pero lo que sucedió fue que el señor Hanrahan se lo llevó del despacho y le dijo que lo siguiera cuesta arriba. Matty montó en su viejo auto, el señor Hanrahan montó en el suyo, nuevo, y lo puso en marcha, y después saltó nuevamente afuera, corrió hasta la puerta, la abrió y miró hacia el interior de la oficina. Retrocedió lentamente, y la cerró con cuidado pero sin dejar de mirar, incluso por la última rendija.

La carretera se alejaba de la fábrica por bosques y praderas y subía zigzagueando por la falda de la colina. La casa del señor Hanrahan se levantaba sobre la ladera entre árboles extraños que chorreaban orquídeas y guirnaldas de musgo. Matty estacionó el suyo detrás del auto nuevo y siguió a su nuevo patrono por una escalera exterior hasta una inmensa sala que parecía estar totalmente circundada por paredes de vidrio. Por un lado se podía mirar directamente cuesta abajo, y allí estaba la fábrica, que parecía una maqueta de sí misma. Apenas hubo entrado, el señor Hanrahan tomó unos prismáticos que descansaban sobre la gran mesa y los enfocó sobre la maqueta. Resopló ferozmente. Cogió el teléfono y vociferó por el auricular.

—¡Molloy! ¡Molloy! ¡Hay dos chicas holgazaneando en la parte de detrás!

Pero cuando el señor Hanrahan terminó de decir esto, Matty estaba fascinado, mirando los vidrios de las otras tres paredes. Eran todos espejos, que cubrían incluso la superficie de las puertas, y no espejos comunes, sino que deformaban la imagen de manera tal que Matty se vio reproducido media docena de veces, inflado por los costados y aplastado desde arriba, y el señor Hanrahan tenía forma de sofá.

—Ja —exclamó el señor Hanrahan—. Veo que admiras mis lunas. ¿No te parece una buena idea para la mortificación cotidiana del orgullo pecaminoso? ¡Señora Hanrahan! ¿Dónde estás?

La señora Hanrahan apareció como si se materializara de la nada, porque en presencia de la ventana y de los espejos, una puerta que se abría acá o allá era poco más que una confluencia líquida de luz. La mujer era más delgada que Matty, más baja que el señor Hanrahan, y tenía un aire de haber sido desgastada por el uso.

—¿Qué sucede, señor Hanrahan?

—¡Aquí está, lo he encontrado!

—¡Pobre hombre, con esa cara zurcida!

—¡Ya les enseñaré qué espantosa frivolidad es querer tener un hombre en la casa! ¡Chicas, vengan todas!

Entonces se produjo una confluencia líquida en varios tramos de la pared, un poco de oscuridad y de trecho en trecho un destello luminoso.

—Mis siete hijas —exclamó el señor Hanrahan, mientras las contaba afanosamente—. ¿Querían un hombre en la casa, verdad? ¿Así que había demasiadas mujeres? ¡Ni un joven en más de un kilómetro a la redonda! ¡Les daré una lección! ¡Éste es el nuevo hombre de la casa! ¡Mírenlo bien!

Las chicas habían formado un semicírculo. Allí estaban las mellizas Francesca y Teresa, apenas salidas de la cuna, pero bonitas. Matty levantó instintivamente la mano para que no las asustara su lado izquierdo, que se hallaba a la vista. Allí estaba Bridget, bastante más alta y hermosa y de mirada miope, y Cecilia, que era más baja e igualmente bella y en todo caso más núbil, y estaba Gabriel Jane, que hacía que se volvieran las cabezas en la calle, y estaba la primogénita, vestida para concurrir a una barbacoa, Mary Michael, y quien mirara a Mary Michael estaba perdido.

Cecilia se apretó las mejillas con las manos y profirió un débil chillido cuando sus ojos se acostumbraron a la luz. Mary Michael volvió su cuello de cisne en dirección al señor Hanrahan y murmuró unas palabras hechizantes.

—¡Oh, papá!

Entonces Matty lanzó un alarido salvaje. Abrió la puerta y bajó trastabillando por la escalera exterior. Saltó dentro de su auto y tomó velozmente las curvas de la carretera que llevaba cuesta abajo. Empezó a recitar en alta voz:

—«La Revelación de San Juan. Capítulo uno. Uno. Juan escribe su revelación para las siete iglesias de Asia, simbolizadas por los siete candeleros de oro. Siete. El advenimiento de Cristo. Catorce. Su glorioso poder y majestad. La Revelación de Jesucristo, que Dios le dio, para manifestar a sus siervos…».

Matty continuó así, en voz alta, y ésta bajó progresivamente y ya había recuperado su volumen normal cuando llegó a:

—«Diecinueve. Y si alguno quitare de las palabras del libro de esta profecía, Dios quitará su parte del libro de la vida, y de la santa ciudad y de las cosas que están escritas en este libro».

Con el «Amén» del final descubrió que necesitaba gasolina y la consiguió, y mientras aguardaba cruzó flotando por su mente una especie de imagen retardada de Mary Michael de modo que empezó a recitar nuevamente al azar, tanto por la carretera como por el libro…

—«Veintidós. Cina, Dimona, Adada».

»“Veintitrés. Cedes, Hazor, Itnán”,

»“Veinticuatro. Zif, Telem, Bealot”,

»“Veinticinco. Hazor-hadata, Queriot, Hezrón (que es Hazor)”.

»“Veintiséis. Amam. Sema, Molada…”.

Y Matty llegó por la noche a la ciudad de Gladstone, que es una gran ciudad. Y moró en ella durante muchos meses, en paz, y encontró trabajo como sepulturero.

Pero se repitió el esquema, y volvieron a aflorar el interrogante y el desasosiego y la necesidad de reanudar el viaje rumbo a un lugar donde todo se aclarara. De modo que Matty empezó a pensar, o quizá sería más correcto decir que algo empezó a pensarse en Matty y le mostró el resultado. Así, sin volición consciente tropezó con el pensamiento: ¿Acaso todos los hombres son como yo? Luego se sumó a ese pensamiento: No. Porque. Las dos mitades de su cara son iguales.

Después: ¿Sólo me distingo de ellos por mi cara?

No.

«¿Qué soy?».

Después de eso rezó mecánicamente. Lo que le pasaba a Matty era curioso. No podía rezar, así como tampoco podía volar. Pero en ese momento agregó un complemento después de los ruegos por todas las personas que conocía, en el sentido de que si ello era permisible lo haría feliz que le aliviaran su dificultad personal, e inmediatamente después se materializó en su mente otro pensamiento, una cita, una cita horrible: Y hay eunucos que a sí mismos se hicieron eunucos por causa del reino de los cielos. Esta idea se le había ocurrido en una tumba, que era el lugar más apropiado para ella. Lo hizo saltar de la fosa como si estuviera viviendo una especie de resurrección instantánea y cuando por fin pudo quitársela de la cabeza ya había recorrido muchos kilómetros cuesta arriba, internándose en una comarca de hombres violentos y perversos. Los hombres perversos lo hicieron por él. Lo detuvo la policía que lo registró, y registró el coche, y le advirtió que ésa era una carretera donde se habían perpetrado asesinatos, y donde se perpetrarían otros más, pero él siguió adelante porque no se atrevería a volver atrás y tampoco tenía otro lugar adónde ir. Había consultado un mapa en una gasolinera, pero los años que había pasado en ese territorio no le habían enseñado la diferencia entre un país y un continente. Partió pensando, como un ignorante, que el trayecto hasta Darwin era de pocos kilómetros, y que encontraría gasolineras y tiendas y pozos de agua donde le hicieran falta. No le interesaba adquirir nuevos conocimientos, y la Biblia, aunque estaba poblada de eriales y desiertos, no mencionaba la mayor o menor presencia de pozos y gasolineras en el páramo. De modo que abandonó lo que ya no era una carretera importante y se extravió por completo.

Matty no se asustó. No se trata de que fuera valiente. Simplemente, no tenía conciencia del peligro. No podía asustarse. De manera que siguió adelante, bamboleándose y dando tumbos, vibrando y patinando, y pensó que le gustaría tomar un trago pero sabía que no llevaba consigo nada para beber, y vio que la aguja del indicador de combustible estaba cada vez más baja hasta que por fin rebotó contra el límite del cuadrante y delante sólo seguía habiendo un sendero borroso y entonces el auto se detuvo. No dramáticamente ni en una posición de evidente dramatismo. Se detuvo donde unos arbustos erizados de púas poblaban un terreno que parecía estar compuesto de arena y donde lo único que interrumpía la continuidad del horizonte espinoso era la baja giba de tres árboles que no estaban juntos sino espaciados a lo largo del lado norte, y aparentemente lejanos. Matty pasó mucho tiempo sentado en el auto. Vio cómo el sol se ponía delante de él y el cielo estaba tan despejado de nubes que incluso en su confín el sol se mezcló y coaguló durante un rato entre las espinas antes de conseguir desprenderse y perderse de vista. Escuchó desde allí los ruidos de la noche pero ya estaba bastante familiarizado con ellos y ni siquiera le pareció alarmante el redoble que produjo un animal de gran alzada entre las zarzas. Matty se acomodó en el asiento del conductor como si ése fuera el lugar apropiado y se echó a dormir. No se despertó hasta el alba, y lo que lo despertó no fue la luz sino la sed.

Podía no asustarse pero sí podía estar sediento. Se apeó del auto, salió al encuentro del frío amanecer y caminó en torno como si pudiera tropezar con un estanque o un snack bar o una tienda de aldea; y después, sin ningún preparativo ni muchas reflexiones previas, echó a andar hacia adelante por el sendero. No miró hacia atrás hasta que una extraña tibieza sobre la espalda lo indujo a volverse y observar el sol naciente. No vio ningún coche bajo sus rayos: sólo malezas. Echó a andar nuevamente. A medida que se elevaba el sol, aumentaba también su sed.

La literatura de la supervivencia no había rozado a Matty. Éste no sabía nada acerca de las plantas que retienen agua en sus tejidos, ni acerca de la excavación de hoyos en la arena ni acerca de la técnica de observar el comportamiento de los pájaros. Tampoco experimentaba la emoción de la aventura. Sólo sentía sed, una inflamación en la espalda y el golpeteo de las cubiertas de madera de su Biblia contra la cadera derecha. Quizá ni siquiera se le había ocurrido pensar que un hombre podía caminar hasta desplomarse sin hallar agua. De modo que siguió avanzando con la misma obstinación con que lo había hecho todo en su vida, incluso en los comienzos de ésta.

A mediodía les ocurrieron cosas extrañas a los matorrales. A veces éstos flotaban en torno como si el señor Hanrahan los hubiera introducido en su insólita sala. Este fenómeno le obstaculizó a Matty la visión del sendero, o de lo que él creía que era el sendero, y se detuvo un rato, mirando hacia abajo y parpadeando. Alrededor de sus pies corrían unas hormigas grandes y negras, hormigas para las que, al parecer, el calor era un estímulo y un incentivo para trabajar, porque transportaban cargas enormes como si se propusieran lograr algo. Matty las estudió durante un tiempo, pero ellas no le aclararon nada sobre su condición. Cuando levantó nuevamente la vista no pudo discernir por dónde pasaba el sendero. Sus propias pisadas no le prestaron ninguna ayuda porque se perdían detrás de una curva y los matorrales lo circundaban por todas partes. Escudriñó el horizonte con la mayor minuciosidad posible y llegó a la conclusión de que en una dirección se notaba un espesamiento de la textura o una densidad y una altura adicionales. Tal vez eran árboles, pensó, y con los árboles habría sombra, de modo que resolvió enderezar en dicha dirección si ésta se encontraba en algún tramo del sector situado a su oeste. Pero a mediodía, tan cerca del ecuador, es muy difícil orientarse por el sol, incluso con un sextante, y lo que sucedió fue que Matty, al mirar hacia arriba, dio un paso atrás y cayó de espaldas. La caída le cortó la respiración y por un momento entre los rayos y centellas giratorias del cenit pareció surgir una sombra, de forma humana e inmensa. Se puso en pie y por supuesto no había nada, únicamente el sol que caía verticalmente de modo que cuando volvió a encasquetarse el sombrero la sombra del ala se proyectó sobre sus pies. Encontró la dirección del espesamiento y trató de pensar si ésa era la más aconsejable o no, pero lo único que afloró en su cerebro fue un rosario de mandamientos bíblicos sobre la dimensión de los mares de bronce. Éstos le hicieron ver fugaces imágenes de agua que se mezclaron con los espejos de la habitación del señor Hanrahan y sintió sus propios labios como si fueran dos aristas de roca en un erial. De modo que a continuación se abrió paso entre arbustos que le llegaban a los hombros y cuando los traspuso se encontró con un árbol alto poblado de ángeles. Al verlo éstos lo zahirieron y remontaron vuelo y describieron círculos y después se alejaron cruzando el firmamento de manera que él entendió claramente que querían que los siguiese y que se mofaban de él porque no podía volar. Pero aún podía mover los pies y siguió caminando hasta que llegó al pie del árbol que mantenía sus hojas sesgadas al sol y que no daba sombra y lo único que rodeaba al árbol era una pequeña parcela de tierra pelada y arenosa. Apoyó la espalda contra el tronco e hizo una mueca de dolor porque se había quemado a través de la americana. Entonces apareció un hombre en el borde del arenal pelado y era un aborigen. Era el hombre, observó Matty, que había aparecido más atrás, en el aire, interpuesto entre él y el sol cuando había caído. Esta vez Matty tuvo la oportunidad de estudiarlo de arriba abajo y detenidamente. El hombre no era tan alto, al fin y al cabo, sino más bien bajo. Pero era delgado y esto lo hacía parecer más alto. La larga estaca de madera con la punta negra quemada que el «abo» enarbolaba en la mano era más alta que cualquiera de ellos dos. El «abo», notó Matty, tenía una nube en la cara, lo cual era bastante lógico dada la forma en que se había materializado en el aire bajo el sol. También estaba íntegramente desnudo.

Matty se apartó un paso del árbol y habló.

—Agua.

El «abo» se adelantó y le escudriñó la cara. Levantó el mentón y habló en su lengua. Hizo un ademán portentoso con la lanza, trazando un gran arco por el cielo que incluyó el sol.

—¡Agua!

Ahora Matty señaló la nube que ocultaba la boca del «abo» y después señaló su propia boca. El «abo» apuntó con la lanza hacia donde el matorral era más espeso. Después sacó de la nada un guijarro pulido. Se acuclilló, lo depositó sobre el terreno arenoso y farfulló en dirección a él.

Matty estaba pasmado. Sacó su Biblia del bolsillo y la sostuvo sobre el guijarro, pero el «abo» continuó farfullando. Matty volvió a gritar.

—¡No, no!

El «abo» miró impasiblemente el libro. Matty se lo guardó en el bolsillo.

—¡Mira!

Trazó una línea sobre la arena y después otra que cruzaba la primera. El «abo» las miró pero no dijo nada.

—¡Mira!

Matty se arrojó al suelo. Quedó tumbado con las piernas estiradas sobre la primera línea y los brazos muy abiertos a ambos lados sobre la segunda. El «abo» se incorporó inmediatamente de un salto. La nube de su rostro fue hendida por un ancho destello blanco.

—¡Jodido gran hombre del cielo pertenece Jesucristo!

Saltó por el aire y aterrizó con un pie sobre cada uno de los brazos estirados, en el hueco de los respectivos codos. Descargó lanzazos a diestro y siniestro, con la punta endurecida por el fuego, contra la palma abierta de las manos. Volvió a saltar a gran altura hacia atrás y aterrizó con ambos pies sobre el bajo vientre de Matty y el cielo se oscureció y el «abo» desapareció en él.

Matty se enroscó como una hoja, como un gusano partido en dos, arqueó el cuerpo hacia arriba y los ramalazos de náusea crecieron a la par del dolor hasta que arrasaron con su conciencia.

Cuando volvió en sí estaba muy tumefacto de modo que intentó desplazarse a gatas pero la náusea volvió a arrollarlo. Porque así se lo imponía su idiosincrasia se levantó, mientras el mundo se bamboleaba, y mantuvo las piernas separadas y el vientre le pesaba tanto que se lo sostuvo con las dos manos para no perder nada por ahí abajo. Enfiló hacia donde le parecía recordar que había visto una espesura más allá del matorral. Pero cuando terminó de atravesar la espesura desembocó en un espacio abierto con unos árboles un poco más adelante. En el espacio abierto había una valla electrificada que se extendía hacia ambos lados hasta perderse de vista. Se volvió, mecánicamente, para bordearla, pero oyó el claxon de un vehículo a sus espaldas. Se quedó quieto, humilde y azorado, y el vehículo resultó ser un Land Rover que se acercó lentamente por su izquierda y por fin se detuvo. Un hombre se apeó y se aproximó a él. Vestía una camisa de cuello abierto y vaqueros y un sombrero australiano con el ala recogida hacia arriba. Escudriñó el rostro de Matty y éste esperó como un animal, porque en ese momento no podía hacer otra cosa.

—Rediós. Estás en las últimas. ¿Dónde está tu camarada? ¿Tu amigo? ¿Tu amiga?

—Agua.

El hombre lo guió delicadamente hacia el Land Rover, silbando de vez en cuando entre dientes como si Matty fuera un caballo.

—Te han dejado hecho una piltrafa hijo mío, qué barbaridad. ¿Quién se ensañó contigo? ¿Boxeaste diez rounds con un canguro? Bebe esto. ¡Despacio!

—Crucificado…

—¿Dónde está tu enemigo?

—«Abo».

—¿Has visto a un aborigen? ¿Y te crucificó? A ver. Muestra tus manos. No son más que rasguños.

—Una lanza.

—¿Un hombrecillo delgado? ¿Al que lo esperaban una gorda y dos críos? No puede ser otro que Harry Bummer. Maldito cerdo. Supongo que te hizo creer que no entendía inglés, ¿no es cierto? Movía la cabeza así, ¿no es cierto?

—Sólo un «abo».

—Debían de andar buscando víveres. Los otros, quiero decir. Nunca ha vuelto a ser el mismo desde que rodaron esa película sobre su vida. Lo ensaya con todos los turistas. Ahora déjame echar un vistazo a tus cojones, hermano. Tienes suerte. Soy el veterinario, ¿sabes? ¿Y qué me dices de tu camarada?

—Solo.

—Dios mío. ¿Has andado sólo por ahí? Podrías haber seguido dando vueltas y vueltas, sabes, vueltas y vueltas. Ahora con cuidado, con mucho cuidado, ¿puedes levantarte? Deja que te sostenga con el brazo y después bájate los pantalones. Mamita mía, como decimos en Australia. Si fueras un tercero diría que alguien ha hecho una mala faena. Dios mío. Los montaremos en un cabestrillo. Claro que en mi especialidad generalmente lo que pretendo lograr es lo contrario, si es que me entiendes.

—Auto. Sombrero.

—Cada cosa a su tiempo. Ojalá Harry Bummer no los encuentre antes, ese cerdo desagradecido. Después de todo lo que hicimos por educarlo. Sepáralas bien. Espero que al fin y al cabo comprueben que no te ha dejado fuera de juego, que no te ha estropeado las joyas de la familia, el muy torpe. Muchas veces he mirado a un buey y me he preguntado qué me diría si pudiera hablar. ¿Qué llevas en el bolsillo? Oh, ¿eres un predicador? Entonces no me extraña que el viejo Harry… Quédate quieto. Trata de sostenerte con las manos. Nos zarandearemos un poco pero eso es inevitable y el hospital no está lejos, no señor. ¿No lo sabías? Estabas casi en los suburbios. ¿No creías que estabas realmente en el desierto, verdad?

Puso en marcha el motor y el Land Rover arrancó. Matty no tardó en perder nuevamente el conocimiento. El veterinario, al ver que se había desvanecido, pisó el acelerador con fuerza y avanzó dando tumbos y patinando por el terreno arenoso hasta llegar a la carretera secundaria. Entretanto hablaba consigo mismo.

—Supongo que tendré que comunicarlo a la policía. Más problemas. Claro que no atraparán al viejo Harry. Tendrá una coartada con una docena de tipos como él. Este pobre inglés nunca podría distinguirlo a unos de otros.