Frankley’s era una ferretería con personalidad. Cuando abrieron el canal y construyeron el puente viejo, el Old Bridge, se redujo el valor de todas las propiedades de ese extremo de Greenfield. A comienzos del siglo XIX, Frankley’s se instaló en los destartalados edificios que por la parte posterior miraban hacia el camino de sirga y cuyo precio era irrisorio. Dichos edificios eran de edad indefinida: algunos con paredes de ladrillos, otros con tejados de tejas, otros con listones y yesos y otros con una curiosa arquitectura en madera. Y era posible que algunos tramos de estas superficies de madera correspondiesen en verdad a ventanas medievales tapiadas como era habitual con tablas, que ahora se confundían con simples paredes hendidas. Ciertamente no había allí ni una sola viga que no estuviera marcada de trecho en trecho con muescas, ranuras y uno que otro agujero, testimonios todos ellos de construcciones y reconstrucciones, divisiones, ampliaciones y sustituciones que se habían efectuado durante un período de tiempo exageradamente largo. Los edificios que por fin fueron aglutinados bajo la dirección de Frankley eran heterogéneos y aparentemente tan confusos como las ramificaciones del coral. La fachada que miraba hacia High Street sólo había sido completada y unificada en 1850 y se conservó así hasta que fue totalmente reconstruida para la visita de Su Majestad el rey Eduardo VII, en 1909.
Para entonces, si no antes, todos los desvanes y buhardillas, las galerías, los corredores, los escondrijos y recovecos habían sido transformados en almacenes y estaban abarrotados de existencias. Éste era un exceso de acopio. Frankley’s conservaba un sedimento de reliquias de cada época, de cada generación, de cada lote de mercancías. El visitante que hurgara en los rincones más remotos podía toparse con artefactos tales como lámparas para carruajes o un marco de aserrador, que no estaban destinados a un museo sino a una diligencia de paso o a un aserrador que se había resistido a aceptar la maquinaria de vapor. Es cierto que a comienzos del siglo XX Frankley’s se esmeró por reunir en la planta baja la mayor cantidad posible de artículos modernos. Éstos, merced a una especie de evolución que no respondía a un agente visible, se ordenaron por secciones o departamentos consagrados a diversos intereses, como podían ser las herramientas, la jardinería, el croquet o las misceláneas. Después de la convulsión de la Primera Guerra Mundial, la tienda generó una tela de araña compuesta de alambres por los que el dinero se deslizaba en pequeños potes de madera. Esto fascinaba a las personas de todas las edades, desde los bebés hasta los jubilados. Un dependiente disparaba el pote —¡clang!— desde su mostrador, y cuando aquél llegaba por el aire a la gaveta hacía sonar una campana: ¡Dong! Entonces el cajero levantaba las manos, desatornillaba el pote, recogía el dinero, inspeccionaba la factura, colocaba la vuelta y disparaba el pote hacia su punto de partida: ¡Clang…! ¡Clang! Toda esta operación consumía mucho tiempo pero era muy interesante y entretenida, como lo era el hecho de jugar con trenes en miniatura. Los días de mercado el repique de la campana era frecuente y suficientemente fuerte como para hacerse oír por encima del mugido del ganado que arreaban por el Old Bridge. Pero otros días la campana permanecía muda durante períodos que se prolongaban a medida que transcurrían los años. Era posible que entonces un visitante que se aventurara por las regiones más oscuras y remotas de Frankley’s descubriese otra propiedad de los postes de madera. Unos artificios mecánicos podían sofocar el ruido de las mismas campanas, y entonces un pote pasaba zumbando sobre la cabeza del cliente como si fuera un ave de presa, rodeaba una esquina y desaparecía en una dirección totalmente inesperada.
La vejez era el numen de Frankley. Esta compleja maquinaria había sido ideada para evitar que cada dependiente de la tienda tuviera su propia gaveta. El resultado imprevisto fue que la tela de araña aisló a los vendedores. Cuando un joven señor Frankley’s heredó al difunto señor Frankley y se convirtió a su vez en el anciano señor Frankley y murió, sus dependientes, que se conservaban sanos tal vez en razón de que llevaban una vida frugal y virtuosa, no fallecieron sino que permanecieron estáticos detrás de sus mostradores. El nuevo joven señor Frankley, aún más devoto que sus antepasados, pensó que el sistema de transporte aéreo de dinero arrojaba sombras sobre la honradez de esos ancianos caballeros, y lo eliminó. Se trataba, desde luego, del famoso señor Arthur Frankley que construyó la capilla y cuyo nombre fue abreviado a «señor Arthur» por aquellos caballeros de los rincones cuya locución no había sido contaminada por los tiempos que asistían a la propagación del carruaje sin caballos. El señor Arthur devolvió su gaveta de madera a cada mostrador y restituyó su dignidad a las partes independientes. Pero el uso del sistema aéreo había surtido dos efectos. En primer lugar, había acostumbrado al personal a un silencio y un sosiego moderados, y en segundo término, lo había habituado tanto a despachar y recibir dinero por arriba que cuando a uno de estos ancianos caballeros le tendían un billete inmediatamente lo levantaba como si se dispusiera a examinar su marca de agua. Pero a esto, en el curso de la evolución o quizá de la devolución del lugar, lo seguía un silencio continuo y una expresión perdida mientras el dependiente trataba de recordar cuál era el paso siguiente. Sin embargo, llamarlos «dependientes» no hace justicia a su memoria. En los días luminosos, cuando cortaban incluso la débil corriente y la tienda dependía de las lunas de los escaparates o de las anchas y mugrientas claraboyas, algunas de las cuales eran interiores y nunca veían el cielo, quedaban descansadas zonas de penumbra: rincones, o pasillos olvidados. En esos días, era posible que el cliente que se paseaba ociosamente descubriera un espectral cuello de pajarita refulgiendo en un recoveco poco frecuentado y, a medida que su vista se acostumbraba a la oscuridad, también era posible que vislumbrara un rostro pálido flotando sobre el cuello de pajarita, y más abajo quizás un par de manos, separadas a la altura donde debería hallarse el mostrados invisible. Probablemente ese hombre estaría tan inmóvil como sus paquetes de remaches y clavos y tornillos y rótulos y tachuelas. Estaría ausente, con un estado de ánimo inescrutable, en el que el cuerpo debía quedar así abandonado para pasar la vida erecto y a la espera del último cliente. Incluso el joven señor Arthur, con toda su buena voluntad y su benevolencia, opinaba que el único dependiente decoroso era el vertical y que la idea de que un dependiente se sentara contenía un elemento de inmoralidad.
Puesto que el señor Arthur era devoto, es innegable que por uno de esos misterios espirituales de la condición humana los dependientes se fueron purificando progresivamente bajo su régimen. La combinación de vejez, frugalidad y piedad los convirtió simultáneamente en los dependientes más inútiles y más enaltecidos del mundo. Eran famosos. El joven señor Arthur quedó extenuado por su decisión napoleónica acerca de la tela de araña. Era uno de esos solterones natos, no tanto por desagrado o inversión como por una reducción del impulso sexual, y se propuso legar su fortuna a la capilla. Durante la Segunda Guerra Mundial la tienda dejó de ser rentable, pero el déficit fue mínimo. El señor Arthur no vio ninguna razón para que las cosas no siguieran así durante el resto de su vida. Había que mantener a esos venerables ancianos porque no sabían hacer más que lo que hacían y porque no tenían otro lugar adonde ir. Cuando el nieto progresista del contable de su padre le reprochó esta actitud poco comercial, el señor Arthur murmuró vagamente: «No embozalarás al buey que muele el maíz».
Ya no se puede determinar si la reimplantación de las gavetas independientes influyó sobre la celeridad con que declinó la tienda. Lo único seguro es que cuando el declive se tornó más peligroso, el establecimiento hizo esfuerzos convulsivos, aparentemente espontáneos, para salvarse. No renegó del honorable compromiso asumido con los ancianos caballeros que habían pasado tanto tiempo en pie y habían vendido tan poco. Pero en el curso de una primera convulsión expulsó de uno de los desvanes un acopio inimaginable de artículos diversos, los desplazó a otro, ¡y abrió una sala de exposición en la planta alta! Allí se exhibían cubiertos y cristalerías, y como los ancianos caballeros estaban ocupados detrás de sus mostradores hubo que importar sangre nueva. En aquella época no estaba disponible nadie que tuviera la edad o la modestia de pretensiones apropiada, de modo que con aires de desechar prejuicios e irrumpir en el siglo XX, la tienda contrató —la palabra «emplear» tenía connotaciones de dignidad masculina— a una mujer. En la larga sala de exposición de la planta alta la luz eléctrica —suministrada, además, por bombillas más potentes que las de cualquier otro lugar del edificio— no se apagaba nunca hasta que se cerraban las puertas a las seis de la tarde, aunque el día fuera muy claro. Incluso la escalera que conducía a esta sala rutilante testimoniaba una frivolidad básica que concordaba con las mercancías exhibidas y con el sexo de su guardiana. Era una reliquia de fines del siglo diecisiete, curvilínea y con molduras de yeso, y era imposible descubrir cómo algo así había terminado en el interior y no en el exterior del edificio. Después de poco tiempo, a los cubiertos y a las copas se sumaron jarras, vasos de vino, vajillas de porcelana, tapetes de mesa, servilleteros, candelabros, saleros y ceniceros de ónix. Era una tienda dentro de otra tienda y superpuesta a ella. Parecía un lugar volátil, con esa entrada iluminada y sinuosa de escalones alfombrados, los pisos igualmente alfombrados y lustrados, los destellos del cristal o la plata bajo el derroche de luces refulgentes. En la planta baja perduraban los palos de escoba, los cubos de hierro galvanizado, las hileras de herramientas con asas de madera. No congeniaba tampoco con los casilleros de madera manchada y quebrada, llenos de clavos o alfileres o tachuelas o tornillos y pernos de hierro o bronce.
Los ancianos no le prestaban atención. Debían de saber que fracasaría, porque la tienda, como ellos mismos, estaba al borde de un fenómeno incontrolable, de un ocaso inevitable. Aun así, después de la sala de exposición de la primera planta irrumpieron los plásticos de los que era imposible desentenderse. Con éstos se cometían atrocidades en forma de cubos silenciosos y tinas para la colada, cestos para el fregadero, regaderas y bandejas, todo ello de un colorido enceguecedor. Los plásticos fueron aún más audaces y se abrieron en una multitud de flores artificiales. Estos artículos fueron agrupados en una suerte de glorieta, en el centro de la sala de exposición de la planta baja. La glorieta, a su vez, irradió un anexo de paneles y enrejados de plástico que reclamaban caprichosos muebles de jardín. Una vez más, éste era un lugar femenino. Una vez más, una mujer era su guardiana. Y no sólo una mujer, sino una joven. Ésta tenía una gaveta como todos los demás. Experimentó con luces de colores y se escondió en una gruta fantástica.
El director proyectó a Matty precisamente dentro de este confuso maremágnum de elementos antiguos y modernos, dentro de esta imagen reducida de la sociedad corriente. Su status era ambiguo. El señor Arthur explicó que lo mejor sería que el chico estuviera allí hasta que le encontrasen una función concreta.
—Creo —dijo el señor Arthur—, que podríamos aprovecharlo en la sección de Reparto.
—¿Y qué será de su futuro? —preguntó el director—. Del futuro del chico, claro está.
—Si se desempeña bien podrá pasar al departamento de Expedición —respondió el señor Arthur con una mirada, por así decir, lejana, a Napoleón—. Después, si tiene buena cabeza para los números, incluso es posible que ascienda a Contabilidad.
—No le ocultaré que el chico parece ser poco espabilado. Pero no puede permanecer en la escuela.
—Empezará como mandadero.
Frankley’s despachaba pedidos a quince kilómetros a la redonda y daba crédito. Tenía un chico con una bicicleta para repartir paquetes en Greenfield, y dos furgonetas para los viajes más largos o las cargas más pesadas. La segunda de estas furgonetas contaba con un chófer y un faquín, como lo llamaban. El chófer estaba tan tullido por la artritis que había que insertarlo en el asiento y dejarlo allí mientras pudiera soportar estar en esa posición y a veces más tiempo aún. Éste era otro de los favores poco imaginativos del señor Arthur. Retenía a un hombre en un puesto que era una fuente permanente de suplicio y terror para el beneficiario, y obligaba a emplear dos hombres para ejecutar el trabajo de uno. Aunque la frase aún no se había puesto de moda, Frankley’s era un centro de Laborismo Intensivo. Era lo que a veces denominaban un «digno establecimiento antiguo».
Arrinconada en el fondo del patio paralelo al pequeño jardín de GOODCHILD’S RARE BOOKS, y albergada en lo que aún llamaban «la cochera», había una herrería, equipada con un yunque, herramientas, fragua y, por supuesto, un herrero envejecido, que pasaba su tiempo confeccionando chucherías para sus nietos. Esta zona fascinaba y absorbía a Matty. Éste recibía una suma de dinero para sus gastos menudos y dormía en una larga buhardilla bajo las tejas rosadas del siglo XV. Comía bien, porque ése era uno de los detalles que el señor Arthur podía vigilar. Usaba un traje grueso, gris oscuro, y un mono gris. Transportaba objetos. Se convirtió en el Chico. Llevaba herramientas de jardinería de un lugar a otro y hacía firmar las facturas a los clientes. Durante parte del tiempo se lo veía entre pilas de cajas de embalar frente a la herrería… cajas que él abría con un instrumento parecido a una ganzúa. Se especializó en abrir cosas. Aprendió las medidas del metal laminado y de las varillas de metal, de los hierros en forma de T, las vigas y los alambres. En medio del silencio de las horas de atención al público, a veces se lo oía andar con paso claudicante por arriba, entre las mercancías de los desvanes y buhardillas. Transportaba allí extraños artículos cuyo nombre no conocía, pero que quizá se vendían en una proporción de uno por cada media docena pedida, en tanto que los otros se herrumbraban. El visitante circunstancial podía encontrar arriba un juego de atizadores para un hogar o incluso un paquete deformado de las primitivas velas sin pabilo. A veces Matty barría allí… barría esas vastas extensiones de tablas desparejas donde para lo único que servía la escoba era para levantar el polvo que quedaba flotando en los oscuros rincones, invisible pero materializado en estornudos. Empezó a venerar los cuellos de pajarita instalados en sus puestos. El único chico de su edad o un poco mayor que había allí, era el que hacía los mandados locales a pie o en la bicicleta que consideraba propia. Ésta ya era más vieja que él. Pero este chico, robusto y rubio, con una cabellera aceitosa que refulgía tan seductoramente como sus botas, había perfeccionado un sistema para mantenerse alejado de la tienda, por lo que sus visitas a ésta se parecían más a las de un cliente que a las de un miembro del personal. Allí donde los cuellos de pajarita habían alcanzado, aparentemente, la inmovilidad absoluta, el otro Chico había descubierto el movimiento perpetuo. Matty, por supuesto, seguía siendo demasiado ingenuo para sacar provecho de las circunstancias, como lo había hecho el Chico rubio. Trabajaba sin parar y no sabía que la gente le daba recados sólo para perderlo de vista. Cuando el herrero le ordenaba que recogiera las colillas de un rincón del patio donde quedaría oculto, Matty no se daba cuenta de que a nadie le molestaría que se quedara holgazaneando allí durante el resto del día. Recogía las escasas colillas y después iba a informar de la misión cumplida.
No habían transcurrido muchos meses de su llegada a Frankley’s cuando empezó a repetirse una rutina de los días vividos en la escuela de huérfanos. Ya había pasado por la glorieta de flores artificiales y la había olfateado con una especie de conmoción. Quizás era la intolerable e inodora extravagancia de las flores la que hacía que la chica de adentro perseverara en oler tan bien. Entonces, una mañana, le ordenaron que le llevara un paquete de flores nuevas a la señorita Aylen. Llegó a la glorieta, con los brazos cargados de rosas de plástico en las que no habían creído necesario imitar las espinas. Miró al frente por un resquicio de sus propias rosas, mientras una hoja le cosquilleaba la nariz. Comprobó que ella a su vez había practicado una abertura en la pared de la glorieta al desplazar de un estante situado delante de él la rosa que ya estaba allí. Por esta razón pudo ver no sólo a través de sus propias rosas, sino también hasta el interior de la glorieta.
Al principio observó algo brillante que parecía una cortina. La cortina era ojival en la parte superior —porque ella le volvía la espalda— y se ensanchaba muy ligeramente hacia abajo hasta que se perdía de vista. El aroma que ella usaba iba y venía, sujetándose a sus propias leyes. La chica lo oyó y volvió la cabeza. Matty vio que esa criatura tenía una nariz que se curvaba muy brevemente como si quisiera conferirle a su propietaria un derecho absoluto a la impertinencia, a pesar de que en ese momento la cortina de cabello estaba retenida debajo de ella por el giro de la cabeza. También vio que el contorno de la frente estaba delimitado por la línea de una ceja que no se podía computar matemáticamente y que aún más abajo de ésta había un ojo gris, muy grande, engarzado entre largas pestañas oscuras. Este ojo captó las rosas de plástico, pero ella dirigía su atención hacia un cliente situado en la dirección opuesta y sólo tuvo tiempo para emitir un monosílabo.
—Ta.
El estante vacío se hallaba debajo del codo de Matty. Éste bajó las rosas que se empinaron, ocultándola. Sus pies lo hicieron girar y se alejó. El «Ta» se expandió, fue más que un monosílabo, fue al mismo tiempo suave y potente, explosivo y de duración infinita. Matty recuperó en parte los sentidos cerca de la herrería. Preguntó vivazmente si debía llevar más flores, pero no lo oyeron porque él ignoraba cuán débil se había tornado su voz.
Ahora tenía una segunda preocupación. La primera, tan distinta de la segunda, era el señor Pedigree. Cuando el Chico barría nubes de polvo en la buhardilla y su rostro reflejaba más angustia en la mitad derecha y expresiva de su cara que la que justificaban las circunstancias, estaba pensando en el señor Pedigree. Cuando un dolor súbito le convulsionaba las facciones, no era por efecto del polvo o las astillas. Era por el recuerdo de las palabras que le había gritado en el vestíbulo: «¡Tienes la culpa de todo!». En el curso de una experiencia muy personal, había tomado un clavo y se lo había clavado torpemente en el dorso de la mano que sostenía la escoba. Había observado, un poco más pálido, quizá, cómo la sangre se transformaba en un largo hilo con una gota en el extremo… y todo esto porque la voz silenciosa había vuelto a gritarle. Ahora le parecía que esa visión de una parte de una cara, esta fragancia, este cabello, llenaba con una compulsión similar todas las zonas de su mente que el señor Pedigree no ocupaba por derecho propio. Las dos compulsiones parecían retorcerlo por dentro, levantarlo contra su voluntad y dejarlo sin defensas ni remedio, sencillamente condenado a soportarlas.
Esa mañana se alejó del patio y subió la escalera que conducía a los desvanes. Avanzó rutinariamente entre las cajas de embalar rebosantes de virutas, entre las pilas de botes de pintura, por un cuarto donde no había nada más que un juego de sierras herrumbrosas y un montón de baños de asiento encajados los unos en los otros, entre hileras de lámparas de queroseno idénticas entre sí, y desembocó en el largo recinto reservado para los cubiertos y la cristalería. Allí, en el centro, había una gran claraboya de vidrio acanalado que teóricamente debía dejar pasar hasta la sala principal de exposición el sol que procedía de una segunda claraboya situada más arriba. Al mirar hacia abajo vio el resplandor irradiado por las luces de colores, que se movía entre las estrías a medida que se movía él. También vio allí abajo una vaga masa de color que correspondía al mostrador de las flores, y se le aceleraron los latidos del corazón. Comprendió inmediatamente que nunca volvería a pasar por allí sin echar una mirada de soslayo y descendente hacia esa borrosa configuración. Siguió avanzando y entró en otro desván, éste vacío, y bajó uno o dos escalones por otra escalera. Esta conducía a lo largo de la pared hasta el punto más alejado del patio. Apoyó una mano sobre la baranda, se agachó y espió a la altura del cielo raso.
Desde allí veía el conjunto de flores artificiales, pero la abertura donde atendían a los clientes estaba a un costado de él. Veía las flores de ese costado y las rosas que él había apilado con demasiada prisa en el otro. Lo único que se veía en el centro era la parte superior de una cabeza de color castaño claro con una raya blanca en el centro. Comprendió que el único sistema para ver mejor consistía en atravesar la tienda y mirar de reojo al pasar por la glorieta. Pensó fugazmente que si hubiera sido lo bastante espabilado —como el Chico rubio, por ejemplo— podría haberse detenido a conversar. Esta idea y la imposibilidad de materializarla hicieron que su corazón saltara. Por consiguiente caminó deprisa, pero los pies parecieron enredársele como si tuviera demasiados. Pasó a un metro del mostrador que no estaba atestado de flores y miró de soslayo sin mover la cabeza. Pero la señorita Aylen se había agachado y tanto habría dado que la glorieta estuviera vacía.
—¡Chico!
Echó a trotar desmañadamente.
—¿Dónde has estado, Chico?
Pero no les interesaba saber realmente dónde había estado, aunque si lo hubieran sabido se habrían divertido y le habrían cobrado más afecto.
—Hace media hora que espera la furgoneta. ¡Cárgala!
De modo que transportó bultos hasta el vehículo, bultos metálicos que reverberaron al caer en un rincón, depositó media docena de sillas plegables y finalmente se sentó torpemente junto al chófer.
—¡Cuántas flores tenemos!
El señor Parrish, el chófer artrítico, soltó un gruñido. Matty prosiguió:
—Parecen auténticas, ¿no es cierto?
—Nunca las vi. Si tuvieras mis rodillas…
—Son buenas, esas flores.
El señor Parrish no le prestó atención y se consagró a la tarea de conducir la furgoneta. La voz de Matty siguió brotando, casi por iniciativa propia.
—Son hermosas. Las flores artificiales, quiero decir. Y esa joven, esa señorita…
Los ruidos que emitió el señor Parrish se remontaban a los tiempos de su juventud, cuando había conducido uno de los carros de tres caballos de Frankley. Lo habían transferido a un camión no muchos años después de que entrara en uso dicha innovación y se había llevado dos cosas consigo: su vocabulario de carretero y la convicción de que lo habían ascendido. En consecuencia al principio no hubo ninguna señal de que el señor Parrish hubiera oído al Chico. Sin embargo había oído todo lo que éste había dicho… y esperaba el momento justo para empaquetar su silencio, enrollarlo como si fuera un arma y dárselo por la cabeza a Matty. Tal como lo hizo entonces.
—Cuando me hables, muchacho, llámame «señor Parrish».
Probablemente, ésa fue la última vez que Matty intentó hacerle una confidencia a alguien.
Ese mismo día, más tarde, se le presentó la oportunidad de recorrer nuevamente los desvanes situados sobre la tienda. Volvió a mirar de reojo la mancha de colores borrosos de la claraboya acanalada y volvió a espiar a lo largo de la cara inferior del cielo raso. No vio nada. Cuando la tienda cerró sus puertas se encaminó deprisa hacia el tramo de pavimento vacío que había frente a ésta pero no vio a nadie. Al día siguiente llegó un poco antes de la hora de cierre y lo recompensó un espectáculo compuesto por una cabellera de color castaño claro con reflejos melados, por los hoyuelos aparentemente desnudos de unas rodillas y por el brillo de dos largas medias rutilantes que pasaban del estribo de un autobús a su interior. El día siguiente era sábado —media jornada— y él estuvo atareado toda la mañana y ella se fue antes de que se desocupara.
El sábado fue mecánicamente al servicio matutino, comió el abundante y sencillo almuerzo servido en lo que el señor Arthur llamaba el Refectorio, y después salió a caminar como le habían ordenado que lo hiciera en beneficio de su salud. Mientras tanto los cuellos de pajarita dormían en sus lechos. Matty echó a andar, pasó frente a GOODCHILD’S RARE BOOKS, frente a Sprawson’s, y giró a la derecha por High Street. Se hallaba en una extraña condición. Era como si en el aire vibrara una nota aguda, cantarina, de la que él no pudiese desprenderse y que fuera la consecuencia directa de alguna tensión interior, de alguna ansiedad que —si recordara esto o aquello— podría aguzarse y trocarse en angustia. Este sentimiento se hizo tan fuerte que volvió sobre sus pasos en dirección a Frankley’s como si la visión del lugar donde residía uno de sus problemas pudiera ayudar a resolverlo. Pero aunque se quedó allí contemplando la tienda, y la librería vecina, y el edificio contiguo de Sprawson’s, eso no le ayudó en modo alguno. Rodeó la esquina de Sprawson’s rumbo al Old Bridge que atravesaba el canal y cuando pasó frente a la letrina de hierro situada en el nacimiento del puente, ésta descargó automáticamente su contenido. Se detuvo, y miró el agua del canal que corría a sus pies con esa convicción ancestral e inconsciente de que la visión suministra ayuda y es terapéutica. Contempló fugazmente la posibilidad de caminar por el camino de sirga, pero se hallaba cubierto de fango. Dio media vuelta, rodeó la esquina de Sprawson’s, y se encontró nuevamente con la librería y Frankley’s. Se detuvo y observó el escaparate de la librería. Los títulos tampoco lo ayudaron. Los libros estaban llenos de palabras, duplicación material de la cháchara interminable de los hombres.
Ahora parte del problema estaba entrando en foco. Quizá sería posible naufragar en el silencio, hundirse entre todos los ruidos y todas las palabras, sumergirse entre las palabras, cuchillos y sables como tienes la culpa de todo y ta con una penetrante dulzura, sumergirse, sumergirse en el silencio.
En la parte izquierda del escaparate, debajo de la hilera de libros (With Rod and Gun), había un pequeño estante con unos pocos elementos que no se ceñían estrictamente al canon bibliográfico. Por ejemplo el abecedario y una cartilla con el padrenuestro. Por ejemplo el fragmento cuidadosamente montado de música antigua sobre pergamino… música con notación cuadrada. Por ejemplo la bola de cristal que descansaba sobre un pequeño soporte de madera negra justo a la izquierda de la partitura antigua. Matty miró la bola de cristal con un atisbo de aprobación porque ésta no intentaba decir nada y no era, como los libracos, un receptáculo de discursos congelados. No contenía nada más que el sol que brillaba sobre ella, muy lejos. También aprobó el sol que no decía nada sino que se quedaba en su lugar, cada vez más resplandeciente y cada vez más puro. Empezó a refulgir como cuando se apartaban las nubes. Se movía a la par de Matty, pero él no tardó en dejar de moverse, no pudo moverse. El sol lo dominaba sin esfuerzo, una linterna directamente enfocada en sus ojos, y él se sintió extraño, no necesariamente molesto pero sí extraño… raro. También tomó conciencia de una sensación de rectitud y veracidad y silencio. Pero esto fue lo que más tarde se describió introspectivamente como la sensación de que crecían las aguas, y lo que más tarde aún Edwin Bell le describió como la entrada en una dimensión estática de alteridad donde las cosas le eran mostradas.
Le estaban mostrando el lado tosco donde se hallaban los enlaces. La totalidad del paño que antes le había parecido fraccionado se le presentaba ahora como la trama y urdimbre que daba vida a los hechos y las personas. Vio a Pedigree, con el rostro convulsionado por la acusación. Vio una cascada de cabello y un perfil y vio los platillos de la balanza donde descansaban, lo uno y lo otro. Las facciones de la chica que nunca había visto íntegramente entre las flores artificiales se encontraban allí, delante de él. Estaba familiarizado con ellas pero sabía que había algo de malo en esa familiaridad. Pedigree la equilibraba. Todo era bueno en este conocimiento llano de Pedigree y de sus palabras quemantes.
Entonces todo aquello se le ocultó indescriptiblemente. Apareció con grandes letras doradas otra dimensión que iba desde la parte baja de su derecha hasta otra parte más alta de su izquierda. Vio que se trataba de la base del escaparate de la librería donde la leyenda GOODCHILD’S RARE BOOKS estaba escrita en letras doradas. Descubrió que él mismo se hallaba ladeado y que, al fin y al cabo, las palabras doradas estaban horizontales. La bola de cristal montada sobre la base de madera negra se había replegado detrás de la condensación de su aliento sobre la luna. El sol ya no refulgía en ella. Recordó confusamente que en todo el día no había habido sol sino una nube continua desde la cual picoteaba la lluvia de vez en cuando. Trató de recordar lo que había ocurrido, y entonces comprobó que a medida que recordaba iba modificando lo sucedido. Era como si asentara colores y configuraciones sobre imágenes y acontecimientos, y eso no se parecía al hecho de rellenar con lápiz de color los espacios de un cuaderno de dibujo donde todas las líneas están trazadas, sino al hecho de desear las cosas y de ver luego cómo se materializaban; o incluso de tener que desear algo y ver luego cómo se hacía realidad.
Después de un rato dio media vuelta y echó a andar sin rumbo calle arriba, por High Street. La lluvia lo picoteaba y él vaciló y miró en torno. Su vista se detuvo en la antigua iglesia situada a la izquierda, a mitad de la calle. Caminó más deprisa en dirección a ella, pensando primero en buscar abrigo, y después con la súbita comprensión de que eso era lo que debía hacer. Abrió la puerta, entró y se sentó en la parte de detrás bajo la ventana que miraba al Oeste. Se arremangó con cuidado las perneras del pantalón y se arrodilló sin pensar realmente en lo que hacía. Allí estaba, casi independientemente de su voluntad, en la actitud y el lugar justos. Ésta era la iglesia parroquial de Greenfield, amplia, con naves laterales y crucero, y poblada por la larga y prosaica historia de la ciudad. Casi no había una losa en el piso que no tuviera un epitafio y en las paredes tampoco había mucho más espacio desprovisto de leyendas. La iglesia estaba totalmente vacía, y no sólo de personal. A él le pareció vacía de las cualidades que encerraba la bola de cristal y que habían encontrado algún tipo de respuesta dentro de él. No podía establecer ninguna conexión y tenía en la garganta un bulto enorme, imposible de tragar. Empezó a recitar el padrenuestro y después se interrumpió, porque las palabras parecían carecer de sentido. Permaneció allí, de rodillas, atónito y afligido, y mientras estaba postrado volvieron a aflorar tumultuosamente los dolorosos y extraordinarios anhelos de las flores artificiales y de la cascada de cabello castaño con los reflejos melados.
Las hijas de los hombres.
Lloró silenciosamente en dirección a la nada. El silencio reverberaba en el silencio.
Entonces se elevó una voz, nítidamente.
—¿Quién eres? ¿Qué deseas?
Era la voz del teniente de cura que retiraba ciertos objetos de la sacristía. Se había estado sometiendo a un régimen de austeridad del que su vicario no sabía nada. Lo sorprendió el ruido que hacía un monaguillo al raspar la puerta de la sacristía con la intención de entrar para rescatar una revista de aventuras que creía haber olvidado allí. Pero la voz resonó dentro de la cabeza de Matty. Y éste le contestó allí mismo. Ante la balanza con los dos platillos, uno con un rostro de hombre, otro con una llamarada de anhelo y tentación, pasó un rato que estuvo lleno de angustia pura e incandescente. Éste fue el primer ejercicio de su voluntad virgen. Supo —y nunca se le ocurrió poner en duda ese conocimiento, o peor aún, aceptarlo y enorgullecerse de ello— que había optado, no como un asno entre zanahorias de distinto tamaño, sino más precisamente como la conciencia sufriente. La angustia incandescente seguía ardiendo. En ella se consumió todo un futuro naciente que giraba alrededor de las flores artificiales y el cabello, que declinó de lo aún-posible o lo podría-haber-sido. Puesto que había tomado conciencia comprendió también que su aspecto chocante habría convertido su tentativa de abordar a la chica en una farsa y una humillación; y pensó, al comprender, que con cualquier otra mujer sucedería lo mismo. Empezó a derramar lágrimas de adulto, herido en el corazón mismo de su esencia, y lloró por una perspectiva perdida como podría haber llorado por un amigo muerto. Lloró hasta que no le quedó más llanto y nunca supo qué era lo que se había escurrido de él junto con las lágrimas. Cuando terminó, se dio cuenta de que se hallaba en una posición extraña. Estaba arrodillado pero su espalda tocaba el borde de un banco. Sus manos aferraban la parte superior del banco de adelante y su frente descansaba sobre la pequeña repisa destinada a los libros de oraciones y de himnos. Al abrir los ojos y enfocarlos comprobó que miraba la humedad de sus propias lágrimas que habían caído sobre la piedra y se habían introducido en los surcos de un antiguo epitafio. Estaba de regreso, en medio de la luz del día mortecina y gris, con el tenue susurro de la lluvia sobre su cabeza, en la ventana que miraba al Oeste. Captó la imposibilidad de curar a Pedigree. En cuanto al cabello… supo que debería partir.