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Matty cojeó del hospital a su primera escuela. Y de ésta a otra costeada por dos de los mayores sindicatos británicos. Allí, en la escuela para huérfanos de Greenfield, conoció al señor Pedigree. Podría decirse que convergieron el uno hacia el otro, aunque Matty iba en dirección ascendente y el señor Pedigree en dirección descendente.

El señor Pedigree había sido profesor en una antigua escuela religiosa, pero en el curso de su decadencia había pasado por dos fundaciones menos tradicionales y, según decía, había consagrado un largo período a viajar por el extranjero. Era un hombre menudo y brioso con cabellos de color oro desvaído y unas facciones que parecían flacas y arrugadas y ansiosas cuando no tenían una expresión fastidiosa o socarrona. Se incorporó a la nómina de la escuela de huérfanos dos años antes de que llegara Matty. La Segunda Guerra Mundial había desinfectado, por así decir, el historial del señor Pedigree. Por tanto vivía, imprudentemente, en una habitación del último piso de la escuela. Ya no era «Sebastian», ni siquiera para sí mismo. En lo que se había convertido era en el «señor Pedigree», la imagen del maestro de poca monta, y en su cabello desvaído habían empezado a aparecer vetas grises. Era un esnob cuando se trataba de los niños, y, por lo general, los huérfanos le resultaban repulsivos, con algunas excepciones notables. Allí no tenían interés en sus clásicos. Enseñaba geografía elemental, con añadidos de historia elemental y gramática elemental. Durante dos años le había resultado fácil resistirse a sus «tiempos» y vivía sumido en una fantasía. Se convencía a sí mismo de que siempre era propietario de dos chicos; uno, un paradigma de belleza pura, el otro, un hombrecillo mundano. Tenía a su cargo una clase numerosa en la que enrolaban a los chicos que daban algún testimonio de haber llegado al apogeo de su educación, para que pasaran el tiempo allí hasta que estuviesen en condiciones de irse. El director consideraba que no podía hacer mucho daño a semejante elenco. Lo cual probablemente era cierto, excepto en el caso del chico con el cual el señor Pedigree mantenía su «relación espiritual». Porque a medida que el señor Pedigree envejecía, apareció una perversión extraordinaria en la relación, más allá de lo que una persona heterosexual podía definir como extraordinario. El señor Pedigree colocaba al niño sobre un pedestal y se transformaba en todo para él, oh sí, en todo; y el chiquillo descubría que la vida era maravillosa y que las cosas se le simplificaban. Entonces, también súbitamente, el señor Pedigree adoptaba una actitud fría e indiferente. Si le hablaba al niño lo hacía con tono brusco, y puesto que se trataba de una relación espiritual, sin siquiera el contacto de un dedo sobre una mejilla apergaminada, ¿de qué podía quejarse el niño, o quien fuera?

Todo esto se hallaba sujeto a un ritmo. Un ritmo que el señor Pedigree había empezado a entender. Sucedía cuando la belleza de la criatura comenzaba a consumirlo, a obsesionarlo, a enloquecerlo… poco a poco, ¡a enloquecerlo! Durante ese período, si no procedía con mucho tacto podría asumir riesgos que trascendían los límites fijados por el sentido común. Podría sentirse arrastrado —y las palabras brotarían de sus labios delante de otra persona, tal vez de una autoridad— arrastrado a decir que el joven Jameson era un chico extraordinariamente atractivo, ¡realmente había que juzgarlo hermoso!

Matty no se incorporó inmediatamente al grupo del señor Pedigree. Le dieron una oportunidad para que exhibiera su capacidad intelectual. Pero los hospitales le habían quitado demasiado tiempo, así como el incendio le había quitado cualquier brillo que pudiera haber tenido. Su cojera, su rostro bicolor y su horrible oreja apenas disimulada por el cabello negro estirado sobre la calva de su cráneo, lo convertían en una víctima nata. Y esto quizá lo ayudó a desarrollar una facultad —para llamarla de alguna manera— que habría de aguzarse a lo largo de su vida. Podía desaparecer. Podía pasar inadvertido como un animal. También tenía otras cualidades. Dibujaba mal pero con vehemencia. Inclinado sobre la página, la rodeaba con el brazo mientras su cabello negro se mecía libremente, y se sumergía en lo que dibujaba como si se estuviera zambullendo en el mar. Sus contornos eran siempre continuos y llenaba cada espacio con un color absolutamente uniforme y pulcro. Ése era un hecho cierto. También escuchaba atentamente todo lo que le decían. Sabía de memoria largos fragmentos del Antiguo Testamento y otros más breves del Nuevo Testamento. Sus manos y pies eran demasiado grandes para sus brazos y piernas delgados. Su sexualidad —tal como lo descubrieron sagazmente sus condiscípulos— estaba en proporción directa a su fealdad. Era noble, y sus compañeros consideraban que éste era su pecado más abyecto.

La escuela de monjas de Saint Cecilia estaba cien metros calle abajo y los solares de las dos instituciones se hallaban separados por un angosto sendero. Del lado de las chicas se levantaba un alto muro erizado de púas. El señor Pedigree veía el muro y las púas desde su habitación del último piso, y ello le traía recuerdos que lo sobresaltaban. Los chicos también los veían. Desde el rellano y desde el ventanal del tercer piso, contiguo a la habitación del señor Pedigree, era posible mirar por encima del muro y divisar los vestidos azules y los calcetines blancos, estivales, de las niñas. Había un lugar donde las niñas podían trepar y espiar entre las púas si eran suficientemente traviesas o impúdicas, dos palabras que, por supuesto, significaban lo mismo. Del lado de los chicos había un árbol que se podía escalar y entonces las precoces criaturas quedaban frente a frente, separadas sólo por el sendero.

Dos de los chicos que aborrecían particularmente la nobleza de Matty, sobre todo porque ellos eran de una ruindad excepcional, se propusieron explotar simultáneamente todas sus debilidades, con un desparpajo y una sencillez geniales.

—Hemos conversado con las chicas, ¿sabes?

Y después:

—Ellas hablan de ti.

Y después:

—Le caes bien a Angy, Matty. No hace más que preguntar por ti.

Y después:

—¡Angy dijo que no le disgustaría pasear por el bosque contigo!

Matty se alejó de ellos cojeando.

Al día siguiente le entregaron una nota que habían escrito con letra de imprenta y después firmado, confundiendo ideas tomadas del mundo adulto. Matty inspeccionó la nota, arrancada de un tosco cuaderno como el que tenía en la mano. Las pelotas de golf brotaron de su boca.

—¿Por qué no la escribió con su letra? No lo creo. ¡Me están tomando el pelo!

—Pero mira, si lleva su nombre, «Angy». Supongo que pensó que no le creerías si no firmaba.

Risas estridentes.

Si Matty hubiera sabido algo acerca de las niñas de la edad escolar se habría dado cuenta de que una de ellas jamás habría enviado una nota escrita en semejante papel. Era un ejemplo precoz de diferenciación sexual. Un varón, si no lo disuadieran, escribiría una solicitud de empleo al dorso de un sobre usado. Pero cuando las chicas compraban papel, sus preferencias tendían a ser pavorosas hojas purpúreas, perfumadas y salpicadas de flores. Sin embargo, Matty aceptó la veracidad de la nota arrancada de un ángulo de un cuaderno tosco.

—¡Ahora está allí, Matty! Quiere que le muestres algo…

Matty los miró alternadamente desde abajo de su ceño arrugado. La mitad sana de su cara se sonrojó. No dijo nada.

—¡De veras, Matty!

Se apretujaron alrededor de él. Matty era más alto que ellos, pero estaba encorvado por su condición. Forzó las palabras y consiguió articularlas.

—¿Qué desea?

Las tres cabezas se acercaron tanto como podían. Casi inmediatamente el sonrojo se borró de sus facciones de manera que las manchas de su adolescencia parecieron aún más nítidas contra el fondo blanco. Matty siseó su respuesta.

—¡No es posible!

—¡De veras!

Miró las facciones de sus interlocutores, por turno, sin cerrar la boca. Fue una mirada extraña. Con la misma expresión con que un hombre que estuviera nadando por alta mar levantaría la cabeza y otearía el horizonte buscando tierra. Con un atisbo de luz en las pupilas, mientras la esperanza pugnaba con el pesimismo natural.

—¿De veras?

—¡De veras!

—¿Lo juran?

Otra vez risas estridentes.

—¡Lo juro!

Nuevamente esa mirada encauzada, implorante, el movimiento de una mano que trataba de apartar la burla.

Les entregó sus libros y se alejó cojeando deprisa. Los otros se abrazaron, riendo como monos. Después se separaron y reunieron clamorosamente a sus camaradas. Todos juntos subieron estrepitosamente la escalera de piedra, cada vez más arriba, un piso, dos, tres, hasta el rellano contiguo al ventanal. Empujaron y presionaron contra el grueso barrote atravesado de un extremo al otro a la altura de los chicos, y se aferraron a las rejas verticales separadas por un espacio menor que el grosor de un crío. Cincuenta metros más adelante y quince metros más abajo un chico cojeaba apresuradamente hacia el árbol prohibido. Se veían dos manchas de color azul del otro lado del muro, en la zona de las chicas.

Los muchachos alineados a lo largo de la ventana estaban tan absortos que no oyeron la puerta que se abría detrás de ellos.

—¿Qué significa esto? ¿Qué hacen aquí arriba?

El señor Pedigree estaba en el vano de la puerta, aferrando nerviosamente el pomo y paseando la mirada de un extremo a otro de la hilera de chicos muertos de risa. Pero ninguno hizo caso al viejo Pedders.

—He preguntado qué significa esto. ¿Alguno de los míos está aquí? ¡Tú, el de los lindos bucles, Shenstone!

—Es Windy, señor. Está trepando al árbol.

—¿Windy? ¿Quién es Windy?

—Ahí está señor, usted mismo puede verlo. ¡Ha empezado a subir!

—Oh, son un hatajo de sinvergüenzas mugrientos y enclenques. No lo habría creído de un chico correcto y decente como tú, Shenstone…

Risas escandalizadas y jubilosas…

—Señor, señor, mire lo que hace…

Se produjo una especie de confusión entre el follaje de una rama baja. Los manchones azules y eróticos desaparecieron del muro como si los hubieran derribado de un tiro.

El señor Pedigree batió palmas y gritó, pero ninguno de los chicos le hizo caso. Echaron a correr escaleras abajo y lo dejaron allí, congestionado y más agitado por lo que había detrás que por lo que había delante. Los vio desaparecer por el hueco de la escalera. Habló de soslayo hacia el interior de la habitación y mantuvo la puerta abierta.

—Está bien, querido. Ya puedes irte.

El chico salió, sonriéndole confiadamente al señor Pedigree. Bajó por la escalera, convencido de sus méritos personales.

Cuando el chico se hubo ido, el señor Pedigree miró irritado a la criatura que bajaba desmañadamente del árbol. El señor Pedigree no tenía ninguna intención de entrometerse… absolutamente ninguna.

El director recibió la denuncia de la madre superiora. Convocó al chico que entró en su despacho cojeando y salpicado de manchas y ansioso. El director le compadeció y procuró aliviarle el mal trance. La madre superiora había descrito el episodio en términos que lo ocultaban detrás de un velo que el director sabía que debía levantar, y sin embargo la idea de hacerlo le producía un poco de aprensión. Sabía que cuando un investigador levantaba un velo era posible que descubriera más de lo previsto.

—Siéntate, ¿quieres? Bueno. Como ves se han quejado de ti. De lo que hiciste al trepar a ese árbol. Los jóvenes, los niños, trepan a los árboles, y no es de eso de lo que te pido que rindas cuentas… Pero es posible que tu acto tenga consecuencias graves, ¿entiendes? Bueno. ¿Qué hiciste?

La mitad sana del rostro del chico se tiñó de un rojo intenso. Miró más abajo de sus rodillas.

—Verás, estimado jovencito, no tienes por qué… temer. A veces las personas no pueden dominarse. Si están enfermas las curamos o buscamos a alguien capaz de curarlas. ¡Pero necesitamos saber!

El chico no habló ni se movió.

—Entonces muéstramelo, si eso te resulta más fácil.

Matty levantó la vista debajo de sus cejas y después volvió a bajarla. Respiraba agitadamente como si terminara de correr. Cruzó la mano derecha al otro lado y se apoderó del largo mechón que colgaba junto a su oreja. Con un ademán de total abandono descorrió el pelo y dejó al descubierto la obscenidad blanca de su cuero cabelludo.

Quizá fue afortunado que Matty no viera cómo el director cerraba los ojos involuntariamente y después volvía a abrirlos con un esfuerzo y los mantenía abiertos sin cambiar de expresión. Ambos permanecieron un rato en silencio hasta que el director hizo un movimiento comprensivo con la cabeza, y entonces Matty, distendido, volvió a estirar el pelo sobre el cráneo.

—Ya entiendo —dijo el director—. Sí. Ya entiendo.

Después se quedó un momento callado, pero rumiando las frases que podría incluir en su carta a la madre superiora.

—Bueno —sentenció al fin—, no vuelvas a hacerlo. Ahora vete. Y por favor recuerda que sólo estás autorizado a trepar a la gran haya, e incluso allí sólo hasta la segunda rama. ¿De acuerdo?

—Sí, señor.

Después de eso, el director convocó a los diversos maestros implicados para solicitar más información acerca de Matty, y le pareció obvio que alguien había sido demasiado generoso —o quizá malvado— y que el chico estaba comprometido en una empresa superior a sus fuerzas. Nunca aprobaría un examen y sería necio hacérselo intentar.

Fue por esta razón, entonces, que una mañana Matty entró en el aula con paso torpe y sonoro, con los libros bajo el brazo, y se detuvo frente al escritorio del señor Pedigree, que dormitaba mientras sus alumnos dibujaban un mapa.

—Santo cielo, muchacho. ¿De dónde has salido?

Aparentemente la pregunta fue demasiado rápida o profunda para Matty, que no dijo nada.

—¿Qué quieres, muchacho? ¡Contesta enseguida!

—Hago lo que me ordenaron, señor. Clase 3, señor. El aula del final del pasillo.

El señor Pedigree sonrió enérgicamente y apartó la vista de la oreja del chico.

—Ah, nuestro amigo simiesco que se mecía de rama en rama. No se rían, muchachos. Bueno. ¿Te han domesticado? ¿Eres confiable? ¿Tienes una inteligencia brillante?

El señor Pedigree paseó la mirada en torno, temblando de disgusto. Por costumbre y entretenimiento distribuía a los chicos por orden de belleza, de modo que los más atractivos ocupaban la primera fila. En ese momento no le quedaba ninguna duda acerca del puesto que le correspondía al nuevo alumno. En el fondo del aula, a su derecha, un armario alto dejaba el espacio justo para un pupitre que estaría parcialmente oculto por el mueble. No se podía adosar el armario a la pared sin bloquear una ventana.

—Brown, exquisita criatura, quiero que salgas de allí. Puedes ocupar el pupitre de Barlow. Sí, sé que él volverá, y entonces tendremos que hacer un pequeño reordenamiento, ¿no les parece? De todas maneras, Brown, tú eres un pícaro, ¿verdad? Sé qué es lo que haces allí atrás cuando crees que no te veo. Dejen de reír, muchachos. No toleraré risas. Pues bien, tú, Wandgrave o como te llames. ¿Sabes guardar la disciplina? ¿Mmm? Ve a sentarte en ese rincón y quédate callado y avísame si ves que no se comportan bien. ¿Mmm? ¡Deprisa!

Esperó, sonriendo con perseverante regocijo hasta que el chico estuvo sentado y parcialmente oculto. El señor Pedigree comprobó que podría dividir al chico mediante el borde del armario, de modo que sólo quedara a la vista la mitad más o menos sana de su rostro. Suspiró aliviado. Esos detalles eran importantes.

—Muy bien, ustedes. Continúen. Muéstrale lo que estamos haciendo, Jones.

Se relajó, distrayéndose ahora con su agradable juego, porque la imprevista llegada de Matty le daba una excusa para iniciar otra ronda.

—Pascoe.

—¿Señor?

Era innegable que Pascoe estaba perdiendo lo que nunca había sido un atractivo excepcional. El señor Pedigree se preguntó al pasar qué había visto en ese chico. Afortunadamente la relación no había progresado mucho.

—Pascoe, querido amigo, me pregunto si te molestaría cambiar ahora de lugar con Jameson, para que cuando vuelva Barlow… ¿supongo que no te molestará estar un poco más lejos del sitial? ¿Y qué haremos contigo, Henderson? ¿Eh?

Henderson estaba en el centro de la primera fila. Era un chico de muelle y lírica belleza.

—¿No te incomodará estar cerca del sitial, verdad, Henderson?

Henderson levantó la vista, sonriendo con expresión orgullosa y reverente. Su estrella estaba en la ascendente del señor Pedigree. Inefablemente conmovido, el señor Pedigree salió de atrás de su escritorio y se detuvo junto a Henderson, con los dedos en el cabello de la criatura.

—Monín, querido amigo, ¿cuándo lavaste por última vez toda esta crin amarilla, eh?

Henderson lo miró, siempre sonriente y seguro de sí, comprendiendo que la pregunta no era tal, sino una forma de comunicación, de luminosidad, de gloria. El señor Pedigree dejó caer la mano y apretó el hombro del chico, y después volvió a su escritorio. Le sorprendió ver que el alumno sentado detrás del armario tenía la mano en alto.

—¿Qué sucede? ¿Qué sucede?

—Señor. Ese chico. Le pasó una nota a ese otro, señor. ¿No está permitido, verdad?

El señor Pedigree quedó tan alelado que al principio no atinó a contestar. Incluso el resto de la clase permaneció en silencio hasta que terminó de asimilar la enormidad de lo que había oído. Después comenzó a elevarse un abucheo vago, creciente.

—Basta, muchachos. He dicho basta. Tú, como te llames. Debes de haber venido directamente de una jungla ululante. ¡Hemos reclutado un polizonte!

—Señor, usted dijo…

—¡No importa lo que dije! ¡He aquí una criatura que se lo toma todo al pie de la letra! ¡Dios mío, qué tesoro hemos encontrado!

La boca de Matty se había abierto y continuaba abierta.

Después de eso fue en verdad extraño que Matty se apegara al señor Pedigree. Era una prueba de la pobreza de su vida afectiva que empezara a seguir los pasos de su maestro y a irritarlo, porque lo que menos anhelaba éste era la atención de Matty. En realidad, el señor Pedigree estaba en el declive de su curva ascendente y había empezado a reconocer su situación en condiciones que no le habían resultado perceptibles en los días muy lejanos de la escuela religiosa. Ahora sabía que los puntos de la curva se identificaban con precisión. Mientras había admirado la belleza en el aula nada había amenazado la seguridad y el orden, aunque sus manifestaciones de afecto fueran muy extrovertidas. Pero había llegado un momento en el que había empezado —había tenido que empezar— a ayudar en su propia habitación a los chicos que se preparaban para los cursos superiores, a pesar de que ello estaba prohibido y era peligroso y delirante, y allí también los gestos serían inocentes durante un tiempo…

Precisamente en ese momento, en el último mes del semestre, la naturaleza misma había encumbrado a Henderson a esa categoría de belleza superlativa. Incluso al señor Pedigree le asombraba contar con ese acopio constante de belleza, el cual aumentaba de año en año. El mes fue extraño tanto para el señor Pedigree como para Matty, que lo acosaba con absoluta ingenuidad. Su mundo era tan pequeño y ese hombre era tan colosal… No podía concebir que toda una relación descansara sobre una broma. Él era el tesoro del señor Pedigree. El señor Pedigree lo había dicho. Así como algunos chicos pasaban años en el hospital y otros no, así también interpretaba que algunos chicos cumplían con su estricto deber y denunciaban a sus condiscípulos en tanto que otros no lo hacían, aunque ello les acarreara una tremenda impopularidad.

Los compañeros de Matty podrían haber disculpado u olvidado su aspecto. Pero su tendencia a obedecer las instrucciones al pie de la letra, su nobleza y su desconocimiento del código lo convirtieron inexorablemente en un paria. Pero el calvo Windup estaba ávido de afecto, porque no se conformaba con correr detrás del señor Pedigree. También corría detrás de Henderson. El chico se mofaba de él y el señor Pedigree…

—¡Ahora no, Wheelwright, ahora no!

De pronto las visitas de Henderson a la habitación del señor Pedigree se hicieron más frecuentes y ostensibles y el lenguaje que el señor Pedigree empleaba para dirigirse a sus alumnos se hizo más extravagante. Estaba en el apogeo de la curva. Dedicó la mayor parte de una clase a una digresión, una conferencia sobre los malos hábitos. Éstos eran muchos, muchísimos, y difíciles de evitar. Sin embargo era importante distinguir los hábitos que la gente consideraba malos de aquellos otros que lo eran realmente. Vaya, en la antigua Grecia se pensaba que las mujeres eran seres inferiores, y no se rían muchachos, ya sé lo que están pensado, pillos, y el amor llegaba a su máxima expresión entre los hombres y entre éstos y los jóvenes. A veces un hombre pensaba cada vez más en un hermoso mancebo. Supongamos, por ejemplo, que ese hombre era un gran atleta, como podría serlo hoy un jugador de cricket…

Los hermosos mancebos esperaban oír la moraleja de la disertación y la relación que ésta tenía con los malos hábitos, pero se quedaron con las ganas. La voz del señor Pedigree se fue apagando gradualmente y la conferencia no llegó a su conclusión sino que se interrumpió, en tanto el señor Pedigree parecía desorientado y perplejo.

La gente se sorprende cuando descubre lo poco que un hombre sabe acerca de otro. Asimismo, en el preciso instante en que las personas están más seguras de que sus actos y sus pensamientos se hallan perfectamente ocultos en las tinieblas, comprueban a menudo, con gran asombro y desolación, que han estado representando su papel en plena luz del día y delante de un auditorio. A veces este descubrimiento les produce una conmoción cegadora y demoledora. En otras ocasiones el resultado es menos traumático.

El director pidió ver los boletines de calificaciones de algunos chicos del curso del señor Pedigree. Estaban sentados ante una mesa, en el despacho del director, con los ficheros verdes a sus espaldas. El señor Pedigree habló locuazmente de Blake y Barlow, de Crosby y Green y Halliday. El director hizo un ademán de asentimiento y dio vuelta a los boletines.

—Veo que no ha traído el de Henderson.

El señor Pedigree cayó en un gélido mutismo.

—Sabe, Pedigree, que es muy imprudente.

—¿Qué es lo imprudente? ¿Qué es lo imprudente?

—Algunos de nosotros tenemos dificultades peculiares.

—¿Dificultades?

—Así que no dicte esas clases particulares en su habitación. Si quiere recibir chicos en su habitación…

—¡Oh, pero lo hago por el bien del alumno!

—Hay una norma que lo prohíbe, y usted lo sabe. Han circulado… rumores.

—Otros chicos…

—No sé cómo quiere que yo interprete esto. Pero procure no ser tan… exclusivista.

Pedigree se alejó rápidamente, con una sensación de calor alrededor de las orejas. Veía con claridad que la conspiración echaba raíces muy profundas, porque a medida que el gráfico de su vida cíclica se remontaba hacia el punto culminante les atribuía a todos todas las malas intenciones. El director, pensó Pedigree —parcialmente consciente de su propio delirio— también le ha echado el ojo a Henderson. De modo que se dedicó a urdir un plan mediante el cual podría soslayar cualquier tentativa del director encaminada a deshacerse de él. Comprendió perfectamente que lo mejor sería contar con una buena tapadera o camuflaje. Mientras se preguntaba una y otra vez qué debía hacer, desechó primero un recurso por imposible, después por improbable, y a continuación por espantoso… y al fin se dio cuenta de que ése era un recurso que debería emplear aunque la curva no hubiera comenzado el declive.

Sacó fuerzas de flaqueza. Cuando su clase estuvo en orden, empezó a recorrerla pasando de un chico a otro; pero esta vez empezó con tremendo disgusto por el fondo. Se encaminó deliberadamente hacia el rincón donde Matty estaba parcialmente oculto por el armario. Matty levantó la vista y le sonrió con una mueca torcida, y Pedigree también sonrió, con un franco ramalazo de angustia, en dirección al espacio situado sobre la cabeza del chico.

—¡Oh, Dios mío! ¡Éste no es un mapa del Imperio Romano, mi joven amigo! Ésta es la imagen de un gato negro en una carbonera en medio de la oscuridad. A ver, Jameson, préstame tu mapa. ¿Te das cuenta, Matty Windrap? Qué barbaridad. Escucha, no puedo perder más tiempo aquí. Esta tarde no me ocuparé del curso preparatorio, así que en lugar de ir allí te limitarás a traer tu libro y tu atlas y el resto de las cosas a mi habitación. ¿Sabes dónde está, verdad? ¡No se rían, muchachos! Y si te comportas con especial esmero tal vez haya un bollo o un trozo de pastel para ti… Oh, Dios…

La mitad sana de Matty proyectó hacia arriba sus rayos refulgentes, como el sol. Pedigree le miró la cara. Cerró el puño y le dio un golpecito sobre el hombro. Después volvió deprisa a la parte anterior del aula, como si buscara aire fresco.

—Henderson, monín. Esta tarde no podré darte la lección. Pero tampoco hace falta, ¿verdad?

—¿Señor?

—Ven aquí y muéstrame tu cuaderno.

—Sí, señor.

—¡Muy bien! ¿Ves?

—Señor… ¿no me dará más lecciones arriba, señor?

El señor Pedigree miró ansiosamente el rostro del chico, que ahora proyectaba hacia adelante el labio inferior.

—Dios mío. Mira, monín. Escucha…

Hundió los dedos en la cabellera del chico y atrajo su cabeza hacia él.

—Monín, querido. Los mejores amigos deben separarse…

—Pero usted dijo…

—¡Ahora no!

—¡Usted lo dijo!

—Verás, monín. El martes dictaré la clase del curso preparatorio en el salón. Vendrás al escritorio con tu libro.

—Sólo porque dibujé un buen mapa… ¡no es justo!

—¡Monín!

El chico se miraba los pies. Giró lentamente y volvió a su pupitre. Se sentó e inclinó la cabeza sobre su cuaderno. Sus orejas estaban tan rojas que tenían un toque del púrpura de Matty. El señor Pedigree se sentó detrás de su escritorio, y apoyó encima las manos trémulas. Henderson le echó una mirada desde abajó de sus cejas fruncidas y el señor Pedigree desvió la vista.

Procuró aquietar sus manos y murmuró:

—Lo resarciré…

De los tres, el único que podía mirar el mundo de frente era Matty. El sol refulgía desde una mitad de su cara. Cuando llegó la hora de subir a la habitación del señor Pedigree incluso estiró con más esmero su cabello negro para que éste escondiera el cráneo pálido y la oreja purpúrea. El señor Pedigree le abrió la puerta con un estremecimiento que tenía algo de afiebrado. Sentó a Matty en una silla pero él siguió paseándose de un lado a otro como si el movimiento fuera un anestésico para el dolor. Empezó a hablarle a Matty o a algún otro, como si en la habitación hubiera un adulto en condiciones de comprender, y apenas había empezado cuando se abrió la puerta y Henderson apareció en el umbral.

El señor Pedigree vociferó:

—¡Vete, monín! ¡Vete! ¡No te recibiré! Oh, Dios…

Entonces Henderson prorrumpió en llanto y salió disparado, haciendo retumbar la escalera, y el señor Pedigree permaneció junto a la puerta, mirando hacia abajo hasta que dejó de oír los sollozos del chico y el ruido de sus pisadas. Incluso entonces se quedó donde estaba, con la vista baja. Hurgó en el bolsillo y sacó un gran pañuelo blanco y se lo pasó por la frente y por la boca y Matty le miraba la espalda sin entender nada.

Por fin el señor Pedigree cerró la puerta pero no miró a Matty. En cambio echó a andar nerviosamente por la habitación, farfullando mitad para sí y mitad para que lo oyera el chico. Dijo que lo más terrible del mundo era la sed y que los hombres experimentaban toda clase de sed en toda clase de desiertos. Todos los hombres eran dipsómanos. Hasta Cristo había clamado en la cruz: «Διψώ!». Las distintas formas de sed que experimentaban los hombres no se podían controlar, de modo que a éstos no se los podía culpar por lo que sentían. Culpar a los hombres por ello no sería justo, y ése era el error de Monín, esa criatura tan necia y hermosa, pero desde luego era demasiado joven para comprender.

Al llegar a este punto el señor Pedigree se dejó caer en la silla contigua a la mesa y se ocultó el rostro con las manos.

Διψώ

—¿Señor?

El señor Pedigree no contestó. Finalmente tomó el cuaderno de Matty y le explicó lo más sucintamente posible por qué estaba mal su mapa. Matty empezó a corregirlo. El señor Pedigree se encaminó hacia la ventana y se detuvo allí, mirando por encima del techo de plomo hacia la escalera de incendios y más lejos aún hacia el horizonte donde ahora se vislumbraban los suburbios de Londres como una especie de excrecencia.

Henderson no volvió a su curso preparatorio del salón ni fue a los lavabos que le habían servido de excusa para salir de allí. En cambio se dirigió a la parte anterior del edificio y permaneció unos minutos frente a la puerta del despacho del director. Ése era un claro testimonio de su desazón, porque en su mundo no era poca cosa saltar por sobre los otros miembros de la jerarquía. Por fin golpeó la puerta, primero tímidamente y después con más fuerza.

—Bueno, muchacho, ¿qué deseas?

—Hablar con usted, señor.

—¿Quién te ha enviado?

—Nadie, señor.

Esto hizo que el director levantara la vista. Observó que el chico había estado llorando muy recientemente.

—¿A qué curso perteneces?

—Al del señor Pedigree, señor.

—¿Cómo te llamas?

—Henderson, señor.

El director abrió la boca para decir ¡ah!, y después volvió a cerrarla. Optó por apretar los labios. En el fondo de su mente empezó a tomar forma una preocupación.

—¿Y bien?

—Se… se trata del señor Pedigree, señor.

La preocupación floreció profusamente: las entrevistas, la evaluación de la culpa, todos los engorros, el informe a las autoridades administrativas de la escuela y al final de todo el proceso el juez. Porque desde luego el hombre se declararía culpable; o si no había llegado tan lejos…

Dirigió al chico una mirada larga e intencionada.

—¿Y bien?

—Señor, el señor Pedigree, señor… me da lecciones en su habitación…

—Lo sé.

Esta vez fue Henderson quien se quedó atónito. Miró al director que asentía de forma circunspecta con la cabeza. El director estaba muy próximo a jubilarse, y tanto por cansancio como por otras razones encauzó sus afanes hacia el propósito de frenar al muchacho antes de que éste dijera algo irremediable. Por supuesto Pedigree debería dimitir, pero eso se podría arreglar sin mayores dificultades.

—Ha sido muy amable —prosiguió el director—, pero supongo que te fastidia un poco no es verdad ese trabajo adicional sumado a los restantes, bueno, te comprendo, lo que quieres es que hable con el señor Pedigree no es cierto, no le diré que me lo pediste, sino sólo que no creemos que tengas suficientes fuerzas para un trabajo complementario así que ya puedes respirar tranquilo. Sencillamente el señor Pedigree no volverá a pedirte que vayas allí. ¿De acuerdo?

Henderson se puso rojo. Escarbó la alfombra con la punta del zapato y clavó la vista en ese punto.

—¿De modo que no le hablaremos a nadie de esta visita, verdad? Me alegra que hayas venido a verme, Henderson, me alegra mucho. Ya sabes, para solucionar estos problemas de poca importancia siempre basta abordarlos con un adulto. Estupendo. Ahora anímate y vuélvete a tu curso preparatorio.

Henderson se quedó quieto. Sus facciones enrojecieron aún más y parecieron hincharse. Y las lágrimas brotaron de sus ojos fruncidos como si ya no cupieran en su cabeza.

—Vamos, muchacho. ¡No es tan grave!

Pero era gravísimo. Porque ninguno de los dos sabía dónde se hincaban las raíces de la pena. El chico lloraba impotentemente y el hombre lo miraba impotentemente, pensando, por así decir, de manera furtiva, en lo que no podía imaginar con precisión, y preguntándose si al fin y al cabo era prudente o posible frenar al chico. Sólo cuando las lágrimas casi hubieron cesado volvió a hablar.

—¿Estás mejor? ¿Eh? Escucha, mi querido muchacho, conviene que descanses un rato en esa silla. Yo debo salir… volveré dentro de unos minutos. Vete cuando quieras. ¿De acuerdo?

El director se fue, meciendo la cabeza y sonriendo con talante cordial, y cerró la puerta a sus espaldas. Henderson no se sentó en la silla que le habían ofrecido. Se quedó donde estaba, mientras su cara se decoloraba lentamente. Moqueó un poco y se limpió la nariz con el dorso de la mano. Después volvió a su pupitre en el salón.

Cuando el director retornó a su despacho y comprobó que el chico se había ido se sintió momentáneamente aliviado porque nadie había dicho nada irremediable. Pero después recordó a Pedigree, muy irritado. Sopesó la posibilidad de abordarlo inmediatamente, aunque por fin resolvió postergar esa desagradable entrevista hasta las primeras horas del turno de la mañana, cuando el descanso lo habría ayudado a recuperar sus fuerzas vitales. Esperar hasta el día siguiente no suponía mucha demora, si bien no podría aplazar por más tiempo la definición. Y al recordar su conversación previa con Pedigree el director se congestionó, realmente furioso. ¡Qué hombre tan estúpido!

Sin embargo, a la mañana siguiente, cuando el director se preparaba para la entrevista, le tocó recibir las conmociones en lugar de provocarlas. El señor Pedigree estaba en su aula, pero Henderson no, y antes de que concluyera la primera hora de clase, el nuevo maestro, Edwin Bell —a quien toda la escuela ya apodaba «Dinger»— encontró a Henderson y sufrió un acceso de histeria. Se llevaron a Bell, pero a Henderson lo dejaron al pie del muro donde lo ocultaban las malvas rosas. Era evidente que había caído desde más de quince metros de altura, desde el tejado de plomo o desde la escalera de incendios que se comunicaba con éste, y estaba todo lo muerto que podía estar. «Muerto —afirmó Merriman, el hombre para todo, con énfasis y aparente regocijo—. Frío y duro», que fue lo que desencadenó la reacción de ese señor Bell. Sin embargo, cuando el señor Bell se serenó, ya había levantado el cuerpo de Henderson y habían hallado debajo de él una zapatilla de gimnasia… con el nombre de Matty.

Esa mañana el director se quedó mirando desde su asiento el lugar donde Henderson se había presentado ante él y enfrentó unos pocos hechos despiadados. Comprendió que estaba pronto para saltar por los aires, como él mismo decía en términos coloquiales. Preveía una transacción atrozmente complicada en el curso de la cual tendría que revelar que el chico había acudido a él, y que…

¿Pedigree? El director concluyó que de ningún modo habría dictado su clase esa mañana si hubiera sabido lo que había pasado por la noche. Eso tal vez habría podido hacerlo un criminal encallecido, o alguien capaz de planear minuciosa y fríamente sus actos, pero no Pedigree. ¿Entonces quién…?

Aún no había decidido qué hacer cuando apareció la policía. Cuando el inspector le preguntó por la zapatilla de gimnasia, el director sólo atinó a decir que a menudo los chicos intercambiaban sus equipos, y el inspector ya sabía cómo eran esos jovencitos. Pero el inspector no lo sabía. Pidió hablar con Matty, como si se tratara de una escena copiada del cine o de la televisión. Ése fue el momento en que el director hizo entrar al abogado que representaba a la escuela. De manera que el inspector se fue y los dos hombres entrevistaron a Matty. Creyeron entenderle que la zapatilla había sido botada, y el director confundió la palabra inglesa que significaba «botar» con la que significaba «desherrar», y exclamó coléricamente que puesto que no se trataba de una herradura había sido «arrojada» y no «botada». El abogado le explicó lo que era una relación confidencial y lo que era la veracidad y cómo ellos lo estaban protegiendo.

—Cuando sucedió, ¿estabas allí? ¿Estabas en la escalera de incendios?

Matty meneó la cabeza.

—¿Dónde estabas, pues?

Si hubieran conocido mejor al chico habrían entendido por qué el sol volvía a brillar, ennobleciendo cabalmente la mitad sana de su cara.

—El señor Pedigree.

—¿Él estaba allí?

—¡No señor!

—Escucha, muchacho…

—¡Señor, estaba en su habitación conmigo, señor!

—¿En mitad de la noche?

—Señor, me había pedido que dibujara un mapa…

—No seas tonto. ¡No te habría pedido que le llevaras un mapa en mitad de la noche!

La nobleza de las facciones de Matty menguó.

—Será mejor que nos digas la verdad —insistió el abogado—. Tarde o temprano se sabrá, ¿entiendes? No tienes nada que temer. Bueno. ¿Qué pasó con esa zapatilla?

Sin dejar de mirar hacia abajo, y más feo que noble, Matty farfulló una respuesta.

El abogado lo hostigó.

—No te he oído. ¿Edén? ¿Qué tiene que ver el Edén con una zapatilla de gimnasia?

Matty volvió a farfullar.

—Así no llegaremos a ninguna parte —afirmó el director—. Escucha, esto… Wildwort. ¿Qué hacía el pobre jovencito Henderson en lo alto de la escalera de incendios?

Matty miró vehementemente desde abajo de sus cejas y una sola palabra brotó con fuerza de sus labios.

—¡Maldades!

De modo que despidieron a Matty y llamaron al señor Pedigree. Éste entró, débil, con la tez gris y desfalleciente. El director lo miró con una mezcla de compasión y repugnancia y le ofreció una silla, en la cual se derrumbó. El abogado le describió el curso probable de los acontecimientos y le explicó cómo podrían cambiar una incriminación grave por otra más leve si el reo se reconocía culpable para evitar el careo con menores. El señor Pedigree estaba acurrucado y tembloroso. Eran amables con él pero sólo exhibió un atisbo de animación durante toda la entrevista.

Cuando el director le informó, afable, que tenía un amigo, porque el pequeño Matty Windwood había tratado de darle una coartada, el rostro del señor Pedigree se puso blanco y después rojo, para volver a ponerse blanco.

—¡Ese chico tan atroz, tan feo! ¡No lo tocaría aunque fuera el último que quedase sobre la Tierra!

Su arresto fue lo más discreto posible en razón de que había accedido a declararse culpable. Sin embargo, bajó la escalera desde su habitación escoltado por policías, y sin embargo su sombra, ese perro que le seguía los pasos, estaba allí para verlo partir en medio de la vergüenza y el terror. Así que el señor Pedigree le gritó en el amplio vestíbulo:

—¡Eres un chico horrible! ¡Tienes la culpa de todo!

Cosa curiosa, el resto de la escuela pareció compartir la opinión del señor Pedigree. El pobre viejo Pedders era ahora aún más popular entre los chicos de lo que había sido en los días soleados, cuando les repartía trozos de pastel y se mostraba afablemente dispuesto a ser el blanco de sus bromas con la única condición de que ellos lo estimaran. Nadie, ni el director ni el abogado, ni tampoco el juez, supo nunca lo que había sucedido realmente aquella noche —cómo Henderson había suplicado que lo dejaran entrar y le habían negado el acceso y había marchado bamboleándose por el tejado de plomo donde había resbalado y caído— porque ahora Henderson estaba muerto y no podía revelarle a nadie su pasión furiosa. Pero en definitiva, lo que ocurrió fue que a Matty lo enviaron a Coventry y que se sumió en una profunda aflicción. Para el personal de la escuela estaba claro que ése era uno de los casos en que se justificaba una baja prematura y que el único paliativo, ya que no el remedio, consistía en un trabajo sencillo, que no exigiera demasiados esfuerzos intelectuales. De modo que el director, que tenía cuenta abierta en la ferretería Frankley’s situada en el otro extremo de High Street junto al puente viejo, el Old Bridge, le consiguió un empleo allí, y la escuela lo perdió de vista, como a Pedigree 109 732.

La escuela tampoco conservó por mucho tiempo al director. El hecho de que Henderson hubiera recurrido a él y él lo hubiera rechazado no se podía disculpar. Al terminar el semestre renunció por razones de salud, y puesto que había sido la tragedia la que lo había desalojado, en el lugar que había elegido para su retiro —una casita situada sobre los blancos acantilados— volvió a repasar una y otra vez las confusas circunstancias que la habían rodeado sin llegar por ello a entenderla mejor. Sólo una vez tropezó con algo que podía ser una pista, pero ni siquiera entonces se sintió seguro. Encontró una cita del Antiguo Testamento: «Mi planta ha hollado Edom», que también podía traducirse por «he arrojado mi zapato sobre Edom». Cuando recordaba a Matty después de eso, experimentaba un ligero escalofrío. Por supuesto, la cita correspondía a una maldición primitiva, cuya expresión física había sido encubierta por la traducción, como en «destruirá a todos los impíos» y en otra docena de atrocidades. De modo que no se movía y reflexionaba y se preguntaba si tenía la clave de algo aún más tenebroso que la tragedia del joven Henderson.

Mecía la cabeza y murmuraba para sus adentros:

—Oh, si, decir es una cosa, pero hacer es otra muy distinta.