Cuando lo dejaron salir por el fondo del edificio Sim se ajustó las gafas de sol con movimientos tan habituales que parecían haberse convertido en parte de su vida automática. Era uno de los tres pares que había comprado durante las semanas de la indagación judicial. Su paso también era automático, una marcha solemne. Había aprendido que era fatal —casi literalmente fatal— apresurarse. Así llamaría la atención y provocaría los gritos de ahí va uno de ellos, o ése es el tipo que prestó declaración hoy, o incluso, ¡ése es Goodchild! Su nombre pareció encerrar un atractivo peculiar para ellos.
Bajó solemnemente por la calle lateral para desembocar en Fleet Street y eludir así la cola de aquéllos que aún no habían podido entrar. Un policía que pasaba por allí lo inspeccionó, e incluso en el crepúsculo de sus gafas de sol le pareció que lo miraba con hilaridad y desdén.
Me vendría bien una taza de té.
Cualquiera habría pensado que cuanto más te alejabas de la sala de audiencias tantas menos posibilidades había de que te reconocieran. ¡Ni soñar! La televisión lo unificaba todo. Ahí va el tipo que prestaba declaración… No había escapatoria. La auténtica ruina, la auténtica vindicta pública, no dependía de que fueras bueno o malo; tanto los unos como los otros tenían un cierto aire de dignidad; pero si eras tonto y te tomaban por tal…
Al fin, cuando podemos irnos, nos habrán absuelto. Hasta entonces, estamos en la picota. ¿Y después?
La mujer del autobús… ¡Ahí va uno de ellos! ¿No es usted uno de los fulanos que estaban en el establo? Y entonces el salivazo, el salivazo incompetente, despedido con mala puntería, que colgaba de la manga de su abrigo de mezcla hirsuta… ¡No hemos hecho nada malo! ¡Era una especie de plegaria!
Había una aglomeración frente a una tienda. Atraído como se sentía, contra su voluntad, hacia esa prolongación del espacio y el tiempo, se detuvo y se apostó atrás. Bamboleándose de un lado a otro consiguió entrever el escaparate donde por lo menos quince pantallas de televisión mostraban imágenes idénticas, y entonces descubrió otra más pequeña, alta y sesgada, así que dejó de bambolearse.
Vio que era la sesión de la tarde. La pantalla estaba dividida en dos. El juez Mallory y sus dos con jueces ocupaban el tercio inferior, y arriba estaba la escuela incendiada, cuya imagen se había hecho famosa. Aunque él nunca había visto la escuela propiamente dicha en los tiempos en que se había alzado intacta y majestuosa, pudo identificar sin embargo las diversas ventanas desde las cuales los diversos hijos de esta familia de reyes o de aquella familia de príncipes o de aquella otra multinacional habían saltado o habían sido arrojados. La imagen superior fue sustituida por otra. Ahora volvía al aeropuerto de Londres… allí estaba Toni, con su cabello camuflado, allí estaba el joven exoficial (lo cual era doloroso) que había sido su cómplice; allí, cerca de ellos, encañonado por la pistola del exoficial se hallaba el levantador de pesas que había estado comprometido con la otra hermana… ¿acaso él formaba parte de la confabulación? Era increíble… ¿Qué era cuál y quién? Allí estaba el avión despegado… La imagen volvió a cambiar y con un dolor sordo en el corazón él supo qué era lo que venía. El objetivo oculto enfocaba una pequeña habitación donde tres hombres se hallaban sentados alrededor de una mesa. Uno de ellos se retorció y apoyó de pronto la cabeza sobre la mesa. Tenían las manos unidas. El hombre de enfrente alzó la cabeza y abrió la boca.
La película volvió a saltar a la sala de audiencias, donde todos se reían, el juez, los abogados, los periodistas y esos personajes extraños cuya función él nunca había terminado de entender, y que quizás eran agentes especiales encargados de reforzar a los soldados armados que montaban guardia de trecho en trecho apoyados contra las paredes. Hubo otra salida, esta vez atrás, la filmación de los tres hombres en cámara lenta, su propia cabeza que se inclinaba espasmódicamente, luego la boca de Edwin que se abría… y esta vez la gente congregada alrededor del escaparate se rió como el público de la sala de audiencias.
—¡No fue así!
Afortunadamente nadie le prestó atención. Se alejó deprisa, sin poder soportar la idea de que tal vez volvería a presenciar (pues era un pasaje muy popular) su propio testimonio que el juez Mallory había descrito como un toque de comedia vulgar en ese terrible proceso…
—¿Dice, señor Goodchild, que no estaba en trance?
—No milord. Me sujetaban las manos y yo intentaba rascarme la nariz.
Y entonces las carcajadas atronadoras, sin parar… oh, eso debió de durar segundos.
Yo mismo no lo habría creído. Yo mismo no habría creído que éramos… que somos… inocentes.
Le oí en la calle, a la otra mujer que sacudía la cabeza y hablaba al mismo tiempo como lo hacen ellas, cuando el río suena, agua lleva, eso es lo que dije yo. Entonces las dos se callaron porque me vieron.
El metro rugía y estaba atestado con el tráfico de la hora punta. Él estaba aferrado a una correa, con la cabeza gacha, mirando hacia donde habría visto sus pies si no se hubiera interpuesto el abdomen de otro hombre. Era casi relajante viajar así colgado sin que nadie reconociera al idiota.
Salió de la estación y pasó del seno de la tierra a la calle con la sensación de ser nuevamente vulnerable. ¡Claro que todos tuvimos algo que ver con eso! ¿Acaso no estábamos allí?
El hombre que parecía un contable pero que pertenecía al servicio secreto o como se llamara, el que había montado la cámara oculta, dijo que hacía casi un año que vigilaban a la hermana. ¿Quién usaba a quién?
Yo no tuve nada que ver con eso. Sin embargo soy culpable. Mi lascivia estéril coagulaba la atmósfera y ahogaba los ruidos del mundo real.
Estoy loco.
Al llegar a High Street caminó erecto y dolorido, tenso. Sabía que incluso las mujeres morenas, con la tela atravesada sobre la parte inferior del rostro —pero cuando él pasaba la levantaban aún más, para evitar la contaminación— aun las mujeres morenas lo miraban, espiándolo de reojo.
Ahí va.
Incluso Sandra lo miraba. Se le apareció obesa, desmañada, pero resplandeciente y desbordante de excitación: «Mi mamá quiere que deje de venir pero yo dije que mientras el señor Goodchild me necesite…».
Sandra quería conectarse con el terror, por muy remoto que éste fuera.
Oyó junto a él un ruido de pisadas rápidas que aflojaban el paso para acomodarse al suyo. Miró de soslayo y era Edwin, con el mentón levantado y los puños arrimados entre sí dentro de los bolsillos del abrigo. Se bamboleó un poco y rozó el hombro de Sim. Después siguieron caminando, a la par. La gente les abría paso. Sim dobló por el callejón donde estacionaba la furgoneta. En lugar de recorrer la corta distancia que lo separaba de Sprawson’s, Edwin lo siguió. Sim abrió la puerta lateral y Edwin entró con él en silencio.
En la salita de la trastienda estaba encendida una luz mortecina. Sim contempló la posibilidad de descorrer las cortinas pero optó por dejarlas como estaban.
Cuando Edwin habló su voz fue poco más que un susurro.
—¿Ruth se encuentra bien?
—¿Qué entiendes por «bien»?
—Edwina está con su hermana. ¿Sabes dónde se halla Stanhope?
—Dicen que se aloja en un club. No lo sé.
—Un periódico consiguió entrevistar a Sophy.
—«Me robó el corazón, dice la melliza de la terrorista».
—Supongo que te mudarás.
—Les vendo a los representantes del centro comercial.
—¿A buen precio?
—Oh, no. Demolerán el edificio y utilizarán el solar como vía de acceso. Es una firma importante.
—¿Y los libros?
—Los subastaré. Es posible que saque algún beneficio. Por ahora somos famosos. ¡Ánimo!
—Somos inocentes. Él lo dijo. «Debo afirmar aquí y ahora que a mi juicio estos dos caballeros son las víctimas de una infausta coincidencia».
—No somos inocentes. Somos algo peor que culpables. Somos ridículos. Cometimos el error de pensar que tú podías ver a través de una pared de ladrillo.
—Me invitan a renunciar. No es justo.
Sim se rió.
—Me gustaría ir a reunirme con mi hija, largarme de aquí.
—¿A Canadá?
—El exilio.
—Creo, Sim, que escribiré un libro sobre toda esta aventura.
—En tus horas de ocio, que las tendrás.
—Rastrearé a todos quienes hayan tenido algo que ver con este macabro asunto y confrontaré sus declaraciones y sacaré a luz la verdad.
—Tenía razón, sabes. La historia es pura palabrería. La historia es la nada que la gente escribe acerca de la nada.
—Los anales del akasha…
—Por lo menos no cometeré el error de volver a perder el tiempo con estas idioteces. Nunca nadie sabrá lo que ocurrió. Hay demasiadas cosas, demasiada gente, una sucesión de hecho dispersos que se descalabran por su propio peso. Estas hermosas criaturas… Lo tienen todo… todo lo que hay en el mundo, juventud, belleza, inteligencia… ¿o acaso no hay nada por lo cual vivir? ¡Clamando por la libertad y la justicia! ¿Qué libertad? ¿Qué justicia? ¡Válgame Dios!
—No entiendo qué relación tiene su belleza con esto.
—Les fue dado un tesoro y ellas le volvieron la espalda. Un tesoro que era no sólo para ellas sino para todos nosotros.
—¡Escucha!
—¿Qué es eso?
Edwin levantó un dedo. Se oía un ruido, alguien manipulaba la puerta de la tienda. Sim se levantó de un salto y corrió hacia el frente. En ese mismo momento el señor Pedigree cerraba la puerta detrás de él.
—No atendemos al público. Adiós.
Pedigree no pareció estar tan a la defensiva.
—¿Entonces por qué estaba abierta la puerta?
—No debería haberlo estado.
—Pues lo estaba.
—Por favor váyase.
—No está en condiciones de amedrentarme, Goodchild. Oh ya sé que es sólo una indagación judicial y no un juicio. Pero nosotros sabemos, ¿no es verdad? Usted tiene en su poder una bagatela que me pertenece.
Edwin apartó a Sim de un empujón.
—Usted es un chivato, ¿verdad? Lo hizo usted, ¿no es cierto?
—No sé a qué se refiere.
—Me fui porque no me gustaba la compañía.
—¡Fue a activar la cámara oculta!
—¿Qué importa, Edwin? Ese agente del servicio secreto…
—¡Dije que desentrañaría la verdad!
—Bueno. Pues yo quiero mi balón. Ahí está, sobre su escritorio. Yo pagué por él. Matty era realmente honesto, sabe.
—Un momento, Sim. Sabemos para qué lo quiere, ¿eh? ¿Desea volver a la cárcel?
—Es posible que vayamos todos a la cárcel, ¿no cree? ¿Cómo puedo saber que no estoy hablando con un par de terroristas muy astutos que metieron a las chicas en este jaleo? Sí, claro que ella era… ¡tan mala como la otra! El juez dijo que ustedes eran inocentes, pero nosotros, el gran Público británico, nosotros… ¡qué extraño que resulta descubrir que soy uno de ellos!… nosotros sabemos la verdad, ¿no es cierto?
—No, Sim… déjame hablar a mí. Pedigree, usted es un viejo depravado y deberían quitarlo de en medio. ¡Tómelo y váyase!
El señor Pedigree soltó una especie de relincho atiplado.
—Ustedes creen que me gusta deambular por las letrinas y los parques, desesperándome por… por… ¡no deseo hacerlo sino que debo hacerlo! ¡Debo hacerlo! Sólo por… no, ni siquiera por eso, sólo por afecto; y más que eso, sólo por un contacto… Tardé sesenta años en descubrir qué es lo que me hace distinto del resto de la gente. Tengo un ritmo. ¿Quizás ustedes recuerdan, o son demasiado jóvenes para recordarlo, cuando se decía que todas las criaturas de Dios tenían ritmo? El mío es un movimiento ondulante. Ustedes no saben lo que significa vivir así, ¿eh? ¿Ustedes creen que quiero ir a la cárcel? Pero a menudo siento que se acerca la hora, arrastrándose. No saben lo que es desear desesperadamente no hacerlo y saber sin embargo lo que harán, ¡y vaya si lo harán! Sentir el desenlace, el espantoso clímax, la catástrofe que avanza y avanza y avanza… saberlo… decirse quizás el viernes, «no lo haré, no lo haré, no lo haré»… y saber mientras tanto con una suerte de asombro atroz que el sábado lo harán, y vaya si lo harán, que estarán hurgando en sus braguetas…
—¡Por el amor de Dios!
—Y peor aún, porque hace muchos años un médico me advirtió en qué podría convertirme al fin, con la obsesión y el miedo y la senilidad… para silenciar a un niño… ¿hablo como si lindara con la senilidad?
—Entréguese. Vaya a un hospital.
—Sólo que ellos lo hicieron cuando eran jóvenes. Dispuestos a secuestrar a un niño… sin que les importara quién moría… ¡imagínenlo, esos jóvenes, esa hermosa chica que tenía toda la vida por delante! No, no estoy ni remotamente cerca de lo peor, caballeros, entre los atentados con bombas y los raptos y los secuestros todos los motivos más sublimes… ¿cómo dijo ella? Sabemos lo que somos pero no lo que podemos ser. Uno de mis personajes favoritos, caballeros. Bueno, no les agradeceré su amabilidad y su hospitalidad. Lamentablemente no nos encontraremos dentro… a menos, claro está, que descubran nuevas pruebas.
Miraron en silencio cómo se envolvía en el abrigo, cómo apretaba el gran balón multicolor contra su pecho, y cómo se alejaba con su paso saltarín, vacilante y salía por la puerta lateral. Poco después proyectó su sombra sobre las ranuras del escaparate tapiado y desapareció.
Sim se sentó frente al escritorio, exhausto.
—No puede sucederme a mí.
—Pues te sucede.
—El verdadero suplicio consiste en que no tiene fin. Me siento aquí. ¿Alguna vez dejarán de proyectar la película que nos muestra reunidos alrededor de la mesa?
—Dejarán de hacerlo, tarde o temprano.
—¿Puedes dejar de mirarla cuando la proyectan?
—No. Sinceramente no. Debo hacerlo, como tú. Como… como… no, no diré como Pedigree. Pero todos los telediarios, todos los programas especiales, todas las audiciones de radio…
Sim se levantó y pasó a la sala. El sonido de una voz masculina se expandió y la pantalla se iluminó con un brillo titilante. Edwin se detuvo en el hueco de la puerta. Lo estaban pasando de nuevo por el otro canal. Apareció la imagen de la escuela y la cámara se desplazó lentamente para enfocar el pabellón derruido y ennegrecido por el humo. Entonces, interminablemente después de eso, Toni y Gerry y Mansfield y Kurtz arreando a sus rehenes hacia el avión; y una vez más, como preliminar, antes del primer avance de las noticias del día, Toni en África, propalando, bella y remota, la extensa aria sobre la libertad y la justicia con esa voz argentina…
Sim la maldijo.
—¡Está loca! ¿Por qué la gente no lo dice? ¡Es una loca y una malvada!
—No es humana, Sim. Por fin debemos admitirlo. No somos todos humanos.
—Estamos todos locos, toda la condenada raza. Estamos envueltos en ilusiones, desvaríos, confusiones acerca de la penetrabilidad de los tabiques, estamos todos locos y en una celda solitaria.
—Creemos saber.
—¿Saber? Eso es peor que una bomba atómica, y siempre lo fue.
En silencio entonces, miraron y escucharon, y después exclamaron al unísono:
—¿El diario? ¿El diario de Matty? ¿Qué diario?
«… ha sido entregado al juez Mallory. Es posible que arroje un poco de luz…».
Finalmente Sim apagó el televisor. Los dos hombres se miraron y sonrieron. Habría noticias de Matty… casi un encuentro con él. Quién sabe por qué, sin una razón visible, Sim se sintió reconfortado por la idea de que Matty había dejado un diario… casi feliz, por el momento. Antes de saber por qué experimentaba esa sensación se encontró mirando fijamente la palma de su propia mano.
El señor Pedigree, que tenía puesto su antiguo traje blanco y negro, llevaba el abrigo doblado sobre el brazo y sostenía el balón entre ambas manos, rumbo al parque. Estaba un poco agitado e indignado con su agitación porque la rastreaba hasta la plática que había mantenido pocos días atrás con el señor Goodchild y el señor Bell… una plática durante la cual había hablado voluntariamente de su edad. La edad, pues, había saltado de su escondite indeterminado y ahora lo acompañaba, de manera que se sentía aún menos apto que de costumbre para enfrentarse con el gráfico de su obsesión. El gráfico estaba todavía allí, así era, nadie podía negarlo, pues de qué otro modo puedes encontrarte a esa altura del otoño en que el día aún es cálido pero estas noches son súbitamente frías… de qué otro modo puedes encontrarte marchando aún con ese rumbo, a pesar de las palabras angustiosas pronunciadas hace sólo una hora, y no únicamente entonces sino aquí y ahora mientras los pies se movían solos a pesar de ti mismo… ¡no, no, no de nuevo, Dios mío! E igualmente los pies te seguían llevando cuesta arriba por la larga pendiente (como tú sabías que lo harían) hasta el parque paradisíaco, peligroso, maldito, donde corrían y jugaban los hijos de la mañana… y ahora, con las verjas de hierro aún abiertas frente a él, su propio ahogo parecía importar menos; y el hecho, el hecho incuestionado ya presente, de que esa noche la pasaría en una celda de la comisaría y abrumado por ese desprecio especial que no sentían por los asesinos… ese hecho incuestionado al que él trataba de aferrarse para soportar el «¡no, no, no, Dios mío!», ese versículo sin respuesta, ese hecho, sí, perdía gradualmente su importancia y ahora se le yuxtaponía de forma temblorosa una expectación que realmente, uno no podía disimularlo, tendía a estimular el ahogo de la edad, no de la vejez, sino de la edad, nada menos, a su umbral como él decía Τηλίκον ’ώς περ έγών
Respirando aún profundamente, azorado y triste, vio que ahora sus pies volvían a transportarlo hacia el empinado borde de su obsesión, hacia la verja y el sendero de grava al otro lado, mientras los pies mismos miraban, escudriñaban en dirección a aquel otro extremo donde los chicos gritaban y jugaban… sólo media hora más y estarían en casa con mamá. ¡Sólo media hora más y habré resistido otro día íntegro!
Una ráfaga de viento arrastró un remolino de hojas otoñales sobre sus pies, pero éstas no les hicieron caso y siguieron deprisa su trayectoria demasiado deprisa…
—¡Esperen! ¡He dicho que esperen!
Pero todo era razonable. Sólo el cuerpo tiene sus razones y los pies son egoístas, así que cuando éstos trataron de pasar frente al banco él consiguió frenarlos y se arrebujó en el abrigo y después se dejó caer sobre los travesaños de hierro.
—Han exagerado, ustedes dos.
Los dos no hicieron nada dentro de sus botines lustrosos y él se recuperó un poco, sintiéndose avergonzado y envuelto en una nube de ilusión. El corazón era más importante que los pies y protestó. Se quedó pendiente de él, rogando que no ocurriera nada desagradable con sus palpitaciones, y cuando captó la primera mitigación del ritmo se dijo para sí mismo, sin siquiera atreverse a airear las palabras, porque aire era lo que el corazón anhelaba y necesitaba con exclusión de cualquier otra actividad…
¡Me he salvado por un pelo!
Finalmente abrió los ojos e hizo que los colores brillantes del balón tomaran una configuración sólida. Los chicos no se quedarían en el otro extremo del parque. Algunos de ellos tendrían que ir hacia donde estaba él, para llegar a la verja principal, bajarían por el sendero y verían el balón multicolor, se lo traerían de vuelta cuando él lo arrojara… la estratagema era infalible, y en el peor de los casos serviría de pretexto para una conversación fugaz, y en el mejor…
Una nube se apartó del sol y el sol mismo lo ciñó con una multitud de manos doradas y lo entibió. Le sorprendió descubrir cuán agradecido le estaba al sol por su generosidad y que aún quedaba un breve lapso de espera hasta que vinieran los críos. Si pensar y decidirse era una actividad excitante también era una actividad cansadora, y a veces histérica y peligrosa. Pensó que a su corazón le sentaría bien un pequeño descanso hasta que tuviera que entrar en acción, así que se arropó en el enorme abrigo y apoyó la cabeza sobre el pecho. Las manos doradas del sol lo acariciaron cálidamente y él tuvo la impresión de que sus rayos formaban ondas como si alguien los estuviera revolviendo con una paleta. Desde luego esto era imposible pero lo regocijó descubrir que la luz era un elemento positivo, un elemento con existencia propia y que, sobre todo, descansaba muy cerca de la piel. Esto lo indujo a abrir los ojos y a mirar en torno. Entonces comprobó que el sol no sólo impregnaba los objetos de oro sino que también los ocultaba porque él parecía estar sumergido hasta sus mismísimos ojos en un mar de luz. Miró hacia la izquierda y no vio nada; y después hacia la derecha y vio sin el menor asombro que se aproximaba Matty. Se dio cuenta de que esto debería haberlo sorprendido porque Matty había muerto. Pero ahí estaba Matty, entrando en el parque por la verja principal y vestido como siempre de negro. Se acercó despacio al señor Pedigree y éste encontró que su aproximación era no sólo natural sino incluso agradable porque el chico no era realmente tan chocante a la vista como uno podría pensar, allí donde avanzaba sumergido en oro hasta la cintura. Se adelantó y se detuvo frente a Pedigree y lo miró desde arriba. Pedigree comprendió que estaban en un ámbito de reciprocidad y compenetración donde el sol se pasaba directamente sobre la piel.
—Sabes que tú tuviste la culpa de todo, Matty.
Matty pareció asentir, ¡y en verdad el chico era muy agradable a la vista!
—De modo que no me dejaré sermonear, Matty. No hablaremos más del asunto. ¿Eh?
Windrove siguió meciéndose y reteniendo su sombrero. El señor Pedigree comprendió que lo que hacía que Windrove se moviera rítmicamente para mantenerse en el mismo lugar era la naturaleza vivaz de este oro, de este viento, de esta luz y esta tibieza maravillosa. Entonces hubo un largo período de tiempo durante el cual él sintió que esa situación era tan placentera que ya no hacía falta pensar en nada más. Pero después de un rato, unas ideas dispersas empezaron a cobrar forma en el volumen que el señor Pedigree estaba habituado a considerar como su propia persona.
Habló inspirándose en estas ideas.
—No quiero despertar y descubrir que estoy encerrado, sabes. Eso ha sucedido con demasiada frecuencia. En lo que cuando era joven llamábamos chirona.
Windrove pareció estar de acuerdo; y entonces, sin palabras, el señor Pedigree supo que Windrove estaba efectivamente de acuerdo… y la certidumbre le produjo tanta alegría al señor Pedigree que éste sintió que las lágrimas le chorreaban por la cara.
Por fin, cuando estuvo más sereno, habló bajo los efectos de dicha certidumbre.
—Eres un tipo raro, Matty, y siempre lo has sido. Tienes el hábito de aparecer inesperadamente. Hubo momentos en los que me pregunté si existías en verdad cuando nadie más miraba y escuchabas si es que entiendes a qué me refiero. Hubo momentos en los que pensé… ¿está conectado con todo lo demás o anda, digamos, a la deriva por el mundo? ¡Esto es lo que me pregunto!
Entonces se produjo otro largo silencio. El señor Pedigree fue quien al fin lo rompió.
—Lo designan con muchos nombres distintos, no te parece. Sexo, dinero, poder, sabiduría… ¡y mientras tanto lo llevan directamente posado sobre la piel! Lo que todos anhelan sin saberlo… ¡y que tuvieras que ser tú, feo y pequeño Matty, quien realmente me amó! Intenté quitármelo de encima, como sabes, pero se resistió a dejarse echar. ¿Quién eres, Matty? En este barrio ha habido semejantes personajes, semejantes monstruos, esa chica y sus hombres, Stanhope, Goodchild, Bell incluso, y su horrible esposa… yo no soy como ellos, soy malo pero no tan malo, nunca le hice daño a nadie… ellos creían que maltrataba a los niños pero no es cierto, me maltrataba a mí mismo. Y tú sabes qué es lo último que me inducirá a hacer el miedo si vivo hasta entonces… sólo para silenciar a un crío, para impedir que cuente… ése es el infierno, Matty, ése será el infierno… ¡ayúdame!
Ése fue el instante en que Sebastian Pedigree descubrió que no estaba soñando. Porque la contigüidad empezó a remontarse hacia arriba, y después a arremolinarse hacia arriba y después a arremeter hacia arriba alrededor de Matty. El oro se enardeció y ardió. Sebastian vio aterrorizado cómo el hombre que tenía enfrente se consumía, se derretía, desaparecía como si estuviera en una hoguera; y el rostro ya no tuvo dos tonalidades sino que se tornó dorado como el fuego y adusto y todo en derredor hubo una sensación de ojos como los de las grandes plumas de pavo real y la sonrisa que aleteaba en torno de los labios era cariñosa y atroz. Este ser atrajo a Sebastian hacia él de modo que el terror de los labios dorados le arrancó un alarido…
—¿Por qué? ¿Por qué?
El rostro que flotaba sobre él pareció hablar o cantar pero no con un lenguaje humano.
Libertad.
Entonces Sebastian, que palpaba el balón multicolor apretado contra su pecho, y que sabía qué era lo que iba a ocurrir, gritó dolorido:
—¡No! ¡No! ¡No!
Acercó más el balón, lo estrujó para eludir las grandes manos que se estiraban hacia él. Lo acercó más que el oro yuxtapuesto a su piel, lo sintió palpitar despavorido entre sus manos y lo aferró y gritó una y otra vez. Pero las manos atravesaron las suyas. Tomaron el balón mientras éste palpitaba y se lo llevaron de modo que los hilos que lo sujetaban a él se rompieron mientras gritaba. Entonces desapareció.
El guardián del parque que se aproximaba desde la otra entrada lo vio sentado, con la cabeza sobre el pecho. El guardián estaba cansado y lo irritó ver el balón multicolor a pocos metros de los pies del viejo, en el lugar adonde había llegado rodando cuando lo había dejado caer. Sabía que ese vejestorio inmundo no se curaría nunca y estaba a más de veinte metros de él cuando empezó a interpelarlo airadamente.