15

Ruth meneó la cabeza, sonriendo. Sim separó las manos imitando inconscientemente un ademán de su abuelo.

—¡Pero si yo quiero que vengas! ¡Me gustaría que vinieras! ¡Antes nunca te resististe a hacer un papel ridículo junto conmigo!

Ella no contestó nada pero continuó sonriendo. Sim se pasó la mano por la calva.

—Siempre has admirado a Stanhope…

—¡Pamplinas!

—Bueno… las mujeres lo admiraban…

—Yo no soy «las mujeres».

—Pero deseo que vengas. ¿Acaso es demasiado tarde?

Nuevamente silencio.

—¿Se trata de Pedigree?

—Ve tú solo, cariño. Que te diviertas.

—Eso no es…

—Bueno. Que la reunión tenga éxito.

—Vendrá Edwina.

—¿Ella lo ha dicho?

—Edwin se lo está pidiendo.

—Transmítele mis saludos si está allí.

Había transcurrido una semana desde la primera reunión y ésa era otra vez la tarde libre del hombre raro. La campaña de reclutamiento de Sim había sido infructuosa… tres negativas y un «tal vez vaya» que encubría la decidida intención de no ir. Sim pensó lúgubremente que quizá valdría la pena enviar el anuncio del deceso de la Philosophical Society para que lo incluyeran en el Greenfield Advertiser entre los nacimientos y las defunciones. Aún estaba redactando mentalmente el texto cuando llegó al pasillo de Sprawson’s. Edwin lo aguardaba en el escalón más bajo de su escalera.

—¿Dónde está Ruth?

—¿Dónde está Edwina?

Entonces se produjo otro silencio. Sim lo rompió.

—Pedigree.

—Lo sé.

—Se trata de Pedigree. Es por él que no quieren venir. Ni siquiera Ruth.

—Oh, sí. Sí. Edwina habría venido en cualquier otra circunstancia, ya lo sabes.

—Ruth también.

—En realidad es una persona muy liberal. Pero Pedigree…

—Ruth es la persona más auténticamente caritativa que conozco. Me refiero a la caridad en su verdadera acepción, la acepción griega.

—Desde luego. Es consecuencia del revuelo de los bebés en los cochecitos, ya lo sabes. La crueldad para con las jóvenes madres. La tortura psicológica deliberada. Eso la afectó muy profundamente. Una vez dijo que lo habría castrado con sus propias manos si lo hubiera sorprendido en flagrante delito.

—¡No habrá dicho flagrante delito!

—Dijo maltratando a una criatura. Llevándose un cochecito con un bebé si eso se puede interpretar como un mal trato.

—Pensé que se refería a…

—Oh, no. Ni hablaría de eso, ¿no te parece? Quiero decir que tiene una vasta y profunda experiencia, pero hay cosas…

—Recuerdo que cuando habló de castrarlo, Ruth coincidió con ella. Con toda vehemencia.

—Edwin consultó su reloj.

—Se han retrasado un poco. ¿Vamos?

—Te sigo.

Bajaron los escalones pisando con suavidad y recorriendo, casi de puntillas, el sendero del jardín y el patio contiguo al establo. Edwin accionó el interruptor de la luz situado al pie de la escalera y se produjo un movimiento súbito y sobresaltado en la habitación de arriba. Sim supuso que cuando llegara al rellano superior vería, después de todo, a Pedigree, pero con quien se encontró fue con Sophy, de pie junto al diván en el que había estado sentada y con las facciones, pensó inmediatamente, pálidas y tensas. Pero Edwin entró sin más en acción.

—¡Qué alegría mi estimada Sophy! ¿Cómo estás? ¿Sentada en la oscuridad? Pero lo lamento mucho… ¡qué barbaridad! Verás, tu padre nos dijo que podíamos…

La chica se llevó la mano a los rizos de la nuca y después la retiró. Tenía puesta una camiseta blanca con la palabra CÓMPRAME estampada sobre el pecho y realmente, pensó Sim, nada más abajo, absolutamente nada más, de modo que…

—Nos iremos, estimada Sophy. Tu padre debió de equivocarse. Nos dijo que podríamos usar el cuarto para una reunión del… ¡pero qué absurdo! Quiero decir que resulta absurdo y que naturalmente tú no querrías…

Entonces los tres se quedaron callados e inmóviles. La única bombilla desnuda proyectaba una sombra negra debajo de cada nariz. Incluso Sophy parecía monstruosa, enorme, con las cuencas oculares negras y el bigote hitleriano de sombra encuadrado por la luz bajo sus fosas nasales. Camiseta, vaqueros, zapatillas; y ciertamente, ¿una especie de gorro? Un gorro de punto sobre la coronilla, oculto por los rizos.

Sophy apartó la mirada de ellos y la posó sobre las bolsas de compras, de plástico, apoyadas unas contra otras en el extremo del diván. Se tocó de nuevo el cabello, se humedeció los labios con la lengua y después volvió a mirar a Edwin.

—¿Una reunión? Acaban de mencionar una reunión…

—No ha sido más que una tonta equivocación. Tu padre, querida. Sim, ¿piensas que nos quiso tomar el pelo? Que «nos la quiso pegar», como creo que dirías tú, Sophy, según mi información más reciente. Pero tú has venido para quedarte, por supuesto. Bajaremos al pasillo e interceptaremos a los demás.

—¡Oh, no! ¡No! Papá no se equivocó. Verán, yo ya me disponía a irme. Había apagado la luz. Pueden utilizar este lugar y que la suerte les acompañe. Escuchen… sólo un momento…

Sophy se desplazó rápidamente por la habitación, y encendió una lámpara de mesa colocada bajo la claraboya, una lámpara de mesa con una pantalla rosada adornada con borlas. Apagó la bombilla solitaria, desnuda, y las sombras chocantes se borraron de su rostro y fueron sustituidas por un resplandor rosado que nacía de abajo, y ella los miró a los dos, radiante.

—¡Listo! ¡Válgame Dios! ¡Esa horrible luz del techo! Toni acostumbraba a llamarla… Pero me alegro de verles. ¿Será una de sus reuniones, verdad? Háganse cuenta de que están en su casa.

—¿No te llevarás tus… tus bolsas de compras?

—¿Ésas? ¡Oh, no! ¡Lo dejo todo! ¡Claro que sí! No se imaginan. Esta noche no necesitaré ir a ninguna de las tiendas. Demasiado aburrido. Dejen que coloque las cosas donde no les molesten…

Perplejo, Sim miró su rostro envuelto en el halo rosado y no pudo convencerse de que la sonrisa le debía todo a la lámpara. Estaba muy excitada… y fíjense, un ojo centelleaba como si fuera fosforescente… y parecía… parecía obsesionada por algo. Inmediatamente sacó la conclusión habitual, sórdida. La sexualidad, por supuesto. Una cita. Interrumpida. Lo verdaderamente cortés, lo comprensivo, sería…

Pero Edwin ya estaba hablando.

Au revoir entonces, querida Sophy. Nos gustaría verte de vez en cuando, ¿eh? O tener noticias tuyas.

—Oh, sí. Desde luego.

Ella cogió su bolso y se lo colgó del hombro. Empezó a contornearlos.

—¿Le transmitirán mis saludos a la señora Bell, no es cierto? ¿Y a la señora Goodchild?

El fulgor de una sonrisa y después la chica se perdió escaleras abajo dejando atrás el fulgor rosado, sugestivo y vacío. Oyeron que se abría y después se cerraba la puerta que comunicaba con el camino de sirga. Sim se aclaró la garganta, se dejó caer en una de las sillas vecinas a la mesa y miró en torno.

—Supongo que a este color lo llaman Rosa Burdel.

—No tengo noticias de ello. No.

Edwin también se sentó. Permanecieron un rato callados. Sim inspeccionó la caja de cartón colocada al pie de la otra claraboya. Hasta donde se veía estaba llena de alimentos envasados. Encima de ella descansaba un rollo de cuerda.

Edwin también la había visto.

—Debía de estar preparándose para ir a acampar. Espero que no la hayamos…

—Claro que no. Anda liada con un joven, sabes. En verdad…

—Edwina la ha visto con dos jóvenes. En circunstancias distintas, quiero decir.

—Yo vi a uno solo. Me pareció un poco maduro, para ella.

—Edwina dijo que tenía un aire de hombre casado. Agregó que el otro era más joven, mucho más apropiado, dijo. Entiende que en el mundo no hay nadie más incapaz que Edwina de sembrar escándalos, pero dijo que no podía dejar de ver lo que pasaba delante de su nariz.

—Abatido. Esto me hace sentir abatido.

—¡Eres un viejo moralista, Sim! Un mojigato.

—Me hace sentir abatido porque no soy joven y ella está liada con dos hombres jóvenes. Bueno. Dos mujeres jóvenes.

Entonces se callaron nuevamente. Al mirar a Edwin, Sim notó que la lámpara femenina lo dotaba de una delicadeza y de una boca sonriente que en realidad no tenía. Quizá me produce el mismo efecto a mí. Aquí estamos, abatidos, y con sonrisas pintadas en nuestros rostros, aguardando a… aguardando, aguardando, aguardando. Como dijo el hombre.

—Llegan muy tarde.

Edwin habló distraídamente.

—Ahora lo llaman «tirarse».

Volvió la mirada rápidamente hacia Sim y tal vez hubo un poco más de pasión bajo el fulgor.

—Quiero decir que uno oye estas cosas. Los chicos, verás, y además, uno lee…

—«Echarse un polvo». ¿Es un americanismo?

—Se oyen cosas increíbles, ¿no te parece? ¡Incluso en la tele!

Nuevamente el silencio. Después…

—Edwin… necesitaremos otra silla. Somos cuatro.

—La última vez había cuatro sillas. ¿Dónde está?

Edwin se levantó y recorrió la habitación, escudriñando en los rincones como si la cuarta silla no estuviera ausente sino sólo menos visible y como si bastara mirar con atención para encontrarla.

—Éste era un aparador reservado para los juguetes. Recuerdo que cuando Edwina y yo vinimos a tomar el té nos mostraron todas las muñecas… los nombres que les habían puesto y las historias que contaban acerca de ellas eran increíbles… ya sabes, Sim, esas chicas son geniales. Creadoras. No me refiero sólo a la inteligencia. Tienen un espíritu creador auténtico, precioso. Me pregunto si sus muñecas…

Estiró la mano y abrió la puerta del aparador.

—¡Qué extraño!

—¿Qué tiene de extraño el hecho de guardar muñecas en un aparador?

—Nada. Pero…

La cuarta silla estaba colocada en el centro del aparador, mirando hacia afuera. Tenía adosados trozos de cuerda, en el respaldo y las patas. A cada cuerda le habían fusionado cuidadosamente el cabo para que no se destrenzara.

—¡Vaya!

Edwin cerró de nuevo la puerta, volvió y cogió la mesa.

—Ayúdame, Sim, por favor. Tendremos que disponer el diván para el cuarto hombre. Aunque debo confesar que esto no se parecerá mucho a una sesión, ¿verdad? Me recuerda el té con las muñecas. ¿Te lo conté, no es cierto?

—Sí.

—Pero sólo Dios sabe para qué le servían esa silla y las cuerdas y las otras cosas.

—Edwin.

—¿Sí?

—Escúchame bien. Antes de que vengan los otros. Hemos descubierto involuntariamente algo, sabes. Esa silla no es nada que nos incumba.

—¿Qué mal…?

—Escucha. Es algo sexual. ¿Es que no entiendes? Sadomasoquismo. Juegos sexuales, íntimos y… y vergonzosos.

—¡Dios mío!

—Antes de que vengan los otros. Es lo menos que yo… que nosotros… podemos hacer. Nosotros, tú y yo, nunca deberemos soltar prenda, ni en voz baja… Recuerda cómo se sobresaltó cuando encendimos la luz y cuando vio quiénes éramos… estaba ahí en la oscuridad, esperando a alguien o quizá preparando las cosas para alguien… y ahora se ha ido pensando Santo cielo Dios quiera que no se les ocurra abrir ese aparador

—¡Dios mío!

—Así que nunca deberemos…

—¡Oh, pero yo jamás… excepto a Edwina, por supuesto!

—Quiero decir que al fin y al cabo… si no fuera por la gracia de Dios podría habernos pasado a nosotros… quiero decir. Al fin y al cabo, todos nosotros, quiero decir.

—¿Qué es lo que quieres decir?

—Quiero decir.

Entonces reinó el silencio en la habitación rosada durante mucho mucho tiempo. Sim no pensaba en absoluto en la reunión, ni en la sesión, como habría sido más correcto denominarla. Pensaba en la forma en que podía parecer que las circunstancias imitaban la comprensión intuitiva de la que muchas personas alegaban disfrutar y que muchas otras juzgaban imposible. Allí, en medio de la luz rosada, con el aparador cerrado, unas pocas varillas y trenzas de fibra artificial habían revelado el secreto tan claramente como si lo hubieran deletreado por escrito; de modo que dos hombres habían arribado sencillamente a un conocimiento al que no estaban destinados a adquirir ni debían adquirir, y ello no mediante la percepción mística sino merced al calor de la imaginación. El hombre que parecía demasiado viejo para Sophy y la luz de burdel… Su mente se zambulló en la explicación de todo eso, fascinante y cáustica, una fantasía tan feroz que su aroma y su hedor le hicieron contener la respiración…

—Que Dios nos ayude a todos.

—Sí. A todos.

Más silencio. Por fin Edwin habló, casi con recelo.

—Se han retrasado mucho, mucho.

—Pedigree no vendrá sin él.

—Él no vendrá sin Pedigree.

—¿Qué debemos hacer? ¿Telefonear a la escuela?

—No podríamos comunicarnos con él. Y tengo la sensación de que llegará de un momento a otro.

—Qué lástima. Podrían habernos dicho, si…

—Les dimos nuestra palabra.

—Esperaremos una hora, digamos. Después nos iremos.

Edwin se agachó y se quitó los zapatos. Se retrepó en el diván y cruzó las piernas. Mantuvo los brazos apretados contra los costados y después estiró los antebrazos, con las palmas hacia arriba. Cerró los ojos y respiró repetidamente.

Sim permaneció sentado y abstraído en sus pensamientos. Era todo el lugar, sólo esto y nada más, el lugar tan frecuentemente imaginado, y después hallado, con su silencio pero también con su polvo y su mugre y su pestilencia; ahora con el agregado de la imagen prostibularia, las luces rosadas y la feminidad ribeteada de borlas… y al fin, como si saliera del libro furtivo que guardaba en su escritorio, la silla pervertida.

Lo sé todo, pensó, hasta el cruel desenlace.

Sin embargo había, después de todo, una cierta satisfacción triste, e incluso un estremecimiento de lascivia salobre por afinidad en esta muerte de una viaje fantasía. Habían tenido que crecer, que perder la luminosidad de su infancia exquisita. Habían tenido que pasar por las horcas caudinas como los demás; y sin duda en ese momento todo entraba en la categoría de pasar un buen rato o sacarle el jugo o vivir el sexo, el sadomasoquismo. El cielo nos rodea en nuestra niñez.

Edwin gruñó de pronto. Sim lo miró por encima de la mesa y lo vio levantar bruscamente la cabeza. Edwin se había dormido mientras meditaba y después lo había despertado uno de sus propios ronquidos. Eso también lo sintetizaba todo. Después del ronquido de Edwin experimentó una abrumadora sensación de futilidad. Procuró imaginar un drama espiritual profundo, trascendente, una estratagema, una confabulación que los incluyera a ambos y que estuviera exclusivamente urdida con el fin de rescatar a Pedigree de su infierno; y entonces debió confesarse a sí mismo que toda la maquinación giraba alrededor de Sim el envejecido librero o de nadie más.

Al fin y al cabo todo estaba en orden y era sencillamente normal. No sucedería nada. Se trataba como siempre de vivir entre un cúmulo de creencias, de primera clase, de segunda clase, de tercera clase, y así sucesivamente, hasta llegar a la pared en blanco de su indiferencia e ignorancia cotidianas.

Las nueve.

—Ya no vendrá, Edwin. Vámonos.

Matthew Septimus Windrove tenía la mejor de las razones para justificar su ausencia. Había reparado el neumático lenta y metódicamente. Después, con lo que para él era una economía inusitada de tiempo y energía, había transportado la bicicleta al hombro hasta el garaje para poder hinchar el neumático en pocos segundos con la bomba de aire. Pero no encontró al señor French para explicarle lo que quería. La puerta del garaje estaba abierta, lo cual era extraño, y se encaminó hacia el fondo preguntándose por qué el señor French no había encendido las luces. Cuando se acercaba a la puerta del despacho que se comunicaba con el exterior por el fondo del garaje, un hombre contorneó sigilosamente un auto y lo golpeó con fuerza en la parte de atrás de la cabeza con una pesada llave inglesa. Ni siquiera se sintió caer. El hombre lo arrastró hasta el despacho como si fuera un saco y lo metió debajo de la mesa. Después retornó a su faena, que consistía en apoyar una pesada caja contra la pared del garaje donde éste lindaba con el almacén de libros. La bomba estalló no mucho después. Destruyó la pared, provocó el derrumbe del depósito de agua montado sobre el almacén y abrió una grieta en la cara superior del tanque de gasolina más próximo. El agua se derramó dentro del tanque incendiado, y en lugar de apagar el fuego, se hundió y empujó la gasolina hacia arriba. El combustible inflamado se desbordó como una marea ígnea en el mismo momento en que empezaban a funcionar las alarmas de incendios.

Unas figuras, desconocidas en la escuela, corrieron hacia allí. El plan de Sophy funcionó perfectamente. Los simulacros de incendio no habían sido concebidos para prevenir ataques con bombas. Se desencadenó el caos. Nadie podía dar crédito a las inusitadas detonaciones que sonaban como disparos. En medio de la confusión un hombre extraño vestido de soldado pudo sacar un bulto de la escuela. El bulto estaba envuelto en una manta desde cuyo extremo asomaban y pataleaban unos piececitos. Este hombre trastabilló en la grava pero corrió lo más rápidamente posible hacia la oscuridad de los árboles. Sin embargo la marea ígnea lo obligó a dar un rodeo y en ese momento sucedió algo raro con el fuego. Éste pareció condensarse en una llama que se precipitó fuera del garaje dando vueltas y vueltas. Enderezó hacia el hombre y su carga como si actuara movida por una intención precisa. Giraba silenciosamente y el único ruido que se desprendía de ella era el de la combustión. Se acercó tanto al hombre y era tan descomunal que éste dejó caer el bulto de cuyo interior saltó un niño que echó a correr, echó a correr gritando en dirección a la zona donde se organizaban los demás. El hombre vestido de soldado embistió frenéticamente al monstruo de fuego y después huyó, huyó vociferando hacia el amparo de los árboles. El monstruo de fuego se zarandeaba y giraba. Después de un rato se desplomó al suelo y después de otro rato se quedó inmóvil.

Cuando Sophy abandonó el establo, marchó deprisa por el camino de sirga hasta el Old Bridge y después dobló por High Street. Corrió hasta una cabina de teléfonos y marcó un número pero nadie contestó. Salió de la cabina. Volvió a correr hasta el Old Bridge y bajó por el camino de sirga pero aún había un fulgor rosado en las claraboyas del establo. Pateó el suelo como una criatura. Durante un tiempo pareció extraviada: dio unos pasos hacia la puerta verde y después se alejó, dio unos pasos hacia el agua y después retrocedió. Corrió nuevamente hacia el Old Bridge y después de media vuelta se detuvo, con los puños crispados y levantados a la altura de los hombros. Durante todo ese tiempo, bajo el resplandor desapacible del alumbrado público del puente, su rostro tenía un aspecto pálido y feo. Entonces echó a correr por el camino de sirga en dirección contraria a la ciudad. Dejó atrás el establo, bordeó el perfil descalabrado de los techos de lo que había sido Frankley’s y siguió a lo largo de la pared de los asilos. Continuó la marcha, con paso ligero, pero ahora resollando, y resbaló una vez en el lodo del camino de sirga.

Una voz le hablaba dentro de la cabeza.

Deben de estar en medio de la crisis si ésta ha empezado. Espero que no. Apagón para los críos. Los hombrecillos. En su mente centelleó la imagen de un cartel del día subsiguiente MIL MILLONES POR UN NIÑO. Pero no, no. Es imposible que yo que nosotros estemos ahora en este mismo momento quién sabe.

Compórtate como una persona de tu edad. Bueno. Como una persona mayor de lo que eres.

Se oyó un golpeteo fuerte en la valla y Sophy se detuvo en seco. Algo botó y se zarandeó y después chilló y ella alcanzó a vislumbrar un conejo pillado en un cepo, allí abajo junto a la zanja que corría entre el camino de sirga y el bosque. Tironeaba sin saber qué era lo que lo había atrapado y sin querer saberlo pero matándose en su afán de liberarse, sencillamente, o tal vez, sencillamente, de morir. Su vehemencia profanaba la noche con una caricatura grotesca y obscena del proceso, del discurrir lógico a través del tiempo desde un momento hasta el siguiente en que aguardaba el cepo. Pasó de largo presurosa, y presurosa siguió adelante, con un escalofrío en la piel que compitió con éxito durante no menos de un minuto con la tibieza que generaba su marcha impetuosa.

Un fulgor total.

Allí era donde jugaban los niños. El bote de caucho sigue amarrado allí. Lo cual significa que volverán, mañana, quizá. Debo recordarlo. Qué hace una chica como etcétera. Y la mujer. La vida familiar. ¿Dónde está Papá? En su habitación de la columna. ¿Dónde está Mamá? Se ha ido con Dios o a Nueva Zelanda. Bueno, es más o menos lo mismo, cariño, ¿no te parece? Ésa es la esclusa y ése es el puente y ésa es la vieja barca. Ésas son las colinas allá arriba refulgiendo allá abajo.

Ése es el camino de herradura que lleva a la cima bajo el dosel de árboles. A nadie se le ocurría descender por allí, no con un auto, no señor. Ni con un bulto en brazos. ¿El agua del canal cubriría un coche? Deberíamos haberlo verificado. Si subiera por el camino de herradura o paralelamente a él vería el valle y la ladera que se alza sobre la escuela. Eso no sería prudente. Es más prudente permanecer aquí donde estoy en condiciones de alertar a quien sea. Quedarse aquí es prudente.

Giró hacia la izquierda y se internó por el camino de herradura. Marchar por la huella bajo el dosel de follaje consumía más tiempo que marchar por el camino de sirga, y algunas de las cosas que flotaban en el aire parecían alcanzarla y posarse sobre su hombro de manera que apretó el paso lo más posible. La luna nebulosa lo moteaba todo y entre las ramas y los troncos de los árboles que habían invadido el viejo camino flotaban y rielaban los flancos de las colinas, compuestas primordialmente por nubes de dos tonalidades y por la luz deslizante de la luna.

Entonces se detuvo y se quedó donde estaba.

Era un problema de orientación. Podías tratar de persuadirte de que una línea recta tendida hasta el cielo directamente sobre la escuela no estaba allí y que la coincidencia podía estirarse —una verdadera coincidencia tal como tal vez la definiría la rubia flaca— podía estirarse hasta el hecho de que hubiera dos incendios totalmente independientes a lo largo de esa línea, uno pequeño y controlable, otro…

Era un tramo coloreado de rosa, entrevisto sobre el perfil de la colina. No había nada chocante, nada directo, sólo uno o dos pétalos rosados, que en ese momento, al abrirse y expandirse, ocuparon otro ángulo de la nube, con el rosa más atenuado y de tono más brillante. Decían que el camión de bomberos tardaba quince minutos en llegar al valle contiguo a la escuela cuando lo llamaban. Los cables telefónicos estaban cortados. Pero esa luz reflejada en el cielo debía de llamar la atención, y precisamente en esa escuela debía de haber algún sistema de comunicación al que ellos no podían llegar, que ellos no podían interrumpir…

Y él traerá al chico aquí, al canal, para que lo transportemos por el camino de sirga hasta el establo… podríamos utilizar la vieja barca, el armario que hay en su parte delantera, esa vieja letrina…

El resplandor se intensificó sobre las colinas. De pronto comprendió que era su propia hoguera, algo que ella había hecho, una proclama, una hazaña ante los ojos del mundo… ¡un ultraje, un triunfo! La sensación irrumpió violentamente en ella, una sensación de risa, de ferocidad, de goce frenético por la trasgresión. Era como si la luz, que tremolaba al otro lado de las colinas, tuviera un efecto disgregante en razón del cual todo el mundo se debilitaba y se derretía como el remate de una vela. Fue entonces cuando comprendió cuál era el último ultraje y se supo capaz de perpetrarlo. Cerró los ojos cuando la imagen revoloteó en torno de ella. Se vio arrastrándose por el largo pasillo que conducía de un extremo de la vieja barca al otro. Dejó de sentir la áspera corteza de un árbol entre las manos y contra el cuerpo, allí donde ella se aferraba con los ojos cerrados. En cambio sintió las tablas desparejas del piso bajo las rodillas, oyó el chapoteo del agua más abajo, sintió la humedad que le subía muy por encima de las manos. Quién sabe cómo el puñal de Gerry, un puñal del cuerpo de comandos, había llegado a su mano.

Del interior del armario, de esa letrina que tenía enfrente, llegaba un ruido sordo semejante al que hacía un conejo al redoblar con las patas. Entonces el ruido cesó como si el conejo estuviera paralizado por el terror. Quizás escuchaba su lenta y húmeda aproximación.

—¡Está bien! ¡Está bien! ¡Ya voy!

El redoble comenzaría nuevamente, una voz femenina, bueno, por supuesto.

Ella habló en dirección a la puerta, con la mayor naturalidad.

—Espera un momento. Te abriré.

Cedió fácilmente y se abrió por completo. Lo primero que vio dentro fue la elipse del ventanuco redondo, el ojo de buey. Pero también había un pequeño rectángulo blanco no en la línea media de la embarcación y directamente encima del asiento de la letrina. Este rectángulo se sacudía espasmódicamente de un lado a otro y ella olió los efluvios de la orina. El crío estaba allí, con los brazos inmovilizados detrás de la espalda, con los pies y las rodillas atados. Estaba sentado, sujeto, sobre la letrina, como podría haberlo estado en el aparador, y las cuerdas lo amarraban por ambos lados a las paredes de la barca y un trozo enorme de material pegajoso le cubría la boca y las mejillas. Se retorcía con la mayor violencia posible y de su nariz brotaba un ruido plañidero. Le produjo una fuerte repulsión ver a la criatura sentada sobre la letrina pestilente, tan inmunda, puaj y uf, oh tan compaginada con toda la truculencia de la que evidentemente ese cuadro era una ruina y…

Yo elijo.

Debería haber traído una pistola pero no sé, es mejor con un cuchillo… ¡oh mucho mejor!

Ahora el crío estaba inmóvil, esperándola sobre la losa plana. Ella empezó a tironearle el jersey con la mano izquierda y él no se movió, pero cuando le levantó la pechera de la camisa se debatió otra vez. Sin embargo los nudos estaban maravillosamente hechos, Gerry había ejecutado un trabajo de primera, en verdad prodigioso, y el radio de acción limitado en que el crío podía patear con sus pies descalzos a excepción de los calcetines era estupendo, porque si no hubiera estado en pijama el maldito crío podría haber intentado algo, y ella le pasó la mano sobre el abdomen desnudo y el ombligo, aunque preferiría que no utilices esta palabra, querida, si no es indispensable, y palpó las costillas delgadas como el papel y una palpitación, un latido, a la izquierda del centro. De modo que le desabrochó los pantalones y sostuvo su pequeño pene húmedo en la mano mientras él forcejeaba y resollaba por la nariz. Apoyó la punta del cuchillo sobre la piel y después de verificar que se trataba del lugar empujó un poco hasta hacerle sentir el pinchazo. El crío se convulsionó y pataleó hasta donde se lo permitían sus ligaduras y ella, o alguien, se asustó un poco, distante y ansiosa. De modo que empujó con más fuerza y sintió que el cuchillo tocaba la carne movediza o era tocado por ésta una y otra vez mientras el cuerpo estallaba en espasmos y un lamento agudo brotaba por la nariz. Ella empujó con todas sus fuerzas, delirantemente; y la carne movediza de adentro se apoderó del cuchillo de modo que la empuñadura le brincó en la mano, y hubo un sol negro. Había líquido por todas partes y fuertes convulsiones y ella retiró el cuchillo para darles rienda suelta pero se interrumpieron. El crío se limitó a quedarse sujeto por sus ligaduras, con el trozo blanco de esparadrapo dividido en dos por el líquido negro que le chorreaba de la nariz.

Volvió en sí con un terrible sobresalto que le hizo golpear la cabeza contra el tronco. Se oía un rugido y un fuerte zumbido de insectos, y una luz roja, enloquecida, pasó girando por la ladera de las colinas. Cruzó por arriba y después traspuso el horizonte para bajar en dirección al incendio. Ella temblaba por los efectos de la pasión del asesinato ficticio y emprendió el descenso por el túnel de árboles, en dirección a la vieja barca, con las rodillas flojas. Llegó al puente de campaña que cruzaba el canal… y vio que se acercaba el auto, con las luces apagadas, zarandeándose sobre el camino desigual. No podía correr, así que lo esperó. El auto se detuvo, dio marcha atrás, giró y quedó en condiciones de partir nuevamente. Entonces ella se aproximó al coche, riendo nerviosa y trastabillando, con la intención de explicarle a Gerry que los viejos habían ocupado el establo y que deberían utilizar la barca, pero el que estaba sentado al volante era Bill.

—¿Bill? ¿Dónde está Gerry? ¿Dónde está el chico?

—No hay ningún condenado chico. Lo tenía conmigo y se me precipitó encima un hijo de puta envuelto en llamas y… Sophy, todo ha salido mal. ¡Debemos huir!

Ella se quedó mirando sus facciones que estaban pálidas de un lado e inflamadas del otro donde una nube ardía en el cielo.

—¡Señorita! Sophy… ¡ven, me cago en Dios! Disponemos de unos minutos…

—¡Gerry!

—Gerry está a salvo… ellos se llevaron a tu amigo como rehén… ahora ven…

—¿Ellos?

Desde que la vi sin la peluca lo supe. Algo me lo advirtió pero me negué a aceptarlo. Me han traicionado. Creen que han hecho un trueque.

La cólera que sustituyó a su sensación abrumadora de triunfo y ferocidad la sublevó tanto que le gritó a él, les gritó a ellos, y maldijo y escupió; y entonces cayó en cuatro patas y chilló y chilló de cara a la hierba donde no había ningún crío sino una Sophy que había sido usada y engañada por todos.

—¡Sophy!

—¡Lárgate imbécil! ¡Mierda!

—Por última vez…

—¡Fuera de aquí!

Y cuando por fin cesó de chillar y empezó a comprender cómo se había desgarrado las mejillas y por qué tenía cabellos en las manos y por qué ahora no había nada más, ni él ni ellos ni ella sino una noche tenebrosa con un incendio agonizante sobre la cresta de las colinas, las lágrimas le bañaron las mejillas y lavaron la sangre que las surcaba.

Por fin se alzó sobre las rodillas y habló, como si él estuviera allí.

—¡Es inútil, entiendes! En todos estos años nadie… Crees que ella es maravillosa, ¿verdad? Los hombres siempre lo creen al principio. Pero ahí no hay nada, Gerry, absolutamente nada. Sólo un mínimo de carne y huesos, nada más, nadie a quién conocer, nadie con quién salir, con quién estar, con quién compartir. Sólo ideas. Fantasmas. Ideas y vacío, la perfecta terrorista.

Se levantó, pesadamente, y miró hacia la vieja barca donde no había ningún crío, ningún cuerpo. Se colgó el bolso del hombro y se preguntó si se habría lastimado mucho la cara. Les volvió la espalda a la barca y al incendio y echó a andar por el camino de sirga, donde ahora no se veía nada excepto la oscuridad.

—Lo contaré. Me han usado. No tendrán nada contra mí. Quitaré las cuerdas de esa silla. Dijeron que iríamos de camping, milord. He sido muy tonta milord disculpe que no pueda contener el llanto. Creo que mi novio debió de estar complicado en eso milord era amigo de… de… Estoy segura de que mi Padre no tuvo nada que ver, milord. Quería desalojarnos del establo milord, decía que pensaba darle otro destino. No milord eso fue después de que concurrió a un congreso de ajedrez en Rusia. No milord no lo dijo nunca.