Ruth fantaseaba. Esto era muy inusitado en ella porque solía ser una mujer realista, pero ahora tenía un resfriado con fiebre y estaba postrada en cama. La Chica cuidaba la librería de vez en cuando, aunque Sim siempre se ponía nervioso cuando no las tenía a ella y a la tienda en su campo visual, pero Sim debía subir frecuentemente tisanas calientes y debía persuadir a Ruth para que las bebiera. Cada vez que hacía esto tenía que quedarse un rato en razón de sus quimeras. Ruth descansaba sobre un flanco en la cama de matrimonio donde habían concebido a sus hijos una generación atrás. Mantenía los ojos cerrados y su rostro brillaba por el efecto de la transpiración. De cuando en cuando musitaba algo.
—¿Qué has dicho, cariño?
Un murmullo.
—Te he traído otra tisana caliente. ¿Te gustaría sentarte y bebería?
Ruth habló con sorprendente claridad.
—Se movió. Lo he visto.
Una angustia casi física crispó el corazón de Sim.
—Estupendo. Me alegro. Siéntate y bebe esto.
—Ella usó un cuchillo.
—¡Ruth! ¡Siéntate!
Ruth parpadeó y abrió los ojos y él vio que los enfocaba en su rostro. Después paseó la mirada por la habitación y la elevó hacia el cielo raso donde el zumbido de un jet declinante reverberaba con tanta fuerza que parecía visible. Bajó las manos y tomó impulso para incorporarse.
—¿Te sientes mejor?
Ruth tiritó en la cama y se ciñó el chal sobre los hombros. Bebió a sorbos y después le devolvió el vaso sin mirarlo.
—Ahora que te ha brotado la fiebre, como decían antes, te sentirás mejor. ¿Quieres que vuelva a tomarte la temperatura?
Ruth meneó la cabeza.
—Es inútil. Sabemos lo que sabemos. Demasiado ruido. ¿En qué dirección está el Norte?
—¿Por qué?
—Quiero saberlo. Debo saberlo.
—Aún estás un poco aturdida, ¿verdad?
—¡Quiero saberlo!
—Bueno…
Sim pensó en la calle, en High Street, en el Old Bridge. Imaginó la conexión del canal y la vía de ferrocarril y la autopista y la alta ruta de los jets que los laceraba a todos.
—Es un poco difícil. ¿Dónde debería estar el sol?
—¡Sigue girando, y el ruido!
—Lo sé.
Ella volvió a acostarse y cerró los ojos.
—Procura dormir, cariño.
—¡No! No. No.
Alguien hacía sonar el claxon afuera, en la calle. Miró hacia abajo por la ventana. Un armatoste intentaba llegar al Old Bridge y los autos que iban detrás perdían la paciencia.
—Después habrá más silencio.
—Vigila la tienda.
—Sandra está allí.
—Si necesito algo golpearé.
—Será mejor que no te bese.
Él apoyó el índice sobre sus labios y después lo trasfirió a la frente de ella. Ruth sonrió.
—Vete.
Sim bajó lentamente la escalera, atravesó la sala y entró en la tienda. Sandra estaba sentada frente al escritorio y miraba fijamente el amplio escaparate sin un atisbo de expresión. Lo único que se movía era su maxilar inferior a medida que masticaba lo que parecía ser una bola eterna de goma de mascar. Su cabello era de color arenoso lo mismo que sus cejas, mal disimuladas por el maquillaje. Era bastante gorda, usaba unos vaqueros abultados y Sim le tenía antipatía. Ruth la había escogido entre las tres únicas aspirantes a un empleo que no estaba bien remunerado, que era aburrido desde el punto de vista moderno y que no requería ninguna inteligencia. Sim sabía por qué Ruth había elegido a la menos atractiva, o a la más fea de las aspirantes, y aprobaba su criterio, por muy lamentable que ello fuera.
—¿Puedo ocupar mi silla, Sandra, si no te molesta?
El sarcasmo le resbaló por encima.
—No me molesta.
Sandra se levantó. Sim se sentó, sólo para verla deambular por la tienda hasta la escalera que él usaba para llegar a los estantes más altos, donde asentó su gordo trasero. Sim la miró ferozmente.
—¿No sería mejor que te quedaras en pie, Sandra? Eso es lo que pretenden los clientes.
—No hay clientes ni los ha habido. Ni los habrá ahora que falta tan poco para la hora de la comida. Nadie se ha ocupado de nosotros, ni siquiera por teléfono.
Todo lo cual era cierto. El número de transacciones empezaba a ser ridículo. Si no fuera por los libros raros…
Sim experimentó una sensación de exquisita inferioridad. Sería inútil pretender que Sandra entendiera la diferencia entre ese local y un supermercado o una tienda de golosinas. Ella tenía su propia opinión acerca de dicha diferencia, y estaba francamente a favor del supermercado. En éste había vida, gente, conversación, charla, luz, bullicio, incluso música funcional, para remate. Allí sólo había libros silenciosos que esperaban fielmente en sus anaqueles, y sus palabras permanecían inmutables, siglo tras siglo, ya se tratara de incunables o de volúmenes encuadernados en rústica. Esto era tan obvio que a menudo Sim se asombraba de su propia capacidad de encontrarlo asombroso, y de este punto pasaba a un estado generalizado de asombro, que según intuía vagamente era, como decía el hombre, el comienzo de la sabiduría. El único problema consistía en que el asombro se reiteraba pero la sabiduría no lo seguía. Asombrado vivo, asombrado he de morir.
Probablemente Sandra sentía su propio peso. La miró y vio cómo sus anchas asentaderas desbordaban del escalón. También era posible que tuviese la regla. Sim se levantó.
—Está bien, Sandra. Puedes ocupar un rato mi silla. Hasta que suene el teléfono.
Sandra levantó el trasero del escalón y recorrió la tienda en sentido inverso. Sim vio cómo se frotaban sus muslos. Ella se dejó caer en la silla, sin dejar de rumiar como una vaca.
—Ta.
—Lee un libro si quieres.
Sandra volvió los ojos hacia él, sin pestañear.
—¿Para qué?
—¿Supongo que sabes leer?
—Claro. Su esposa me lo preguntó. Usted debería saberlo.
De mal en peor. Debería librarse de ella. Emplearía un paqui, un chico, que seguramente trabajaría. Pero también tendría que vigilarlo.
¡No pienses eso! Las relaciones raciales.
Igualmente pululan. Aun con la mejor voluntad del mundo debo decir que pululan. No son lo que pienso, son lo que siento. Nadie sabe lo que siento, gracias a Dios.
Pero iban a tener un visitante, quizás un cliente. Ahora estaba tanteando la puerta… ¡ting! Era Stanhope, nada menos. Sim se adelantó rápidamente, frotándose las manos como correspondía, desempeñando su papel especializado.
—¡Buenos días, señor Stanhope! Es un placer verlo. ¿Cómo se encuentra?, espero que bien.
Stanhope se desentendió de todo eso como de costumbre y entró directamente en el tema, que era de naturaleza técnica.
—Sim. Reti. The Game of Chess. La reedición de 1936. ¿Cuánto cuesta, por favor?
Sim meneó la cabeza.
—Lo siento, señor Stanhope, pero no tenemos ningún ejemplar.
—¿Lo ha vendido? ¿Cuándo?
—Temo no haberlo tenido nunca.
—Oh, sí que lo tuvo.
—Lo autorizo a…
—El buen librero es el que conoce su propio fondo.
Sim volvió a menear la cabeza, riendo.
—No me pillará desprevenido, señor Stanhope. Recuerde que estoy aquí desde los tiempos de mi padre.
Stanhope trepó ágilmente por la escalerilla.
—Aquí está, en malas condiciones.
—Dios mío.
—Sabía que lo había visto. Y eso que hace años que no entro aquí. ¿Cuánto?
Sim tomó el volumen, sopló el polvo depositado sobre la cubierta, y después consultó la guarda. Hizo un cálculo rápido.
—Tres libras diez. Quiero decir tres cincuenta, desde luego.
Stanhope hurgó en su bolsillo, gruñendo. Sim, incapaz de resistir, oyó que su voz decía, aparentemente sin obedecer a su voluntad:
—Ayer vi a la señorita Stanhope. Pasó por la tienda…
—¿Quién… una de las mías? Debió de ser Sophy, esa golfa ociosa.
—Pero si es tan encantadora… las dos son tan encantadoras…
—Compórtese como un adulto. Nadie que pertenezca a esa generación es encantador. Sírvase.
—Gracias, señor. Siempre han sido un deleite para nosotros. Su inocencia, su belleza, sus buenos modales…
Stanhope soltó una risa que parecía un graznido.
—¿Inocencia? Una vez intentaron envenenarme, o faltó poco para ello. Dejaron unas inmundicias en el cajón de la mesilla de noche. Debieron de encontrar el segundo juego de llaves de la casa y se confabularon… ¡zorras! Me pregunto dónde habrán aprendido esas asquerosas monstruosidades.
—Una broma pesada. Pero siempre han sido tan amables con nosotros…
—Quizás entonces se encontrarán con ellas, usted y Bell en sus reuniones.
—¿Qué nos encontraremos con ellas?
—¿Están buscando un lugar tranquilo, no es cierto?
—Edwin dijo algo al respecto.
—Ya ve.
Stanhope lo saludó con una inclinación de cabeza, miró fugazmente en dirección a Sandra y después se fue, ¡ting! Un golpe sonoro llegó desde el cielo raso. Sim corrió escaleras arriba y sostuvo a Ruth mientras ésta expectoraba una flema. Cuando Ruth estuvo mejor, preguntó con quién había estado conversando.
—Con Stanhope. Sólo quería un libro de ajedrez. Afortunadamente lo teníamos.
Ella movió la cabeza de un lado a otro.
—Un sueño. Un mal sueño.
—Sólo un sueño. La próxima vez será agradable.
Ella volvió a dormirse y respiró apaciblemente. Sim bajó de puntillas a la tienda. Sandra seguía sentada. Pero entonces la campanilla de la tienda tintineó de nuevo. Era Edwin. Sim lo exhortó a bajar la voz y después le susurró la noticia con tono melodramático.
—Ruth no se encuentra bien. Está durmiendo arriba…
La declinación de Edwin desde el ruido hasta el casi silencio fue igualmente dramática.
—¿Qué le pasa, querido Sim?
—Sólo un resfriado y se está reponiendo. Pero ya sabes que a nuestra edad… aunque ella no es tan vieja como yo, desde luego; pero igualmente…
—Lo sé. Estamos en la misma categoría. Escucha, tengo novedades.
—¿Una reunión?
—No hay nadie más, me temo. Pero en realidad no temo nada. Muchos son los llamados, etcétera.
—En casa de Stanhope.
—¿Él te lo dijo?
—Acaba de pasar por aquí.
Sim estaba vagamente orgulloso de que Stanhope hubiera pasado por allí. Al fin y al cabo, Stanhope era un personaje célebre, con su columna, sus programas de radio y sus exhibiciones de ajedrez. Desde que el ajedrez había salido de la gris periferia de las noticias y había irrumpido junto con Bobby Fischer a la luz de las candilejas, Sim había concebido un respeto involuntario por Stanhope.
—Me alegra que no lo hayas objetado.
—¿Quién? ¿Yo? ¿Objetar a Stanhope?
—Siempre me pareció que tu actitud respecto de él era algo, digamos, intolerante.
Sim caviló.
—Es cierto, supongo. Al fin y al cabo he pasado mi vida aquí, como él. Somos viejos habitantes de Greenfield. Verás, hubo un pequeño escándalo y supongo que yo soy pacato. Cuando su esposa lo abandonó. Las mujeres, tú sabes. Ruth no lo soporta. Por otro lado sus mellizas… han sido un deleite para todos nosotros, por el solo hecho de verlas crecer. Cómo es posible que él ignore, que haya ignorado, a semejantes hechiceras… que las haya dejado crecer y madurar como…
—Podrás volver a saborear el hechizo, aunque de segunda mano.
—¡No es posible que hayan vuelto!
—Oh, no. No pretenderías tanto, ¿verdad? Pero él dice que podemos usar su antigua morada.
—¿Una habitación?
—Se trata del establo situado en el fondo del jardín. ¿Lo has visitado?
—No, no.
—Vivían allí, más o menos. Si quieres que te dé mi opinión, fue un placer para ellas poder alejarse de Stanhope. Y para él poder alejarse de ellas. Ellas lo ocuparon. ¿No lo sabías?
—No veo qué tiene de particular.
—Conozco el lugar. Al fin y al cabo vivo en los altos del jardín. Nadie puede conocerlo mejor que yo, ¿no te parece? Cuando llegamos, las chicas incluso nos invitaron a tomar el té allí. Fue una especie de juego, un té con las muñecas. ¡Estaban tan solemnes! ¡Y las preguntas que formuló Toni!
—No veo…
—¡Eres un viejo retrógrado!
Sim forzó un gruñido.
—Es un lugar que queda muy a trasmano. No veo por qué no puedes utilizar el centro comunitario. Al fin y al cabo, tal vez así conseguiríamos más socios.
—Se trata de la cualidad del lugar.
—¿Una cualidad femenina?
Edwin lo miró sorprendido. Sim asintió que empezaba a ruborizarse, de modo que apresuró su explicación.
—Recuerdo que cuando mi hija estudiaba en la Universidad, una vez fui a visitarla a la residencia donde vivía… chicas de arriba abajo… Dios mío, ¡nunca creerías que el perfume puede ser tan penetrante! Sólo pensé que si allí es donde un par de… Bueno. Ya entiendes.
—No es así. No es así en absoluto.
—Lo siento.
—No te disculpes.
—Esta cualidad.
Edwin contorneó una de las estanterías del medio. Volvió atrás, replegándose sobre sí mismo, sonriendo. Abrió los brazos.
—¡Mmm-ah!
—Pareces muy satisfecho de ti mismo.
—Sim. ¿Has estado en el… el centro comunitario?
—No desde entonces.
—No está mal, por supuesto. Un lugar apropiado y es allí donde lo conocí a él…
—No estoy, sabes… no estoy tan impresionado como tú, ni remotamente tan impresionado. Será mejor que lo entiendas, Edwin. No dudo que a ti en particular…
—Limítate a escuchar. Ahora.
—Es lo que hago. Habla.
—¡No, no! No a mí. Limítate a escuchar.
Sim miró en torno, escuchando. El tráfico producía un ruido de magnitud intermedia, pero nada desusado. Entonces el reloj dio la hora desde el centro comunitario y como si se tratara de una prolongación del sonido Sim oyó el repique de la campana de alarma de un camión de bomberos que atravesaba el Old Bridge. Un jet perdió altura ululando, kilómetro tras kilómetro. Edwin abrió la boca para hablar y después la cerró, levantando un dedo.
Sim sintió en los pies, sintió más que oyó… la ligera vibración, continua, a medida que un tren traqueteaba sobre el canal y arrastraba su cola útil a través de los campos hasta las comarcas centrales.
Entonces se oyó un golpe en el cielo raso.
—Espera un minuto. Volveré enseguida.
Ruth quería que montara guardia en la puerta mientras ella iba al baño. Pensaba que podía descomponerse. Sim se sentó en la escalera del desván, aguardándola. Por la ventana vio que los operarios ya estaban machacando el maremágnum de techos que habían albergado las ridículas existencias de Frankley’s. Pronto vendría la cuadrilla de demolición con su bola oscilante y su cadena, aunque casi no hacían falta. Bastaría que se apoyaran contra el viejo edificio y éste se desmoronaría. Más ruido.
Cuando volvió a la tienda encontró a Edwin sentado sobre el borde del escritorio, conversando con Sandra. El espectáculo lo indignó.
—Ya puedes irte, Sandra. Sé que es temprano. Pero yo cerraré la puerta.
Sandra cogió una especie de informe chaleco de punto de la percha situada detrás del escritorio, sin dejar de rumiar.
—Adiós.
La vio salir de la tienda. Edwin se rió.
—Nada que hacer, Sim. Yo no podría interesarle.
—¡Tú…!
—¿Por qué no? Todas las almas valen lo mismo.
—Oh, sí. Lo creo.
Claro que sí. Somos todos iguales. Creo en eso. Es más o menos una creencia de cuarta categoría.
—Ibas a explicarme una idea descabellada.
—Antes construían las iglesias junto a los pozos benditos. A veces encima de ellos. Era algo que necesitaban, el agua, la extraían de la tierra con un cubo, la tierra la suministraba. No salía de un caño por gentileza de la compañía de aguas. Era una sustancia salvaje, gorgoteante, pura.
—Con bichos.
—Era bendita porque los hombres la veneraban. ¿No crees que la caridad infinita nos lo solucionaría?
—La caridad infinita es melindrosa.
—El agua es santidad. Era santidad.
—Hoy no he encontrado una napa creyente.
—Y ahora; así como el agua era entonces, así también algo igualmente extraño o inesperado y necesario en nuestra confusión. Silencio. El precioso y puro silencio.
—Clarividencia. La tecnología tiene la respuesta.
—Así como introdujo la santidad rústica en una cisterna y la condujo mansamente por un caño. No. Yo me refería al silencio fortuito, al silencio afortunado, o predestinado.
—¿Has estado últimamente allí, en estos días?
—Apenas Stanhope nos ofreció el local. Claro que sí. En lo alto de la escalera hay una especie de rellano donde convergen las habitaciones. Miras a través de unas pequeñas claraboyas, en esta dirección hacia el canal apacible, intacto, y en aquella dirección hacia la verdura del jardín. El silencio habita allí, Sim. Lo sé. El silencio está allí y nos aguarda, lo aguarda a él. Él aún no lo sabe. Yo lo encontré para él. La santidad del silencio nos espera.
—No es posible.
—Me pregunto cómo es eso. Ciertamente se experimenta la sensación de estar descendiendo, de que toda la ciudad ha sido construida allí y de que esto se encuentra, por así decir, al pie de la escalera, aislado, como si fuera una especie de patio, un lugar íntimo implantado más profundamente en la tierra, que casi contiene la luz del sol como un cáliz y el silencio como si allí hubiera alguien aprisionándolo con las dos manos… alguien que ya no necesitara respirar.
—Era la inocencia. Tú lo dijiste… una especie de té con las muñecas. Es triste.
—¿Qué tiene de triste?
—Ellas han crecido, sabes. Escucha, Edwin. El edificio tiene una peculiaridad, un sistema que refleja el sonido, rechazándolo…
—¿Incluso el de los jets?
—¡Por qué no! Quién sabe cómo lo hacen las superficies. Debe de haber una explicación racional.
—Tú dijiste que era la inocencia.
—Mi viejo corazón se conmovió…
—Dicho en esos términos…
—¿Las chicas han dejado huellas de su presencia?
—El edificio aún está más o menos amueblado, si es a eso a lo que te refieres.
—Qué interesante. ¿Crees que a ellas les interesaría? A las chicas, quiero decir.
—No están en casa.
Sim estuvo a punto de explicar que había visto pasar a Sophy frente a la tienda, pero lo pensó mejor y desistió. Cada vez que Edwin escuchaba una pregunta acerca de las chicas, en su rostro aparecía un atisbo de curiosidad… casi como si los hechos no ocurridos, el nexo extraño, sensual, delicioso y conmovedor que no existía más que en el mundo de las suposiciones personales, en lugar de ser privados estuvieran ahí sin más, donde era posible descubrirlos, leerlos como un libro, no, como un comic, incorporados al delirio que Sim Goodchild padecía desde hacía una generación.
Puesto que era viejo, se sentía viejo e irritable consigo mismo tanto como con el mundo, vulneró su propia discreción y reveló un pequeño fragmento del comic.
—Estuve enamorado de ellas.
Listo… al desnudo y cegador.
—Quiero decir… no vayas a pensar que… Eran adorables y… y dignas de veneración. No lo sé… aún lo son… bueno, ella lo es, la morena, Sophy, o lo era cuando la vi por última vez. Por supuesto la rubia… Toni… se ha ido.
—Eres un viejo romántico.
—Es el instinto paternal. Y Stanhope… en realidad no se preocupa por ellas, tú sabes, de eso estoy seguro; y además con todas esas mujeres… bueno ya ha pasado mucho tiempo desde entonces. Tenía la impresión de que estaban desatendidas. No querría que pienses ni remotamente…
—No lo pienso. Oh, no…
—No es que…
—Desde luego.
—Si es que me entiendes.
—Perfectamente.
—Claro que mi chica… nuestros chicos… eran mucho mayores.
—Sí. Ya veo.
—De modo que es lógico que con dos niñitas tan decorativas que vivían como quien dice en el umbral de nuestra casa…
—Naturalmente.
Se produjo una larga pausa. Edwin la rompió.
—Podría ser mañana por la noche, si te va bien. Es su noche libre.
—Si Ruth estuviera suficientemente repuesta.
—¿Vendrá?
—Quiero decir si estuviera suficientemente repuesta para quedarse sola. ¿Y Edwina?
—Oh, no. No. De ningún modo. Ya sabes cómo es Edwina. Verás, ella lo conoció. Fueron sólo uno o dos minutos. Ella es tan, tan…
—Sensible. Lo sé. No entiendo cómo puede soportar sus tareas filantrópicas. Debe de ver cosas horribles.
—Es una prueba para ella. Pero establece diferencias. Después lo dijo claramente. Si él hubiera sido un paciente habría sido distinto. Ya ves.
—Sí, lo veo.
—En sus horas libres es distinto, sabes.
—Sí.
—Por supuesto si se produjera una emergencia…
—Entiendo.
—De modo que me temo que sólo iremos nosotros tres. No seremos muchos, si recordamos los viejos tiempos.
—Quizás Edwina aceptaría venir a acompañar a Ruth.
—Tú sabes cómo es cuando se trata de los microbios. Es valerosa como una leona, pero tiene esta obsesión con los microbios. No con los virus. Sólo con los microbios.
—Sí, eso creo. Los microbios son más sucios que los virus. Los microbios probablemente están contaminados por los virus. ¿Tú qué opinas?
—Sencillamente tiene esta obsesión.
—Ella no es un comité. A menudo las mujeres no lo son. ¿Tú eres un comité, Edwin? Yo sí.
—No sé a qué te refieres.
—Dios mío. Distintos modelos de creencias. Multiplica el número de miembros del comité por el número de modelos de creencias…
—Sigo sin entenderte, Sim.
—Las divisiones. Hay en mí alguien que cree en las divisiones. Piensa, por ejemplo, que aunque Frankley’s está del otro lado de esta pared… o lo estará hasta que hayan demolido el edificio… la pared continúa existiendo de hecho y es inútil simular lo contrario. Pero otro de mis componentes… bueno, ¿cómo podría expresarlo?
—Quizá perforará una división.
—¿Tu hombre? Pues deja que lo haga realmente y sin ninguna duda. Yo sé…
Yo sé cómo la mente puede levantarse de su lecho, echar a andar, bajar la escalera, atravesar puertas, recorrer el sendero hasta el establo que está deslumbrante y sonrosado merced a la luz que irradian dos chiquillas. Pero éstas dormían y siguieron durmiendo aunque sus imágenes interpretaran la danza tonta, la bobada árabe.
—¿Qué es lo que sabes?
—No importa. Un miembro del comité.
Él demuestra que todo es imaginación.
—El voto de mi mayoría dictamina que las divisiones siguen siendo divisiones.
Uno es uno y uno solo y cada vez lo será más.
Edwin consultó su reloj.
—Debo darme prisa. Te comunicaré la hora cuando se ponga en contacto conmigo.
—Me conviene que sea tarde, por la noche.
—Eso vale para todo el comité. ¿Cuál de sus miembros estaba enamorado de las niñas?
—Un viejo sentimental. Dudo que se moleste en concurrir.
Acompañó a Edwin hasta la puerta de la tienda y salió con él a la calle e hizo un ademán cortés en dirección a su espalda que se alejaba rápidamente.
¿Un viejo sentimental?
Sim suspiró para sus adentros. No un viejo sentimental sino un miembro indisciplinado.
A las ocho de la noche, después de dejar a Ruth sentada en la cama con un buen libro y con el estómago relativamente distendido por un filete de pescado y patatas reconstituidas, junto con guisantes de lata, Sim atravesó la tienda, le echó llave a la puerta y recorrió los pocos pasos que lo separaban de Sprawson’s. Aún duraba la claridad diurna pero ya había una luz encendida en la ventana de Stanhope, en el lado derecho del edificio. La ciudad estaba silenciosa y sólo el tocadiscos automático del Keg of Ale turbaba la azul noche estival. Sim se dijo que en realidad el presunto aislamiento acústico del establo no era necesario. Muy bien podrían celebrar su pequeña asamblea —aunque asamblea no era la palabra justa para designar una reunión de tres personas— en medio de la calle; pero mientras pensaba esto un helicóptero, con una luz roja titilante, sobrevoló el viejo canal, y un tren traqueteó sobre el viaducto como si quisiera machacar el testimonio. Después de que ambos intrusos se hubieron alejado, sus oídos, quizá nuevamente aguzados, captaron el débil repiqueteo de una máquina de escribir que procedía de la ventana iluminada donde Stanhope seguía ajetreándose con su libro o con un programa radiofónico o con su columna. Sim subió los dos escalones que conducían a la puerta vidriera y la abrió, empujándola. Ése era terreno conocido; los abogados y los Bell a la izquierda, la puerta de Stanhope a la derecha… y en el extremo del corto pasillo la puerta que comunicaba con los escalones que bajaban al jardín. Para Sim toda ésta era una zona desatinadamente romántica. Sintió el romance y el desatino, tuvo conciencia de ellos. No tenía ningún vínculo con las dos niñas, nunca lo había tenido y no podía esperar tenerlo. Todo era pura fantasía. Unas pocas, poquísimas visitas a la tienda…
Se oyó un estrépito en la escalera de la izquierda. Edwin apareció tumultuosamente, convertido en un hombre exuberante, que rodeó con su largo brazo los hombros de Sim y los estrujó con enorme fuerza.
—¡Sim, querido amigo, por fin estás aquí!
El recibimiento pareció tan ridículo que Sim se zafó lo más rápidamente posible.
—¿Dónde está?
—Lo estoy esperando. Él conoce el lugar. O eso creo. ¿Vamos?
Edwin se encaminó, con una apariencia descomunal, hacia el fondo del corredor y abrió la puerta situada en lo alto de los escalones que conducían al jardín.
—Tú primero, mi querido amigo.
Plantas, arbustos y pequeños árboles en flor invadían el sendero que llevaba directo al establo de tejas rosadas con sus antiguas claraboyas. Sim experimentó fugazmente su habitual incredulidad ante la naturaleza concreta de algo que había tenido tan cerca y había desconocido durante tantos años. Abrió la boca para hablar de ello pero la volvió a cerrar.
Cada paso que daba para bajar los escalones —que eran seis— tenía una cualidad específica. Era una especie de entumecimiento, de embotamiento. Sim, que había nadado y buceado en la Costa Brava, comparó inmediatamente este fenómeno con el efecto de la inmersión bajo el agua; pero sin que se produjera, como en el agua, una transición instantánea del aquí arriba al allá abajo, la ruptura de una superficie perfecta, de un límite. Allí el límite era igualmente indudable pero menos neto. Bajabas del ruido vespertino de Greenfield y, a medida que dabas cada paso, quedabas… entumecido no era la palabra correcta, ni tampoco embotado. No existía una palabra apropiada. Ese jardín oblongo, descuidado, abandonado y desierto, se parecía empero a un estanque de algo, un estanque, podría decirse, de paz. Un bálsamo. Sim se detuvo y miró en torno como si este efecto pudiera revelarse a la vista tal como se revelaba el oído, pero no había nada… solo los árboles frutales sin podar, el tumulto de rosales, de manzanillas, de romeros, de altramuces, de mimbreras y digitales. Levantó la vista hacia el aire despejado, y allí, asombrosamente, a gran altura, un jet descendía, y el rugido de su descenso se amortiguaba, de modo que parecía grácil e inocente como un planeador. Volvió a mirar en torno: salvideras, musgos colgantes, verónicas… y los aromas del jardín invadieron sus fosas nasales como una novedad.
La mano de Edwin estaba apoyada sobre su hombro.
—Sigamos.
—Pensaba que esto es muy preferible a nuestra pequeña parcela. Me había olvidado de las flores.
—¡Greenfield es una ciudad de campo!
—Todo depende de la dirección en que mires. ¡Y el silencio!
En el extremo del sendero, jardín abajo, desembocaron en el patio, protegido del sol. En otra época la entrada había estado defendida por una puerta de dos hojas, pero la habían quitado. Ahora la única puerta era la de enfrente, pequeña, que comunicaba con el camino de sirga. A la izquierda de ellos subía una escalera.
—Por aquí.
Sim siguió a Edwin, escaleras arriba, y luego se detuvo y miró en torno. Designar eso con el nombre de apartamento sería una exageración. Había espacio suficiente para un diván estrecho, un antiguo sofá, una mesa pequeña, sillas. Había dos aparadores y a ambos lados unas arcadas comunicaban con unas alcobas minúsculas.
Había claraboyas que miraban hacia el canal y, por atrás, hacia la casa.
Sim no dijo nada y se limitó a quedarse inmóvil. No se trataba de la dimensión tan reducida de la habitación, ni del suelo del grosor de una tabla, ni de las paredes interiores de madera barata. Tampoco se trataba de los muebles destartalados de segunda mano, del sillón al que se le escapaba el relleno ni de la mesa manchada. Era la atmósfera, el olor. Alguien, quizás Sophy, había estado allí recientemente, y el aroma de un perfume barato y penetrante flotaba en el aire como si quisiera cubrir un antiguo olor rancio, de comida, de… no, ni de secreción ni de transpiración… sino de sudor. Había un espejo adosado a la pared, circundado por un primoroso marco dorado, con una repisa inferior sobre la que descansaban frascos, lápices de labios parcialmente usados, estuches y aerosoles y polvos. Al pie de la claraboya, sobre un aparador bajo, reposaba una enorme muñeca que se ladeaba y sonreía. Sobre la mesa central se apilaban las cosas más heterogéneas: leotardos, una marioneta, un par de pantalones que necesitaban un lavado, una revista femenina y el audífono de un transistor. Pero el mantel de terciopelo que cubría la mesa estaba ribeteado de pequeñas borlas, y entre los tramos de pared donde en otra época habían estado pegadas ilustraciones y fotografías de las que quedaban rastros de sustancia adhesiva, había adornos tales como flores de porcelana y fragmentos de material coloreado, algunos de los cuales configuraban rosetas. Había polvo.
Dentro de Sim las ilusiones de veinte años se desvanecieron como burbujas. Se dijo sí por supuesto, sí, nadie se ocupaba de ellas y tenían que desarrollarse, sí, ¿en qué pensaba yo? Y no tenían madre… ¡pobrecillas, pobrecillas! No es extraño…
Edwin retiró con delicadeza los objetos de la mesa. Los depositó sobre el aparador, al pie de la claraboya. Junto al aparador había una lámpara común. La pantalla era rosada y tenía borlas como el mantel.
—¿Te parece que podríamos abrir la ventana?
Sim apenas lo oyó. Estaba analizando lo que sólo se podía definir como su congoja. Por fin se volvió hacia la claraboya y la examinó. Nadie la había abierto durante años pero alguien había empezado a pintar el marco y después había desistido. Lo mismo sucedía con la puerta del aparador situado al pie de la claraboya del otro extremo de la habitación. Alguien había empezado a pintarla de color rosado y también había desistido. Sim espió por la claraboya que parecía mirar, legañosa, hacia la casa.
Edwin habló junto a él.
—¡Palpa el silencio!
Sim lo miró atónito.
—¿Puedes palpar la… la…?
—¿La qué, Sim?
La congoja. Eso debía de ser. Congoja. Abandono.
—Nada.
Entonces vio que la puerta vidriera se abría en lo alto de los escalones, en el otro extremo del jardín. Pasaron unos hombres. Se volvió hacia Edwin.
—¡Oh, no!
—¿Lo sabías?
—Claro que sabía que el lugar estaba aquí. Aquí es donde tomamos el té con las muñecas.
—Podrías habérmelo advertido. Te aseguro, Edwin, que si lo hubiera sabido no habría venido. Caramba… ¡lo sorprendimos robando en la tienda! ¿Y acaso no sabes dónde ha estado? Ha estado en la cárcel y sabes por qué. ¡Caramba!
—Qué barbaridad.
En la escalera la voz sonó súbitamente próxima.
—Eso es lo que nadie cree realmente. No sé a dónde me llevas y no me gusta. ¿Se trata de alguna trampa?
—Escucha, Edwin…
El sombrero negro y el rostro mutilado asomaron por encima del nivel del rellano. La mata de cabello blanco grisáceo y la cara arrugada del viejo del parque los siguieron. El viejo se detuvo en la escalera con una mueca.
—¡Oh, no! ¡No lo permitiré, Matty! ¿Qué es esto, Pederastas Anónimos? ¿Tres curados y uno por curar?
El hombre llamado Matty lo tenía cogido por la solapa.
—Señor Pedigree…
—¡Eres el mismo necio de siempre, Matty! Suéltame, ¿oyes?
Era ridículo. Los dos hombres desconocidos y chocantes parecían forcejear en la escalera. Edwin brincaba por el rellano.
—¡Caballeros! ¡Caballeros!
Sim deseaba vehementemente verse libre de todo aquello y alejarse del edificio profanado y tan brutalmente despojado de su silencio. Pero la escalera estaba bloqueada. Momentáneamente extenuado por los esfuerzos que había hecho para escapar, el viejo resollaba y trataba de hablar al mismo tiempo.
—Tú… hablas de mi condición… es una condición hermosa… nadie lo imagina. ¿Acaso eres psiquiatra? No quiero curarme, ellos lo saben… así que adiós… —y esforzándose de forma absurda por ceñirse a las reglas de cortesía, hacía reverencias en dirección a Sim y Edwin por encima de él y al mismo tiempo intentaba zafarse—, y hasta la vista…
—¡Edwin, vámonos de aquí, por el amor de Dios! ¡Esto es un error, ridículo y humillante!
—No tienen nada contra mí… ninguno de ustedes… suéltame, Matty, llamaré… llamaré a la policía. —Y entonces el hombre del sombrero negro lo soltó y dejó caer las manos. Permanecieron en la escalera, visibles a medias como bañistas en una pendiente submarina. Pedigree tenía la cara a la altura del hombro de Windrove. Vio la oreja treinta centímetros más arriba. Lo recorrió un espasmo de repulsión.
—¡Eres espantoso, espantoso!
La sangre congestionó lenta e inexorablemente el lado derecho de la cara de Matty. Se quedó donde estaba, sin hacer nada, sin decir nada. El viejo se apresuró a volverse. Oyeron sus pisadas sobre los adoquines del patio, lo vieron aparecer en el sendero del jardín entre los arriates exuberantes. Se alejaba deprisa. Al llegar a la mitad del sendero se volvió, sin detenerse, y miró por encima del hombro hacia las claraboyas con todo el odio de un villano de melodrama. Sim vio que sus labios se movían, pero el curioso embotamiento —pues después de la profanación del lugar aquella virtud mágica había descendido de la categoría de misterio a la de impedimento— ahogó sus palabras. Luego subió los escalones y recorrió el pasillo y salió a la calle.
Edwin habló.
—Debió de pensar que éramos policías.
El rostro de Windrove estaba nuevamente blanco y moreno. Su sombrero negro se había ladeado un poco y la oreja estaba demasiado visible. Como si supiera qué era lo que miraba Sim, se quitó el sombrero para asentarse el cabello. Ahora la razón por la que usaba el sombrero resultaba más evidente. Se alisó el pelo cuidadosamente y después se encasquetó el sombrero negro para mantenerlo aplastado.
Esta revelación pareció ayudar a hacerle tolerable al espectador el hecho revelado. Cuando Windgraff —¿Matty, lo había llamado el viejo?—, cuando Matty exhibía su defecto, su deformidad, su, llamémosla así, desventaja, ya no era un monstruo sobrecogedor sino sólo un hombre más. Antes de tomar conciencia de su decisión, Sim se encontró compartiendo la pequeña transformación de los términos de convivencia social. Tendió la mano.
—Soy Sim Goodchild. Mucho gusto en conocerlo.
Windrove miró la mano como si se tratara de algo que había que examinar y no estrechar. Después la cogió, la volvió y escudriñó la palma. Esto desconcertó ligeramente a Sim, que bajó la vista para verificar si la palma estaba de alguna manera sucia, o si revestía interés, o si se hallaba decorada… y cuando las palabras terminaron de penetrar en su conciencia comprendió que le estaban leyendo la palma, así que se quedó quieto, relajado, y ahora no poco divertido. Escrutó su propia palma, pálida, arrugada, cuyo volumen estaba, por así decir, muy delicadamente enfundado en el más singular o cuanto menos el más costoso de todos los materiales de revestimiento… y entonces se sumió en una conciencia de su propia mano que detuvo las revoluciones del tiempo. La palma era exquisitamente bella, estaba hecha de luz. Era preciosa y estaba precisamente cincelada con una seguridad y un refinamiento que trascendían el arte y se asentaban en alguna otra parte sobre la salud absoluta.
Sacudido con una convulsión distinta de todas las que había conocido en su vida, Sim contempló el mundo gigantesco de su propia palma y vio que era sagrado.
La pequeña habitación se materializó nuevamente; la extraña pero ya no aborrecible criatura seguía mirando hacia abajo. Edwin acercaba las sillas a la mesa.
Era cierto. El lugar del silencio era mágico. Y sucio.
Windrove le soltó la mano y él la recogió con toda su belleza, su revelación. Edwin habló. Se podía detectar un poco de polvo en las palabras, una pizca de celos.
—¿Le has prometido una larga vida?
—No, Edwin. Nada de eso…
Windrove pasó al otro extremo de la mesa y éste se convirtió inmediatamente en la cabecera. Edwin se sentó a su derecha. Sim se deslizó en una silla a su izquierda. Tres lados ocupados y un vacío donde faltaba Pedigree.
Windrove cerró los ojos.
Sim paseó la mirada por la habitación, emancipado de ésta. Aquí y allá, se veían unos alfileres que habían sostenido los adornos. Un espejo bastante lamentable. El diván junto a la claraboya con sus hileras de… de borlas… la muñeca con sus perifollos, sentada en el otro extremo del aparador y sostenida por un cojín… las ilustraciones de caballos y la foto de una joven, probablemente una estrella de la canción pop pero ahora anónima…
El hombre posó las manos sobre la mesa, con las palmas hacia arriba. Sim vio que Edwin bajaba la mirada y tomaba la mano derecha con su izquierda y estiraba su derecha. La idea le produjo una breve turbación, pero tendió la mano y tomó la de Edwin, y apoyó su diestra sobre la izquierda de Windrove. Lo que tocó fue una sustancia resistente y elástica, no un universo, pero sí cálida, asombrosamente cálida, caliente.
Lo estremeció un acceso de risa interior. Que la Philosophical Society, con sus actas, su presidente, su comisión, sus salones y salas de conferencias, sus huéspedes distinguidos, se hubiera reducido a eso… dos viejos cogidos de la mano con un… ¿un qué?
Pasó un rato —un minuto, diez minutos, media hora— y entonces Sim descubrió que deseaba rascarse la nariz. Se preguntó si lo que debía hacer era proceder brutalmente y levantar las manos, rompiendo así el reducido círculo, pero resolvió que no. Al fin y al cabo se trataba de un pequeño sacrificio; y entonces, si uno se desentendía del deseo de rascarse la nariz, descubría al instante cuán lejos estaban esos otros, a kilómetros de distancia, aparentemente, de modo que el círculo, en lugar de ser reducido era gigantesco, más que un círculo de piedra, y abarcaba un condado, un país… inmenso.
Sim descubrió que una vez más deseaba rascarse la nariz. Era irritante tener dos escalas tan dispares, una de centímetros, la otra más o menos universal… ¡debía lidiar con la nariz!, la comezón estaba un poco a la izquierda de la punta, era un prurito diabólicamente calibrado para hacer cosquillear por resonancia todos los nervios de la piel de todo su cuerpo. Luchó con tenacidad, sintiendo con cuánta vehemencia le retenían la mano derecha, y ahora también la izquierda, estrujando, sin saber quién estrujaba a quién, de manera que el esfuerzo lo hacía respirar entrecortadamente, a grandes bocanadas. La angustia le convulsionó las facciones y se debatió para zafar sus manos, pero no se las soltaban. Lo único que pudo hacer fue fruncir la cara una y otra vez alrededor de la nariz, tratando de llegar absurdamente a la punta de ésta con las mejillas, con los labios, con la lengua, con cualquier cosa… y después tuvo una inspiración, se agachó y frotó la nariz contra la superficie de madera, entre sus manos. El alivio fue casi tan exquisito como la palma de su mano. Reposó, con la nariz apoyada contra la madera, y esperó que se normalizara su respiración.
Edwin habló por encima de su cabeza. O no fue Edwin ni eso fue hablar. Una melodía. Una canción. Fue una sola nota, dorada, radiante, como no podría haber habido otra igual en labios de ningún cantante. Ciertamente, no podría haber habido un simple hálito humano capaz de sostener la nota que se expandió como la palma de Sim se había expandido delante de sus ojos, ensanchándose, haciéndose, o siendo, más y más preciosa hasta trascender la experiencia, trocándose en dolor y trascendiendo el dolor, tomando el dolor y el placer y destruyéndolos, siendo, deviniendo. Se interrumpía un momento con la promesa de lo que iba a venir. Empezaba, continuaba, cesaba. Había sido una palabra. Ese comienzo, ese cambio de estado explosivo y vital había sido una consonante, y el mundo de oro que emanaba de ella había sido una vocal que duraba un eón; y la semivocal del cierre no podía ser un final porque no había, no podía haber un final sino sólo un reajuste para que el mundo del espíritu pudiera volver a esconderse, perdiéndose de vista lenta, lentamente, tan renuente a irse como un amante y con la inefable promesa de que continuaría amando eternamente y de que si se lo pedían siempre volvería.
Cuando el hombre de negro soltó la mano de Sim, todas las manos se habían convertido de nuevo en manos y nada más. Sim se dio cuenta de ello porque, al levantar la cara de la madera, juntó las manos delante de aquélla, y ahí estaba la palma derecha, un poco sudada, pero en ningún sentido sucia, e idéntica a cualquier otra palma. Se irguió y vio que Edwin se enjugaba el rostro con un pañuelo de papel. Se volvieron al unísono para mirar a Windrove. Éste seguía sentado, con las manos abiertas sobre la mesa, la cara gacha, el mentón sobre el pecho. El ala del sombrero negro le ocultaba las facciones.
Una gota de agua transparente cayó de abajo del ala y se posó sobre la mesa. Matty levantó la cabeza, pero Sim no pudo descifrar ninguna expresión en la mitad mutilada de su cara.
Edwin habló.
—¡Gracias… mil veces gracias! Que Dios lo bendiga.
Matty miró fijamente a Edwin, y después a Sim, quien vio que ahora sí se podía leer una expresión en la mitad morena del rostro. Extenuación. Windrove se levantó y sin pronunciar una palabra se encaminó hacia la escalera y empezó a bajar. Edwin se puso en pie de un salto.
—¡Windrove! ¿Cuándo? Y escuche…
Corrió rápidamente hacia la escalera y hacia abajo. Sim oyó su discurso atropellado que llegaba confuso desde el patio.
—¿Cuándo podremos volver a reunimos?
—¿Está seguro? ¿Aquí?
—¿Traerá a Pedigree?
—Escuche… ¿necesita… dinero?
Finalmente se oyó el chasquido del cerrojo de la puerta que conducía al camino de sirga. Edwin subió la escalera.
Sim se levantó desganadamente, paseando la mirada sobre las ilustraciones y los lugares donde las ilustraciones habían estado, la muñeca, el aparato sobre el que se apilaban los objetos heterogéneos. Salieron a la par, insistieron cortésmente en cederse el primer lugar en la escalera, y después siguieron caminando a la par por el sendero del jardín, por los escalones, por el pasillo —la máquina de escribir seguía repiqueteando en el estudio de Stanhope— y por el portal que conducía a la calle. Edwin se detuvo y quedaron frente a frente.
Edwin habló con profunda emoción.
—¡Forman un equipo maravilloso!
—¿Quiénes?
—Tú y él… en el sentido oculto.
—¿Yo… y él?
—¡Un equipo maravilloso! ¡Estuve muy acertado, sabes!
—¿A qué te refieres?
—Cuando entraste en trance… vi el combate espiritual reflejado en tu cara. ¡Después te desvaneciste, allí mismo, delante de mí!
—¡No fue así!
—¡Sim! ¡Sim! ¡Ustedes dos me hicieron vibrar como si fuera un instrumento musical!
—Escucha, Edwin…
—Sabes que sucedió algo, Sim, no seas modesto, es una falsa humildad…
—Claro que sucedió algo, pero…
—Hemos roto una barrera, hemos derribado un tabique. ¿No es cierto?
Sim se disponía a negarlo con toda vehemencia cuando empezó a recordar. Era incuestionable que algo había sucedido y probablemente era algo que necesitaba de ellos tres.
—Quizá sí.