12

Al lado de Sprawson’s, en la tienda de Goodchild, Sim Goodchild estaba sentado en el fondo del local y trataba de pensar en las Cosas Primordiales. No había nadie husmeando en los anaqueles así que ello debería haber sido fácil. Pero como se dijo a sí mismo, con los jets que bajaban zumbando a cada minuto hacia el aeropuerto de Londres y con los monstruosos camiones de transportes intercontinentales que hacían todo lo posible por descalabrar el Old Bridge, no se podía pensar. Además sabía que después de dedicar uno o dos minutos a las Cosas Primordiales (o la vuelta al pasado, como la llamaba a veces) sabía, sí, que muy probablemente se encontraría cavilando acerca del hecho de que estaba demasiado gordo, y también calvo y más que calvo y con un corte en el ángulo izquierdo de la mandíbula, que se había producido esa mañana mientras se afeitaba un carrillo. Se dijo a sí mismo que por supuesto podía trabajar. Podía volver a ordenar las cosas y engañarse alterando los precios para cojear a la zaga de la inflación. Éste era en realidad el único pensamiento viable en medio del estrépito urbano, cuando para colmo estaba calvo y viejo y le costaba respirar. También podía recapacitar sobre lo que haría en el sentido más amplio, como hombre de negocios. Las acciones petroleras eran una buena inversión y les durarían mientras vivieran. Les suministraban pan y mantequilla, pero nada de mermelada. La tienda tampoco les suministraba mermelada. ¿Qué hacer? ¿Cómo atraer a los paquis? ¿Y cómo a los negros? ¿Qué estratagema brillante y singular apropiada para su oficio de librero anticuario conseguiría arrancar de enfrente de la tele a la multitud de blancos y los induciría a leer de nuevo los viejos libros? ¿Cómo persuadir a la gente de la hermosura intrínseca, e incluso de la humanidad, de los libros bellamente encuadernados, tan dignos de ser amados? Sí. Podía reflexionar sobre esto a pesar del ruido, pero no sobre las Cosas Primordiales.

Estaba acostumbrado a que a esta altura de sus cavilaciones cotidianas lo hiciera poner en pie una cierta presión interior. La presión era la evocación de sus propias limitaciones y se ponía en pie porque de lo contrario los recuerdos se situarían en el tiempo y el lugar, lo cual sería intolerable. Miraba las secciones de Teología, Ocultismo, Metafísica, Grabados, la Gentleman’s Magazine… ¡y zas!, aquello que había querido eludir al ponerse en pie irrumpía en su memoria.

Hacía aproximadamente un mes, una subasta.

«Doscientas cincuenta libras, doscientas cincuenta libras. ¿Quién da más? Por última vez, a doscientas cincuenta libras…».

Había sido entonces cuando Rupert Hazing de Midland Books se había inclinado hacia él.

«Aquí es donde yo entro a pujar».

«¿Cómo? ¿Aunque a la colección le falte un año?».

Rupert se había quedado con la boca abierta. Había mirado alternadamente al subastador y a Sim. Eso había bastado. Mientras Rupert vacilaba los libros habían sido adjudicados a Thornton’s de Oxford.

Aquello había sido pura insidia, no una forma de promover los negocios sino una forma de perjudicar a Rupert. Para entretenerse. Un pasatiempo del elemento diabólico que llevaba muy adentro. Y no podía embarcarse en el largo itinerario de resarcimiento que lo habría compensado todo, no podía venderle a Rupert Hazing todos los volúmenes de la Gentleman’s Magazine por doscientas cincuenta libras con, digamos, un diez por ciento de recargo que se embolsaría él… no podía hacerlo porque, para modificar la metáfora, ese último testimonio de iniquidad no era más que un pequeño recargo que coronaba el montón. El montón era un vasto cúmulo de basura, de inmundicia, de trapos mugrientos, era una montaña… y era demasiado grande, hicieras lo que hicieres. ¿Por qué quitar de la cúspide la última pizca de suciedad?

Sim parpadeó y se sacudió como lo hacía siempre a esa altura y salió del cúmulo rumbo a la luz modificada de la tienda. Ése era el instante audaz, cínico, de sus mañanas, cuando echaba a andar entre Novelas, Poesía, Crítica Literaria por un lado, y Biblias, Libros de Oraciones, Artesanías Manuales y Hobbies por el otro. Era el instante en que se mofaba de sí mismo y de sus antepasados y de la buena y vieja empresa familiar que ahora se iba de forma tan inexorable a la ruina. Últimamente incluso se había acostumbrado a mofarse de los libros infantiles que había acomodado, hacía años, a un costado del gran escaparate de cristal. Cuando Ruth había vuelto por primera vez de compras después que él contemplara la faena, no había dicho nada. Pero más tarde, cuando le había llevado el té al escritorio, había comentado:

—Veo que estás cambiando nuestra imagen.

Él lo había desmentido, pero obviamente era cierto. Había visto cómo las mellizas Stanhope entraban de la calle tomadas de la mano y súbitamente había sentido que cada mota de polvo de la tienda estaba hecha de plomo, y que él estaba hecho de plomo, y que la vida (que él echaba de menos) era radiante e inocente como las dos criaturas. Con una especie de pasión furtiva había empezado a comprar libros infantiles, y nuevos para colmo, y a acomodarlos en la parte izquierda del escaparate. A veces los padres compraban un libro en Navidad, y raramente, en el lapso intermedio, para los cumpleaños, quizá, pero el aumento de las ventas fue imperceptible.

A veces Sim se preguntaba si detrás del escaparate montado por su padre se había ocultado una motivación igualmente furtiva y oscura. Su padre racionalista había exhibido una bola de cristal, el I Ching con su juego de cañas, y el mazo completo de cartas de Tarot. Sim comprendía muy bien su propia motivación. Utilizaba los libros infantiles como señuelo para atraer a las mellizas Stanhope, que serían un relativo sucedáneo de sus propios hijos: Margaret, casada pero en Canadá, y Steven, incurable en ese pabellón donde sus padres lo visitaban semana tras semana para compartir unos momentos de absoluta incomunicación. Las brillantes criaturas habían entrado realmente, tan pequeñas que apenas alcanzaban el pomo de la puerta, pero con el sereno aplomo que habitualmente se asociaba con el privilegio. Habían examinado los libros con la solemne atención que los gatitos manifiestan con sus morros. Los habían abierto y habían vuelto las páginas, a una velocidad a la que ni ellas ni ninguna otra persona habría podido leer. Y sin embargo parecían leer: la rubia —Toni— se apartaba de un libro infantil y tomaba otro para adultos; y entonces su hermana se reía de una ilustración mientras sus rizos oscuros bailoteaban sobre su cabecita…

Ruth entendió lo que pasaba aunque eso debió de ser amargo para ella. Las invitó a la sala y les sirvió limonada y pastel, pero ellas no volvieron. A partir de entonces, Sim habría de apostarse en la puerta cuando pasaban rumbo a la escuela, primero acompañadas por la au pair y después solas. Él sabía el momento exacto en que debía apostarse, distraído, para recibir la insignificante dádiva que le concedían majestuosamente.

—Buenos días, señor Goodchild.

—¡Buenos días tengan ustedes, señoritas Stanhope!

Así fueron haciéndose más bellas. Era digno de Wordsworth.

Ruth salió de la sala para ir de compras.

—Ayer vi a Edwin. Olvidé decírtelo. Vendrá a verte.

Bell vivía en el edificio Sprawson’s, donde ocupaba un apartamento. En otra época Sim había envidiado a los Bell por vivir tan cerca de las mellizas. Pero eso pertenecía al pasado. Hacía mucho tiempo que las niñas habían dejado de ser niñas —diez años, no tanto tiempo al fin y al cabo— y que habían superado la etapa de los libros infantiles.

Como si le leyera en pensamiento, Ruth hizo un ademán con la cabeza en dirección a la parte izquierda del escaparate.

—Deberías probar con algo distinto.

—¿Qué sugieres?

—Cuidado del Hogar. Publicaciones de la BBC. Confección de Vestidos.

—Lo pensaré.

Ella se alejó calle arriba por High Street, entre las indumentarias exóticas. Sim asintió con la cabeza y siguió asintiendo, aprobando lo que le habían dicho acerca de los libros infantiles pero convencido de que no los cambiaría. Se cubrirían con su polvo de plomo. Eran un testimonio tenaz de algo. Se volvió bruscamente hacia los volúmenes apilados sobre su escritorio, los libros de Langport Grange que debía ordenar y a los que debía colocarles los precios… ¡trabajo, trabajo y más trabajo!

Era un trabajo que lo complacía… un trabajo que lo había retenido en la actividad de su padre. Pujar era un suplicio, porque era cobarde y no estaba dispuesto a jugarse el brazo. Pero ordenar después… era casi como cernir arena en busca de oro. Acechabas el lote ofrecido a granel, porque tu ojo había captado el brillo delator, y después del trance atroz de la puja… ¡allí estaba la primera edición de Introduction to the Study of Painted Glass, de Winstanley, en perfectas condiciones!

Bueno. Había sucedido una vez.

Sim se sentó frente a su escritorio pero la puerta se abrió repentinamente, sonó la campanilla, y era Edwin en persona, de cuerpo entero, o casi, con su americana a cuadros y su bufanda amarilla, flotante… Bell, vestido todavía como un estudiante universitario de los años treinta al que sólo le faltaban los pantalones Oxford para ser un perfecto maniquí de época.

—¡Sim! ¡Sim!

Una ráfaga de viento, una especie de viento del brezal, Naturaleza cabal, pero igualmente cultivado, cultural y espiritualmente sincero.

—¡Sim! ¡Mi buen Sim! ¡El hombre que he encontrado!

Edwin Bell avanzó por la tienda y se sentó sobre la esquina del escritorio como una dama sobre una silla de montar. Dejó caer estruendosamente el libro de texto que llevaba consigo y el ejemplar del Bhagavad Gita. Sim se arrellanó en su silla, se quitó las gafas y parpadeó en dirección al rostro que veía tan borrosamente a contra luz.

—¿De qué se trata ahora, Edwin?

—El hombre Ecce Homo, si esto no es demasiado catastróficamente blasfemo, ¿y sabes que no creo que lo sea, Sim? El individuo más increíble con un efecto… Estoy… sabes, estoy… ¡excitado!

—¿Cuándo no?

—¡Por fin! Siento realmente… Se trata de uno de esos casos en que la paciencia se ve recompensada. Después de tantos años… ya sé qué es lo que vas a decir…

—¡No iba a decir nada!

—Ibas a decir que mis cisnes siempre resultaron ser gansos. Bueno. Lo eran. Lo reconozco de buen grado.

—La teosofía, el cientificismo, el Mahatma…

Edwin se aplacó un poco.

—Edwina insinuó lo mismo.

El matrimonio entre Edwin y Edwina Bell debió de estar estipulado desde el nacimiento del universo. La naturaleza evidente de la intención se reflejaba en algo más que en la coincidencia de nombres. Se parecían tanto entre sí que si uno no los conocía muy bien tenían una especie de aspecto travestido sólo por referencia recíproca. Para colmo, Edwin tenía una voz demasiado aguda para un hombre y Edwina una voz demasiado profunda para una mujer. Sim aún se estremecía al recordar una de sus primeras conversaciones telefónicas con ellos. Como le había respondido una voz atiplada él había dicho: «¡Hola Edwina!». La voz había contestado: «¡Pero Sim, si soy Edwin!». Después, cuando le había respondido una voz profunda, había dicho: «¡Hola, Edwin!», sólo para oír: «¡Pero Sim, si soy Edwina!». Cuando salían de Sprawson’s, o de su apartamento de Sprawson’s, y echaban a andar por High Street, ambos usaban bufandas casi idénticas flameando desde la abertura de sus abrigos casi idénticos. El cabello de Edwina era un poco más corto que el de Edwin y ella tenía un poco más de busto. Ésta era una diferencia útil.

—Edwina siempre ha sido más sensata que tú, me parece.

—Escucha, Sim, dices esto sólo porque es lo que la gente dice acerca de las esposas cuando no se le ocurre nada mejor. Yo lo llamo el Síndrome de la Mujercita.

Sonó el teléfono.

—¿Sí? Sí, lo tenemos. Espere un momento, por favor. Está en buenas condiciones. Siete libras diez, me temo… quiero decir, siete cincuenta. ¿Tenemos su dirección? Correcto. Sí, de acuerdo.

Depositó el auricular sobre la horquilla, hizo una anotación en su agenda de mesa, se repantigó nuevamente y miró a Edwin.

—Bueno. Desembucha.

Edwin se alisó el pelo sobre la nuca con el mismo ademán que utilizaba Edwina. Se habían criado juntos.

—Se trata de este hombre como he dicho. El Hombre de Negro.

—Ya lo he oído antes. El Hombre de Negro. La Mujer de Blanco.

Edwin profirió una risa súbita, triunfal.

—Pero no se trata de eso, Sim, ¡no se trata de eso! ¡No podrías estar más equivocado aunque quisieras! Verás, de lo que se trata es de que tienes una conducta literaria.

—Después de todo soy librero.

—Pero no te he dicho…

Edwin estaba inclinado sobre el escritorio, ladeado, con los ojos refulgentes de entusiasmo, con la boca abierta y la nariz corta proyectada en una actitud de búsqueda, de pasión, de expectación. Sim meneó la cabeza con afecto cansado pero igualmente benévolo.

—Créele a Edwina, Edwin. Ella tiene más pecho que tú oh Dios por qué habré dicho eso lo que quiero expresar…

Pero una vez más, como en todas las otras ocasiones con todas las otras personas, se trataba de algo irreversible. Corrían rumores acerca de la vida sexual de los Bell, todos conocían los rumores y nadie decía… por cierto ahora Bell se estaba ruborizando a contraluz, congestionándose, más exactamente, ¿y el buen humor de su excitación se trocaba en cólera? Sim se levantó de un salto y descargó un puñetazo sobre el escritorio.

—¡Maldición, maldición, maldición! ¿Por qué lo hago, Edwin? ¿En nombre de Dios por qué debo hacerlo?

Por fin Edwin miraba en otra dirección.

—¿Sabes que en una oportunidad faltó poco, muy poco, para que presentáramos una demanda por difamación?

—Sí. Lo sabía. Lo sé. Eso fue lo que dijeron.

—¿Quiénes lo dijeron?

Sim hizo un ademán vago.

—La gente. Ya sabes cómo es.

—Vaya si lo sé, Sim. Vaya si lo sé.

Entonces Sim permaneció un rato callado, no porque no tuviera nada que decir sino porque tenía demasiado. Todo lo que se le ocurría tenía doble sentido o se prestaba a una mala interpretación.

Por fin levantó la vista.

—Dos viejos. Debes recordarlo. Sólo faltan unos pocos años. Un poco más introspectivos, más tontos, quizá, más de lo que nosotros… más de lo que yo soy por naturaleza, si ello es posible. Sólo que no puede, no puede reducirse a esto, ¿no es verdad? A esta especie de embotada y ajetreada preocupación por las trivialidades… haría esto y aquello pero por otro lado tenemos aquello y esto, has leído los diarios, qué programa hay en la tele, cómo está Steven, no puedo dejárselo por ochenta y cinco peniques con el franqueo incluido y nunca, nunca una zambullida en aguas que deben de ser profundas… tengo sesenta y siete. Tú tienes… ¿cuántos son?… sesenta y tres. Ahí fuera están los paquis y los negros, los chinos, los blancos, los punks y los vagabundos, los…

Se interrumpió, con algunas dudas acerca de la razón por la cual se había explayado tanto. Edwin se removió en la esquina del escritorio, se puso en pie y miró en dirección a Metafísica.

—El otro día estuve toda la hora de clase con la bragueta desabrochada.

Sim mantuvo los labios apretados pero se convulsionó una o dos veces. Edwin no pareció notarlo. Miraba limpiamente a través de la hilera de libros, lejos, muy lejos.

—Edwin. Me estabas hablando acerca de este hombre.

—¡Ah sí!

—¿Un fraile franciscano? ¿Un Mahatma? ¿La reencarnación del primer Dalai Lama que desea construir un Potala en Gales?

—Me estás tomando el pelo.

—Lo siento.

—De todas maneras no era el Dalai Lama. Sólo un Lama.

—Lo siento. Lo siento.

—El Dalai Lama aún vive así que no podría haber sido él.

—Dios mío.

—Pero esto… después descubrí que estaba… no llorando, porque las connotaciones de la palabra son un poco infantiles, pueriles… sino sollozando. No de pena. De alegría.

—Apuesto a la pena.

—Ya no.

—¿Cómo se llama? Me gusta tener un nombre al cual aferrarme.

—Entonces estás aviado, mi buen amigo, estás aviado. Ésa es la médula de la cuestión. Nada de nombres. Bórralos. Olvídate de ellos. Piensa en el embrollo, en el alboroto, en las complicaciones tumultuosas, ridículas y salvajes que nos ha creado el lenguaje y que nosotros le hemos creado al lenguaje… ¡oh, maldita sea, ahora he empezado una perorata!

—Quiere librarse del lenguaje y ha abordado a dos personas, tú y yo por tu intermedio, que para vivir dependemos del lenguaje más que de cualquier otra cosa. ¡Mira estos libros!

—Los veo.

—Piensa en tus clases.

—¡Pues bien!

—¿Es que no entiendes? Alguna vez dijiste que los faux pas te preocupaban más que el pecado. Precisamente en este momento te invitan a realizar un sacrificio colosal que pondría nuestros mundos patas arriba: el repudio deliberado de la palabra registrada, impresa, radiotrasmitida, televisada, grabada en cinta, grabada en disco…

—No, no. ¡Válgame Dios, Sim, eres más viejo que yo! ¿Cuánto tiempo te queda? ¿Cuánto puedes seguir esperando? Te digo… —Y Edwin hizo un ademán tan amplio que su abrigo se abrió—. ¡Te digo que ha llegado la hora!

—Lo curioso, sabes, es que no me importa si me queda mucho o poco tiempo. Oh sí. No tengo ganas de morir. Pero tampoco voy a morirme, ¿no es cierto? Por lo menos no hoy, con un poco de suerte. Llegará el día y creo que no me gustará. Pero no será hoy. Hoy es la infinitud y la trivialidad.

—¿No quieres correr un albur?

Sim suspiró.

—Preveo la resurrección de la Philosophical Society.

—Nunca murió.

—La reanudación de sus actividades, entonces. ¡Cómo cuidamos las palabras!

—El Trascendentalismo…

La palabra actuó sobre Sim como un detonador. Sencillamente dejó de escuchar. La gran rueda, por supuesto, y el universo hindú, que se suponía idéntico al que estaban descubriendo los físicos; skandhas y atavars, la retracción de las galaxias, la apariencia y la ilusión… ¡y constantemente, Edwin que hablaba cada vez más como un personaje de una de las novelas menos afortunadas de Huxley! A esta altura Sim empezó a ensayar en silencio su propio aserto personal. Todo es racional. Todo es, igualmente irracional. Creo en todo ello tanto como creo en cualquier cosa que no está a la vista; como creo en el universo en expansión, que equivale a decir como creo en la batalla de Hastings, como creo en la vida de Jesús, como creo en… Es un tipo de creencia que no incide sobre nada mío. Es una especie de creencia de segunda categoría. Mis creencias son mi persona; muchas y triviales.

Entonces oyó una vez más a Edwin y levantó la vista hacia él e hizo un ademán de asentimiento con la cabeza, un pequeño embuste típico que daba a entender ya veo lo que quieres decir, sí, te estaba escuchando. El hecho de que Edwin continuara hablando lo sumió vertiginosamente en su habitual asombro ante el hecho brutal de Ser y ante el hecho brutal de que todo aquello en lo que él creía por juzgar que era real, que era algo en lo que creía profundamente, y no una creencia de segunda categoría, todo aquello era él mismo como decía el hombre porque él se sentía pensar que se sentía pensar que sentía una conciencia sin fin…

Se encontró asintiendo de nuevo. Edwin seguía hablando.

—Entonces dime. ¿Cómo supo que soy un buscador? ¿Dónde lo llevo escrito? ¿En la frente como si fuera el emblema de una casta? ¿Tengo cortes tribales en las mejillas? Olvida todos los detalles técnicos, la clarividencia, el conocimiento del futuro, la percepción extrasensorial, toda la adivinación, la visión, el Don… ¡sencillamente lo supo! Y mientras caminábamos me encontré a mí mismo… ésta es la clave, no descubrí que él hablaba sino…

Edwin hizo una pausa y asumió la expresión más furtiva que podía asumir un hombre de aspecto tan franco como el suyo.

—No lo creerás, Sim. Él no hablaba. Hablaba yo.

—¡Pero por supuesto!

—¡No, no, no hablaba por mí! ¡Hablaba por él! Quién sabe cómo encontraba las palabras que él debía pronunciar… nunca me faltaban…

—Nunca te han faltado. Ambos tenemos lo que mi madre llamaba una lengua articulada por el medio que mueve ambos extremos…

—¡Precisamente! ¡Precisamente! Él en un extremo, yo en el otro. Y entonces… mientras caminábamos por el sendero de grava en dirección a los olmos que aún no han talado… mientras nos picoteaba la lluvia y el viento iba y venía…

Edwin se interrumpió. Se apartó del escritorio. Metió las manos hasta el fondo de los bolsillos. El abrigo se cerró delante de él como si hubiera corrido unas cortinas.

—… Hablé con algo más que palabras.

—Cantaste, tal vez.

—dijo Edwin, sin una pizca de humor—. ¡Exactamente! O sea que experimenté más que lo que se puede expresar con palabras, y lo experimenté allí y entonces. —Un chiquillo negro apretó la cara contra la luna del escaparate, escudriñó las entrañas impenetrables de la tienda y se alejó corriendo. Sim le devolvió la mirada a Edwin.

—Siempre llegamos a un punto en el que debo aceptar lo que dices. ¿No entiendes, Edwin, que estoy sujeto por una especie de cortesía social? Nunca he podido lanzarte a la cara mi auténtica opinión acerca de todo esto.

—Quiero que vengas. Al parque.

—¿Has concertado un encuentro?

—Él estará allí.

Sim se pasó la mano por la calva y después se sacudió, irritado.

—No puedo abandonar la tienda cuando se me antoja. Ya lo sabes. Y Ruth se ha ido de compras. No podría salir hasta que…

Replicó la campanilla y desde luego era Ruth. Edwin se volvió con talante victorioso hacia Sim.

—¿Ves?

Ahora Sim estaba realmente irritado.

—¡Esto es trivial!

—Todo se compagina. Buenos días, Ruth.

—Hola, Edwin.

—¿Siguen los aumentos, cariño?

—Sólo un penique en esto y otro en aquello. Nada inquietante.

—Estaba explicando que no puedo abandonar la tienda.

—Oh pero claro que puedes. Un almuerzo frío. Me quedaré con mucho gusto.

—¿Ves de nuevo, mi estimado Sim? Trivial, por supuesto.

Acosado, Sim se puso terco.

—¡No quiero ir!

—Acompaña a Edwin, cariño. Te hará bien. Aire fresco.

—No servirá para nada, sabes. Nunca sirve.

—Levántate.

—No veo por qué… escucha, Ruth, si viniera Graham dile que después de todo no tenemos el Gibbon completo. Falta un volumen de Miscellaneous. Pero tenemos el Decline and Fall íntegro y en buenas condiciones.

—Es la primera edición.

—Hemos acordado el precio para el Decline. Habrá que volver a regatear por el resto.

—Lo recordaré.

Sim recogió su abrigo, su bufanda, sus guantes de lana, su sombrero esponjoso. Caminaron a la par por High Street, calle arriba. El reloj desgranó once campanadas desde la torre del centro comunitario. Edwin lo señaló con un movimiento de cabeza.

—Allí es donde lo conocí.

Sim no contestó, y pasaron en silencio por el centro comunitario, de cuyo cementerio aún no habían quitado todas las lápidas. Harold Krishna, Sastrería Chung y Dethany, Lavandería en Seco Bartolozzi, Comidas Chinas Mamma Mia. En la puerta de la tienda de comestibles de Sundha Singh, uno de los hermanos Singh conversaba locuazmente con un policía blanco.

El templo y la nueva mezquita. El club Liberal cerrado por reparaciones, graffiti en todas las superficies disponibles. Viva el Frente. Maten al Bastardo Frunt. Taller de arreglos de calzado Fugglestone.

Edwin contorneó a una mujer sikh con su indumentaria de vivos colores que la gabardina sólo ocultaba parcialmente. Sim lo siguió más o menos doce metros entre hombres y mujeres blancos que esperaban un autobús. Edwin habló por encima del hombro.

—Era distinto cuando yo vine, después de la guerra, ¿no es cierto? Londres no se nos echaba encima. El Green seguía siendo una zona verde de aldea.

—Si cerrabas un ojo, lo era. Ponsonby era el vicario. Dijiste que fue allí donde conociste a tu hombre.

—Quería ver las esculturas en madera del joven Steven. Irá a alguna parte… aunque no lejos. Pero ya es una consecuencia de utilizar el local como centro comunitario… también había una exposición de las fotos de insectos de no recuerdo cómo se llama… ya sabes a quién me refiero.

Fascinante. Oh sí. El Little Theatre Group estaba ensayando esa pieza de Sartre… ya sabes… A puerta cerrada… en el… el anexo norte…

—Querrás decir el crucero norte donde acostumbraban a reservar el sacramento.

—¡Por favor, Sim! ¡Eres un viejo retrógrado! ¡Si ni siquiera eras comulgante! Recuerda que de todos modos somos multirraciales y que todas las religiones son una.

—Trata de predicar eso en la mezquita.

—¿Qué es lo que oigo? ¿Acaso el Frente ha empezado a catequizarte?

—No seas obsceno. Ese hombre…

—Lo conocí precisamente donde… no, no fue allí. La pila estaba del otro lado. Pero se hallaba debajo de la ventana oeste, contemplando una de las viejas inscripciones.

—Epitafios.

—Yo enseño literatura, ya sabes. También me guío por los libros. La escuela se guía por ellos, al fin y al cabo. Ayer después de conocerlo recordé repentinamente cuando hablaba sobre las mismísimas Historias de Shakespeare… Santo cielo, ¡por eso fue que no se molestó en hacer imprimir sus obras! Verás, él lo sabía. Bueno, tenía que saberlo, ¿no crees?

—«Venus y Adonis». «La violación de Lucrecia». Sonetos, para ti.

—Un joven. La letra mata. ¿Quién lo dijo?

Lo encontraste impreso.

—Parte del tiempo lo pasamos callados. Quiero decir muy callados. Durante uno de estos silencios descubrí algo. Verás, el silencio era lacerado por el paso de esos horribles jets; y comprendí que si, si nosotros, o él, pudiéramos encontrar un lugar dotado de la virtud del silencio absoluto… ésa era la razón por la cual él estaba en el centro comunitario, creo. Buscando el silencio, desencantado, por supuesto. De modo que sólo hablábamos de cuando en cuando. O mejor dicho yo hablaba. ¿Alguna vez notaste que hablo mucho, que casi padezco de logorrea, o sea que hablo por hablar? Bueno, no era eso lo que hacía. No entonces.

—Me hablas de ti. No de él.

—¡Pero si de eso se trata! Parte del tiempo yo… bueno, hablaba Ursprache.

—¿Alemán?

—No seas… ¡Dios, qué afortunados eran aquellos antiguos filósofos y teólogos que hablaban latín! Pero lo olvidé. No era así. Era una especie de escritura… con un matiz diferente. Sim. Yo hablaba el lenguaje inocente del espíritu. El lenguaje del paraíso.

Edwin miraba de soslayo, desafiante y congestionado. Sim sintió que a él también le ardía la cara.

—Ya veo —murmuró—. Bueno…

—No, no ves. Y estás avergonzado. Yo tampoco veo y estoy avergonzado…

Edwin volvió a cubrirse las partes pudendas con los dos puños metidos en los bolsillos del abrigo. Habló con gran vehemencia:

—No es eso, ¿verdad? Un pésimo estilo, ¿verdad? Un poco metodista, ¿verdad? Propio de los arrabales, ¿verdad? Hablar en lenguas, eso es todo. Ahora que ha pasado el trance no puedo volver a experimentarlo. Sólo puedo recordarlo, ¿y qué es la memoria? ¡Sólo un fárrago inútil! Debería habérmelo bordado en la solapa de la americana, aquí, en alguna parte. Ahora los dos nos estamos sonrojando como un par de escolares traviesas a las que las hubieran sorprendido pronunciando una palabra soez. Si te la juegas, juégatela íntegra. A ti te gusta, Sim. Haz de cuenta que es una ciencia y te resultará más tolerable. Voy a describir ese recuerdo lo más exactamente… Pronuncié siete palabras. Fue una oración breve y la vi frente a mí como una figura luminosa y sacrosanta. Oh, lo había olvidado, hemos adoptado un criterio científico, ¿no es cierto? Lo de luminosa puede pasar. ¿Sacrosanta? Correcto, pues… el afecto fue el que en el lenguaje religioso se asocia generalmente con la palabra «Sacrosanto». Bueno. La luz no era de este mundo. Ahora ríete.

—No me río.

Caminaron un rato en silencio. Edwin llevaba la cabeza ladeada, a la defensiva y receloso. Golpeó con el hombro a un menudo eurasiático y se transformó en el Edwin sociable que siempre parecía más auténtico que cualquiera de los otros de su séquito privado.

—Lo siento mucho… qué torpeza imperdonable… está seguro… oh he procedido realmente muy mal. ¿No se ha lastimado? ¡Muchas gracias, muchísimas gracias! Buenos días. Sí. ¡Buenos días!

Entonces, después de desconectarse con igual premura, el Edwin que estaba a la defensiva volvió a mirar a Sim mientras caminaban.

—No. No creo que te rías. Gracias.

—¿Cuáles eran las palabras?

Sim vio, azorado, cómo una auténtica marejada roja subía por el cuello de Edwin, por su cara, por su frente compacta, y desaparecía bajo su pelo hirsuto pero gris. Edwin tragó saliva una vez y se vio cómo su prominente nuez de Adán subía y bajaba sobre la bufanda anudada. Tosió artificiosamente.

—No le recuerdo.

—Tú…

—Sólo conservo el recuerdo de que eran siete y el recuerdo de aquella configuración, imprecisa como era, pero ahora cristalizada… incolora, ahora ay…

—Has concebido una de las imágenes teosóficas de Annie Besant.

—¡Pero si se trata exactamente de eso! ¡Ésa es precisamente la diferencia! La he concebido o mejor dicho ha sido concebida… Nuestros gansos… han sido aquellos cuyas opiniones pensamos que serían útiles, cuyas filosofías, cuyas religiones, cuyas claves podían ser las que buscábamos; y las que se concretarían mañana o pasado mañana o el año siguiente en una inspiración… ¡la diferencia consiste en que esto era lo auténtico! ¡Era el mañana, el año subsiguiente! No necesito explicar, Sim, que no estoy buscando nada… Lo encontré, allí en el parque, sentado a mi lado. Él me lo dio.

—Ya veo.

—Me sentí un poco descorazonado cuando tú… te abatiste. Sí, me descorazoné.

—Lo siento, yo tuve la culpa. Fui descortés.

—Todo se compagina como corresponde. No creo que él se oponga a que un hombre tenga y lleve consigo la palabra escrita en lugar de la impresa… con, con la condición de que él la haya copiado personalmente…

—¿Lo dices en serio?

—Tú la escribirías personalmente y te la reservarías para ti… sabes, acabo de recordarlo. Se está compaginando. Él se llevó mi libro.

—¿Qué libro?

—Un libro encuadernado en rústica. Nada importante. Se lo llevó y se metió en la letrina pública y por supuesto cuando regresó… bueno, no me lo devolvió.

—Lo has olvidado. Como las siete palabras.

—Hay algo que sí que hizo, empero. Levantó una caja de cerillas y una piedra. Después equilibró con todo cuidado la caja de cerillas sobre el brazo del asiento con la piedra encima.

—¿Qué dijo?

—No tiene una boca destinada a hablar. Válgame Dios, ¿que he dicho? ¡Eso es! ¡No está destinado a hablar!

—¿Qué les sucedió a la caja de cerillas y a la piedra?

—No lo sé. Quizás están todavía allí. Quizá se cayeron. No miré.

—Estamos locos. Los dos.

—Él puede hablar, desde luego, porque dijo «sí». Estoy casi seguro de que dijo «Sí». Debe de haberlo dicho. En mi interior estoy absolutamente seguro de que dijo algunas cosas más. Sí, habló bastante acerca del «Secreto».

—¿Qué secreto, por el amor de Dios?

—¿Acaso no te lo expliqué? Eso es lo otro. Nada de palabras reproducidas. Nada de nombres permanentes para nada. Y nadie debe enterarse.

Sim se detuvo sobre el pavimento de modo que Edwin también tuvo que detenerse y volverse hacia él.

—¡Escucha, Edwin, esto ya es un disparate fantástico! Es una intriga masónica, un asunto de cenáculos, conspirativo… ¿acaso no entiendes? ¿No entiende él mismo? Podrías apostarte en High Street o en Market Place y hablar; podrías alzarte y gritar, podrías usar un megáfono, ¡y a nadie, absolutamente a nadie, le importaría un bledo! Los jets seguirían volando sobre tu cabeza, pasaría el tráfico, y ni los compradores ni los polizontes ni los críos ni nadie lo notaría siquiera. Pensarían que estás anunciando que el supermercado ha rebajado los precios cinco peniques. Cargamos con la maldición de nuestra propia trivialidad, de eso se trata… ¿Guardar el secreto? ¡Nunca en mi vida oí algo tan absurdo!

—Sin embargo… ya ves, te he traído hasta la verja del parque.

—Terminemos con esto.

Se detuvieron pocos metros después de haber traspuesto la verja, mientras Edwin giraba sobre los talones para mirar en torno. Grupos de niños jugaban de trecho en trecho. El guardián estaba a escasos metros de la letrina pública, observando aburrido a los chicos que entraban y salían corriendo o se llevaban los unos a los otros hasta allí.

Edwin descubrió con un gran sobresalto al hombre, que estaba detrás de ellos. Sim, que también se volvió, se encontró mirando de frente la cara del hombre. Su aspecto era un poco teatral, como si se dispusiera a representar un papel. Usaba un sombrero negro de ala ancha y un largo abrigo negro, en cuyos bolsillos tenía metidas las manos como Edwin tenía metidas las suyas en los del que él usaba. Tenía, comprobó Sim, la misma estatura que él, de manera que se miraban directamente a los ojos. Sin embargo el rostro del hombre era raro. La mitad derecha era más morena de lo que sería la tez de un europeo, pero no tanto como para catalogarlo como un hindú o paquistaní, y ciertamente no era negro, pues sus rasgos eran tan caucásicos como los de Edwin. Pero la mitad izquierda de su rostro era un rompecabezas. Daba la impresión —pensó Sim fugazmente— de sostener un espejo de mano que proyectaba un débil reflejo del día gris, brumoso, reduciendo en una o dos magnitudes el color de esa mitad. El ojo de ese lado era más pequeño que el del derecho y entonces Sim se dio cuenta de que el tono más claro no era producto de un reflejo sino de un cambio de piel. Hacía muchos años a ese hombre le habían practicado un injerto de piel que cubría la mayor parte de la mitad izquierda de su cara y que tal vez era la razón por la cual Edwin había dicho que su boca no estaba hecha para hablar, porque la piel mantenía esa mitad de la boca cerrada, así como mantenía el ojo casi cerrado, un ojo que, quizá, no había sido hecho para ver. Una franja de cabello renegrido se proyectaba por debajo del sombrero negro y todo en derredor y en el lado izquierdo había algo de color morado que asomaba entre una mata de pelo negro un poco más largo. Con una súbita convulsión del estómago Sim se dio cuenta de que ese algo era una oreja, o lo que quedaba de ella… una oreja que el cabello no terminaba de ocultar y que sugería sin duda que su origen se remontaba al episodio que había obligado a practicar el injerto de piel. Él no había esperado encontrarse nada menos que con esa deformidad. El solo hecho de verla le produjo un sobresalto. Su boca, que se había abierto en los prolegómenos de una manifestación de sociabilidad, permaneció abierta y no dijo nada. Esto tampoco fue necesario porque oyó que Edwin hablaba a borbotones junto a él, con ese tono particularmente potente, semejante a un rebuzno, que parodiaba el de un maestro y que tan a menudo suscitaba burlas a sus espaldas. Pero Sim no prestó atención a lo que decía Edwin. Su mirada era retenida por el ojo y medio del hombre y por su media boca que no parecía hecha para hablar y por la inmensa pesadumbre que parecía crisparla tanto como el tirón de la piel. Además, el hombre parecía recortarse contra el fondo, de manera que se convertía en el centro de la escena, aunque ello debía de ser una alucinación psicológica.

Con su mirada prisionera, Sim sintió que las palabras ascendían dentro de él, entraban en su garganta y brotaban contra su voluntad, evocadas, auténticas.

—Me inclino a pensar que todo esto es absurdo.

El ojo derecho del hombre pareció abrirse aún más, y fue como si un repentino destello de luz emanara de él. Cólera. Cólera y aflicción. Edwin respondió.

—¡Claro que no es lo que esperas! ¡La paradoja consiste en que si hubieras reflexionado un poco, Goodchild, te habrías dado cuenta de que no podía tratarse de lo que esperas!

Un jet particularmente estridente los sobrevoló rugiendo cada vez con más intensidad. En ese mismo momento High Street pareció invadida por una columna íntegra de monstruos articulados. Sim se llevó una mano al oído, más en actitud de protesta que con la esperanza de defenderse del ruido. Miró de soslayo. Edwin continuaba hablando, con su corta nariz levantada, con las mejillas congestionadas por la excitación. Eso sonaba como un salmo conminatorio, arrollador, triturante.

Sim sólo podía saber qué era lo que él mismo decía, porque eso lo llevaba dentro.

—¿En qué nos estamos metiendo?

Luego el jet se perdió y los monstruos se alejaron rechinando para doblar a la derecha y completar la circunvalación hasta la rampa de la autopista. Volvió a mirar en dirección al hombre y descubrió con un respingo de sorpresa que se había ido. Una multitud de conjeturas, la mayoría de ellas ridículas, se agolparon en su mente. Y entonces lo vio nuevamente, a diez metros de ellos y alejándose, con las manos metidas en los bolsillos del largo abrigo. Edwin lo seguía.

Caminaron así, los tres, en fila india por el camino principal de grava. Aflicción y cólera. Las dos tan mezcladas que se habían convertido en una única cualidad afianzada, en una fuerza. Las palabras parecieron encontrar una vez más su propia vía de desahogo rumbo a su garganta, como las burbujas en el interior de una botella, pero dado que el rostro del hombre estaba oculto más adelante consiguió retenerlas dentro.

Yo había esperado encontrarme con un Santón.

Edwin acortó el paso y se colocó a la par de él, como si hubieran compartido el mismo pensamiento.

—Sé que no es lo que uno esperaría encontrar. ¿Cómo te sientes?

De nuevo contra su voluntad, y cautelosamente…

—Me… interesa.

Se aproximaban a una zona donde jugaban los niños. Había columpios, un balancín, un tiovivo, un tobogán. A medida que se encaminaban hacia el centro del parque los ruidos callejeros —y entonces se oyó el súbito paso traqueteante de un tren— tendían a amortiguarse como si los árboles que circundaban el perímetro acallaran realmente los sonidos tal como obstaculizaban la visual. Sólo los jets zumbaban sobre sus cabezas, a razón de uno cada dos o tres minutos.

—¡Ahí! ¿Has visto?

Edwin había estirado la mano hacia el costado y había cogido la muñeca de Sim. Se habían detenido y miraban hacia adelante.

—¿Si he visto qué?

—¡Aquel balón!

Él hombre no había acortado el paso y se estaba alejando de ellos. Edwin volvió a tirar de la muñeca de Sim.

—¡Tienes que haberlo notado!

—¿Notado qué, por…?

Edwin empezó a explicar, como si le estuviera hablando a un alumno excepcionalmente lelo.

—El balón que pateó aquel crío. Rodó por la grava y le pasó a través de los pies.

—Qué tontería. Le pasó entre los pies.

—¡Te repito que le pasó a través de los pies!

—Fue una ilusión óptica. Yo también lo vi, sabes. ¡Le pasó entre ellos! Compórtate como una persona adulta, Edwin. Sólo falta que digas que ha levitado.

—¡Escucha, yo lo vi!

—Yo también. Y no fue así.

—Fue así.

Sim se echó a reír y después de un momento Edwin se permitió una sonrisa.

—Lo siento. Pero… mira. Tan claramente…

—Yo no. Porque si hubiera sido así… verás, Edwin, el… el milagro habría sido trivial. Más que trivial. ¿Qué habría cambiado si el balón lo hubiera golpeado y hubiese rebotado? ¿O si en verdad, como estoy seguro que ocurrió, le hubiera pasado entre los pies con inusitada precisión pero en condiciones igualmente posibles?

—No sé qué palabra emplear. Fue otra dimensión. Eso es todo.

—Un aderezo cientificista.

—Su existencia, hasta donde la he compartido… y esto es una cuestión de minutos… bueno, tal vez de horas… está saturada de… fenómenos de esta naturaleza.

—¿Por qué no está en un laboratorio con instrumentos de control?

—¡Porque tiene algo más importante que hacer!

—¿Más importante que la verdad?

—Sí. ¡Sí, si quieres expresarlo en esos términos!

—¿De qué se trata, entonces?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

Pero el hombre se había detenido junto a un banco colocado junto al borde del camino de grava. Sim y Edwin se detuvieron también, pocos metros antes de llegar al banco, y durante un momento Sim se sintió atrozmente ridículo. Porque ahora, sin ninguna duda, estaban siguiendo al hombre no como si éste fuera un hombre más sino como si se tratara de un animal o un pájaro raro con el que no existía ninguna posibilidad de comunicación humana pero cuya conducta o cuyo plumaje o piel revestía interés. Era absurdo, porque el hombre no era más que una especie de hombre, una de cuyas mitades había sufrido hacía muchos años una grave lesión y había sido imperfectamente reparada; y era un hombre que —todo esto Sim se lo dijo cada vez más reconfortado y cada vez más divertido— que estaba muy razonablemente disgustado por lo que la vida le había hecho.

Edwin había cesado de hablar y miraba en la misma dirección que el hombre. Había unos críos que jugaban dispersos, la mayoría de ellos varones, aunque por las orillas del grupo deambulaban una o dos niñas pequeñas. También había un hombre. Éste era un viejo flaco, aparentemente, pensó Sim, mayor que yo, el más anciano del parque, en esta mañana infantil, un vejestorio esmirriado, bastante encorvado, con una melena blanca y un antiguo traje de tela negra y blanca, un traje que tenía muchos, muchos más años que los niños, un traje de buena calidad, de demasiada buena calidad, uno de esos trajes que los caballeros se hacían confeccionar por encargo en los tiempos en que había caballeros y se usaba chaleco; y también con botines marrones, con polainas elásticas, pero sin abrigo en esa mañana infantil, junto con un rostro ansioso, un poco estólido… y el viejo jugaba al balón con los niños. El balón era grande, multicolor. Ese fulano viejo que quizás era un viejo caballero o sólo un hombre viejo se conservaba activo, flexible, y le arrojaba el balón a un crío, y éste se lo devolvía, y entonces se lo arrojaba a otro crío, y lo recibía de vuelta, y durante todo este tiempo se iba desplazando —se iba desplazando junto con los niños— hacia las letrinas, con una sonrisa ansiosa y rutilante en su cara delgada.

¿Qué es lo que veo?

Sim giró sobre los talones. El guardián del parque no estaba a la vista. Había, al fin y al cabo, muchos grupos de niños, y un solo hombre no puede estar en todas partes. Edwin tenía una expresión de indignación.

El anciano despidió violentamente la pelota con su botín lustroso, con una agilidad que los años no habían menoscabado mucho, y de su boca fina brotaron risas y risitas. El balón pasó por encima del crío, de todos los críos. El balón atravesó el aire y botó y llegó como si el viejo lo hubiera querido así, botando, botando, y el hombre vestido de negro alzó las manos y con ellas alzó el balón. El viejo, que reía y hacía señas, esperó la devolución del balón y el hombre vestido de negro esperó y los niños también. Entonces el viejo travesó el camino con una carrera felina, veloz y elástica, pero empezó a frenarse y a dejar de sonreír e incluso a dejar de resollar y se encorvó un poco, muy poco, y los inspeccionó a todos por turno. Nadie dijo nada y los críos siguieron esperando.

El viejo retrajo el mentón y escudriñó al hombre desde abajo de sus pobladas cejas blancas. Era un viejo pulcro, anormalmente pulcro dentro de su traje, por muy raído que éste estuviera. Su voz denotaba una educación refinada.

—Se trata de mi balón, si no me equivoco, caballeros.

Todos siguieron callados. El viejo volvió a soltar su risita tonta, ansiosa.

—¡Virginibus puerisque!

El hombre vestido de negro retenía el balón contra el pecho y miraba al viejo por encima de aquél. Sim sólo veía la mitad ilesa de su rostro, el ojo y la oreja sanos. Sus facciones habían sido regulares, incluso atractivas.

El viejo volvió a hablar.

—Si ustedes caballeros están relacionados con el ministerio de la Gobernación, entonces sólo puedo asegurarles que este balón es mío y que los hombrecillos que se encuentran a mis espaldas están indemnes. Para decirlo claramente, ustedes no tienen nada contra mí. Así que por favor, devuélvame mi pelota y váyanse.

El que habló fue Sim.

—¡Lo conozco! ¡Hace muchos años… en mi tienda! Los libros infantiles…

El viejo se quedó mirándolo.

—Oh, ¿de modo que éste es un encuentro de viejos conocidos, eh? ¿Su tienda? Bueno, permita que le informe, señor, que últimamente pagamos al contado, sin conceder ni recibir crédito. ¡Yo pagué! ¡Oh, sí! ¡Vaya si pagué! No por eso sino por la vida, sabe. ¿No me entiende, verdad? Pregúnteselo al señor Bell, aquí presente. Él lo ha traído. Pero he pagado así que ninguno de ustedes tiene por qué importunarme. ¡Déme ese balón! ¡Yo lo compré!

Algo le estaba sucediendo al hombre vestido de negro. Era una especie de convulsión lenta, que estremeció el balón apretado contra su pecho. Su boca se abrió.

—¡Señor Pedigree!

El viejo se sobresaltó. Miró el rostro deforme, lo escudriñó, con la cabeza inclinada como si pudiera espiar debajo de la piel blanca del lado izquierdo, lo inspeccionó de hito en hito, desde la boca crispada hasta la oreja de ese lado, aún tan poco oculta. La mirada se cargó de odio.

—¡Y a ti también te conozco, Matty Woodrave! … hace tantos años, el que no vino y tuvo la desfachatez, la crueldad, el descaro… ¡Oh, claro que te conozco! ¡Dame ese balón! No me queda nada pero… ¡Tuviste la culpa de todo!

Otra vez la convulsión, pero esta vez con la aflicción y la cólera expresadas en términos audibles…

—Lo sé.

—¿Lo han oído? ¡Ustedes son mis testigos, caballeros, les exijo que lo sean! ¿Han visto? Una vida perdida, una vida que podría haber sido tan… tan bella…

—No.

La palabra fue pronunciada en voz baja, y rechinó como si procediera de un lugar que no estaba acostumbrado al habla. El viejo soltó una especie de rugido.

—¡Quiero mi balón! ¡Quiero mi balón!

Pero la actitud del hombre apostado frente a él, que retenía el balón con tanta fuerza contra su pecho revestido de negro, era de negación. El viejo volvió a rugir. Miró en torno y gritó como si lo hubieran pinchado; porque los niños habían echado a correr o se habían alejado mansamente y se habían mezclado con los otros grupos que jugaban por el parque. El viejo se disparó hacia el tramo de césped vacío.

—¡Tommy! ¡Phil! ¡Andy!

El hombre vestido de negro se volvió hacia Sim y lo miró por encima del balón. Se lo tendió muy solemnemente con ambas manos y Sim comprendió que debía recibirlo con igual solemnidad. Incluso hizo una ligera reverencia mientras tomaba el balón entre las dos manos. El hombre vestido de negro dio media vuelta y echó a andar detrás del viejo. Como si supiera que ellos habían dado el primer paso para seguirlo, les hizo de soslayo un ademán admonitorio, sin mirar hacia atrás. No me sigan.

Lo vieron atravesar el césped hasta desaparecer detrás de la letrina. Sim se volvió hacia Edwin.

—¿Qué significa todo esto?

—Por lo menos hay una parte que está clara. El viejo. Su nombre es Pedigree.

—Fue lo que dije, ¿no es cierto? Acostumbraba a robar en mi tienda. Libros infantiles.

—¿Lo denunciaste?

—Le amenacé para que se fuera. Lo comprendí. Quería los libros para usarlos como señuelo, ese viejo… ese viejo…

—Si no fuera por la gracia de Dios, ése podría haber sido yo.

—No seas fariseo. Nunca se te ocurrió salir a acosar niños, y a mí tampoco.

—Ha pasado mucho tiempo allí.

—Disfruta de su penique como cualquier hijo de vecino.

—A menos que esté en apuros con el viejo.

—Es un asunto particularmente aborrecible. Ojalá no volvamos a verlo.

—¿A quién?

—Al viejo. ¿Cómo has dicho que se llama? ¿Pettifer?

—Pedigree.

—Pedigree, pues. Repulsivo.

—Quizá será mejor que vaya a echar un vistazo…

—¿A qué?

—Podría estar…

Edwin trotó por el césped en dirección a la letrina. Sim esperó, sintiéndose no sólo ridículo sino también asqueado, como si el balón fuera un elemento contaminante. Se preguntó qué debía hacer con él, y el recuerdo del viejo pulcro con su infecto apetito lo hizo crispar por dentro.

Encaminó su mente hacia imágenes auténticamente limpias y dulces, y evocó a las niñitas Stanhope. ¡Qué delicadas habían sido y qué bien se comportaban! Qué deleite había sido verlas crecer, porque aunque se tornaran maravillosamente núbiles nunca podían desprenderse de esa exquisitez realmente feérica de la infancia, una belleza capaz de hacerte llorar… y por supuesto no habían cuajado en lo que debían cuajar pero la culpa de esto era tanto de Stanhope como de ellas mismas y Sophy era tan bonita y tan cordial… buenos días señor Goodchild, ¿cómo se encuentra la señora Goodchild? Sí, así es, ¿no le parece? ¡No había ninguna duda de ello: las mellizas Stanhope refulgían en Greenfield como una luminaria!

Edwin ya volvía.

—No está. Ha desaparecido.

—Querrás decir que se ha ido. No exageres. Entre los laureles hay una verja que conduce a la calle.

—Han desaparecido los dos.

—¿Qué debo hacer con este balón?

—Será mejor que lo conserves. Volveremos a verlo.

—Es hora de que me vaya.

Caminaron juntos por el sendero de grava, pero no habían recorrido cincuenta metros cuando Edwin se detuvo y lo detuvo a él.

—Fue aproximadamente aquí.

—¿A qué te refieres?

—¿No lo recuerdas? A lo que vi.

—Y yo no.

Pero Edwin no lo escuchaba. Se le había aflojado la mandíbula.

—¡Sim! Ahora lo entiendo. Oh, sí, ¡todo concuerda! Estoy a un paso más cerca de comprender perfectamente… si no lo que él es… sí cómo actúa, lo que está haciendo… Ese balón que lo atravesó o lo contorneó… Él lo dejó pasar. Sabía que no era el balón señalado.