11

Estacionaron el auto donde el sendero techado por el follaje conducía a la cresta de las colinas. Echaron a andar cuesta arriba y descubrieron que el viejo camino que recorría la cima estaba desierto y barrido por el viento. Las nubes se alternaban con el sol radiante, como en las imágenes de una película, sobre las ondulaciones verdes y el horizonte teñido de índigo. Nada se movía, excepto las nubes. Incluso las ovejas parecían preferir la inmovilidad.

Un kilómetro y medio más adelante las colinas se empinaban hasta una cumbre rosa. El sendero cruzaba la cumbre y después seguía adelante, de loma en loma, hasta perderse de vista en el corazón remoto de la comarca. Sophy se detuvo enseguida.

—Espera un minuto.

Gerry se volvió hacia ella, sonriendo. Tenía la tez coloreada y el cabello le caía sobre la frente. Sophy pensó, mareada, mientras recuperaba el aliento, que nunca le había parecido tan bello.

—¿Así que no eres una caminante nata, verdad, amada mía?

—Tus piernas son más largas.

—Algunas personas lo consideran una diversión.

—Yo no. Me pregunto por qué lo consideran así.

—Los encantos de la naturaleza. Tú eres un encanto de la naturaleza y por ello…

Sophy se zafó de sus brazos.

—Hemos venido a trabajar. ¿No puedes metértelo en la cabeza?

Siguieron caminando, el uno a la par del otro, como dos turistas. Gerry señaló un monolito de hormigón construido en la cima.

—Ésa es la base de una triangulación.

—Lo sé.

Él la miró sorprendido. Pero desplegó un mapa.

—Lo abriremos sobre la placa y miraremos en torno.

—¿Por qué?

—Por puro placer. Todos lo hacen.

—¿Por qué?

—En realidad yo me estoy divirtiendo mucho, ¿sabes? Esto me remonta a los tiempos del «¡A la carga, muchachos!», y cosas parecidas.

—¿Qué es lo que vemos en torno?

—Podemos identificar seis condados.

—¿De veras?

—Es lo que se hace siempre. El identificar condados es una gran tradición británica. No te preocupes, cariño, no seré cargoso. ¿Notas algo en el aire?

—¿Debería notarlo?

—¡Pero si han escrito libros y libros al respecto! —Y erguido junto al pilar de hormigón, con la cabellera y el mapa flameando al viento, empezó a cantar—: «Dame la vida que quiero…».

Un ramalazo de furia sacudió a Sophy desde muy adentro.

—¡Por el amor de Dios, Gerry! ¿No sabes quién…? —Se contuvo y continuó apresuradamente—: Estoy nerviosa. ¿No te das cuenta? No sabes lo que es ser… Lo siento.

—Muy bien. Escucha, Sophy. Esto no resultará, ¿verdad?

—Tú lo dijiste. Tú accediste.

—Una exploración.

Se miraron por encima del monolito. A Sophy le pareció que algo, tal vez el aire, le traía a él el recuerdo de otros lugares y otras personas. Estaba firme y echado hacia atrás casi como si se dispusiera a… huir.

El hombre de la furgoneta. Mi voluntad es más fuerte que la de él.

—Gerry, cariño. No nos hemos comprometido a nada. Pero ya hemos dedicado tres días a este trabajo. Sabemos que utiliza la senda y que tropezaremos con él por casualidad. Tomaremos contacto, eso es todo. Después discutiremos.

Él siguió mirándola desde abajo de su cabellera agitada por el viento.

—Una cosa por vez.

Ella contorneó el monolito y le estrujó el brazo.

—Ahora, topógrafo, ¿dónde está eso?

—La senda baja desde aquí… ¿ves la línea de puntos? Allí abajo está lo que viste ayer desde el otro lado del valle. Él sube con los chicos a lo largo de la línea de puntos, hacia nosotros, y después gira a la izquierda y describe una vuelta en dirección contraria. Una saludable carrera por la campiña.

—De acuerdo. Vamos.

La senda bajaba bordeando una alambrada que parecía internarse sin solución de continuidad entre unas arboledas situadas en el fondo del valle. Sophy señaló un conjunto de tejados grises.

—Hélo ahí.

—Ayer estuvimos del otro lado, donde se encuentran los árboles.

—¡Y allí están ellos!

—Jesús, es cierto. A la hora exacta. Y allí está él. Lo reconozco a más de un kilómetro de distancia. Bueno. Está a más de un kilómetro o a la distancia justa. ¿Ves cómo levanta las piernas? Sígueme.

Los chicos salían de la hondonada con sus tejados de plomo entrevistos. Era una fila de figuras rojas que andaban a los saltos, niños vestidos con una suerte de uniforme deportivo rojo, y una figura roja más grande que brincaba detrás de ellos. La fila íntegra trotó cuesta arriba y la figura roja que iba atrás se convirtió en un joven musculoso, con un chándal escarlata, que levantaba exageradamente las rodillas y que de vez en cuando les gritaba a los niños que lo precedían. Gerry y Sophy se detuvieron y los niños pasaron de largo, a la carrera, mirándolos y sonriendo. El joven también se detuvo con los ojos muy abiertos.

—¡Gerry!

—¡Fido… te vimos en la tele!

El joven al que llamaban Fido soltó un rugido que frenó a los chicos. Él y Gerry se palmearon recíprocamente la espalda, se manotearon las costillas e intercambiaron bromas. Gerry presentó a Fido. Éste era, o había sido, el teniente Masterman, pero se apresuró a informar que respondía al nombre de Fido o Guau Guau o Chucho, pero sobre todo Fido.

—Incluso los chicos —exclamó con aire triunfal—. Todos me llaman Fido.

Aunque Fido era sólo de estatura media estaba espléndidamente desarrollado. Tenía menos cabeza que cara y sus facciones estaban curtidas por la intemperie. Sophy sabía, por lo que le había dicho Gerry, que Fido había levantado pesas para ensanchar su tórax, había saltado asiduamente en el trampolín para fortalecer sus piernas y había realizado proezas escalofriantes en cualquier farallón rocoso que tuviera a su alcance para perfeccionar su sentido del equilibrio. Su cabello era oscuro y rizado, su frente era baja y su actitud era impasible.

—Fido es un atleta nacional —afirmó Gerry, con algo que Sophy identificó como malicia—. Nunca imaginarías su impulso.

—¿Impulso?

—En el levantamiento de pesas. ¿Sabes cuál es su promedio?

—Seguramente es extraordinario —exclamó Sophy, inclinándose hacia Fido—. ¡Debe de ser maravilloso poder levantar tanto peso!

Fido admitió que sí, era bastante maravilloso. Sophy exhaló un poco de perfume hacia él y dejó que todos sus contornos se expandieran en su dirección. Hubo una dilatación mutua de pupilas. Los ojos de Fido eran relativamente pequeños y la dilatación los favoreció. Les dijo a los niños que se quedaran donde estaban pero que saltaran un poco. Gerry explicó que habían descubierto el nombre de la escuela en el mapa y que como habían visto a Fido en la tele habían pensado que quizá podrían ir a buscarlo… ¡y ahí lo tenían!

—Manténganse en forma, chicos —gritó Fido—. Enseguida nos iremos.

—Usted debe de ser un ejemplo para ellos, señor Masterman.

—Fido, por favor. Me acerco cuando me silban, como los chuchos.

Bailoteó un poco, lanzó unos puñetazos al aire y después profirió una risa explosiva que en realidad sonó como un alarido. A continuación dijo que ella podría silbarle cuando se le antojara y que él acudiría con mucho gusto.

Gerry lo interrumpió.

—¿Cómo marcha el trabajo, entonces, Fido?

—¿La enseñanza? Bueno, como ves me mantengo en buenas condiciones. Hago muchos ejercicios como éstos. Desde luego, no es lo mismo que correr sistemáticamente. A estos hombrecillos no puedes exigirles demasiado. Así que casi todos los días levanto pesas. Además… —Miró en torno cautelosamente e inspeccionó las colinas, donde no había más que ovejas y niños—. Tengo que vigilarlos con mucha atención, sabes.

Sophy gorjeó.

—¡Oh, Fido! Estás anclado aquí en el fin del mundo.

Él se inclinó hacia Sophy, estiró la mano para tomarla por el brazo, y después lo pensó mejor.

—De eso se trata, precisamente. ¿Ven a ese chiquillo? No… que no se dé cuenta de que lo están mirando. Sean sutiles como yo. Por el rabillo del ojo.

Sophy miró. Los críos eran sólo críos, ni más ni menos, si bien tres de ellos eran negros y dos eran morenos. La mayoría tenía el habitual tinte blancuzco.

—¿El que está aporreando al negro?

—¡Cuidado! ¡Tiene sangre real!

—¡Pero Fido, qué emocionante!

Sus padres son personas muy simpáticas, Sophy. Claro que no vienen a menudo juntos, aquí. Pero ella me habló verdaderamente, saben. Me dijo: «Desarróllelo bien, señor Masterman». Tiene una memoria fabulosa para los nombres. Ambos la tienen. Él sigue el levantamiento de pesas con mucho interés, sabe. Me dijo: «¿Cuál cree que será su límite en el primer impulso?». Les digo que mientras tengamos gente así…

Gerry le dio un golpecito en el hombro y lo apartó del único objeto de su atención.

—¿Tienes otro empleo, además de las prácticas docentes?

—Yo no digo nada, ¿verdad? Los hombrecillos no lo saben, verás. Pero es una gran responsabilidad… vaya, por Dios, el crío que su pequeña alteza estaba machacando… y fíjense por ejemplo en ese chiquillo moreno… es hijo de un jeque petrolero. Debo llamarlo príncipe, aunque por supuesto no es lo mismo. Su situación se parece más a la de un hacendado que hubiera tenido una racha de suerte mientras acechaba ciervos o algo por el estilo. Su padre podría comprar este país.

—Espero que lo haya hecho —exclamó Gerry con inusitada vehemencia—. Ningún otro lo haría.

—¿Esto significa que su padre es verdaderamente rico, Fido?

—Miles de millones. Bueno. No debo dejar que se enfríe este viejo glúteo. Sophy, ustedes dos… alrededor de las cuatro dispondré de un rato. ¿Té en el pueblo? ¿Con bollos? ¿Repostería casera?

Sophy aceptó antes de que Gerry pudiera contestar.

—¡Bárbaro, Fido!

—En el Copper Kettle, entonces. Dentro de aproximadamente media hora, hasta luego.

—Estaremos allí.

Fido expandió por última vez su pupila en homenaje a ella y después se alejó brincando por la senda. Arreó a los críos y ladró como un perro empeñado en martirizar a las vacas. Los chiquillos respondieron con mugidos y alaridos de risa. Sin duda, Fido era popular. Sophy lo siguió con la mirada.

—¿Pasan realmente su tiempo levantando pesas?

—Por el amor de Dios, los has visto en la tele.

—Claro que sí.

—Cariño, no eres moderna.

Sophy se dio cuenta de que aunque tenían almas gemelas, él estaba irritado por el intercambio de dilataciones de pupila, y esto la regocijó y la complació.

—No seas bobo, Gerry. No podría haber salido mejor.

—Había olvidado que era tan estólido. Jesús.

—Él nos abrirá las puertas.

—Te las abrirá a ti, querrás decir.

—Tú accediste.

—Sólo ahora empiezo a descubrir dónde nos hemos metido. Ya oíste lo que dijo. ¡Volcarán todas sus fuerzas aquí, absolutamente todas! Es probable que nos hayan filmado ya.

—No lo creo —se aproximó más a él—. ¿No sabes hacerte invisible, verdad?

—Soy un soldado. Procura encontrarme cuando resuelvo esconderme.

—No se trata sólo de esconderse. Hace tres días que lo sé. Somos invisibles. No, no por un sortilegio u otro… aunque tal vez… sino a pesar de todo; no por un sortilegio, sino sólo porque. Porque él está aquí y tú lo conoces. Porque yo puedo… manipularlo… En ocasiones se producen coincidencias; pero a veces el ordenamiento de las cosas es… deliberado. Yo lo sé.

—Pues yo no.

—Cuando trabajaba en la agencia de viajes consultaba muchas tablas y cosas, y fechas y números. Los entiendo. Realmente los entiendo, verás, como Papá entiende su ajedrez y todo eso. No estoy acostumbrada a traducir estos conocimientos en palabras. Quizá no resultará, de todos modos. Escucha. Esos números. La chica que trabajaba allí cuando llegué yo. Bueno. Era una rubia tonta. Y despampanante, además. El gerente sabía elegirlas. La chica no entendía mucho de negocios, ¿pero qué motivos tenía él para preocuparse? Se te habrían saltado los ojos de las órbitas si la hubieras visto, cariño. Pero ella, ella sí que era lela. ¿Sabes? ¡Solía usar las tablas para calcular el diez por ciento de una factura!

—Es lo correcto. A mucha gente le gusta.

—Lo que quiero decir es esto. Debía asentar una fecha y se trataba del séptimo día del séptimo mes del año setenta y siete, de modo que resultaba ser siete, barra, siete, barra, siete, siete. Bueno. Alice escribía la fecha, la miraba con sus grandes ojos azules saltones, profería su risa estúpida, ésa que según el gerente sonaba como el gorjeo de un pájaro, que por algo era un tipo calentón, incapaz de tener las manos quietas, y decía, Alice: «Qué coincidencia, ¿verdad?».

Gerry se volvió y echó a andar paralelamente a la alambrada.

—Y lo era.

—Pero…

Sophy corrió tras él, lo cogió por el brazo y lo hizo girar de un tirón.

—Es que no entiendes, querido, mi… mi tesoro… ¡no lo era! Las coincidencias nacen de… la confusión, del montón, de la oscuridad, y no sabes cómo… Pero esos cuatro sietes… ¡podías verlos venir y despedirte de ellos! Formaban parte del sistema… en cambio las coincidencias… más que coincidencias…

—¡Válgame Dios, Sophy! No sé de qué hablas.

—Todo se está desgastando. Se está devanando. No somos más que… embrollos. Todo es sólo un embrollo que se desmañara poco a poco para transformarse en algo cada vez más sencillo… y nosotros podemos facilitar la operación. Participar en ella.

—Eres religiosa. O estás entre la espada y la pared.

—Ser bueno es otro embrollo. ¿Por qué molestarse? Acomódate a la simplificación que se produce de todos modos y entretanto toma lo que puedas. Lo que desea, la oscuridad, es que dejes caer el peso, que quites el freno…

Una verdad afloró en su mente. El camino a la simplicidad pasa por la abominación. Pero sabía que él no entendería.

—Es como el colapso del sexo.

—¡El sexo, el sexo, no hay nada como el sexo! ¡El sexo para siempre!

—Oh, sí, sí. Pero no en el sentido en que tú lo dices… sino en el sentido propio de todas las cosas, las largas, largas convulsiones, los nudos que se desatan, las palpitaciones y el tiempo y el espacio que se desenredan sin cesar, sin cesar, sin cesar, hasta llegar a la nada…

Y ella estaba allí; estaba allí sin el transistor y podía oírse a sí misma o podía oír a alguien en medio del silbido y la crepitación y el rugido, la incipiente antiorquesta de los espacios tenebrosos.

—Sin cesar, sin cesar, una ola que se hincha detrás de otra, que se expande, que se precipita, se precipita, se precipita…

Los tejados de plomo de la escuela volvieron a entrar en foco y después se desenfocaron cuando ella escudriñó el rostro preocupado de Gerry.

—¡Sophy! ¡Sophy! ¿Me oyes?

Ésta era la razón por la cual el inmenso cuerpo donde ella residía era sacudido hacia atrás y adelante, y se daba a conocer ahora como un cuerpo de mujer y unas manos de hombre que lo zarandeaban por los hombros.

—¡Sophy!

Ella le contestó con unos labios que apenas podían moverse.

—¿Puedes esperar un momento? Le hablaba a… de… yo era alguien…

Las manos de él se inmovilizaron pero la retuvieron.

—Entonces sosiégate. ¿Estás mejor?

—No me pasa nada malo. —Mientras las palabras brotaban de su boca tomó conciencia de lo ridículos que eran y se echó a reír—. ¡No me pasa absolutamente nada malo!

—Necesitamos beber algo. Dios mío, fue como… ¡No sé describirlo!

—¡Eres tan espabilado, cariño!

Él le escrutaba atentamente el rostro.

—No me gustó nada, mi alma. Fue condenadamente truculento, te lo aseguro.

Con esto hubo una luz radiante, sol, brisa, colinas, una fecha y un lugar conocidos.

—¿Cómo lo definiste?

—Por un momento estuve muy preocupado.

—¿Has dicho «truculento»?

Todo se compaginó. Se sintió poderosa.

—Dijiste que este lugar estaba rodeado de guardias y que nos filmaban. Pero vivimos en una época especial. Claro que vienen. No se trata de que no puedan vernos. Se trata de que no nos ven. Cuando era pequeña… Es la maraña que se devana, que se ordena, que resbala y se desliza. Hay que ser simple. Eso es lo que vale.

—Empiezo a comprender que eres una excéntrica. No estoy seguro de que debamos proseguir. Hay cosas que sencillamente no…

—Proseguiremos. Ya verás.

—No si me opongo. Aquí mando yo.

—Por supuesto, cariño.

—Proseguiré hasta donde sea… posible. Cuando lleguemos a lo imposible nos detendremos. ¿Entiendes?

Ella lo miró con una sonrisa especialmente radiante y lo besó con actitud protectora. Él le tomó la mano y bajaron en silencio andando en paralelo a la alambrada. Dos enamorados que paseaban.

El Copper Kettle estaba vacío con excepción de su falso mobiliario del siglo XVIII y de las guarniciones de arreos igualmente falsos. Se sentaron allí, bajo la mirada indiferente de una chica de aspecto cretino, y esperaron a Fido. Éste llegó muy agitado. Gerry siguió el juego, fingiendo chisporroteos de celos al principio divertidos; aunque después, notó ella, no se conformó con fingir. Enseguida Fido se puso a ladrar. Había traído fotos consigo. En una de ellas aparecía recibiendo una medalla en un estrado. Sophy notó con sorpresa que no había ganado la competición sino que había quedado tercero. Alentado por el vehemente interés que ella manifestaba por sus actividades, sacó del bolsillo interior de la americana una colección de fotos y se las mostró. Ahí estaba Fido, una masa de músculos y tendones brillantes, levantando pesas. Ahí estaba Fido escalando rocas y suspendido en el aire, sonriendo sobre un temible precipicio. Ahí estaba Fido en el trampolín, fotografiado cabeza abajo en pleno salto.

Cuando Sophy confesó con tono provocativo que alimentaba algunas dudas acerca de la importancia de todas estas actividades, Fido sencillamente no entendió a qué se refería. ¿Quería decir que eran peligrosas? Quizá las chicas pensaban que…

Sophy no dejó escapar la oportunidad.

—¡Oh, pero si debe ser terriblemente peligroso!

Fido reflexionó.

—Una vez me despeñé mientras escalaba.

Gerry habló agresivamente desde el lugar donde lo habían arrumbado.

—¿No fue cuando caíste de cabeza?

Fido respondió con un catálogo preciso de sus lesiones. Sophy lo interrumpió, esperando poder disimular sus risitas.

—¡Oh, pero si no es justo! ¿Por qué nosotras no podemos…?

Gerry se rió sin contemplaciones.

—¡Tú! ¡Jesús!

Pero Fido ya estaba enumerando aquellos deportes en los que le parecía que podían participar las mujeres.

—Y el croquet —anotó Gerry—. No olvides el croquet.

Fido dijo que no lo olvidaría, y sus pupilas dilatadas miraron seductoramente a Sophy. Después del té recorrió con ellos parte del trayecto hasta el autocar que los llevaría al coche de Gerry. Los invitó insistentemente a volver, y su única hipocresía consistió en dirigirse sólo a Gerry.

Sophy se despidió de Fido con un beso que lo hizo ladrar de nuevo, y le legó su aroma. Cuando por fin estuvieron solos en el coche, Gerry la miró con una expresión que era mitad de cólera y mitad de admiración.

—Casi te montaste sobre su bragueta. ¡Jesús!

—Podría resultarnos útil. Incluso es posible que colabore con nosotros.

—No seas ingenua, querida. Tal vez eres fatal pero no puedes hacer milagros.

—¿Por qué no?

—Crees ser un fenómeno histórico, ¿no es cierto?

—No sé nada de historia.

Gerry hizo rugir el motor ferozmente.

—No hace falta. Basta con el instinto de puta.

Después de esto permaneció callado y Sophy sopesó la conducta de él. Era, comprendió, peculiarmente masculina. Gerry, que le había sugerido con toda tranquilidad que se mantuviera ella y lo mantuviera a él, explotando a los hombres, y que lo había sugerido en serio, sin duda alguna, se enfurecía porque trataba de engatusar al ridículo Fido. Cavilando al respecto descubrió que todo se explicaba por la necesidad de ver que tenían los hombres. Los posibles clientes eran seres anónimos. Pero Gerry conocía a Fido.

Dos días más tarde recibieron una carta de Fido en la que éste reiteraba su invitación. Gerry se declaró partidario de no hacerle caso: debían de haber estado locos. Cuando Sophy respondió que quería reflexionar, vio que Gerry interpretaba esto como si hubiera dicho: «No quiero hacer nada». La palmeó, se saturó de píldoras y se fue con Bill para organizar un trabajo. Sophy le telefoneó a Fido desde una cabina. Le dijo que no creía que ella y Gerry pudieran ir. Cuando Fido la interrogó insistentemente, confesó que le parecía que no estaban a gusto juntos y que Gerry se había mostrado… bueno, no difícil pero sí pensativo. Ella no soportaba la idea de destruir así una vieja amistad. ¡No! Por su parte, nada la habría complacido más. En verdad…

Se negó a ser más explícita. Pero entonces oyó a lo largo de muchos kilómetros de cable cómo Fido ladraba para demostrar que se le había ocurrido una idea brillante. Le invitó a un local del sur de Londres donde ella podría verlo levantar pesas y después discutirían la situación.

La competición de levantamiento de pesas, en la que Fido ganó el premio de su categoría, le resultó tan divertida que ello casi compensó el hedor ubicado. Después Fido le confesó, mientras respiraba agitadamente, que la encontraba excepcionalmente deseable. Ella esperó el señuelo, que asumió la forma de una invitación a visitar la escuela el día en que ésta abría sus puertas a los padres. Sophy, que había esperado una propuesta directa, pensó que ese ardid era tan cómico como el levantamiento de pesas.

—No soy una madre ni un padre.

Fido le explicó que ése era el día en que los padres verificaban cómo él había convertido a sus hijos en unos hombrecillos ágiles. Sophy se dejó persuadir y empezó a sospechar que cuando le hiciera la propuesta concreta ésta podría ser de naturaleza moral. Casada… ¡con un levantador de pesas! Sin duda, Fido pensó que cuando perdiera de vista a Gerry también lo olvidaría. Escuchó cómo él le narraba su vida, con una suerte de inocencia egocéntrica: la fortuna de su abuela, y esa intimidad con la realeza que para él tenía tanta importancia, insinuando que algún día tal vez podría presentarla a toda la familia real, o a uno de sus miembros, si ella accedía a acompañarlo.

—Ojo que no te prometo nada —agregó—. Sólo podré presentarte si me lo ordenan.

De modo que ella concurrió a la escuela el día de los padres, conspicuamente inconspicua con un vestido de algodón y un sombrero de paja. No estaba presente ningún miembro de la realeza, lo cual afligió mucho a Fido, que sólo se alegró cuando cambió algunas palabras con Lord Mountstephen y con el marqués de Fordingbridge. Sophy inspeccionó la habitación de Fido y descubrió que parecía un anexo del gimnasio, si se exceptuaban las hileras de fotografías. Ella ya sabía que cualquier tentativa de ganarse la complicidad de Fido sería inútil. No porque a él pudiera parecerle incorrecto. Lo consideraría peligroso no en un sentido que no se aplicaba al hecho de escalar farallones. Ésa no era su especialidad. Tampoco existía ningún futuro para su amante o su esposa. La oferta de compañía y sexo que le hiciera Fido se limitaría a lo inevitable entre una competición y la siguiente. El sexo consistía en una utilización rápida del cuerpo, sana cuando se tomaba con moderación. El único destino adicional que se le ocurría darle a una mujer era como espectadora de su perfección física. El más viril de los hombres… ¡Cuán estrechas eran sus caderas, cuán comprimidas estaban detrás de él las duras protuberancias del culo! ¡Cuán anchos eran sus hombros y resplandeciente su tez! Era tan narcisista como una mujer o como un niño bonito. Disfrutaba más de la belleza de su carne que Sophy de la suya. Ella tenía todo esto, incluso mientras él la rodeaba con los brazos, y la banda escolar de tambores y pífanos atronaba en el campo de juego frente a la ventana y los padres estivales recorrían las diversas exhibiciones. Sin embargo, permitió que la poseyera sobre su angosta cama de soltero, y el ejercicio fue apenas un poco menos tedioso que el de resistirlo. Pero él aún le reservaba otra sorpresa: cuando hubo terminado le anunció que estaban comprometidos. En el trayecto de regreso a Londres a ella le pareció cada vez más increíble que esos valiosos críos estuvieran tan discrecionalmente a merced de la inspección desde el momento en que te asociabas al club peculiar que los circundaba. Pero, pensó para sí misma… ¡es simple… estoy dentro!

El fulano de Daisy salió de la cárcel así que Bill tuvo que largarse deprisa. Fue a contarles lo ocurrido, y los tres aprovecharon la oportunidad para celebrar un consejo de guerra en la habitación desaliñada y mugrienta de Gerry que ellos catalogaban como su apartamento. El último golpe había sido un fiasco: mucho peligro y poco dinero. Los dos hombres se sentían propensos a escuchar a Sophy aunque sólo fuera en aras de una pequeña fantasía inofensiva. Pero cuando ella empezó a describir la escuela y a sugerir rutas, Gerry la palmeó como si ella misma fuera una criatura.

—Sophy, tal como he dicho, ellos dispondrán de artefactos en los que no se te ocurriría pensar. Por ejemplo. Caminas por un sendero. Un helicóptero equipado con uno de estos dispositivos podría seguirte media hora después de que hubieses pasado sólo por el calor insignificante que habrían dejado tus pisadas. Si te escondieras en un bosque te descubrirían por el delicioso calor, yum, yum, de tu cuerpo. En la pantalla aparecerías como un incendio.

—Tiene razón, ¿sabes? Hay que ser prudente.

—Planeemos un asalto a un banco, alma mía. Eso es jugar con la muerte, pero sin caer en la locura total.

—¿Acaso no entienden que esto es una novedad? ¿Y a quién le importan los artefactos? Una vez que lo tengamos… Fido me enseñó la topografía del lugar. Yo puedo encontrar lo que se nos antoje. Cualquier cosa. Eso se llama poder. Me presentó a la esposa del director. Ya saben, tienen una opinión tremendamente buena de Papá, el último de los mohicanos y todo eso… el último de su linaje quiero decir, Bill, pero no importa. Y después de todo, quiero decir… ¡el ajedrez!

—Ninguno de ellos te lo diría todo, señorita. Siempre hay algo más. Él ni siquiera lo sabría.

—Yo no podría haberlo expresado mejor, viejo. La artillería de apoyo. Piensas que ya estás a salvo y entonces, ¡pam! Caen todos. Además… son malas compañías.

—Escucha, Gerry. Es algo nuevo. Por eso saldrá bien. Nosotras… yo y Toinette, mi hermana Toni… les administramos los tests. Le atribuyes demasiada inteligencia a la gente. Y no la tiene. Generalmente se trata de los que fracasan o tienen un puntaje que oscila alrededor de los cien. Administramos los tests sin proponérnoslo. Bueno, yo sé qué ventaja nos da mi presencia dentro. Necesitaremos más gente, más información… y la obtendré. Necesitaremos armas, quizás explosivos, y lugares seguros para escondernos o esconderlo a él. ¿Aquí? Tal vez… y el establo y la vieja barca. Hay un armario, una antigua letrina…

—Necesitaríamos un medio seguro para escapar… ¡Jesús!

—Me cago en mi alma… Lo siento, señorita.

Sophy cogió el transistor. No era más largo que el primitivo artefacto de Winnie. Éste encajaba cómodamente en la palma de su mano. Lo activó y las voces de otra vida poblaron la habitación.

Sí. Es negro. Va hacia ti. Cambio.

Gerry rió.

—¿No supondrás que utilizarán una onda que puedas sintonizar con eso?

No es ridículo, pensó Sophy. ¿Por qué estoy tan segura de que no me comporto de una manera ridícula? Bajo su brazo las voces apagadas hablaban esporádicamente. Sí, si tú lo dices. No, dije que es negro. Quizá no eran policías. Quizá… ¿qué? Dentro de una radio y allí fuera en el espacio infinito que incluía el mundo estaban el misterio y la confusión audibles, la confusión infinita. Accionó el mando, destruyendo las voces, encontró música, una disertación, un programa de preguntas y respuestas, un estallido de risa, unos idiomas extranjeros, primero fuertes, después débiles. Y accionó el mando en sentido inverso y encontró el punto situado entre todas las emisoras, y en la habitación desaseada que siempre parecía oler a cloacas y comida, y estar organizada, o desorganizada, en torno de una cama desecha —la luz misma de la ventana parecía polvorienta y mitigada como si todo el mundo no fuera más que un anexo de la habitación— entró inmediatamente la voz de la oscuridad comprendida entre las estrellas, entre las galaxias, la voz impersonal de la gran madeja que se desenmarañaba y quedaba fláccida, y ella comprendió por qué todo sería simple, una porción minúscula de la flaccidez final.

Desgastándose. Oscuro.

Una voz reapareció débilmente en el confín del silbido. No pude apuntar la matrícula. Dije que es negro.

Una oleada de dicha y deleite la envolvió, la recorrió por entero.

—Será simple.

—¿Quién lo dice?

—Piénsalo.

Fue un triunfo de la voluntad. Como si los presionara una mano, los dos hombres se pusieron a debatir la operación en la que era tan evidente que no creían. Empezaron a aislar los problemas y a dejarlos pendientes, sin resolverlos. Sophy pensó en la escuela tal como la conocía y en la gente que había en ella. No hizo caso de las sugerencias ineficaces y fortuitas que los dos hombres se intercambiaban. No oía nada de lo que decían, excepto el tono, y de éste infería que se sentían como si estuvieran arañando un muro de acero que rodeaba semejante bastión de privilegio y opulencia. Finalmente se callaron por completo. Bill se fue. Gerry sacó el whisky del cajón donde lo había escondido. Lo bebieron poco a poco mientras se desvestían y después copularon, distraídamente en el caso de Sophy.

—No piensas en lo que haces.

—¿Has notado, Gerry, que gracias a esto nos entendemos mejor?

—No, no lo he notado.

—Bueno. Estamos más unidos.

Entonces hubo un momento en que él se convulsionó y jadeó y manoteó y gimió y ella esperó que terminara. Sophy le palmeó la espalda y le alborotó el cabello como una buena camarada.

Gerry gruñó contra su hombro.

—No podemos estar más unidos que dos-en-una-cama.

—He dicho que nos «entendemos».

—¿De veras?

—Bueno. Yo te entiendo a ti.

Gerry ronroneó.

—Hábleme de mí, doctora.

—¿Por qué habría de hacerlo?

—Se trata de una pesadilla que tengo periódicamente, doctora… ¿me permite que la llame Sigmunda?… cuya protagonista es una jovencita repulsiva…

—Lo dudo. Estoy segura de que no sueñas, Gerry. O mejor dicho, sueñas despierto, con el dinero, guapo. Montañas de dinero.

—Válgame Dios. Debería darte una zurra para conformar a los vecinos. Pero recuerda, entre paréntesis, que aquí mando yo.

—¿Tú?

—Bueno, por el amor de Dios, muchacha. Es hora de dormir.

—No.

—Eres insaciable.

—No se trata de eso, sino de la escuela. Esos cabos sueltos…

—Es una calle sin salida.

Ella permaneció un rato callada, pensando que él se daba por vencido muy fácilmente y que había que azuzarlo.

—Volveré.

Él se tumbó boca arriba, se desperezó y bostezó.

—Sophy, muñeca. ¿Te estás liando con él?

—¿Con Fido? ¡Dios mío, es tan aburrido! Pero después de esta conversación entre los tres me doy cuenta de que aún quedan muchas cosas por averiguar. Nada más.

—Recuerda quién es tu dueño, perrita.

—Guau, guau. Dios mío. De cualquier forma si él consiguiera meterme alguna vez en la cama sería por puro aburrimiento. Sexualidad preconyugal.

Él le sonrió de soslayo, con expresión infantil, seductora.

—Sólo si es absolutamente necesario. Pero por favor, amor mío, no disfrutes.

Ella se sintió un poco amoscada.

—Mi prometido no es de ésos. Se está entrenando. No obstante, Gerry, ¡pienso que por lo menos podrías fingir que estás celoso!

—Todos debemos sacrificarnos. Dile que si nos vende un crío también podrá disponer de mí, con su magnífica estampa viril. ¿Ha mejorado su impulso?

—No imaginabas lo que debo soportar. La esposa del director opina que apenas nos casemos deberemos fundar una familia, sin demora. Ella es una decidida partidaria de las familias numerosas. Necesito más dinero.

—Estamos escasos. Ya lo sabes.

—Debo vestirme para representar mi papel. A Phyllis no le entusiasman los pantalones deportivos.

—¿Phyllis?

—Phyllis Appleby. La esposa del director. Una vaca.

—Cuántos disparates. Buenas noches.

—¿Fido? ¡Bendito seas, cariño, es maravilloso oírte! ¡Oh, bárbaro! Temí que hubieras salido con los hombrecillos. Sí sé que estaba previsto para el sábado pero oh mi amor tengo buenas, buenas noticias. Ha habido un reordenamiento en la agencia y sabes una cosa me dan tres días adicionales de licencia… ¡sí, de licencia pagada! ¡Iré a reunirme contigo ahora mismo!

—¡Oh eso es estupendo, Sophy! ¡Estupendo! ¡Guau guau!

—¡Uf, uf!

—¡Será sensacional! Por supuesto, entre paréntesis, sabes que estaré trabajando y entrenándome.

—Lo sé, cariño. Opino que eres formidable. ¿Qué es lo que haces? Lo siento, no te oigo, es la línea… ¿qué es lo que haces? ¿Qué es lo que estás desarrollando? ¿Estás desarrollando tus deltoides? ¡Sensacional, querido! ¿Puedo ayudarte?

Dentro del auricular una vocecilla empezó a hablar sobre los deltoides. Ella lo alejó de su oído y lo miró con repugnancia. La vocecilla continuó hablando. Sophy esperó, mirando ociosamente cómo pasaba un hombre con una cara horrible, de dos tonos distintos. La vocecilla la llamó:

—¡Sophy! ¿¡Sophy!? ¿Estás ahí?

—Lo siento, cariño. Buscaba más monedas. ¿Te alegrarás de verme?

—¡Y que lo digas! La señora Appleby me preguntó por ti. Escucha. Procuraré conseguirte una habitación en la escuela.

—Bárbaro. Entonces podremos…

—¡El entrenamiento! ¡El entrenamiento, cariño!

—¿Puedes arreglarlo? Pregúntale a la casera. Estoy segura de que le gustas.

—¡Oh, por favor, Sophy, me estás tomando el pelo!

—Es que estoy celosa, cariño. Por eso adelanto mi visita ahora que tengo la oportunidad de vigilarte.

—Eso no es necesario. No soy como Gerry.

—No. Tienes razón.

—¿Lo has visto?

—¡Santo cielo, no! Teniéndote a ti…

—Y yo te tengo a ti… ¡guau!, ¡guau!

—¡Uf! ¡Uf!

(Jesús).

—¿El autobús de siempre?

—El autobús de siempre.

—Sophy, querida, debo irme…

—Hasta esta tarde, entonces. Te envío un beso enorme por teléfono.

—Y yo te lo retribuyo con otro.

—¡Cariño!

Sophy colgó el auricular y se quedó un momento mirándolo y mirando a la distancia la pequeña figura de Fido, tan atractiva desde el punto de vista físico si lo que anhelabas era una especie de estatua. Habló con su voz para uso público.

—¡Puaj!

De modo que alcanzó el autobús que se zarandeó sobre el Old Bridge y por la carretera que llevaba a Chipwick y después contorneó las colinas hasta el próximo valle y la aldea de Wandicott donde Fido se las había apañado para estar esperándolo. Con mayor o menor fortuna Sophy borró la indignación de su mente. Sin embargo debió fingir y no pudo adaptarse totalmente a su papel. Porque aunque los cinco días estuvieron demasiado colmados para ser activamente desagradables, bullía en ella una suerte de júbilo constante (una melodía en mi corazón) en razón de que debía reunir una serie de informaciones acerca de la escuela y de que podía tildar mentalmente, uno tras otro, los items de esa lista, a pesar de que algunos debía abordarlos con tanta cautela como si se tratara de pájaros posados en su nido. Si Fido hubiera tenido un ápice más de ingenio o hubiera estado menos preocupado con los esplendores de su propia anatomía quizás le habría extrañado la insistencia de Sophy en averiguar quién cuidaba de cada cosa. Los críos también les gustaban y eran deseables, incluso apetitosos. No la llamaban «señorita» ni «Sophy». Solemnemente, desde el más grande hasta el más pequeño, la llamaban «señorita Stanhope». Le abrían las puertas para que pasara, recogían todo lo que se le caía. Cuando le formulaba una pregunta a un niño éste no contestaba: «¿Cómo quiere que lo sepa?», sino «Iré a preguntarlo, señorita Stanhope», y corría a desempeñar su cometido. Era una situación muy peculiar. Mientras Fido trabajaba, ella disfrutaba mucho contemplando a esos chiquillos apetitosos, tan suculentos y bonitos. Mientras observaba a uno de estos entes infinitamente preciosos se encontró diciéndose para sus adentros: ¡Animalito encantador! ¡Podría comerte!

En cuanto a Fido, era un alivio que se estuviera entrenando. Pero fornicaron una vez. Él se acercó a Sophy que estaba sentada bajo los olmos moribundos mirando cómo los chicos jugaban al cricket.

—Ven a mi habitación después de que se apaguen las luces, Sophy. Dejaré la puerta entreabierta.

—¡Pero si te estás entrenando, cariño!

—De vez en cuando es bueno para el organismo. Además…

—¿Además qué?

—Bueno. Estamos comprometidos y todo eso.

—¡Querido!

—¡Querida! ¡Bien hecho, Bellingham!

—¿Qué fue lo que hizo?

—Pero espera hasta que se apaguen las luces como dije.

—¿Y el vigilante nocturno?

—¿El viejo Rutherford?

—No quiero que se tope conmigo durante sus rondas y me tome por una mujer ligera de cascos.

Fido adoptó una expresión astuta.

—Creerá que vas al lavabo.

—¿Y entonces por qué no vienes tú a mi habitación, Fido?

—Me harás despedir.

—¡Cómo! ¿En esta época? Por el amor de Dios, Fido, pensarán… quiero decir, ¡mira esta sortija! ¡Estamos comprometidos! ¡Vivimos en los años setenta!

Fido exhibió una agudeza inusitada.

—Te equivocas, Sophy. Oh, no. No aquí.

—Bueno. Tú podrías ir al lavabo tanto como yo.

—Sabes muy bien que no está en dirección a tu cuarto.

Disgustada, pero resignada y pensando que ése era un precio razonable a cambio de la preciosa información que estaba inolvidablemente acumulada en su linda cabeza, accedió a ir a la habitación de él, y esa noche fue. Nunca se había sentido tan indiferente, tan divorciada de la sensualidad o la emoción. Se quedó tumbada como un tronco, y aparentemente esto satisfizo a Fido tanto como podría haberlo satisfecho una cooperación más cabal. Después de que él hubo gozado y, como pensó ella, se hubo desahogado, ella apenas pudo hacer el menor gesto simbólico de afecto. Le susurró con la discreción que exigía ese lugar:

—¿Has terminado?

Fue un auténtico placer estar de vuelta y sola en la habitación que le había escogido la esposa del director. Al día siguiente se despidieron con el más fugaz de los besos, como si el sexo fuera algo que los separaba en lugar de unirlos,

—Adiós, Sophy.

—Adiós, Fido. Que tengas suerte con tus deltoides.

Esta vez ella volvió directamente al apartamento. Gerry estaba allí, después de una sesión en la taberna que se había prolongado hasta las lúgubres horas postreras de la tarde. Levantó la cabeza de la almohada y la miró con sus ojos legañosos mientras ella arrojaba sus cuatro bolsas de plástico sobre la cama.

—¡Por el amor de Dios!

—Cielos, Gerry, ¡das asco!

—Debo ir al baño. Prepara un poco de…

—¿Quieres café?

Era café instantáneo y cuando él volvió del baño ya estaba listo. Gerry se deslizó las dos manos entre el pelo y se miró en el espejo que usaba para afeitarse que estaba apoyado sobre la repisa, encima del lugar que había ocupado la chimenea.

—Jesús.

—¿Por qué no dejamos esta pocilga? Podríamos conseguir algo mejor. No tenemos por qué vivir en Jamaica.

Él se dejó caer sobre el borde de la cama, tomó el tazón de café y se abstrajo en éste. Finalmente, mientras se sostenía con una mano la cabeza inclinada, con la otra le tendió a Sophy el tazón vacío.

—Más. Y las píldoras. En un pellizco de papel, en el cajón superior izquierdo.

—Son…

—Me haces doler la cabeza. ¿Quieres tener la gentileza de cerrar el pico, nena?

Esta vez Sophy también trajo un poco de café para ella y se sentó en la cama junto a Gerry.

—Creo que es Phyllis.

—¿Mm? ¿Phyllis?

—La señora Appleby. La esposa del director.

—¿Qué relación tiene con esto?

Sophy sonrió para sus adentros.

—Me está adiestrando. Pasé la primera inspección como si fuera oro puro. Esposa de maestro. Ahora se ha propuesto… no lo creerías. Las mujeres, sobre todo cuando viven rodeadas de niños pequeños, deben cuidar su persona.

—¿Tienes miedo de que te violen?

—¡No, panfilote!

—Conozco esa palabra. Has estado hablando con críos.

—Escuchándolos. Pero se trata de la higiene personal, cariño. Esto es lo que la preocupa.

—Piensa que hiedes. Antes lo llamaban O. C. Olor corporal.

—Perfume. Esto es lo que se propone. «Yo uso apenas una gota, querida».

Se tumbó boca arriba en la cama y rió mirando el cielo raso. Él sonrió y se enderezó como si el café o las píldoras o ambos estuvieran surtiendo efecto.

—Igualmente sé a qué se refería.

—¿Acaso apesto?

Él estiró la mano distraídamente y empezó a moldearle el pecho más próximo.

—Déjame, Gerry. Ésta no es la hora apropiada.

—El prodigioso ímpetu sexual de Fido te ha dejado exhausta. ¿Cuántas veces te montó?

—No me montó ni una.

Gerry depositó su tazón en el suelo, hizo lo mismo con el de Sophy, y después se volvió hasta quedar parcialmente tendido encima de ella. Le sonrió a los ojos mientras hablaba.

—Eres una gran embustera, alma mía.

—Si de eso se trata, cariño, ¿cuántas mujeres te tiraste tú mientras tu nena estaba inevitablemente ausente?

—Ni una, señora; se lo juro.

Entonces se rieron el uno del otro, como auténticos mellizos. Él se agachó y apoyó su cabeza junto a la de ella, boca abajo. Sepultó su rostro en la cabellera de Sophy y murmuró de modo tal que su aliento cosquilleó la oreja de ella:

—La tengo tan dura que podría metértela entre las tetas y hacerte castañetear los dientes.

Pero no lo hizo. Permaneció allí, respirando apaciblemente, más apaciblemente que Fido. Sophy zafó un rizo que estaba tirante y murmuró a su vez:

—Tengo todas las respuestas a esas preguntas.

—Goldfinger quedaría complacido contigo. Eres perseverante, ¿verdad?

—¿Bill también tendrá resaca?

—Nunca tiene resaca. Dios es demasiado generoso con él. ¿Por qué?

—¡Jesús! ¡Celebremos otro consejo de guerra!

Él la miró y sacudió la cabeza, admirado.

—A veces pienso que eres… ¡nunca te das por vencida!

De modo que los tres volvieron a reunirse en la habitación lúgubre y los dos hombres le dieron vueltas y vueltas al asunto. Ella no formuló ninguna sugerencia, sino que se limitó a contestar las preguntas que le hacían acerca del plan. Pero le resultó cada vez más evidente que ellos flotaban insensiblemente del mundo concreto al de la fantasía. Durante un rato les siguió la corriente y después, hastiada, empezó a inventar fantasías para sí misma, imágenes mentales, quimeras imposibles que reconocía como tales. Contaban con un helicóptero que dejaba caer un gancho e izaba literalmente a una de las altezas negras, morenas o blancas. Excavaban un túnel secreto. Se agenciaban cuerpos invulnerables y una fuerza irresistible de manera que a la hora de irrumpir las balas les rebotaban contra la piel y las manos de los hombres resbalaban sobre su carne más que humana. O ella se convertía en un ser todopoderoso y podía alterar las cosas a su antojo de manera que al chico lo raptaban de su lecho y lo transportaban por el aire silencioso al lugar… ¿a qué lugar? La recorrió un estremecimiento como si acabara de despertarse y vio cuál era el lugar, y dónde se hallaba; y la idea se le ocurrió simultáneamente, como si fuera ese lugar el que pensaba y no su mente.

Los dos hombres estaban callados, mirándola. Sophy no recordaba haber hablado pero los miró alternadamente, con expresión somnolienta. Vio que se habían quedado muy tranquilos después de haber demostrado que la empresa era impracticable. Cuando ella habló, sus palabras fueron tan plácidas como su sonrisa.

—Sí. ¿Pero qué harían por la noche, si se produjera una fuerte explosión y un incendio?

Nada turbó el silencio. Por fin habló Gerry, con voz cuidadosamente controlada.

—Eso no lo sabemos. No sabemos qué es lo que ardería. No sabemos a dónde irían los chicos. No sabemos nada. Nada de eso. A pesar de todo lo que nos has contado.

—Es cierto, señorita. Sophy.

—Bueno. Volveré. Volveré tantas veces como sea necesario. Hemos iniciado esta operación y no…

Bill se levantó bruscamente.

—Pues bien. Hasta la vuelta.

Los otros dos esperaron hasta que se hubo ido.

—¡Ánimo, Gerry! ¡Sueña despierto con el dinero!

—Ay, ay, ay. ¿Acaso Bill se ha cagado? Cariño, lo único que te pido es que andes con mucho, mucho tacto.

—El problema consiste en que no tengo una buena excusa para volver.

—La pasión.

—Se supone que estoy trabajando en la agencia, bobo.

—Di que te despidieron.

—Eso empañaría mi imagen.

—Tú te despediste de ellos. Para progresar.

—Pero no puedo volver corriendo a Fido…

—Preséntate despavorida y dile que te ha llenado.

—¿Llenado?

—Embarazado. Preñado.

Una pausa.

—Como te dije, mariscal, no me acosté con él.

—Díle que yo lo he hecho padre.

Entonces se revolcaron por la cama el uno encima del otro entre risitas y risotadas que se trocaron de súbito en un acto sexual, preocupado, lastimado, experimental, libidinoso, prolongado, lento y ávido. Cuando sus órganos mal sincronizados los traicionaron, devolviéndolos a la cama revuelta y a la luz gris que se filtraba por la ventana mugrienta, Sophy ni siquiera podría haberse tomado la molestia de reparar el maquillaje de sus labios, y en cambio permaneció postrada en una suerte de trance complaciente.

—Un día, Gerry, serás un viejo muy guarro.

—Y tú también serás una vieja muy guarra.

La luz gris bañó a Sophy como una marejada.

—No. Yo no.

—¿Por qué no?

—No me lo preguntes. De todas maneras no lo entenderías.

Él se irguió bruscamente.

—¿Nos hemos vuelto telépatas? Baja del pedestal. ¿Para qué te mantengo?

—¿Con todo este lujo?

—Tienes una virtud, ángel mío. No eres feminista.

Ese comentario la hizo reír.

—Me gustas, mellizo. ¡Te lo juro! Creo que eres la única persona por la cual…

—¿Sí? ¿Sí?

—No importa. Como he dicho, iré. Podría haber dejado allí mi sortija. Es tan preciosa cariño y además no se trata sólo del dinero sino del valor sentimental… oh Fido querido he hecho algo horrible, ¿es que algún día podrás perdonarme? No no se trata de Gerry… pero amor mío he extraviado nuestra sortija. ¡Pero claro que he estado llorando! Oh tesoro debe de haberte costado por lo menos dos libras cincuenta… ¿dónde volveremos a encontrar tanto dinero junto? Sabes, Gerry, ese hombre es… ¿cuál es el colmo de la tacañería?

—Tú eres la que se lleva las palmas en cuestiones de tacañería con lo que te regalan por caridad.

—Uno de estos días te quitaré de en medio.

—Miam miam.

—¿Quieres guardarme esta condenada sortija? No… ahora que lo pienso, será mejor que la encuentre en algún rincón de la escuela, ¿no te parece? Será más convincente.

—No olvides mirar bajo la almohada de Fido.

—Eres…

Y entonces más allá de las complicaciones que por su magnitud eran incomprensibles, más allá de los embustes inconfesados pero igualmente identificados como embustes, más allá de las conjeturas y de las complejidades y de las sordideces, se desplomaron el uno en brazos del otro, convulsionados por la risa compartida.

Ella volvió con la sortija a Wandicott House y quedó pasmada. En primer término, cuando Fido se enteró de que había extraviado la sortija se encolerizó de veras y le informó cuánto le había costado. Había pagado mucho más que dos libras cincuenta y aún no había terminado de pagarla. En segundo término, la noticia de que la bella señorita Stanhope había perdido su sortija de compromiso corrió por la escuela y la detuvo en seco. El establecimiento se reorganizó íntegramente. Hubo maestros cuyos nombres ella desconocía y que demostraron ser líderes. En cuanto a los chicos… Pero por supuesto la operación, si bien fue ideal para que ella llevara a cabo sus planes, no estuvo desprovista de ciertas alternativas embarazosas. El doctor Appleby, el director, les inculcó a todos que lo primero que había que hacer era determinar con precisión cuáles habían sido los desplazamientos exactos de la señorita Stanhope en cada instante de su estancia anterior, y aunque Phyllis Appleby manipuló con experta desenvoltura las exhortaciones de su marido para quitarles, en la medida de lo posible, sus connotaciones picarescas y sugerentes, la semilla ya había sido sembrada. En consecuencia, la noticia de que la señorita Stanhope había visitado la habitación de su prometido para contemplar sus fotografías fue recibida con una solemnidad crujiente. Sophy consiguió lloriquear y esto fue un éxito. Phyllis le dijo afablemente a Fido que era un hombre muy afortunado, que una sortija no era más que una sortija y que lo que la chica realmente necesitaba era que su prometido le asegurara que ella era diez mil veces más valiosa que cualquier objeto común y corriente. El director estuvo a punto de amonestar a Fido.

—Ya sabe lo que dice la Biblia, Masterman. «La mujer honesta vale más que los rubíes».

—La frase hablaba de un ópalo.

—Ah, bueno. Pero nosotros no somos supersticiosos, ¿verdad?

Todos se sintieron muy aliviados cuando Sophy o el hombre para toda faena —este detalle no quedó totalmente aclarado— encontró la sortija al pie de uno de los olmos moribundos. Debió de ser el hombre para toda faena porque oyeron que ella le daba las gracias efusivamente y le sonreía con dulzura a pesar de su espantosa cara. Pero cuando le dijo a Fido que debería darle una recompensa al hombre, aquél reaccionó como si nunca lo hubiera visto ni hubiese oído hablar de él. Después de eso el único inconveniente serio consistió en que Phyllis se empecinó en hacerlos montar en su auto para que dieran una vuelta juntos. ¡Oh no importaba la clase de lectura! Ella la dictaría personalmente, con la única condición de que no hubiera que explicarles a los hombrecillos cómo se deletreaba «yuxtaposición». Ahora ustedes jovencitos márchense y pasen un rato a solas. ¡No te enfurruñes, Fido! ¡Y no seas bruto! ¡Las chicas no son soldados, ya sabes! Necesitan… Sophy, llévatelo contigo y dale un tirón de orejas. Vayan a echar un vistazo a la abadía… ¡La fachada oeste es sencillamente maravillosa!

Así que se fueron en el auto. Fido estaba ceñudo y arisco pero se fue relajando y apaciguando gradualmente, y después se animó un poco hasta tornarse cariñoso. Sophy, complacida al pensar que era la última vez que debía soportarlo, le explicó que ese día no podrían hacer nada. Él sabía lo que les pasaba a las chicas, ¿verdad? Aparentemente sí sabía esto, pero no mucho más, y la noticia volvió a ponerlo de mal humor.

En seguida, el hastío que le producía a Sophy se desbordó. Incluso se extendió a Gerry y a Bill y a Ronald y a todo el mundo de los hombres. Pensó para sus adentros que esa noche no volvería al apartamento. Telefonearía a la taberna y pediría que le transmitieran un mensaje a Gerry y dormiría en el establo y al diablo con todo. Necesito algo de más envergadura, necesito… algo que yo…

¿Respete? ¿Admire? ¿Tema? ¿Necesite?

Le pidió que la dejara en High Street, en Greenfield, y como estaba tan enfadada con él su imagen exterior resultó aún más deslumbrante cuando echó a andar deprisa calle abajo hacia Sprawson’s. Pase frente a la lavandería automática, a la tienda de comidas chinas, a Timothy Krishna, a la empresa de pompas fúnebres Portwell, a la sastrería para caballeros de Subadar Singh, meciendo garbosamente sus bolsas de plástico. Saludó alegremente a la señora Goodchild al cruzar hacia la puerta de entrada, siempre tan majestuosa en su estilo dieciochesco. Se coló de costado por la puerta hasta el corredor y un escribiente del despacho jurídico que caminaba en dirección contraria rogó que fuera una clienta pero temió que no fuese; y Edwin Bell, que subía por la escalera rumbo a su apartamento situado encima del despacho jurídico pensó: Conozco esa forma de entrar francamente impetuosa… ¡Sophy, la querida Sophy ha vuelto!

Sophy escuchó frente a la habitación de la columna pero no oyó nada, de modo que entró sin detenerse para utilizar el teléfono.

—¡Papá!

Él aceptó un beso pero profirió un grito cuando el brazo de Sophy rozó la mesa.

—¡Mira lo que haces! Diablos, ¿por qué las mujeres tienen que ser tan torpes? Supongo que eres… ¿dónde está la otra… Antonia?

—¿Cómo quieres que lo sepa? Nadie lo sabe.

—Oh, desde luego. Bueno. Espero que ninguna de las dos piense que pagaré más escapadas en avión. Si se trata de una cuestión de dinero será mejor que sepas desde ya…

—No se trata de una cuestión de dinero, papá. Sólo he venido a verte. Al fin y al cabo, soy tu hija. ¿O acaso lo has olvidado?

—Quieres usar el teléfono.

Pausa.

—Quizá más tarde. ¿Qué es esto?

Él bajó la mirada hacia los trebejos caídos y empezó a ordenarlos sobre el pequeño artefacto.

—La llaman computadora pero en realidad no lo es. Yo la definiría como una máquina de sumar. Analiza unas pocas variables y después…

—¿Puede pensar?

—¿Es que no te han enseñado nada en la escuela? ¡Listo! Vaya movida. Este trasto es oligofrénico. He encontrado un sistema para darle mate en ocho movimientos, con las blancas. ¡Y pretenden que pagues cientos de libras por esto!

—¿Por qué te ofuscas?

—Se supone que debo dar mi opinión sobre este aparato. Existe cierto interés en deducir de su funcionamiento la forma en que lo han montado. Esto me remonta a los tiempos en que descifraba claves secretas.

Sophy recogió sus bolsas para irse y la divirtió ver cómo él se repantigaba en su asiento y se esforzaba por demostrar un poco de interés, como un padre sacado de un libro.

—Bueno, ¿cómo marchan tus cosas… esto… Sophy?

—La agencia era demasiado, demasiado aburrida.

—¿La agencia? ¡Oh, sí!

—He proyectado buscar otro empleo.

Él tenía las yemas de los dedos juntas y las piernas estiradas bajo el escritorio, y la mirada de soslayo. Sonrió y sus facciones se iluminaron, con expresión conspirativa… con… Y ella comprendió sin ninguna dificultad cuán fácil debía de haberle resultado persuadir a las tías para que desfilaran sucesivamente hasta el dormitorio situado en el otro extremo del rellano.

—¿Tienes un amiguete?

—Bueno. ¿Tú qué piensas?

—Quiero decir… ¿mantienes una relación estable?

—¿Lo que deseas saber es si jodo con un tipo?

Él rió en silencio mirando el cielo raso.

—No me horrorizarás, sabes. Nosotros también jodíamos. Sólo que no lo llamábamos así y no hablábamos tanto de eso.

—Todas las tías que pasaron por aquí después que Mamá… se fue. Cuando Toni se largó con los Butlers estaba buscando a Mamá, ¿no es cierto?

—Yo también lo pensé.

La sensibilidad implantada en la boca del túnel habló pero utilizó la voz de la imagen exterior.

Suavemente.

—Espero no haberme interpuesto entre tú y tus juguetes.

—¿Juguetes? ¿Qué son los juguetes? ¿Cómo definirías los juguetes?

—A Mamá tampoco le gustaba el ajedrez, supongo.

Él se impacientó. Esto no se reflejó tanto en sus movimientos como en una suerte de quietud premeditada de la que su voz brotó un poco más aguda y con un leve deje de tensión.

—Utiliza el teléfono si te place. Yo me iré. Supongo que se trata de una conversación privada. Pero no quiero hablar nunca de ella. Entiéndelo.

—¡Claro que lo entiendo!

Él le vociferó.

—¡No entiendes una mierda! ¿Qué es lo que sabe, cualquiera de ustedes? Ésta, ésta sensiblería, éste, éste…

—Adelante. Usa la palabra.

—Parece un jarabe maloliente. Devora, ahoga, atrapa, esclaviza… eso —e hizo un amplio ademán que abarcó el escritorio con su fárrago de papeles y juegos—, eso es la vida. Un interregno, un como dijo el hombre, una interrupción, incluso un tramo de limpieza en el hedor, en la humedad, la leche, los pañales, los berridos…

Se interrumpió. Después continuó con su voz normal, frío.

—No quiero parecer poco hospitalario. Pero…

—Pero estás atareado con tus juguetes.

—Precisamente.

—¿No somos muy saludables, verdad?

—Ésa es una buena palabra.

—Tú, Mamá, Toni, yo… no somos como la gente acostumbraba a ser. Esto forma parte del desgaste total.

—La entropía.

—Te interesamos tan poco que ni siquiera te molestas en odiarnos, ¿verdad?

—Lárgate… esto… Sophy. Sólo te pido que te vayas.

Ella se quedó donde estaba, a mitad de trayecto hacia la puerta, entre sus bolsas de compras, de plástico, llenas de cosas. Posó la mirada sobre su ceño fruncido, sobre su peinado anacrónico con la raya al costado, sobre el cuello y la corbata, las patillas grises, las arrugas de sus facciones desguarnecidas, sus facciones aquilinas que sin embargo eran tan masculinas. De pronto entendió. Había sido así, siempre así, mucho antes del cumpleaños en que lo había perdido para siempre, en los tiempos del rectángulo y de la chiquilla que levantaba la vista fascinada, sí, fascinada durante esos pocos minutos, esa media hora; y lo era todavía, no a la manera de Gerry ni a la manera de Fido ni a la manera de Bill ni, ni… sino con una desmesurada pasión implantada más allá de las mismas estrellas en una forma en que me gustas era tan trivial como una burbuja solitaria en un torrente, una nada, un chiste…

Su boca empezó a desgranar un encubrimiento, en parte niña taimada, hija preocupada, en parte fugitiva de esta última manifestación de iniquidad.

—Pero mira, Papá, no puedes seguir viviendo solo. Vas a envejecer. Necesitarás… quiero decir, puedes argüir que la sexualidad es trivial pero qué haces respecto de ella, quiero decir…

Y entonces, de cara a él, sin poder apartar la vista de sus facciones, de la boca adusta, masculina, del pico de águila, de los ojos que seguramente podían ver tan lejos como ella a través de una persona de ladrillo… entonces, con ambas manos atrapadas a los costados por las bolsas oscilantes, su cuerpo espléndido, estúpido, asumió el control, y delante de él sus pechos desprovistos de sostén se irguieron, sus vértices vulnerables, tiernos, contumaces, esclavizadores, se endurecieron, sobresalieron y levantaron la tela de la blusa con una señal tan patente como si hubiera sido proclamada a gritos. Sophy vio que los ojos de él cambiaban de foco y se apartaban de los de ella, desplazándose hacia abajo, deslizándose sobre su rostro y su garganta sonrojadas hasta clavarse directamente en la señal evidente. Ella abrió la boca, la cerró, volvió a abrirla.

—¿Qué haces…?

Al pronunciar estas palabras que apenas pudo percibir por encima de las palpitaciones de la sangre en sus oídos vio que los ojos de él se alzaban hacia los suyos. Él también tenía las mejillas congestionadas. Había replegado las manos y aferraba con fuerza los brazos de su sillón giratorio. Su hombro más próximo estaba inclinado hacia adelante como si quisiera interponerse entre ellos y la miraba por un costado de éste. Entonces, como si quisiera exhibir su libertad, su audacia, su capacidad para decir lo que se suponía indecible, le habló directamente a la cara. Incluso hizo girar un poco el sillón para demostrar que no ocultaba nada, ni siquiera con el hombro. Sus palabras parecieron martillazos, martillazos que los separaron, que los destruyeron, que la arrojaron fuera de la sala de los juguetes, de la habitación de la columna, del recinto que estaba tan aislado de la gente.

—¿Qué es lo que hago? —Luego, con un siseo de odio—. ¿Quieres saberlo? ¿Quieres? Me masturbo.

De modo que ahí estaba, él, agazapado en su sillón, atrapado entre sus manos, ella junto a la puerta, atrapada entre sus bolsas. Con gran premeditación, como si él mismo fuera una figura yacente, un títere que estaba reacomodando, cambió de posición, movió la cabeza para mirar el aparato de ajedrez, giró y adelantó el cuerpo, levantó las manos una tras otra de los brazos del sillón. La imagen de un hombre absorto en su estudio, en su trabajo, en sus negocios, en su todo, en todo lo suyo. Para eso se es hombre.

Ella se quedó donde estaba y por primera vez no pudo hacerse sentir el ente apostado en la boca del túnel. Había un exceso de imagen exterior. Sintió la cara hinchada y el agua empezaba a desbordar debajo y detrás de sus ojos.

Tragó saliva, miró hacia la ventana, y luego nuevamente hacia su perfil indiferente.

—¿Y quién no?

Él no respondió sino que permaneció en su lugar, mirando el aparato de ajedrez. Cogió un bolígrafo en la mano derecha y lo mantuvo en ristre pero para nada. La mano y el bolígrafo se quedaron allí, temblando ligeramente. Sophy se sintió llena de plomo, llena de un dolor inesperado, que no comprendía; y esta tempestad de emoción que llenó la habitación pareció un elemento físico y las paredes debieron encerrarla y comunicarle una forma cuboidal. No lo comprendía, o sólo comprendía una cosa, el inmenso tajo que él había abierto entre los dos, a través de lo que no había existido, oh no, nunca podría haber existido, y donde se había producido una amputación, un adiós y ojalá no te vea más, un arrebato de voluntad cruel y desdeñoso.

—Bueno…

Sus pies parecían adheridos al suelo, implantados en él. Los despegó del suelo con un esfuerzo que le hizo trastabillar, se volvió, y fue arrastrada al menos parcialmente por el peso que llevaba en ambas manos y ejecutó la estúpida operación de abrir más la puerta y de atraerla después hacia sí con un pie estirado detrás de ella. Se cerró ocultando a la figura silenciosa de la mano trémula y Sophy avanzó deprisa por el corredor, abrió quién sabe cómo la puerta vidriera, y después la atrajo hacia sí con un pie estirado detrás de ella, como lo había hecho con la otra puerta, bajó los escalones casi como si estuviera cayendo, caminó rápidamente por el asfalto que techaban las salviloras, entre la profusión de romero y menta y las rosas dispersas sofocadas por las de su propia especie. Subió la angosta escalera que conducía a la vieja habitación provista de claraboyas y se derrumbó sobre el fresco consuelo de su sofá. Entonces se echó a llorar, furiosa con todo. Fue en medio de esta furia que oyó una frase muda que brotaba de su propio interior y que decía que el secreto de todo era la iniquidad, de modo que miró entre sus lágrimas ardientes, su furia y su odio, buscando la iniquidad que acompañaría al desenredo, y allí estaba justo delante de su mente de modo que la miró. Una joven (oh no con un huevo revuelto en la mano) avanzaba por el sendero del jardín con su cuerpo juvenil, su perfume y sus pechos, riendo por el trayecto, de vuelta al corredor, a la puerta, y la abría violentamente y allí le ofrecía a él riendo lo que tenía; y entonces el cuerpo real y concreto de una joven bajó trastabillando la escalera y recorrió el sendero en pos de la joven fantasmagórica, subió los escalones, abrió la puerta vidriera; y la máquina de escribir eléctrica repicaba y repicaba, desgranando el juego simiesco en la habitación de la columna y ella no pudo, no pudo, su cuerpo no quiso, no quiso, y se alejó, dejando un reguero de lágrimas, y volvió al sofá mal ventilado y se tumbó allí, frustrada en la iniquidad, y bullendo con el odio que tenía una existencia autónoma, con una sensación amarga en la boca y el vientre, peor que amarga, ácida y quemante.

Por fin descansó sin pensar ni sentir, y con una conciencia que no comentaba ni criticaba sino que era un desnudo e impasible «Yo soy» o quizás «Eso es». Entonces el ente interior, anónimo, reapareció, el ente que había acechado de una eternidad a otra, oteando hacia afuera. Ahora, después de pasar un eón en la boca del túnel oteó hacia afuera y percibió, también, ese ángulo negro, que se estiraba hacia atrás, ensanchándose, hasta donde podía estirarse. El ente examinó el fracaso de la iniquidad, tomó nota de ello; se dio cuenta de que habría otras oportunidades para la iniquidad; incluso pronunció (pero silenciosamente) una palabra.

Pronto.

Sophy tomó conciencia del sofá, del lugar, del cuerpo, de su vulgaridad. Sintió cómo una arruga de la colcha había presionado oblicuamente su mejilla derecha con más efecto que de costumbre porque la carne de esa mejilla estaba congestionada por la sangre de la ira y el odio y la vergüenza. Se sentó y bajó los pies del sofá. Se encaminó hacia el espejo y allí estaba, la marca de la arruga en un rostro que las lágrimas habían enrojecido alrededor de unos ojos aún más rojos.

Bordado con estambre rojo.

¿Quién había dicho eso? ¿Una tía? ¿Toni? ¿Mamá? ¿Él?

Estuvo muy ocupada hablando consigo misma.

—¡Esto no servirá para nada, alma mía! Debemos reparar los daños, ¿no te parece? El primer deber de una joven consiste en empinarse como un pirulí como un bonito bollo y qué pensaría si no nuestro querido prometido o nuestro querido amigo. O nuestro querido…

Alguien subía por la escalera de madera pisando muy suavemente. Los pies casi no hacían ruido y el peso sólo producía un levísimo crujido. Vio aparecer una cabeza, un rostro, los hombros. Era una cabeza coronada de cabello oscuro y rizado como el suyo. Los ojos que se veían más abajo en el rostro delicado también eran oscuros. Un pañuelo de cuello, una larga gabardina abierta para exhibir un traje con pantalones demasiado elegante para Greenfield, con las perneras calzadas en las cañas de unas botas largas, de tacones altos.

La joven se apartó de la escalera y se quedó mirándola inexpresivamente. Sophy le devolvió la mirada. Ninguna de las dos dijo nada.

Sophy hurgó dentro del bolso que habitualmente llevaba colgado del hombro, sacó el lápiz de labios y un espejo, y se afanó en retocar su rostro. Tardó bastante. Cuando quedó satisfecha, volvió a guardar los artículos de maquillaje en el bolso y se sacudió las manos. Habló con la mayor naturalidad.

—No podría recoger el mío tan fácilmente debajo de una peluca. Y lentes de contacto, además. ¿O te lo has cortado?

—No.

—Palestina. Cuba. Y después… sé de dónde has venido.

Una voz débil, lejana, desde atrás del rostro donde el maquillaje había dibujado un rostro nuevo.

—Obviamente.

—¿Le toca el turno a Inglaterra, verdad? ¡Esos bastardos petulantes deslumbradores!

—Estamos pensando. Estudiando el terreno.

Como para confirmar sus palabras, Toni empezó a discurrir por la habitación, mirando los tramos de pared donde habían estado las ilustraciones. De repente, Sophy experimentó una suerte de júbilo que nació en el fondo de su ser y burbujeó, incontenible.

—¿Lo has visto?

Toni meneó la cabeza. Arrancó el resto de una foto que seguía adherido al revoque. El júbilo burbujeante seguía subiendo y subiendo.

—Dijiste «Nosotros te necesitamos». ¿Y bien?

—¿Y bien?

—Tienes hombres. Dinero. Debes de tenerlos.

Sin mover los pies, Toni se bajó y se sentó sobre el extremo del sofá, muy lentamente. Esperó. Sophy miró por la claraboya y hacia las ventanas ciegas de la vieja casa.

—Tengo acceso. Y un proyecto. Información. Está en venta.

Ahora ella, a su vez, se sentó lentamente en el sofá y enfrentó las enigmáticas lentes de contacto.

—Mi querida, querida Antonia. ¡Otra vez lo mismo! Lo seremos todo la una para la otra.