Durante todo ese día le pareció a Sophy que nada podía ser más tonto que tener que decirle a la gente cuánto le costaría volar a Bangkok o cómo se podía llegar a Margate desde Aberdeen; o cómo se podía viajar de Londres a Zürich con una escala intermedia; o cómo se podía transportar un coche a Austria… no sólo todo lo tonto que podía ser sino cada vez más tedioso a medida que se deslizaba el día. Cuando terminó el trabajo volvió deprisa a la casa y controló el reloj hasta que le pareció posible que estuviera abierta la discoteca y enfiló hacia allí. De vez en cuando corría un trecho, como si temiera llegar demasiado tarde y no demasiado temprano. Pero Gerry no estaba allí. Y Gerry no estaba allí. Y Gerry seguía no estando allí. Por fin bailó un poco y rechazó mecánicamente las invitaciones con una sonrisa que parecía copiada de una estatua. Se dio cuenta de que todo era intolerable, todo además muy, muy imposible; y sin llegar a ser truculenta —¡cómo podían volver a aflorar las viejas ideas!— si un hombre no está donde quieres que esté, sólo te queda una alternativa.
A la mañana siguiente, en lugar de ir a trabajar fue directamente al domicilio que le había dado Gerry. Él se despertó, al oírla en la puerta. Le abrió torpemente la puerta, con los ojos semicerrados. Ella entró de soslayo con su cargamento de bártulos metidos en bolsas de compra. Tenía en la punta de la lengua una disculpa por su propio desaliño, pero la desechó cuando vio y olió la habitación.
—¡Puf!
Él se avergonzó a pesar de sí mismo.
—Disculpa el desorden. Tampoco me he afeitado.
—No te afeites.
—¿Me quieres sin o con?
Era la resaca. Él intentó manosearla con una especie de libidinosidad automática pero Sophy interpuso un bolso.
—Ahora no, Gerry. He venido para quedarme.
—Jesús. Tengo que mear. Y afeitarme. Oh, demonios. Prepara un poco de café, ¿quieres?
Sophy se ajetreó en el rincón mugriento donde estaba el fregadero. Eso podía catalogarse como un apartamento si cerrabas un ojo y —esto lo pensó mientras dejaba espacio para la cafetera— si podías cerrar la nariz. De todas maneras decían que los hombres eran menos sensibles a los olores.
El mismo Gerry se higienizó asombrosamente bien. Cuando estuvo vestido además de afeitado, Sophy se sentó en la silla y él en la cama deshecha y se miraron el uno al otro por encima de los tazones de café. Él era satisfactoriamente más alto que ella pero algo esmirriado y desmañado, con una cabeza y una cara que a la luz del día, eran… bueno, no exactamente bellas, ni tampoco atractivas, ¿así que por qué molestarse? El ritmo —y como si hubiera visto la palabra en la cabeza de ella, después de haber penetrado más allá de los reflectores, él inició una especie de silbido desprovisto de modulación, el esbozo de una tonada y una percusión con un dedo sobre el costado de su tazón de café— el ritmo era todo para él, en razón de lo cual…
—Gerry, me he quedado sin trabajo.
—¿Te despidieron?
—Me fui. Era demasiado aburrido.
El esbozo de tonada se interrumpió, y lo sustituyó un silbido de sorpresa que sí alcanzó alguna modulación. Arriba estalló una breve reyerta y se oyó un par de golpes sordos seguidos por un relativo silencio.
—Un vecindario envidiable. Espera un momento.
Gerry dejó su café sobre la mesa, extrajo un magnetófono y lo activó. El aire cimbró. Más tranquilo, él retomó el ritmo, meciendo la cabeza hacia atrás y adelante, con los ojos circunstancialmente cerrados, con los labios carnosos apretados; labios que… que evitarían la palabra obscena que ella tampoco usaba nunca de modo que ése no podría ser un apareamiento como el de los patos, ¿verdad?
—¿Quién era entonces ese pájaro con el que estabas?
—No era un pájaro, cariño. Un tipo que conozco.
Los ojos de Gerry se dilataron, grandes, oscuros, y le sonrió a Sophy alrededor de ellos. ¿Qué chica podía desentenderse de esa sonrisa, de esos ojos, de ese cabello oscuro que se volcaba hacia adelante…?
—¿Sí?
—Una noche muy movida.
—¿Eso es todo?
—Palabra de oficial y caballero.
—Así que eso…
—Eso. ¿Quieres ver mi credencial? Una vez que te la confieren es tuya aunque pidas la baja. Alférez. Imagina lo que se siente cuando te disparan en el Ulster. ¡Pam!
—¿Te dispararon? ¿De veras?
—Bueno, me habrían disparado si me hubiera quedado.
—Lamento no haberte visto con uniforme.
La atrajo hacia la cama y la abrazó con fuerza. Ella le devolvió el abrazo y lo besó. Los gestos de él se hicieron más íntimos.
—Ahora no, Gerry. Es demasiado temprano. Más tarde no serviré para nada.
—No hay nada que hacer más tarde. No hasta que abran.
Al mismo tiempo le quitó las manos de encima.
—Escucha, cariño. Tendrás que inscribirte en la nómina del seguro de desempleo. Pero yo confiaba en que me darías una ayuda esporádica.
Ella lo mimó para demostrarle su agradecimiento por lo que compartían desde esos primeros segundos. La aceptación total de lo que era cada uno, o de lo que cada uno pensaba que era el otro.
—Será mejor que disimulemos que vivimos juntos.
—Oh. ¿Así que vivimos juntos?
—Pura ganancia, desde el punto de vista matemático.
—Y siempre podrías obtener algún beneficio accesorio.
—¿Mmm?
—Una lámpara roja en la ventana.
—Se parece demasiado al trabajo. Yo he… bueno. ¿Y tú?
—Un mercado con altibajos. ¿Conoces alguna vieja rica?
—No.
—Antes las había a montones. Anoche hablábamos de eso. Actualmente sólo hay viejecitas pobres. Es injusto para los oficiales noveles. No, cariño. Hay que optar entre la seguridad social o el pam pam.
—¿El pam pam?
—La vida de mercenario. Te designan por lo menos capitán si puedes presentar pruebas de que eres oficial de la Guardia de Su Majestad. Pilas de dinero.
—Eso está muy bien…
—¿De veras, Dios mío? No es tan tentador si te hieren o te capturan. Hubo una época en que no te herían ni te capturaban. Los negros de mierda respetaban las jerarquías. Ahora te despanzurran igual que a esos pobres desgraciados. Por otra parte, tengo perspectivas, una especie de… no. No te diré nada, mi muñeca charlatana.
Ella lo tomó por los brazos y lo sacudió.
—¡Nada de secretos!
—¿Quieres librarte de mí? Tú necesitas mi seguro de desempleo tanto como yo necesito el tuyo.
Ella se desplomó riendo sobre el pecho de él. Las palabras brotaron atropelladamente.
—¡Gracias a Dios no debo seguir fingiendo!
Durante un día o dos, entre los trámites en la Oficina de Empleos y los esfuerzos por convertir el apartamento de Gerry en un lugar habitable para dos personas, Sophy pasó bastante tiempo lejos de él y pensando en él. No, en verdad, no usaban, no debían usar la palabra obscena, la que designaba eso que era espléndido por donde se lo mirara, pero igualmente, cuando eres joven y te has dicho cuán absurdas son tantas cosas, no puedes dejar de echar una mirada esporádica a la situación presente y preguntarte: ¿será esto? Examinas el hecho curioso de que este mellizo, este mellizo descubierto, podía indignar sin por ello fastidiar. Existían aquellos momentos en que un hecho cómico los impresionaba a los dos y caían el uno hacia el otro, abrazándose y riendo sin necesidad de decir nada… y también aquellos momentos en que una sonrisa en torno de esos grandes ojos, o la caída de un mechón de cabello sobre su frente podía trocarse en una sensación de dulzura en el estómago… ¡oh, vaya si era dulce!
Y mientras esperaba frente a la ventanilla, detrás de la cual estaba apostado el servidor sin rostro del público desocupado, su alma proclamaba en voz alta: «¡Eres dulce!», sólo para caer en picado cuando el rostro se iluminaba con una sonrisa atónita y después adquiría una tonalidad escarlata. Además, pensaba Sophy, mientras entregaba el impreso relleno, además sé que no trabaja porque no puede trabajar, porque no lo lleva en el alma. ¿Cómo podría trabajar un niño? Ahora que nos tiene por entero a mí y a mi cuerpo, lo que espera inconscientemente es que le regalen la caja de cubos o el tren de juguete…
La cuarta noche, Gerry le habló de su amigo Bill.
—Un tipo raro. Casualmente a él sí le dispararon. Se cargaron a su oficial así que él abrió fuego y se cargó a media docena de ellos.
—¿Mató realmente?
—¡Lo licenciaron por eso! ¡Imagínate! ¿Para qué diablos creen que están los soldados?
—No sé de qué hablas.
—Dijo que era formidable. Bárbaro. Y es lógico, ¿no te parece? Todos esos millones… no lo harían si no fuera natural hacerlo. Por el amor de Dios. ¡Jesús! Lo digo en serio.
—Oh, tú… ¡sí, sí!
—Todo fue una condenada estupidez.
—Este amigo tuyo, Bill…
—Es un poco bruto, si es que me entiendes. Pero nadie pretende que los soldados rasos se expriman la mollera, ¿no te parece? El grado perfecto, diría yo. Terminó con una guerrera roja en Chelsea. ¡Y después lo echaron a puntapiés!
—¿Pero por qué?
—¿No acabo de explicártelo? Disfrutó mientras lo hacía, sabes. Le gusta matar. El hombre ideal. Entonces le dijeron que no debería haberlo hecho, según me contó. Aparentemente ellos pensaban que sus jodidos ojos deberían haber llorado a mares. Y disculpa el lenguaje.
—Me recuerda al tío Jim. ¿Era australiano?
—Británico hasta la médula.
—Me gustaría conocerlo.
—Pues lo conocerás. No es un tipo atractivo como yo, cariño, pero recuerda quién es el dueño de esta perrita.
—Ojo que muerdo.
Y eso fue lo que hizo.
Se reunieron con Bill en una taberna. Tenía un poco de dinero, apenas el suficiente para ellos tres, y la versión que dio acerca de su origen no fue muy clara. Era mucho mayor que Gerry pero lo trataba con tremendo respeto e incluso lo llamó «señor» una o dos veces, detalle que hizo sonreír a Sophy. Físicamente se parecía un poco a Gerry, aunque tenía una frente más pequeña y una mandíbula más grande.
—Gerry me habló de ti.
Bill se quedó muy quieto. Gerry acotó:
—Nada que pueda molestarte, amigo. Eso ya ha pasado…
—Claro que no lo molesta, ¿no es cierto, Bill?
—¿Es realmente de confianza, señor, Gerry?
—¿Cómo es eso, Bill?
—¿Cómo es qué, señorita, Sophy?
—Matar gente.
Se produjo un prolongado silencio. Gerry se estremeció de pronto y después bebió largamente, sin parar. Bill la escudriñó impasible.
—Nos dan municiones.
—Balas, las llamarías tú, cariño. Munición de guerra.
—Quiero decir… ¿fue algo más o menos encauzado? ¿Todo estaba preparado con anticipación, de modo que cuando lo hiciste fue como encontrar una piedra lista para ser arrojada… por así decir?
—Nos impartieron instrucciones.
Esta vez fue ella quien se quedó un rato callada. ¿Qué es lo que quiero saber? ¡Quiero saber la verdad acerca de los guijarros y el silbido del transistor y el desgaste, el desgaste, el infinito desgaste!
—Estoy harta de todo lo que dicen. De que finjan que la vida es lo que no es. Quiero… ¡quiero saber!
—No hay nada que saber, cariño. Lo que es. Cama y comida.
—Es cierto, señor, Gerry. Hay que enfrentar los hechos.
—¿Y qué ocurre?
—Bill. Creo que se refiere a lo que ocurre cuando te cargas a alguien.
Entonces se produjo una nueva pausa. Mientras lo observaba, Sophy vio que una vaga sonrisa afloraba en el rostro de Bill. Éste desvió la mirada. La deslizó por el cuerpo de ella, y después recorrió el trayecto inverso hasta fijarla una vez más en sus ojos. A continuación la desvió nuevamente. Ella comprendió, con un ligero cosquilleo en la piel, qué era lo que sucedía. Pronunció las palabras dentro de su cabeza. ¡Le gusto! ¡Oh, cuánto le gusto!
Bill miraba a Gerry.
—Las golfas son todas iguales.
Volvió a mirarla con la vaga sonrisa de comprensión aleteando en torno de la boca.
—Aprietas, ¿sabes? ¡Pip! El tipo se cae.
—Todos se caen, cariño. No tiene importancia. Así como así.
—¿Duele? ¿Dura mucho? Hay algo… hay gran…
La sonrisa se ensanchó para trocarse en otra de conocimiento más preciso.
—No si el disparo es certero, ¿entiendes? Uno se retorció. Le metí otro. Finis.
—Es una cuestión muy técnica, mi querida Sophy. No atormentes tu linda cabecita. Deja esto por cuenta de las espléndidas bestias masculinas. A ti no te concierne.
Bill asentía con movimientos de cabeza y le sonreía mirándola a la cara como si se entendieran recíprocamente. ¡Oh cuánto le gusto; y no te lo permitiré, pensó íntimamente, ni con una pértiga, como dice la gente, pedazo de animal!
Sophy desvió la vista.
Pronto fue obvio que los dos hombres no se habían encontrado sólo para tomar un trago. Después de algunos circunloquios se interrumpieron, mientras Bill volvía a mirarla. Gerry le palmeó el hombro.
—Oye, muñeca, ¿qué te parece si vas a empolvarte la naricita?
—¡Empólvate lo que te cuelga, cariño!
—Jo —exclamó Bill, tratando de imitar la voz de una niña de la alta sociedad—. Empólvate lo que te cuelga. Lo siento, señorita, Sophy, quiero decir.
Pero ella se fue, porque no importaba mucho y porque olfateaba un secreto que desentrañaría más tarde.
Al día siguiente Gerry dijo que tenía una cita y estaba muy excitado y temblaba un poco. Fue entonces cuando Sophy descubrió que él consumía píldoras, unos diminutos comprimidos negros que se podían esconder bajo la uña del pulgar o entre dos tablas. Esa noche volvió muy tarde. Estaba pálido y exhausto y ella le tomó el pelo, comentando que debía de haber estado con una hembra muy especial, pero muy especial. Sin embargo supo de qué se trataba cuando él volvió a deslizar en el cajón una pistola, auténtica o simulada. Fornicaron y terminaron en la cama estrecha con la cabeza de él sobre el pecho desnudo de ella. De cualquier forma al día siguiente él volvió a ser el Gerry de siempre y exhibió un fajo de billetes que dijo haber ganado en el canódromo, olvidándose, al parecer, de que Sophy había visto la pistola. Así fue como se descubrió el pastel. Él y Bill daban un golpe de vez en cuando. Lo pasaban en grande durante uno o dos días. Una vez salieron con Bill y su amiguita de turno. Era una payasa, Daisy, una punk, con tacones de quince centímetros, traje barato con pantalones, cara blanca como la muerte, maquillaje de luto alrededor de los ojos, cabello pajizo que parecía una gavilla, pegado por un lado y erizado y duro por el otro. Sophy pensó que con un encuentro bastaba, pero resultó que ella tenía algo que ver con las píldoras negras de Gerry.
Gerry la llevó a otra fiesta sin Daisy ni Bill, pero con algunos personajes muy raros. Se celebraba en un auténtico apartamento con varias habitaciones. Proliferaban la música y las conversaciones y el licor y fueron ellos dos solos, porque Gerry dijo que la cara de Bill no encajaría. Quiso que ella se comportara como una niña de la alta sociedad y seria en razón del hombre con el que debía relacionarse, pero los planes fallaron de manera muy extraña. Quiso la suerte que cuando el ruido se transformó en un pandemónium festivo algunas personas empezaran a jugar un juego absurdo con una hoja de papel en la que había una mancha de tinta. Había que decir a cuántas cosas se parecía y algunas de las respuestas eran deliciosamente obscenas e ingeniosas. Pero cuando le tocó el turno a Sophy ésta miró la configuración negra que estaba en el centro de la hoja y no sucedió absolutamente nada. Entonces y sin ningún intervalo se encontró acostada sobre el sofá y mirando el cielo raso y el bullicio de la fiesta había cesado y la gente estaba congregada alrededor de ella y mirándola. Se incorporó sobre un codo y vio a la anfitriona que se hallaba frente a la puerta abierta del apartamento y que hablaba con alguien situado fuera.
—Nada mi querida Lois, absolutamente nada.
—¡Pero esos alaridos espantosos, uno detrás de otro!
Gerry se la llevó consigo y le explicó que el exceso de calor le había provocado un desmayo. Sophy tardó uno o dos días en descubrir lo que le había sucedido y entonces entendió por qué le dolía la garganta. Pero esa noche, después que hubieran dejado la fiesta, Gerry dijo que necesitaban un poco de tranquilidad. De modo que la noche siguiente los encontró plácidamente sentados en una taberna, bebiendo y mirando el televisor montado en lo alto de un rincón. En verdad, Sophy, intrigada por sus tinieblas interiores, empezó a pensar que ése era un lugar demasiado silencioso y sugirió que se fueran a otra parte. Pero Gerry le dijo que tuviera paciencia. Miraba la pantalla fijamente y sonreía.
—¡Jesús!
—¿Qué sucede?
—¡Fido! ¡Mi viejo amigo Fido!
Se trataba de un espectáculo de ejercicios gimnásticos en local cerrado. Un hombre joven con el cuerpo ondulado por el relieve de tendones y músculos practicaba en las anillas. Sophy lo encontró idéntico a todos los otros jóvenes competidores, pero quizás ello se debía a su expresión de tenaz empeño.
—¡Fido! Estuvo conmigo en…
—¿Estuvo?
—Ahora es maestro. Principiante. En una escuela de postín. Wandicott.
—Conozco Wandicott. O mejor dicho la conocí. Está en nuestra comarca, pasando Greenfield.
—¡Qué buena demostración, Fido! ¡Eres un tipo estupendo! Dios mío, suda como el asado de los domingos.
—¿Para qué lo hacen?
—Para exhibirse delante de las chicas. Para ganar trofeos. Para ascender en el escalafón. Por la salud, la riqueza, la fama… el espectáculo ha terminado.
Sophy persuadió a Gerry y Bill para que la dejaran colaborar. Daisy no fue, no quiso ir, ése no era su mundo. Desvalijaron tres tiendas y recaudaron sólo algo más de doscientas libras. A Sophy le pareció que el riesgo era pavoroso y los convenció de que convenía probar las tiendas de los paquistaníes. Ciertamente eso aumentó durante un tiempo las satisfacciones del oficio. Los paquis desfallecían cuando Gerry les apuntaba con su falsa pistola. Sophy perfeccionó la técnica al hacerle decir a Bill que la organización les volaría las tiendas si oponían resistencia. Era divertido ver cómo los paquis metían puñados de billetes en el bolso como si se tratara de incienso o golosinas. No les bastaba el tiempo para deshacerse del dinero.
Sophy hizo algunos cálculos aritméticos, colocando el riesgo en un término de la ecuación y el dinero en el otro.
Habló con Gerry en la cama.
—No conviene, sabes.
Él le bostezó en el oído.
—¿Qué es lo que no conviene?
—Vaciar la caja.
—¡Alma de Dios! ¿Te lo prohíbe la religión?
—Demasiadas probabilidades de que nos pillen.
—Una sobre cien.
—¿Y cuando hayas desvalijado cien tiendas?
Se produjo una larga pausa.
—Quiero decir… ¿quiénes tienen el dinero? Me refiero al dinero grande. Al capital necesario para establecerte durante el resto de tu vida, para conquistar la libertad, para ir a donde se te antoje, para hacer lo que te dé la gana…
—Bancos no, muñeca. Han aprendido demasiado. La tecnología avanzada.
—Los árabes.
Ella vio cómo Gerry se estremecía de risa.
—La invasión está sencillamente descartada. Necesitaríamos a los tres servicios de inteligencia. Buenas noches, encanto.
Ella le acercó los labios al oído y soltó una risita al pensar en la iniquidad de su idea.
—¿A qué escuela envían a sus hijos?
Esta vez la pausa fue aún más prolongada. Gerry la rompió al fin.
—Dios y rediós. Como diría Bill. ¡Jesús!
—La escuela Wandicott, Gerry. Donde trabaja tu amigo. Allí pululan. Príncipes… lo que tú quieras.
—Dios mío. Estás… estás realmente…
—Tu amigo… ¿cómo dijiste que se llama… Fido? Gerry… podríamos pillar a un chico y esconderlo y pedir… podríamos pedir un millón, mil millones y los pagarían, tendrían que pagarlos… tendrían que pagarlos o nosotros lo… Gerry bésame ahora mismo sí tócame jódeme tendríamos un príncipe en nuestro poder y lo negociaríamos y si eso me gusta más estaría oculto y amarrado y amordazado y si oh si ah nada nada nada sigue y sigue y sigue y sigue oh oh oh…
De modo que volvieron a quedar tumbados el uno junto al otro, ella con el brazo atravesado sobre el pecho de Gerry que parecía desquiciado y confundido en la oscuridad. Entonces cuando la respiración de él se normalizó Sophy lo sacudió… lo sacudió con fuerza.
—No estaba bromeando ni fingiendo. No fue sólo una idea pasajera. Lo digo en serio. ¡Basta de malgastar el tiempo con las tiendas! ¡Tanto daría robar botellas de leche!
—Es demasiado.
—No es demasiado para nosotros, Gerry. Es lo justo para mí. Si continuamos desvalijando tiendas nos atraparán porque es una insignificancia. Pero esto… Bastará un gran golpe, algo tan monstruoso que nadie se molestará en defenderse…
—Es demasiado. Y quiero dormir.
—Yo quiero hablar. No seguiré con las tiendas. Es irrisorio. Si quieres conservarme lo harás… ¡podríamos ser ricos hasta el fin de nuestras vidas!
—Nunca.
—Escucha, Gerry. Por lo menos podríamos ir a echar un vistazo a la escuela. Saludaríamos a tu amigo Fido. Tal vez accedería a ayudarnos. Podríamos ir a tantear el ambiente…
—Jamás.
—Iremos allí y veremos qué se puede hacer.
—No.
Hubo una larga pausa que esta vez ella optó por no romper. Entonces, cuando él volvió a respirar rítmicamente, Sophy habló consigo misma, en silencio.
Oh claro que lo haremos, amor mío. ¡Ya verás!