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Había una zona situada al este de la Isle of Dogs en Londres que encerraba una combinación insólita, incluso para ese medio. Entre los rectángulos de agua circundados de muros, las barracas, las vías de ferrocarril y las grúas giratorias, había dos calles de casas humildes con dos tabernas y dos tiendas intercaladas. Las moles de los buques de carga se alzaban sobre las casas donde se habían hablado tantos idiomas como familias vivían allí. Pero en este preciso instante no era mucho lo que se decía, porque toda el área había sido evacuada oficialmente y ni siquiera se habían congregado muchos espectadores en torno a un barco alcanzado por las bombas e incendiado. Sobre el cielo de Londres se desplegaba una especie de palio compuesto por la tenue luz blanca de los reflectores, salpicada de trecho en trecho por los globos de la barrera antiaérea. Estos globos eran lo único que los reflectores descubrían en el cielo, y las bombas parecían caer misteriosamente de la nada. Caían dentro o alrededor de la gran hoguera.

A los hombres apostados cerca de las llamas no les quedaba otra alternativa que la de mirar cómo ardían, incontroladas. Las cañerías maestras estaban rotas y los únicos obstáculos con los que tropezaba el incendio en su camino eran los tramos dispersos donde el fuego lo había devorado todo otras noches.

En un punto situado sobre el límite norte del gran incendio, un grupo de hombres permanecía junto a un camión de bomberos descalabrado y contemplaba lo que, incluso para gente tan experimentada como ellos, era un nuevo espectáculo. Bajo el palio de los reflectores se había erigido por sí misma, en el aire, una estructura. Era menos nítida que los rayos de luz pero mucho más brillante. Era un resplandor, un arbusto ardiente a través del cual o más allá del cual se esbozaban más débilmente los delgados rayos. Los límites de este arbusto eran nubes de humo sutil que se iluminaban desde abajo hasta que también ellas parecían hechas de fuego. El centro del arbusto, donde habían estado las callejuelas, tenía un color más radiante. Centelleaba constantemente, pero su brillo se mitigaba o intensificaba de tanto en tanto, a medida que se desmoronaban las paredes o se hundían los techos. En medio de todo ello —el rugido del fuego, el rumor de los bombardeos que se alejaban, el estrépito del derrumbe— se oía de cuando en cuando la explosión cortante de una bomba de acción retardada que estallaba entre los escombros, explosión que a veces quedaba tan ahogada por las ruinas que sólo producía ruido.

Los hombres que permanecían junto al camión averiado en el nacimiento de una calle de la parte norte que se internaba rumbo al sur en el incendio estaban sumidos en el anonimato del silencio y la inmovilidad uniformes. Unos veinte metros, detrás de ellos y a su izquierda se veía el cráter de la bomba que había cortado el suministro local de agua y que de paso había inutilizado el camión. En el foso aún surgía un chorro, pero menguante, y el largo fragmento de carcasa que había partido una rueda trasera descansaba junto al vehículo, casi suficientemente fría como para que pudieran tocarla. Pero los hombres se desentendían de ella, así como de otras muchas pequeñeces —la carcasa, el chorro, algunas fantasías de la catástrofe— que habrían atraído a una multitud en época de paz. No apartaban su mirada del interior del arbusto, del horno, calle abajo. Se habían separado de los muros y nada, excepto una bomba, podría haberles caído encima. Curiosamente, este último riesgo era el menor de su oficio y casi se podía descartar en medio del desmoronamiento de los edificios, las trampas de los sótanos, las explosiones secundarias del gas y los combustibles, las emanaciones venenosas que brotaban de una docena de fuentes distintas. Aunque hacía poco que había empezado la guerra ya tenían experiencia. Uno de ellos sabía lo que significaba ser atrapado por una bomba y liberado por otra. Ahora las contemplaba con una especie de neutralidad, como si se tratara de fuerzas de la naturaleza, tal vez de meteoritos, que en determinadas épocas acribillaban el territorio circundante en grandes cantidades. Algunos miembros de la dotación eran aficionados novatos. Uno era músico y ahora tenía el oído bien afinado para percibir e interpretar los sonidos de las bombas. La que había reventado las cañerías maestras y desbaratado el camión lo había encontrado precaria pero suficientemente guarecido y el músico ni siquiera se había agachado. A él, como al resto de la dotación, le había interesado más la siguiente de la serie que había caído en un punto más lejano de la calle, entre ellos y el incendio, donde yacía ahora en el fondo de su foso, ya fuera porque no iba a estallar o porque era de acción retardada. El músico se hallaba del lado del camión que no había resultado destrozado, mirando como los demás calle abajo. Mascullaba algo.

—No soy feliz. No. Sinceramente, amigos, no soy feliz.

En verdad ninguno de ellos era feliz, ni siquiera su jefe, que apretaba los labios con tanta fuerza. Porque en razón de quién sabe qué transferencia de esfuerzo que provenía de ellos, o de un esfuerzo muscular localizado, le temblaba la barbilla. Sus hombros no eran indiferentes. El otro aficionado, un librero que estaba junto al músico y que nunca podía evitar una sensación de incredulidad cuando se ponía su uniforme de guerra, se hallaba en condiciones de calcular las probabilidades matemáticas de su actual supervivencia. Había visto cómo se le caía encima una pared de seis pisos de altura, en una sola pieza, y se había quedado inmóvil y preguntándose por qué seguía vivo. Descubrió que el marco de ladrillos de una ventana del cuarto piso lo había encuadrado perfectamente. Como los otros, ya había trascendido el punto en que se podía describir la magnitud del propio miedo. Vivían todos en un estado de terror decantado, en el cual las condiciones meteorológicas de ayer, las Intenciones del Enemigo en esa misma noche, la seguridad relativa o el peligro espantoso de la hora siguiente, eran los elementos que gobernaban la vida. El jefe cumplía las órdenes hasta donde ello era viable, pero cuando el pronóstico meteorológico que le pasaban por teléfono indicaba que no podría haber ataques aéreos, se sentía tan aliviado que lloraba y se echaba a temblar.

De modo que allí estaban esos hombres valiosos, escuchando el ronquido de los bombarderos que se alejaban y empezando a intuir que aunque todo era indescriptiblemente pavoroso ellos vivirían un día más. Miraban todos juntos hacia la calle estremecida y el librero, aquejado por una visión romántica del mundo clásico, pensaba que la zona de los muelles se parecía a Pompeya, si bien Pompeya había sido cegada por el polvo en tanto que allí había en todo caso demasiada claridad, una luminosidad vergonzosa e inhumana donde terminaba la calle. Tal vez al día siguiente todo estaría reducido a muros oscuros, lóbregos, sucios, descalabrados, y a ventanas ciegas, pero en ese mismo momento había tanta luz que hasta las piedras parecían semipreciosas, una versión de la ciudad infernal. Más allá de las piedras semipreciosas, allí, donde el núcleo del incendio tiritaba en lugar de palpitar, todos los objetos materiales, los muros, las grúas, los mástiles, incluso la calle misma, se fusionaban en la luz devastadora como si en esa dirección se estuviera derritiendo y ardiendo la sustancia misma del mundo con todos sus elementos menos combustibles. El librero se encontró pensando que después de la guerra, si alguna vez había un después de la guerra, tendrían que reducir el precio de la entrada a las ruinas de Pompeya porque muchos otros países tendrían sus propios testimonios flamantes del desquiciado oficio de vivir.

Hubo un rugido súbito que se destacó en medio del estrépito restante. Una cortina roja de llamas aleteó cerca del núcleo blanco del incendio y fue devorada por éste. En alguna parte había estallado un depósito de algo, o un sótano lleno de carbón había destilado su propio gas que había invadido una habitación cerrada, se había mezclado con el aire, había llegado al punto de inflamación… Eso era, pensó sagazmente el librero, ya lo bastante seguro como para enorgullecerse de su sagacidad. Qué extraño es, se dijo, después de la guerra tendré tiempo para…

Miró rápidamente en torno buscando madera. Y allí la tenía, un trozo de listón de un techo, muy cerca de su pie, así que se agachó, lo levantó y lo arrojó lejos. Cuando se enderezó, vio que el músico asistía atentamente al incendio con los ojos y no con los oídos, y empezaba a mascullar nuevamente.

—No soy feliz. No, no soy feliz…

—¿Qué te pasa, amigo?

El resto de la dotación también escudriñaba el fuego con más atención. Todos los ojos estaban fijos, las bocas estaban comprimidas. El librero se volvió para mirar en la misma dirección que los demás.

El fuego blanco, que viraba al rosa pálido y después se coloreaba de rojo sangre y nuevamente de rosa donde se confundía con el humo o las nubes, parecía la esencia permanente de ese lugar.

Los hombres seguían mirando.

En el final de la calle o donde ahora, hablando en términos humanos, ésta ya no formaba parte del mundo habitable —en ese punto donde el mundo se había trocado en un horno abierto, en un punto donde los fragmentos dispersos de fulgor se condensaban para formar un poste de alumbrado aún en pie, un buzón, algún escombro de perfiles excéntricos—, allí mismo, donde la calle con apariencias de pedernal se transformaba en luz, algo se movía. El librero apartó la vista, se frotó los ojos y después volvió a mirar. Conocía la mayoría de las alucinaciones, los objetos que parecían cobrar vida en un incendio: las cajas o los papeles que se movían impulsados por ráfagas localizadas de viento, las contracciones y expansiones que el calor producía en los materiales y que podían remedar movimientos musculares, el saco sacudido por ratas o gatos o perros o pájaros chamuscados. De pronto, experimentó un deseo violento de que fueran ratas, aunque se habría conformado con un perro. Giró nuevamente para colocarse de espaldas a lo que estaba seguro de no haber visto.

Fue una circunstancia notable que el capitán del grupo fuera el último en mirar. Le había vuelto la espalda al incendio y contemplaba el camión inutilizado con ese sentimiento que le inmovilizaba la barbilla. Los otros hombres atrajeron su atención por el sólo hecho de no querer atraerla. Se desentendieron del incendio con demasiada indiferencia. En tanto que antes una serie completa de ojos, un conjunto de ellos había escrutado el extremo fundido del mundo, ahora ese conjunto contemplaba las ruinas nada interesantes de un incendio previo, en dirección contraria, y el chorro menguante de agua que brotaba en el cráter. Fue un puro ramalazo de sensibilidad aguzada, un sentido afinado por el miedo el que hizo que el capitán mirara inmediatamente no hacia donde miraban todos sino en la dirección opuesta.

Calle abajo, a dos tercios de la longitud de ésta, parte de una pared se desmoronó y sus escombros se esparcieron de un lado al otro del pavimento, de manera que algunos fragmentos atravesaron la calzada rodando como bolos. Uno de ellos se estrelló nada menos que con un cubo de basura que había quedado en pie en la acera de enfrente y su estructura reverberó con un ruido metálico.

—¡Dios mío!

Entonces los otros se volvieron de nuevo hacia él.

El ronquido de los bombardeos se estaba apagando. El toldo de luces blancuzcas desplegado a más de siete mil metros de altura había desaparecido; se había borrado en un santiamén, pero la luminosidad del gran incendio brillaba tanto como antes, o quizá más aún, Ahora su aureola rosada se había ensanchado. Los colores azafranados y ocres habían dejado paso al rojo sangre. La vibración del núcleo blanco del incendio se había acelerado hasta superar la capacidad del ojo para analizarla y hasta transformarse en un fulgor portentoso. Muy por encima del fulgor y por primera vez a la vista entre dos columnas de humo iluminado se cernía el círculo acerado e intacto de la luna llena, la luna del enamorado, del cazador, del poeta; una diosa antigua y severa a la que le habían acreditado una nueva función y un nuevo título: la luna del bombardeo. Era la Artemisa de los bombardeos, más despiadada que nunca.

El librero acotó deprisa:

—Miren la luna…

El capitán lo amonestó ferozmente:

—¿Dónde creías que estaría? ¿Arriba en el Norte? ¿Es que ninguno de ustedes tiene ojos? ¿Acaso debo verlo todo por todos? ¡Miren allí!

Lo que había parecido imposible y por tanto irreal era ahora un hecho concreto y claro para todos ellos. Una figura se había condensado al salir del fondo fluctuante del resplandor. Se movía por el centro geométrico de la calzada que ahora parecía más larga y ancha que antes. Porque si tenía las mismas dimensiones que antes había que inferir que la figura era absurdamente pequeña, absurdamente minúscula, porque los niños habían sido los primeros en ser evacuados de toda esa área, y en las calles humildes y demolidas había habido tantos incendios que no quedaba un lugar donde pudiera vivir una familia. Además los niños pequeños tampoco salen caminando de un incendio que derrite el plomo y deforma el hierro.

—¡Bueno! ¿Qué esperan?

Nadie dijo nada.

—¡Ustedes dos! ¡Tráiganlo aquí!

El librero y el músico echaron a andar. Cuando se hallaban a mitad de la calle, la bomba de acción retardada estalló al pie de una barraca situada a la derecha. Su conmoción brutal sacudió el pavimento, del otro lado de la calzada, y el muro que se levantaba allí trepidó y se desplomó en un nuevo cráter. Su instantaneidad fue sobrecogedora y los dos hombres retrocedieron con paso inseguro. Detrás de ellos el polvo y el humo ocultaron la calle en toda su longitud.

El capitán bramó:

—¡Oh… Jesús!

Él mismo se adelantó corriendo, seguido por los otros, y no se detuvo hasta llegar al punto donde el aire se despejaba y donde el calor del incendio se convertía en un súbito y violento ataque contra la piel.

La figura era la de un niño, que seguía acercándose. Mientras se abrían paso trabajosamente junto al nuevo cráter lo vieron bien. Estaba desnudo y los kilómetros de luz lo alumbraban de manera desigual. Los niños caminan habitualmente deprisa, pero éste avanzaba por el centro mismo de la calzada con una especie de andar ritual, que en un adulto habría sido calificado de solemne. El capitán vio —y ahora, con una cabal eclosión de sentimiento humano— por qué este niño caminaba de esa manera. La refulgencia de su lado izquierdo no era un efecto de la luz. La quemadura era aún más visible sobre la mitad izquierda de su cabeza. De ese lado sus cabellos habían desaparecido por completo, y del otro se habían achicharrado hasta asumir el aspecto de granos de pimienta. Tenía la cara tan hinchada que sólo podía vislumbrar su camino a través de unas hendiduras minúsculas. Tal vez era un instinto animal el que lo llevaba a alejarse del lugar donde se consumía el mundo. Tal vez era la fortuna, buena o mala, la que lo impulsaba hacia el único lugar donde quizá podría sobrevivir.

Ahora, cuando estaban tan cerca que el niño no era algo implausible sino una tira de su propia carne humana, experimentaron una necesidad desesperada de salvarlo y ayudarlo. El capitán, ya indiferente a los peligros menores que podían acecharlos en la calle, fue el primero que llegó hasta el niño y le administró sus cuidados expertos y solícitos. Uno de los hombres echó a correr en dirección contraria, sin que se lo ordenaran, rumbo al teléfono situado a cien metros de allí. Los otros formaron un círculo compacto y nada profesional alrededor del niño a medida que lo transportaban, como si el hecho de estar cerca de él sirviera para suministrarle algo. El capitán estaba un poco agitado, pero rebosaba compasión y dicha. Se ajetreaba aplicando esos primeros auxilios para quemaduras de los cuales la profesión médica se retracta más o menos todos los años. Al cabo de muy pocos minutos llegó una ambulancia, a cuya dotación le comunicaron todo lo que sabían acerca del niño, o sea nada, y éste fue sacado de allí en medio de los repiques, quizás innecesarios, de la campana de la ambulancia.

Fue el más anónimo de los bomberos el que expresó el sentimiento general.

—Pobre muchacho.

De pronto todos empezaron a comentar con entusiasmo ese episodio tan increíble al que habían asistido: un niño que había salido del incendio en semejantes condiciones, absolutamente desnudo, quemado pero perseverante, caminando sistemáticamente hacia una vislumbre de seguridad…

—¡Qué muchacho tan animoso! No perdió la cabeza.

—Ahora hacen maravillas. ¿Qué me dices de los pilotos? Dicen que les dejan las caras como nuevas.

—Tal vez quede un poco encogido, por el lado izquierdo.

—Gracias a Dios mis críos están lejos de aquí. Y mi mujer.

El librero no decía nada y parecía tener la mirada perdida en el vacío. Un recuerdo aleteaba en el filo de su memoria y no conseguía atraerlo hasta un lugar apropiado para examinarlo; y también evocaba el momento en que el niño había aparecido, y en que su mala vista había recibido la impresión de que quizá no estaba totalmente allí, sino que se hallaba en un estado de, por así decir, indecisión respecto de si se trataba de una figura humana o sólo de una pizca de resplandor titilante. ¿Acaso era el Apocalipsis? Nadie podía ser más apocalíptico que un mundo consumido con tanta ferocidad. Pero no podía recordarlo bien. Entonces lo distrajo el ruido que hizo el músico al descomponerse.

El capitán había vuelto al incendio. Miraba hacia el final de la calle que en ese trance había demostrado no ser tan calurosa ni tan peligrosa como ellos suponían. Apartó bruscamente su atención de ella y la dirigió de nuevo hacia el camión.

—Bueno. ¿Qué esperamos? Querrán remolcarnos si estamos en condiciones para ello. Mason, prueba el volante y verifica si puedes zafarlo. ¡Wells, despierta! Empieza a rastrear las cintas del freno… ¡deprisa y con buen humor!

Debajo del vehículo, Wells lanzó una terrible blasfemia.

—Vamos, Wells, te pagan para que te ensucies las manos.

—¡El aceite me cayó directamente en la boca!

Un acceso de risas contenidas…

—¡Esto te enseñará a tenerla cerrada!

—¿Qué sabor tiene, Wellsy?

—¡No puede ser peor que el de la cantina!

—Ya está bien, muchachos, manos a la obra. No se trata de que los derrumbamientos hagan el trabajo por nosotros, ¿verdad?

El capitán se volvió hacia el incendio. Miró el nuevo cráter situado a mitad de trayecto, calle abajo. Vio muy claramente, en una especie de geometría interior de esto y aquello y lo de más allá, cómo habían sucedido las cosas y cómo podrían haber sucedido y por dónde habría estado corriendo él si se hubiera abalanzado apenas se había dado cuenta de que el crío estaba allí y necesitaba ayuda. Se habría metido directamente en el lugar donde ahora no había nada más que un hoyo. Se habría metido en la explosión y habría desaparecido.

Cuando una pieza cayó debajo del camión hubo un ruido metálico, seguido por otra retahíla de maldiciones de Wells. El capitán apenas lo oyó. La piel parecía habérsele congelado sobre el cuerpo. Cerró los ojos y vio o sintió fugazmente que estaba muerto; y después que estaba vivo, pero la pantalla que oculta el mecanismo interior de las cosas había fluctuado y se había movido. Después abrió nuevamente los ojos y la noche era tan normal como podía serlo una de esas noches, y comprendió que era la escarcha depositada sobre su piel y con el sagaz realismo que formaba parte de su personalidad se dijo que no convenía analizar esas cuestiones con excesivo detenimiento y que de todos modos el niño habría sufrido lo mismo y que de todos modos…

Se volvió hacia su propio vehículo averiado y vio que se acercaba el camión grúa. Se adelantó, silencioso y extraordinariamente afligido, no por el niño mutilado sino por sí mismo, una criatura también mutilada cuya mente había captado por una vez la naturaleza de las cosas. La barbilla le temblaba una vez más.

Al niño lo designaron con el número siete. Después de las operaciones a las que debieron someterlo para mantenerlo vivo mientras se recuperaba del shock, el número siete fue el primer regalo que recibió del mundo circundante. Existía una ligera duda acerca de si su silencio era orgánico o no. Podía oír, incluso con el horrible muñón de oreja de su lado izquierdo, y la tumefacción que le rodeaba los ojos no tardó en decrecer, así que veía bastante bien. Le colocaron en una posición en la que no hacía falta suministrarle demasiados calmantes, y pasó días y semanas y meses en ella. Pero, aunque el área quemada medida como porcentaje del total lo hacía improbable, lo cierto es que sobrevivió, para iniciar una larga peregrinación por hospitales especializados en una cosa u otra. Cuando por fin empezó a pronunciar palabras aisladas en inglés, fue imposible determinar si éste era su idioma materno o si esas palabras las había aprendido en el hospital. No tenía más antecedentes que el incendio. En distintos pabellones lo conocieron por los apodos de bebé, cariño, chiquitín, muñeco, dulce y bu-bú. Por fin le asignaron un nombre porque una jefa de enfermeras se puso enérgica e hizo valer su autoridad. Lo dijo enfáticamente:

—No podemos seguir llamándolo número siete a sus espaldas. Es indecoroso y ofensivo.

Era una matrona chapada a la antigua que utilizaba este tipo de palabras. Era eficaz.

La oficina correspondiente recorría rotativamente el alfabeto, puesto que el crío era sólo un testimonio más de una infancia desquiciada. La oficina acababa de endilgarle a una niña de corta edad el nombre de «Venablo». La joven espabilada a quien le encomendaron el uso de la «w» sugirió «Windup», que en inglés significa «Final», porque su jefe había exhibido algo menos que un coraje intachable durante un ataque aéreo. La chica había descubierto que podía casarse y conservar igualmente su puesto, y se sentía segura y en superioridad de condiciones. Su jefe hizo una mueca al ver el nombre y lo tachó de un plumazo, pues imaginó a una caterva de críos gritando a coro: «¡Windup! ¡Windup!». Lo sustituyó por otro de su propia cosecha, aunque cuando miró lo que había escrito no le pareció correcto y lo alteró. No hubo ninguna razón evidente para que procediera así. El nombre afloró por primera vez en su mente con el curioso efecto de haber brotado del vacío y de ser transitorio, algo que sólo veías cuando tenías la suerte de estar en el lugar donde se había posado. Era como si hubieras estado silenciosamente apostado en silencio entre la maleza y —¡oh!— se hubiese posado frente a ti la más exótica de las mariposas o de las aves durante el tiempo indispensable para que la vieras, antes de volver a remontar vuelo y desaparecer definitivamente, en línea oblicua, tal vez.

El hospital donde estaba internado el niño aceptó «Septimus» como segundo nombre, pero no lo utilizó. Quizá tenía connotaciones de «Séptico». Su primer nombre, Matthew, se convirtió en «Matty», y como «Seven», siete, seguía escrito en todos los documentos pertinentes, nadie utilizaba su apodo. Pero lo cierto es que durante varios años de su infancia todos los visitantes tuvieron que espiar entre sábanas y vendajes y mecanismos para ver algo más que la parte derecha de su cara.

A medida que le iban quitando los diversos elementos destinados a facilitar su recuperación y que empezaba a hablar con más frecuencia, se observó que tenía una extraña relación con el lenguaje. Modulaba las palabras. No sólo crispaba los puños en su esfuerzo por hablar, sino que también entrecerraba los ojos. Era como si cada palabra fuese un objeto, un objeto material, a veces redondo y liso, algo semejante a una pelota de golf que sólo a duras penas conseguía expeler de la boca, aunque al pasar le deformaba la cara. Algunas palabras eran puntiagudas y su tránsito provocaba un dolor y un esfuerzo horribles que inspiraban risa a los otros niños. Cuando le quitaron el turbante en el período comprendido entre las curaciones primarias y las operaciones cosméticas viables, el deterioro de su cráneo parcialmente exhibido en carne viva y de su oreja destrozada fueron harto chocantes. Su personalidad parecía compuesta primordialmente de paciencia y silencio. Poco a poco aprendió a controlar las angustia de la locución hasta que las pelotas de golf y los guijarros puntiagudos, los sapos y las joyas, comenzaron a pasar por su boca sin un sacrificio mucho mayor que el normal.

En los espacios ilimitados de la infancia, el tiempo era su única dimensión. Los adultos que trataban de comunicarse con él nunca lo conseguían con palabras. Aceptaba las palabras y parecía reflexionar largamente acerca de ellas y a veces las contestaba. Pero se trataba de un intercambio disociado. En esa época sólo se lo podía abordar con una técnica que trascendía los artificios conceptuales. Por ejemplo, la enfermera que lo estrechaba con sus brazos, consciente de los lugares donde su cuerpo podía soportar el contacto, descubría que el lado relativamente sano, relativamente ileso de su cabeza, se sepultaba contra el pecho de ella en un arranque de comunicación tácita. La existencia, aparentemente, tocaba la existencia. Era natural que esta chica pasará por alto todo lo demás que notaba, pues se trataba de una percepción demasiado delicada, incluso demasiado íntima, para definirla como conciencia de un síntoma. Ella sabía, respecto de sí misma, que no era particularmente inteligente ni lista. De modo que dejaba que esta percepción flotara en su inconsciente y no le prestaba especial atención, limitándose a aceptar que ahora ella conocía, mejor que otras enfermeras, la Matty-cidad de Matty. Se descubría diciéndose a sí misma ciertas cosas que encerrarían un significado para los demás y otro muy distinto para ella, en su interior.

—¡Hélo ahí a Matty pensando que puedo estar en dos lugares al mismo tiempo!

Entonces se daba cuenta de que lo que había observado había sido disipado o condenado a la inexactitud masiva por las palabras con que su mente lo había recubierto de manera accidental.

Pero eso sucedía con demasiada frecuencia y cristalizó en un esquema de ideas que ella aceptó como una especie de definición de la naturaleza de Matty.

Matty cree que soy dos personas.

Después, más tarde y aún más íntimamente: Matty cree que llevo a alguien conmigo.

En la mente de ella había un elemento sutil que comprendía que esta convicción era exclusiva de Matty y no se podía divulgar. Quizás intuía un cierto elemento sutil en la naturaleza de su propia mente que funcionaba de manera por cierto muy inusitada. Pero se sentía más apegada a este niño que a los demás y lo manifestaba en una forma que despertaba el rencor de los otros niños, porque era hermosa. Ella lo llamaba: «Mi Matty». Cuando lo hacía, observaban que, por primera vez desde que él había emergido del horno, empleaba la compleja musculatura de su rostro de modo comunicativo. El reacondicionamiento fue lento y doloroso, como si el pequeño mecanismo necesitara lubricante, pero el resultado final no dejó lugar a duda. Matty sonreía. Sin embargo, su boca permanecía constantemente torcida y cerrada, en razón de lo cual su sonrisa no era nada infantil y parecía implicar una confesión de que, si bien podía sonreír, ésta no era una práctica habitual y sería aviesa si incurría en ella con demasiada frecuencia.

Matty fue trasladado. Se resignó a ello con paciencia animal, consciente de que eso era lo que iba a ocurrir y de que no podría evitarlo. La bella enfermera hizo de tripas corazón y le dijo a Matty que él iba a ser muy feliz. Estaba acostumbrada a las despedidas. Era suficientemente joven como para pensar que él había sido afortunado al sobrevivir. Además, se enamoró y esto ayudó a distraerla. Matty tomó un rumbo y ella tomó otro. Finalmente las percepciones sutiles se eclipsaron, porque ella no las aplicaba o no podía aplicarlas a sus propios hijos. Se sentía dichosa y olvidó a Matty durante muchos años, hasta que la abrumó la edad madura.

A Matty lo cambiaron de posición para poder trasplantarle la piel de una zona de su cuerpo a otra. La suya era una condición bastante absurda, y los otros niños del hospital de quemados, ninguno de los cuales tenía muchos motivos para reír, disfrutaban de su suplicio. Los adultos se acercaban para entretenerlo y consolarlo, pero no hubo ninguna mujer que estrechara su mitad ilesa contra su pecho. Para proceder así habría tenido que contorsionarse. Su sonrisa cayó en desuso. Ahora los visitantes ocasionales podían ver una superficie relativamente mayor de su cuerpo, y al encaminarse hacia los lugares donde los aguardaban sus propios desventurados se sentían repelidos por la sórdida aflicción en que Matty pasaba sus días, y le exhibían, de soslayo, una incómoda sonrisa que él interpretaba con absoluta precisión. Cuando por fin lo zafaron de sus ligaduras y lo pusieron en pie después de haberlo reparado lo mejor posible, su sonrisa pareció haberse borrado definitivamente. La deflagración de su lado izquierdo le había producido una contracción de los tendones que el crecimiento aún no había corregido, de modo que cojeaba. El cabello le crecía sobre la mitad derecha del cráneo, pero la mitad izquierda presentaba un color atrozmente blanco, y esto parecía tan poco infantil que su aspecto calvo invitaba a olvidar su edad y a tratarlo como un adulto obstinado o sencillamente necio. Las instituciones siguieron dando vueltas en torno a él para ayudarlo, pero ya era poco lo que se podía hacer. Exploraron y exploraron su pasado, infructuosamente. A juzgar por los frutos de las indagaciones más concienzudas, podría haberlo engendrado el ingente dolor de una ciudad en llamas.