Cuando Sempere acabó de traducir el cuaderno, la primera luz del alba asomaba entre las nubes. Poco después el inquisidor, sin mediar palabra, abandonó la sala y dos centinelas entraron a buscarlo para conducirlo a una celda de la que tuvo la certeza que jamás saldría con vida.
Mientras Sempere daba con sus huesos en la mazmorra, los hombres del gran inquisidor acudían a los restos del naufragio, donde, oculto en un cofre de metal, habían de encontrar el frasco escarlata. Jorge de León los esperaba en la catedral. No habían conseguido encontrar la medalla con la supuesta lágrima de Cristo que aludía el texto de Edmond, pero el inquisidor no tuvo reparo pues sentía que su alma no precisaba de purificación alguna. Con los ojos envenenados de codicia, el inquisidor tomó el frasco escarlata, lo alzó al altar para bendecirlo y, dando gracias a Dios y al infierno por aquel don, ingirió el contenido de un trago. Transcurrieron unos segundos sin que sucediese nada. Entonces, el inquisidor empezó a reír. Los soldados se miraron unos a otros desconcertados preguntándose si Jorge de León habría perdido el juicio. Para la mayoría de ellos, fue el último pensamiento de sus vidas. Vieron como el inquisidor caía de rodillas y una bocanada de viento helado barría la catedral, arrastrando los bancos de madera, derribando figuras y cirios encendidos. Luego escucharon como su piel y sus miembros se quebraban, como entre los aullidos de agonía la voz de Jorge de León se hundía en el rugido de la bestia que emergía de sus carnes, creciendo rápidamente en un amasijo ensangrentado de escamas, garras y alas. Una cola jalonada de aristas cortantes como hachas se extendía en la mayor de las serpientes y cuando la bestia se volvió y les mostró el rostro surcado de colmillos y los ojos encendidos de fuego, apenas tuvieron valor para echar a correr. Las llamas les sorprendieron inmóviles, arrancándoles la carne de los huesos como el vendaval arranca las hojas de un árbol. La bestia desplegó entonces sus alas, y el inquisidor, San Jorge y dragón al tiempo, alzó el vuelo atravesando el gran rosetón de la catedral en una tormenta de cristal y fuego para elevarse sobre los tejados de Barcelona.