Capítulo 4

Durante meses Edmond de Luna trabajó en los planos para el gran laberinto de los libros. Hacía y rehacía el proyecto sin quedar satisfecho. Había comprendido entonces que ya no le importaba el pago, pues su inmortalidad sería consecuencia de la creación de aquella prodigiosa biblioteca y no de una supuesta poción mágica de leyenda. El emperador, paciente pero preocupado, le recordaba que el asedio final de los otomanos estaba próximo y que no había tiempo que perder. Finalmente, cuando Edmond de Luna dio con la solución al gran rompecabezas, ya era tarde. Las tropas de Mehmed II el Conquistador habían cercado Constantinopla. El fin de la ciudad, y del imperio, era inminente. El emperador recibió los planos de Edmond maravillado, pero comprendió que nunca podría construir el laberinto bajo la ciudad que llevaba su nombre. Pidió entonces a Edmond que intentase eludir el cerco junto con tantos otros artistas y pensadores que habrían de partir rumbo a Italia. «Sé que encontrará el lugar idóneo para construir el laberinto, amigo mío». En agradecimiento, el emperador le entregó el frasco con la sangre del último dragón, pero una sombra de inquietud nublaba su rostro al hacerlo. «Cuando le ofrecí este don, apelé a la codicia de la mente para tentarle, amigo mío. Quiero que acepte también este humilde amuleto, que tal vez algún día apelará a la sabiduría de su alma si el precio de la ambición es demasiado alto…». El emperador se desprendió de una medalla que llevaba al cuello y se la tendió. El colgante no contenía oro ni joyas, apenas una pequeña piedra que parecía un simple grano de arena. «El hombre que me la entregó me dijo que era una lágrima de Cristo». Edmond frunció el ceño. «Sé que no es usted hombre de fe, Edmond, pero la fe se encuentra cuando no se busca y llegará el día en que sea su corazón, no su mente, el que anhele la purificación del alma». Edmond no quiso contrariar al emperador y se colocó la insignificante medalla al cuello. Sin más equipaje que el plano de su laberinto y el frasco escarlata, partió aquella misma noche. Constantinopla y el imperio caerían poco después tras un cruento asedio mientras Edmond surcaba el Mediterráneo en busca de la ciudad que había dejado en su juventud. Navegaba junto a unos mercenarios que le habían ofrecido pasaje tomándolo por un rico mercader a quien aligerar de su bolsa una vez en alta mar. Cuando descubrieron que no portaba riqueza alguna, quisieron echarlo por la borda, pero él les persuadió para que le permitiesen seguir a bordo contándoles algunas de sus aventuras a modo de Scherezade. El truco consistía en dejarles siempre con la miel en los labios, le había enseñado un sabio narrador en Damasco. «Te odiarán por ello, pero te desearán aún más». A ratos libres empezó a escribir sus experiencias en un cuaderno. Para vedarlo de la mirada indiscreta de aquellos piratas, lo compuso en persa, una lengua prodigiosa que había aprendido durante sus años en la antigua Babilonia. A media travesía se toparon con un buque a la deriva sin pasaje ni tripulación. Portaba grandes ánforas de vino que llevaron a bordo y con las que los piratas se emborrachaban todas las noches mientras escuchaban las historias que contaba Edmond, a quien no le permitían probar gota alguna. A los pocos días la tripulación empezó a enfermar y pronto los mercenarios fueron muriendo uno tras otro víctimas del veneno que habían ingerido en el vino robado. Edmond, el único a salvo de aquel destino, los fue metiendo en los sarcófagos que los piratas llevaban en la bodega, fruto del botín de alguno de sus pillajes. Sólo cuando él era el único que quedaba con vida a bordo y temía morir perdido a la deriva en alta mar en la más terrible de las soledades osó abrir el frasco escarlata y olfatear el contenido durante un segundo. Bastó un instante para que vislumbrara el abismo que quería apoderarse de él. Sintió el vapor que reptaba desde el frasco sobre su piel y vio por un segundo sus manos cubrirse de escamas y sus uñas convertirse en garras más afiladas y mortíferas que el más temible de los aceros. Aferró entonces aquel humilde grano de arena que pendía de su cuello y suplicó a un Cristo en el que no creía su salvación. El negro abismo del alma se desvaneció y Edmond respiró de nuevo al ver que sus manos volvían a ser las de un mortal. Selló el frasco de nuevo y se maldijo por su ingenuidad. Supo entonces que el emperador no le había mentido, pero que aquello no era pago ni bendición alguna. Era la llave del infierno.