Cuentan las crónicas que cuando el hacedor de laberintos llegó a Barcelona a bordo de un bajel procedente de Oriente ya portaba consigo el germen de la maldición que habría de teñir el cielo de la ciudad de fuego y sangre. Corría el año de gracia de 1454 y una plaga de fiebre había diezmado la población durante el invierno, dejando la ciudad velada por un manto de humo ocre que ascendía de las hogueras donde ardían cadáveres y mortajas de centenares de difuntos. La espiral de miasma podía verse a lo lejos, reptando entre torreones y palacios para alzarse en un augurio funerario que advertía a los viajeros que no se aproximasen a las murallas y pasaran de largo. El Santo Oficio había decretado que la ciudad fuera sellada y su investigación había determinado que la plaga se había originado en un pozo cercano al barrio judío del Call de Sanaüja, donde una diabólica conjura de usureros semitas había envenenado las aguas, tal y como días de interrogatorios a hierro demostraron más allá de cualquier duda. Expropiados sus cuantiosos bienes y arrojados a una fosa del pantano lo que quedaba de sus despojos, sólo cabía esperar que la oración de los ciudadanos de bien devolviera la bendición de Dios a Barcelona. Cada día que pasaba eran menos los fallecidos y más los que sentían que lo peor ya había quedado atrás. Quiso empero el destino que los primeros fueran los afortunados y los segundos pronto hubieran de envidiar a quienes habían dejado ya aquel valle de miserias. Para cuando alguna voz tenue se atrevió a sugerir que un gran castigo caería de los cielos para purgar la infamia perpetrada In Nomine Dei contra los comerciantes judíos, ya era tarde. Nada cayó del cielo excepto ceniza y polvo. El mal, por una vez, llegó por mar.