CAPÍTULO OCTAVO

LA FUGA DEL ASESINO

Santer se quedó mirando al suelo con rostro sombrío y meditabundo, mientras jugaba con el cuchillo que tenía en la mano; mas este movimiento del arma no implicaba peligro alguno para mí. Yo adivinaba sus pensamientos y proyectos. La primera parte de los mismos le había fallado y le era forzoso acudir a la segunda. Hacía el criminal esfuerzos inauditos para ocultar su azoramiento, pero sin conseguirlo, como era su deseo.

La cuestión estribaba en acabar con nosotros y en apoderarse de las riquezas de Old Firehand. Estas estaban para él muy por cima del odio que nos tenía, y para lograrlas era capaz de renunciar al placer de vernos morir y hasta de ponernos en libertad, si no le que daba otro remedio. Así fue que esperé yo su última determinación sin el menor vestigio de preocupación ni miedo. Por fin volvió a levantar la cabeza y me preguntó:

—Es decir que no vas a cantar.

—No.

—¿Aunque te vaya en ello la vida?

—Menos aún, porque una muerte rápida es mucho mejor que expirar entre tormentos, como nos has prometido—. Pues bien, yo te obligaré. Veremos si tus remos son tan insensibles como los del apache.

Hizo una seña a sus tres compinches, que se adelantaron y me cogieron, llevándome al lado de Winnetou. Así pude examinar cómodamente un buen rato el sitio en que la noche anterior había descubierto la fosforescencia de los ojos de Santer. Mi sospecha se confirmó en un todo; allí estaba oculto un hombre que para ver mejor lo que iban a hacer conmigo, sacaba la cabeza por entre las ramas, y en quien creí reconocer a Rollins.

Para acabar antes diré tan sólo que me sometieron al mismo tormento que sufría el apache, y que pasé tres largas y horribles horas al lado de mi amigo sin que cambiáramos una sola palabra, y sin exhalar una queja por no dar ese gusto a nuestros verdugos. De cuarto en cuarto de hora se acercaba Santer a preguntarnos si queríamos revelarle lo que él quería, y se alejaba sin obtener respuesta alguna. La cuestión estaba en probar cuál de los dos contrarios tendría más paciencia: él o nosotros. Yo sabía que Winnetou juzgaba la situación lo mismo que yo.

Al mediodía, cuando Santer hizo nuevamente su interrogatorio sin lograr respuesta, se sentó junto a sus sayones, para conferenciar en voz baja con ellos. Al cabo de larga discusión dijo tan alto que pudiéramos oírle:

—Yo creo también que debe de esconderse por aquí cerca, porque no logró llevarse el caballo. Recorred los alrededores con cuidado, mientras yo me quedo a vigilar a los prisioneros.

Santer aludía al dependiente del pedlar, y el dar estas disposiciones en voz alta le vendía. Cuando se intenta cazar a algún fugitivo, que se presume esté oculto en las inmediaciones, no se dan las órdenes de modo que las pueda oír o más bien tenga que oírlas. Los tres bandidos cogieron sus armas y se alejaron. Entonces Winnetou murmuró a mi oído:

—¿Sospecha mi hermano lo que va a ocurrir?

—Sí.

—Cazarán a Rollins y lo traerán a nuestra presencia.

—Seguramente; se espera hallar en él a un enemigo y luego resultará que es un gran amigo de Santer, que pueda interceder por nosotros…

—Y Santer, después de las consabidas vacilaciones, nos soltará por complacerle. Será una cosa igual a las, que se representan en esos hermosos locales que los rostros pálidos llaman teatros.

—En efecto. Ese Santer es sin ningún género de duda el famoso pedlar, que ahora se titula Burton y al que Rollins tenía orden de entregarnos. Si nosotros nos empeñamos en ocultar el refugio de Old Firehand, van a dejarnos libres para luego seguirnos en secreto y descubrir así lo que no queremos revelar. Con ese objeto hicieron que Rollins se alejara, para fingir luego que lo atrapan, y tener así un pretexto para devolvernos la libertad.

—Mi hermano piensa lo mismo que yo. Si Santer fuera realmente listo, no habría necesitado armarnos la celada. Con dejar que Rollins continuara acompañándonos y que les revelara luego el secreto de nuestro refugio, ya sabía dónde atraparnos tanto a Old Firehand como a nosotros.

—Ha obrado indiscretamente. Sin duda se hallaba con los okananda-siux cuando iban a asaltar la hacienda de Corner. El era el aliado que no quiso delatar el jefe de los okanandas, y Rollins, su ayudante, hace las funciones de espía. Cuando supo quiénes éramos fue a avisar a su jefe, y éste resolvió asaltarnos por su propia cuenta, en vista de que los siux ya no querían atacarnos. Rollins venía con nosotros, los otros tres farsantes se adelantaron a pie, y Santer nos seguía con los caballos. El plan fue esbozado con demasiada prisa y falta de reflexión, pues esos canallas no han contado con que no somos de su ralea para vender a nuestro amigo Old Firehand. Y como de lo que se trata es de hallar el almacén y saquearlo, se ven precisados a remediar la falta cometida, dejándonos en libertad para que nosotros mismos los guiemos hasta el escondrijo. ¡Qué suerte hemos tenido en no hacer a ese pícaro de Rollins la descripción del lugar!

Cambiamos Winnetou y yo estas impresiones sin mover casi los labios, de manera que Santer no pudo notar que nos comunicáramos. Casi vuelto de espaldas a nos otros, miraba él la espesura con gran interés. Al cabo de un rato sonaron voces aquí y allá, que eran contestadas por otras; luego se armó una gritería espantosa, la cual fue aproximándose rápidamente, hasta que vimos aparecer a los tres Warton llevando a rastras a un hombre que al parecer se resistía a seguirlos.

Santer, poniéndose en pie, los recibió diciendo:

—¿Le habéis atrapado? Ya sabía yo que no podía estar muy lejos. Llevad a ese mozo junto a los dos prisioneros y atadle en rueda, como a…

De pronto se calló, dio muestras de gran asombro y balbució como embriagado de gozo:

—¿Qué… qué… qué veo? Pero ¿quién… quién es? ¿Es realidad o me engaña algún parecido?

Rollins, mirándole, fingió igual alegría y soltándose violentamente de los que le sujetaban, corrió hacia Santer, diciendo:

—¡Míster Santer! ¿Es usted? ¿Es posible? ¡Oh! ¡Entonces todo va bien y no me ocurrirá nada malo!

—¿A usted? ¡Qué disparate, míster Rollins! A no ser que me engañe, es usted el Rollins que anhelaba atrapar. ¡Quién iba a pensar que el comisionista y usted son una misma persona! ¿De modo que está usted ahora con Burton, el pedlar?

—Así es, míster Santer. He pasado cuanto hay que pasar, bueno y malo; pero ahora estoy bien. Precisamente este viaje tenía por objeto un excelente negocio; pero, desgraciadamente, anoche nos vimos…

El dependiente del pedlar calló de repente. Como dos buenos amigos que no se han visto hace tiempo, se estrecharon ambos las manos cordialmente; pero de pronto puso Rollins una cara angustiosa, y mirando a Santer con gran consternación, prosiguió:

—Pero ¿qué es esto? ¿Acaso es usted el que nos sorprendió anoche?

—En efecto, fui yo.

—¡Diablo! ¿De modo que me veo asaltado por un hombre a quien tengo por mi mejor amigo, a quien he salvado varias veces la vida? ¿Cómo explicarme esto? —Muy sencillamente. Como no le vi a usted al dar el golpe, no debe usted extrañar el procedimiento. Supo usted escurrirse con tal maña que no logramos cogerle.

—Así es. Yo pensé desde luego en ponerme en salvo para poder ayudar luego a esos caballeros a recobrar su libertad. Por eso mismo seguí escondido aquí cerca, esperando el instante oportuno para socorrerlos. Pero ¡qué veo! Los tiene usted maniatados ¡y en qué forma! Yo no puedo tolerar eso, no debo consentirlo… Ahora mismo los suelto.

Y Rollins hizo ademán de precipitarse hacia nosotros; pero Santer le agarró del brazo y le dijo:

—Alto ahí. ¿Qué se ha figurado usted? Esos hombres son enemigos míos mortales.

—Pero, en cambio, son amigos míos.

—Eso no me importa. Tengo con ellos una cuenta pendiente, que sólo pueden saldar con la vida: por eso los ataqué y los apresé, sin sospechar, claro está, que fueran compañeros de usted.

—¡Diablo! ¡Vaya un caso desagradable! Pero aun siendo enemigos de usted, yo he de procurar salvarlos. ¿Tan grande es el rencor que les tiene usted?

—Tan grande que él solo bastaría para retorcerles cien veces el pescuezo.

—Pero piense usted en quiénes son.

—¿Se figura usted que no los conozco?

—¡Winnetou y Old Shatterhand, nada menos! A gente así no se la mata tan fácilmente.

—Precisamente por ser quienes son tengo más ganas de acabar con ellos.

—¿Habla usted con formalidad, míster Santer?

—Con absoluta formalidad. Le aseguro a usted que están perdidos sin remedio.

¿Aun cuando yo interceda por ellos?

—Aun así.

—Piense usted en lo que me debe. Le he salvado a usted la vida, y no una vez sola.

—Lo recuerdo muy bien, y no lo olvidaré jamás, míster Rollins.

—Entonces recordará usted lo que pasó entre nosotros la última vez…

—Lo recuerdo.

—Me juró usted cumplir mis deseos, cualquiera que fuese la petición que yo le hiciera.

—En efecto; eso dije.

—¿Y si ahora le manifestara a usted mi deseo?

—No lo haga usted, porque en este caso no podría complacerle, y no debe usted obligarme a faltar a mi palabra. Espere usted a mejor ocasión.

—No puede ser; tengo deberes sagrados que cumplir. De modo que venga usted conmigo y discutiremos amistosamente el asunto.

Le cogió del brazo y se le llevó un buen trecho, hasta detenerse de pronto, y entonces se puso a hablar y gesticular con viveza, sin que pudiéramos nosotros oír lo que decían. Representaban tan bien su papel, que habrían acabado por convencernos si no hubiéramos estado tan escamados. Luego se nos acercó Rollins y nos dijo:

—He conseguido a lo menos aliviar a ustedes en su triste situación, señores. Ya ven y oyen lo que me esfuerzo por aplacarle, y acaso logre aún la libertad de ustedes.

E inclinándose nos aflojó las ligaduras, de modo que no quedamos ya sujetos al suplicio de la rueda y pudimos descansar. Luego se acercó otra vez a Santer para continuar su fingida intercesión con más fervor que antes. Al cabo de un buen rato, volvieron juntos y Santer nos dijo:

—Parece que el mismo demonio se encarga de protegeros. Hice en otro tiempo a ese caballero una promesa que no puedo eximirme de cumplir, pues él insiste en ella y no hay quien le disuada. Por darle gusto me veo obligado a cometer la mayor tontería de mi vida, devolviéndoos la libertad; pero a condición de que me habéis de entregar todo lo que lleváis encima, además de vuestras armas.

Winnetou no abrió los labios y yo callé como un muerto.

—¡Vaya! Mi generosidad os deja mudos, de asombro ¿verdad?

Volvimos a guardar silencio, lo cual hizo observar a Rollins:

—¡Claro! La gracia los priva del habla. Voy a soltarlos en seguida.

Y se inclinó para cortar las cuerdas que nos ataban.

—¡Alto! —exclamé yo—. Deje usted las ligaduras tal como están, míster Rollins.

—¿Están ustedes locos? ¿Por qué no quiere usted que los suelte?

—O todo o nada.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que renunciamos a la libertad si no se nos devuelven las armas y todo lo que nos pertenece.

—¿Es posible que piense usted tal disparate?

—Otros pensarían de distinto modo; pero yo le aseguro a usted que ni Winnetou ni yo nos moveremos del sitio donde estamos sin que se nos dé lo que es nuestro. Antes muertos que desarmados.

—Pero si debieran ustedes estar contentos de…

—¡Cállese! —le interrumpí—. Ya sabe usted mi decisión inquebrantable.

—¡Truenos y rayos! ¿Conque yo me empeño en salvarlos a ustedes y ustedes me tratan en esta forma?

Y arrastrando a Santer consigo volvieron a discutir, siendo llamados después los Warton a tomar parte en la conferencia.

Winnetou cuchicheó en mi oído:

—¡Qué acierto ha tenido mi hermano! Seguramente accederán a tus exigencias, porque cuentan con recobrarlo todo después.

Yo también estaba convencido de lo mismo, sabiendo que, como era natural, Santer fingiría alguna resistencia. Al cabo de un rato acudieron todos y Santer declaró:

—Tenéis hoy una suerte loca; mi juramento me obliga a cometer verdaderas barbaridades. Os burlaréis, seguramente, de mí; pero yo os aseguro que seré yo el último que se ría; ya lo veréis mucho antes de lo que os figuráis. Escuchad ahora lo que hemos acordado.

Y calló un momento para dar mayor énfasis a lo que iba a decir. Luego prosiguió:

—Por esta vez os suelto, dejándoos todo lo que os pertenece; pero os dejaremos atados a un árbol hasta la noche, para que no podáis seguirnos en todo caso hasta mañana. Ahora mismo salimos de aquí para el lugar de donde venimos, y nos llevamos a míster Rollins para que éste no pueda soltaros antes de lo que digo; pero a su debido tiempo le dejaremos volver, de modo que llegue aquí cuando anochezca. A él únicamente le debéis la vida. Conque a ver cómo le pagáis el favor.

Nadie dijo una palabra más. Fuimos atados a dos árboles inmediatos, y luego trabaron nuestros caballos cerca de nosotros y dejaron a nuestros pies todo lo que nos habían quitado. ¡Qué alegría tuvimos al ver que recuperábamos nuestras armas! En cuanto hubieron terminado las referidas operaciones, montaron a caballo y desaparecieron en la espesura.

Nosotros continuamos cosa de una hora inmóviles, esforzando nuestros sentidos para percibir el menor rumor. Cuando reinó el silencio más absoluto, me dijo Winnetou en voz baja:

—Se han escondido cerca de aquí para acecharnos y seguirnos en cuanto emprendamos el camino, y para que no los veamos nos han dejado aquí hasta la noche. Es preciso de todo punto apoderarnos de Santer. ¿Cómo juzga mi hermano que podamos conseguirlo con, menos riesgo?

—Nunca llevándole hasta el refugio de Old Firehand.

—En efecto, ese hombre no debe llegar a conocer nuestro escondrijo. Pasaremos toda la noche cabalgando, de modo que nos acerquemos de noche a la «fortaleza»; pero deteniéndonos mucho antes de llegar. Rollins, que vendrá detrás de nosotros, les dejará en secreto señales para que puedan seguirnos. En cuanto haya llegado el momento oportuno, le inutilizamos y luego damos la vuelta para espiar a los bandidos en nuestra propia pista. ¿Le gusta el plan a mi hermano?

—Sí: es el mejor. Santer está convencido de que ha de cazarnos; pero será él el atrapado.

¡Howgh!

No dijo más que esta palabra; pero encerraba en ella una íntima, una profunda satisfacción ante la idea de que el hombre vanamente buscado durante tan largo tiempo cayera por fin en sus manos.

La tarde pasó lenta y pesadamente, hasta que empezó a anochecer y acabó de difundirse la oscuridad. Por fin oímos el galopar de un caballo; era Rollins que venía a libertarnos. Alardeando, naturalmente, de ser nuestro salvador, y poniéndose siempre en el mejor lugar, trató de hacernos creer que se habían alejado definitivamente nuestros mortales enemigos. Nosotros aparentamos que le creíamos a pie juntillas y le aseguramos que le quedaríamos muy reconocidos, aunque evitando emplear expresiones exageradas. Luego montamos a caballo y partimos lentamente.

Rollins se mantenía constantemente detrás de nosotros, y observamos que para dejar rastros más visibles hacía a menudo caracolear su caballo. Cuando, por fin, apareció la luna en el horizonte pudimos comprobar que se detenía de cuando en cuando para desgajar una rama y la dejaba caer al suelo disimuladamente.

Por la mañana hicimos una parada con objeto de descansar y al mediodía otra. Esta última fue la más larga y duró cerca de tres horas. Deseábamos dar tiempo a Santer, que no podía seguirnos hasta la mañana siguiente, para que se nos acercara todo lo posible. Luego seguimos cabalgando otras dos horas, hasta que estuvimos a otra tanta distancia de nuestra «fortaleza». Era el instante oportuno para tener una explicación con Rollins. Detuvimos de pronto los caballos y echamos pie a tierra. Esto le llamó la atención, y desmontando a su vez nos preguntó cortésmente:

—¿Por qué se detienen ustedes, señores? Es esta la tercera parada que hacemos y no debemos de encontrarnos muy lejos de la residencia de Old Firehand. ¿No sería mejor hacer otra buena tirada para llegar al término del viaje en vez de pasar la noche a la intemperie?

Winnetou, el silencioso, contestó:

—En la morada de Old Firehand no tienen entrada los granujas.

—¿Qué quiere decir con eso el jefe apache?

—Quiero decir que tú lo eres.

—¿Yo? ¿Desde cuándo es Winnetou tan injusto y desagradecido que injuria al que le ha salvado la vida?

—¿Tú me has salvado la vida? ¿Pero es que te has figurado que engañabas a Old Shatterhand y a Winnetou? Nosotros lo sabemos todo, todo. Santer es Burton el pedlar y tú eres su espía. Durante todo el camino has ido dejando huellas de nuestro paso para que los que nos siguen encuentren fácilmente el escondite de Old Firehand. Tú lo que pretendes es entregarnos en manos de Santer, y todavía alardeas de habernos salvado la vida. Te hemos estado observando continuamente sin que te dieras cuenta; pero ha llegado tu hora y la nuestra. Santer nos encargó mucho que te pagáramos el favor y ahora va a saldarse la cuenta.

Alargó el brazo para agarrar a Rollins, y éste, que comprendió en seguida la situación, retrocedió y de un salto montó en su caballo para huir; pero en el mismo momento me apoderé yo de la rienda y Winnetou saltó a las ancas del caballo para agarrarle del cuello. Rollins vio en mí, que le sujetaba el caballo, al enemigo más peligroso, sacó su pistola y a quemarropa me disparó un tiro. Yo me eché para evitarlo al suelo, mientras Winnetou le arrancaba el arma de la mano. Simultáneamente había descerrajado los dos tiros de la pistola, pero sin rozarme siquiera, y un segundo después salía Rollins disparado del caballo. Una vez en el suelo le desarmamos, le atamos y amordazamos. Por de pronto le ligamos con las correas que habían servido para sujetarnos a nosotros; le atamos a un árbol próximo y dejamos el caballo atado también junto a él, con el propósito de encontrarlo al regresar una vez que hubiéramos capturado a Santer. Luego montamos de nuevo a caballo y retrocedimos; pero no siguiendo nuestras huellas, sino paralelamente a ellas hasta llegar a un matorral saliente, por cuyo extremo habíamos pasado antes y por donde había de pasar Santer para seguirnos. Dentro de la espesura ocultamos nuestros caballos, y nos sentamos a esperar a nuestros seguidores.

Estos habían de llegar desde Poniente, en cuya dirección se extendía una pequeña llanura abierta. Así es que podíamos descubrir a Santer mucho antes que llegara a nuestro escondite.

Nos quedamos callados e inmóviles, pues con lo compenetrados que estábamos Winnetou y yo era inútil gastar palabras respecto de cómo había de llevarse a cabo el asalto a los bandidos. Teníamos los lazos preparados y así podíamos estar seguros de que ni Santer ni los Warton se nos escaparían. Pero pasó un cuarto de hora, y luego otro, y por fin otro, sin que nuestra espera diera resultado. Ya iba a transcurrir la hora completa cuando observé en el borde meridional de la pequeña pampa un bulto que se movía rápidamente hacia adelante, y al mismo tiempo Winnetou, señalándolo, exclamó:

—¡Uf! ¡Por allá abajo va un jinete!

—En efecto: un jinete. ¡Qué extraño!

—¡Uf, uf! Va al galope en la dirección en que ha de venir Santer. ¿Puede distinguir mi hermano el color del caballo?

—Parece un bayo.

—En efecto, es bayo, y ése el color del jaco de Rollins.

—¿Rollins? ¡Imposible! ¿Cómo había de soltarse?

Los ojos de Winnetou chispearon, su respiración se tornó anhelante y el color bronceado de su rostro tomó un matiz más oscuro; pero dominándose dijo tranquilamente:

—Conviene aguardar otro cuarto de hora.

El tiempo pasaba, el jinete desapareció y Santer no llegaba.

Entonces dijo el apache:

—Vaya mi hermano a echar un vistazo al sitio donde dejamos a Rollins y veremos lo que ha ocurrido.

—¿Y si llegan entretanto esos granujas?

—Winnetou dará cuenta de ellos.

Monté a caballo, me dirigí al sitio donde habíamos atado al bribón y me encontré con que éste y su jaco habían desaparecido. Pasé cinco minutos examinando las huellas recientes y regresé adonde estaba Winnetou, quien se enderezó como movido de un resorte al saber la desaparición de Rollins.

—¿Adónde habrá ido? —exclamó—.

—Al encuentro de Santer para avisarle.

—¿Lo explican así las huellas?

—Sí.

—¡Uf! Sabía muy bien que teníamos que retroceder por el mismo camino que habíamos llevado, con objeto de cazar a Santer, y por eso se ha mantenido más al Sur, dando un rodeo para no caer en nuestras manos. Por eso le hemos visto galopar en el borde meridional de la pampa. Pero ¿cómo habrá conseguido soltarse? ¿No has visto nada que lo indique?

—Sí. Ha debido de llegar un jinete procedente de Levante, según las huellas que he visto, el cual se ha detenido a su lado y seguramente le ha dado libertad.

—¿Quién habrá sido? ¿Algún soldado de Fort Wilkes, acaso?

—No. Las huellas del jinete, una vez desmontado, son tan enormes, que no pueden tener otro origen que el de las antiquísimas y gigantescas botas indias de nuestro Sam. Incluso he creído ver en las huellas que ha dejado su caballería las de los cascos de su viejo mulo Mary.

—¡Uf! Tal vez nos quede tiempo de atrapar a Santer, no obstante el aviso. Mi hermano Old Shatterhand vendrá conmigo.

Montamos a caballo, picamos espuelas y volamos hacia Poniente, siguiendo siempre nuestro propio rastro. Winnetou callaba; pero en su interior reinaba un temporal deshecho. ¡Ay de Santer, si le echaba la garra encima!

El sol se había ocultado ya en el horizonte. A los cinco minutos habíamos dejado ya atrás la pampa y tres minutos después encontramos las huellas del fugitivo Rollins, que, procedentes de la izquierda, se unían a las nuestras; y momentos más tarde, llegamos al punto en que el bandido había tropezado con Santer y sus compañeros, los cuales se habían detenido solamente los instantes precisos para oír el relato de Rollins, volviendo grupas a escape. Si se hubieran escapado por el mismo camino, los habríamos seguido a pesar de la oscuridad, ya que lo conocíamos muy bien; pero los criminales habían sido lo suficientemente agudos para desviarse y seguir una dirección distinta; y como ésta nos era desconocida, hubimos de desistir de la persecución, pues al paso que la noche se hacía más oscura menos distinguíamos las huellas.

Sin pronunciar palabra, Winnetou volvió su caballo y retrocedimos a galope tendido. Seguimos hacia el Este, cabalgando, primero, hasta llegar al sitio donde habíamos acechado el paso de Santer; luego hasta el lugar donde habíamos atado a Rollins, y por fin sin detenernos hasta la «fortaleza». Santer se nos había vuelto a escapar de entre las manos. ¿Sería para siempre? La persecución debía volver a empezar desde el siguiente día, en cuanto diéramos otra vez con su pista, y era de suponer que Winnetou no cejaría en su empeño mientras quedara la más pequeña probabilidad de triunfo.

La luna se elevaba majestuosa cuando llegamos cerca del Mankizila y al barranco en cuyo bosquecillo de algodoneros se ocultaba el vigía de nuestra residencia. En el momento en que nos acercábamos nos dio el alto, al oír que le contestábamos con el santo y seña, nos manifestó:

—No debe ofenderles a ustedes que se lo haya pedido, pues hemos de estar ahora más alerta que nunca.

—Pues ¿qué pasa? —le pregunté.

—Hay peligro.

—¿Cómo es eso?

—No lo sé fijamente; pero ha debido de ocurrir algo sospechoso, porque al regresar el compañero Sam Hawkens ha echado un gran sermón a la gente.

—¿Estuvo fuera Sam?

—Sí.

—¿Nadie más que él?

—Él solo.

Había yo estado, pues, en lo cierto al asegurar que el astuto hombrecillo era el que había cometido la solemne torpeza de soltar a Rollins.

Al pasar el túnel y atravesar el portón de rocas para entrar en nuestro castillo, lo primero que se nos dijo fue que el estado de Old Firehand había empeorado, y aunque no presentaba peligro inminente, esto vino a ser causa de que me separara de Winnetou.

Este echó las riendas sobre el cuello de su potro y se acercó a la hoguera, junto a la cual charlaban Sam Hawkens, Harry, un oficial de Fort Wilkes y Old Firehand, éste envuelto en mantas de lana.

—Gracias a Dios, que ya están ustedes aquí —nos dijo el enfermo con voz débil—. ¿Han encontrado al pedlar?

—Le encontramos y volvimos a perderlo —contestó Winnetou—. ¿Mi hermano Hawkens ha pasado el día fuera de aquí?

—Salí a rondar por las inmediaciones —contestó el hombrecillo tranquilamente.

—¿Sabe mi hermano blanco lo que es?

—Un westman, si no me equivoco.

—Nada de westman, sino un mentecato, el mayor que ha visto ni verá Winnetou en toda su vida. ¡Howgh!

Hecha esta afirmación dio media vuelta y se alejó.

Conocida la serenidad y dulzura de carácter del caudillo apache, llamó mucho la atención su conducta; pero comprendieron todos la causa al sentarme yo al amor de la lumbre y referir todo lo que nos había ocurrido. Tener a Santer casi en las manos y haberle dejado escapar, era un suceso como no se había dado otro hacía mucho tiempo. El pequeño Sam estaba fuera de si y se denostaba a sí mismo con toda clase de insultos y desprecios. Con las dos manos se daba tirones de la maraña de sus barbas, sin hallar en ello el más mínimo consuelo; arrancábase la peluca de la cabeza aplastándola entre las manos hasta darle las más extrañas formas; pero ni aun esto le tranquilizaba. De pronto la tiró al suelo y pateándola furiosamente, gritaba:

—Winnetou tiene razón, razón completa; soy un bestia, un tonto, el greenhorn más estúpido que puede darse, y seguiré siéndolo hasta el fin de mis días, si no me equivoco.

—Pero ¿cómo demonios pudo soltarse aquel pillo, querido Sam? —le pregunté.

—Por esta natural estupidez mía. Oí dos tiros, corrí en dirección adonde sonaron, y me encontré con un hombre atado a un árbol, y a su lado su caballo, si no me equivoco. Yo le pregunté, naturalmente, cómo se hallaba en tan triste situación, y me declaró que era un pedlar que iba en busca de Old Firehand, y que había sido asaltado y maniatado por los indios.

—¡Bah! Bastaba echar una mirada a las huellas para comprender que no se trataba de indios.

—Es verdad; pero yo tuve mi cuarto de hora tonto y le solté. Primero pensé en traérmelo para acá; pero no me dio tiempo a proponérselo siquiera, pues de un salto montó a caballo y desapareció como un duende en dirección opuesta. Me entró entonces un poco de canguelo al recordar lo que me había dicho de los indios, y así creí lo más conveniente volver disparado a casa para avisar que estuvieran alerta, si no me equivoco. De rabia que me tengo sería capaz de arrancarme los pelos uno por uno; pero Como mi cabeza está como una a de billar, maltrato mi peluca asta que la deje maltrecha y me lleno de insultos, aunque así no consiga nada. Pero mañana sin falta, a primera hora, salgo en busca de las huellas de esos mozos y no pararé hasta haberlos encontrado y quitado de en medio.

—Mi hermano Sam no intentará semejante cosa —observó entonces Winnetou, acercándose al corro—. El caudillo de los apaches perseguirá solo al asesino, y sus hermanos blancos permanecerán aquí, porque es posible que Santer siga en su empeño de encontrar y saquear la «fortaleza», y es preciso que la defiendan hombres valientes y discretos.

Más tarde, cuando estuvimos un poco más tranquilos respecto de aquel lance y se fueron todos a dormir, salí en busca de Winnetou, cuyo caballo pastaba junto al riachuelo. Winnetou se había echado a su lado. Al verme se levantó y cogiéndome de la mano me dijo:

—Winnetou sabe lo que su querido hermano Charlie quiere decirle. Tú quisieras venir conmigo a cazar a Santer, ¿no es verdad?

—Sí, hermano.

—Pues no debes hacerlo. La debilidad de Old Firehand va en aumento; su hijo es casi un niño, Sam Hawkens se vuelve viejo, como has podido comprobar hoy, y a los soldados de Fort Wilkes hay que considerarlos como extraños. Old Firehand te necesita más que yo; Winnetou se encaminará solo a buscar a Santer, y no necesita ayuda para ello. ¿Qué sería, en cambio, de éstos, si mientras perseguimos al asesino, él reuniera gentuza para asaltar este refugio? Pruébame tu cariño quedándote a proteger a Old Firehand. ¿Quieres acceder a esta súplica ardiente de tu hermano rojo?

Me era doloroso separarme de Winnetou; mas él insistió tanto y con tal elocuencia, que hube de ceder, conviniendo en que tenía razón. Old Firehand me necesitaba más que él. Pero a lo menos quise acompañarle un trecho.

Lucía aún en el cielo el lucero de la mañana, cuando salimos juntos, selva adelante, y al amanecer nos hallamos en el punto mismo en que habíamos retrocedido al hallar la nueva pista de Santer. Los penetrantes ojos del joven indio lograron todavía descubrirla. Luego, desde su caballo, se inclinó hacia mí y me dio un estrecho abrazo, diciendo:

—Aquí debemos separarnos, El Gran Espíritu ordena esta separación y El volverá a hacer que nos reunamos en el momento oportuno, porque Old Shatterhand y Winnetou son indisolubles y no pueden vivir alejados uno de otro. A mí me empuja lejos de ti la enemistad, mientras que la amistad me retiene a tu lado. El cariño volverá a unirnos. ¡Howgh!

Volvió a abrazarme; azuzó a su caballo con un agudo grito y salió disparado, flotando al viento sus largos y negros cabellos detrás de su cabeza. Yo le seguí con la mirada hasta que desapareció. ¿Lograrás, magnífico apache, cazar a tu enemigo? ¿Cuándo volveré a verte, querido y fraternal amigo de mi alma?