CAPÍTULO SÉPTIMO

EN PODER DE SANTER

Observé, en efecto, que cada vez que pensaba que nadie le veía, pasaba por su rostro una expresión de maliciosa complacencia o una sonrisa sarcástica, y cuando esto ocurría no dejaba de echarnos una mirada escudriñadora a Winnetou o a mí. Esto significaba algo no muy favorable para nosotros. Yo seguí observándole con mayor afán, pero de modo que él no lo notara, y pude descubrir otro dato más. De cuando en cuando miraba de soslayo a uno de los fugitivos, y cuando sus miradas se cruzaban las desviaban en el acto; pero yo veía relucir en ellas cierta secreta inteligencia. ¿Se conocerían acaso aquellos cuatro personajes? ¿Pertenecerían a la misma banda? ¿Y si aquella actitud displicente del tratante fuera sólo una farsa? Pero ¿qué motivos tendrían para engañarnos? Los tres fugitivos tenían obligación de estarnos agradecidos. ¿No sería un recelo injustificado, por mi parte?

¡Qué extraño! Lo que pudiera llamar congruencia de sentimientos, opiniones y pensamientos entre el apache y yo volvía a hacerse notar. En el momento en que estaba yo reflexionando sobre las observaciones que había hecho, detuvo Winnetou su caballo, echó pie a tierra y dijo al llamado Warton:

—Mi hermano blanco ha andado bastante y puede ahora montar en mi caballo. Old Shatterhand también cederá con gusto el suyo. Somos buenos andarines y podremos seguiros.

Warton se negó al principio a aceptar el favor, pero luego cedió a nuestras instancias, y yo confié a su hijo a Swallow. Rollins, el dependiente del pedlar, debiera haber hecho lo mismo con el sobrino, como era natural, pero no lo hizo, y el sobrino turnó con el hijo de Warton en montar a Swallow.

Como íbamos a pie, no podía chocarles que nos quedáramos atrás y a distancia suficiente para que no pudieran oírnos. Por exceso de precaución empleamos además la lengua apache. Yo le pregunté a Winnetou:

—No habrá sido la compasión lo que haya inclinado a mi hermano a ceder su caballo, sino otro motivo ¿no es verdad?

—Old Shatterhand adivina las cosas.

—¿Ha observado Winnetou a esos hombres?

—He observado que Old Shatterhand recela de ellos, y eso me ha hecho abrir los ojos; además de que a mí me habían chocado algunas cosas.

—¿Los vendajes, no es eso?

—En efecto; uno lleva la cabeza entrapajada y el otro el brazo en cabestrillo, y achacan esas lesiones al encuentro con los okananda-siux. ¿Crees en ello?

—No; más bien me parece que esa gente está tan ilesa como nosotros.

—Estás en lo cierto. Desde que los encontramos hemos pasado junto a dos riachuelos sin que se les haya ocurrido detenerse a lavar sus heridas. Pues bien; si sus heridas son una farsa, también lo es su ataque y su saqueo por los okanandas. ¿Los ha observado mi hermano mientras comían?

—Sí. Engulleron mucho.

—Es verdad; pero no en la cantidad ni con el ansia del que hace veinticuatro horas que se alimenta sólo de bayas y raíces. Además, aseguran que los asaltaron en el Turkey-River. ¿Es posible que se encontraran ya aquí?

—No puedo calcularlo, porque no he estado nunca en el Arroyo Alto.

—Habrían podido en caso de ir a caballo, pero a pie no; o no han estado en el arroyo o iban montados.

—¡Hum! Supongamos que tuvieran caballos: ¿por qué habían de negarlo, y dónde los habrán dejado?

—Ya lo averiguaremos. ¿Supone mi hermano Old Shatterhand que el dependiente del pedlar les es hostil?

—Lo finge, únicamente.

—Así lo he comprendido; y no sólo los conoce sino que está en relación con ellos.

—¿A qué vendrán entonces esos misterios? ¿Qué motivo y qué objeto tienen esos disimulos?

—No es posible adivinarlo; pero ya lo averiguaremos.

—¿No sería mejor decirles lo que pensamos de ellos?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque tanta farsa debe de tener una causa muy fundada que a nosotros no nos importa. Esos hombres, a pesar de la desconfianza que nos inspiran, puede que sean gente honrada. Conviene, pues, no ofenderlos ni decirles una palabra molesta hasta que nos hayamos convencido de que son mala gente.

—¡Hum! Mi hermano Winnetou me avergüenza a veces, pues demuestra tener más delicadeza de sentimientos que yo.

—¿Pretende Old Shatterhand dirigirme un reproche?

—No. Winnetou sabe que nada está más lejos de mi ánimo.

¡Howgh! Pues bien, no hay que hacer daño a nadie hasta saber que lo merece, pues vale más padecer por la justicia que cometer una injusticia. Reflexiónelo bien mi hermano: ¿tiene motivo el dependiente del pedlar para querernos mal?

—De ningún modo; al revés, interés suyo es portarse bien con nosotros.

—En efecto, le conviene examinar el género almacenado y lograr que su principal haga un buen negocio… Pero eso no puede conseguirse si por el camino tenemos algún mal tropiezo, pues no lograría averiguar nunca dónde se oculta Old Firehand con sus mercancías. Así es que aunque ese mozo proyectara alguna fechoría, no puede ponerla por obra hasta haber examinado nuestro almacén. Por de pronto, pues, no hay que temer ningún golpe de mano por su parte. ¿No opina lo mismo mi hermano?

—Sí.

—Y en cuanto a esos hombres que se las echan de colonos despojados…

—Que no son tal cosa…

—En efecto, son algo muy distinto.

—Pero ¿qué serán?

—Sean lo que quieran, mientras estemos en camino no pueden hacernos nada.

—Pero sí luego. Una vez que los hayamos introducido en la «fortaleza». ¿No es eso?

—¡Uf! —contestó sonriendo Winnetou—. Mi hermano Shatterhand vuelve a tener mis mismas ideas.

—No debes extrañarlo; la suposición es tan acertada, que no da lugar a otra.

—Entonces ¿crees efectivamente que esos cuatro hombres son tratantes y pertenecen a la misma compañía?

—Sí. Corner dijo ayer que Burton, el pedlar, trabaja con cuatro o cinco dependientes: acaso Warton, el padre, sea el mismo Burton disfrazado. Los dos apellidos tienen tanto parecido que casi se confunden; y además Burton estaba cerca del cortijo de Corner, y Rollins, su ayudante, salió de él durante la noche. Sin duda avisó a su principal del gran negocio que podía hacer, y Burton decidiría agregársele en el camino con otros dos de los suyos.

—Pero ¿con qué intención, buena o mala? ¿Qué dice a esto mi hermano blanco?

Aseguraría que mala, pues si así no fuera no tendría por qué navegar con bandera fingida. Cabría pensar que en esa forma trate de abrirse la entrada en nuestro almacén para tasar la mercancía sin dejarnos comprender que es el verdadero tratante y propietario del negocio. Pero esto último tampoco es admisible, pues no tiene objeto alguno, desde el momento en que su dependiente entiende el negocio tan bien como su amo.

—Justamente. Así sólo nos resta pensar que los tres se agregan a Rollins para ver las pieles y llevárselas sin pagarnos.

—¿Es decir, que piensan robarnos y tal vez asesinarnos?

—Eso creo.

—Yo soy del mismo parecer.

—Es lo único razonable; tenemos que habérnoslas con gente muy mala, pero en el camino no nos ocurrirá ningún lance desagradable, y podemos seguir tranquilos. El crimen se intentará una vez que los cuatro se hallen en la «fortaleza» y nosotros estemos más descuidados.

—Sin embargo, nos será fácil evitar que entren todos. Rollins es imprescindible que lo haga, y no hay medio de dejarle fuera; pero a los demás los despediremos antes. Ellos mismos nos ofrecen un buen pretexto, puesto que tienen tanta prisa en llegar a Fort Wilkes, para reunirse con sus familias. A pesar de eso, no debemos descuidar ninguna precaución, pues aunque creemos haber adivinado las cosas, pudiera ser que nos equivocáramos. Es preciso, pues, vigilar a esos hombres de día y de noche, sin perderlos de vista un solo momento.

—Perfectamente, pues además hay que suponer que debe de andar cerca de aquí gente que les guarda los caballos. De modo que sólo uno de nosotros debe dormir, mientras el otro vela, y estar dispuestos a la lucha, aunque de modo que esa gente no lo note.

Tales fueron las confidencias que nos hicimos. Winnetou, con su agudeza y penetración, había dado con la verdad en parte, pero no del todo. Si hubiéramos sospechado entonces en qué consistía el complot, difícilmente habríamos logrado conservar nuestra serenidad ni ocultar nuestra excitación a nuestros compañeros de viaje.

Por la tarde, aunque nos ofrecieron varias veces nuestros caballos, seguimos a pie el viaje. Al llegar la noche habríamos preferido acampar en la pampa abierta, porque en ella teníamos el terreno despejado y libre y habríamos observado mejor la aproximación de cualquier extraño; pero soplaba un viento frío que traía lluvia y nos habríamos calado hasta los huesos, por lo cual hubimos de seguir caminando hasta llegar a un bosque. Al borde del mismo había unos cuantos árboles muy altos y de espeso follaje, bajo cuyo techado de hojas nos guarecimos.

La seguridad se subordinó a la comodidad, pues era probable que encerrara algún_ peligro para nosotros, peligro que había de presentarse inesperadamente y al que decidimos hacer f rente con nuestra previsión habitual.

Nuestras provisiones sólo habían sido calculadas para dos personas; pero Rollins llevaba también las suyas y así pudimos cenar todos y aun quedaron algunos restos, que con algo de caza que lográramos al día siguiente, alcanzaría para un día más.

Después de la cena se dio orden de dormir, pero nuestros compañeros no daban señal alguna de sueño y empezaron una animada conversación, a pesar de haberles advertido nosotros la conveniencia de que no levantaran la voz. Hasta. Rollins se volvió locuaz y empezó a relatar unas aventuras que había corrido durante sus largos viajes de comisionista. Lo que ocurrió con ello fue que ni Winnetou ni yo pudiéramos pegar los ojos, pues era preciso estar alerta, aunque no tomáramos parte en la conversación.

Esta no me pareció espontánea, sino que me hizo la impresión haber sido iniciada intencionadamente. ¿Acaso pretendían con ella desviar nuestra vigilancia? Yo miré a Winnetou y observé que éste tenía la misma idea, pues colocó sus armas, incluso el puñal, al alcance de la mano, y su mirada escudriñaba a su alrededor, mirada que sólo yo veía, porque conocía su modo de proceder en tales casos. En efecto, tenía los párpados caídos, como si durmiera, pero yo sabía que por entre las espesas pestañas no se les escapaba nada a aquellos ojos de lince. Yo hacía lo mismo.

La lluvia había cesado y el viento no era tan fuerte como al principio. Por nuestro gusto nos habríamos trasladado entonces a pampa abierta; pero esto habría despertado recelos y aun oposición en los demás, y así hubimos de conformarnos con seguir donde estábamos.

No habíamos encendido fuego, pues hallándonos en una comarca que pertenecía a los indios siux, tan hostiles a los blancos, teníamos un excelente pretexto para prohibir que se hiciese hoguera alguna, ya que ésta no sólo nos habría delatado a los indios, sino también a los probables cómplices de nuestros compañeros; y como nuestros ojos estaban hechos a penetrar las tinieblas, teníamos la seguridad absoluta, no solamente de oír al que se acercara sino hasta de verlo llegar: Claro está que la conversación que sostenían nos dificultaba oír los rumores de fuera, pero tanto más se aguzaba la vista.

Estábamos echados, como ya he dicho, debajo de los árboles en el lindero de la selva, pero de cara a la espesura, porque era de suponer que en el caso de acercarse algún enemigo, vendría de allí. En esto se elevó la plateada hoz de la luna e iluminó las verdes copas con su luz pálida y mate. La conversación continuaba sin interrupción, y aunque nuestros compañeros no se dirigían a nosotros, se comprendía que trataban de llamarnos la atención para desviarla de otros objetos. Winnetou estaba acostado, con el codo izquierdo apoyado en el suelo y la cabeza descansando en la palma de la mano. De pronto observé que encogía la pierna derecha lentamente, de modo que el interior de la rodilla formara un ángulo obtuso. ¿Se proponía, acaso, hacer el disparo de rodilla, tan difícil como famoso, de que ya hablé en otra ocasión?

En efecto, le vi coger la culata de su «escopeta de plata» y apretar el cañón, al parecer distraídamente, al muslo. Yo seguí la dirección de aquél y vi un matorral junto al cuarto árbol a contar desde el que teníamos más cerca, entre cuyo ramaje lucía débilmente una fosforescencia tan exigua que sólo podía ser perceptible a los ojos avezados de un hombre como Winnetou. No cabía duda: aquella luz la despedían dos ojos humanos: en el matorral había alguien en acecho y el indio intentaba herirle, sin hacer un movimiento visible, por medio de un tiro en medio de los ojos, que era lo único que lo delataba. Sólo tenía que levantar otro poco el cañón, muy poco, para tener el blanco seguro.

Yo esperaba con emoción intensa: Winnetou no erraba nunca el golpe, ni aún de noche, al emplear aquel sistema dificilísimo. Vi cómo acercaba el dedo al gatillo… ahora… pero de pronto volvió a dejarlo, el fusil se deslizó sobre el césped y lentamente volvió á estirar la pierna, recobrando su posición primitiva. El fulgor se había apagado, los ojos habían desaparecido.

—¡Qué listo! —murmuró Winnetou a mi oído en lengua apache.

—Uno que por lo menos conoce el disparo de rodilla, aunque no lo practique —le contesté yo en el mismo lenguaje.

—Era un rostro pálido.

—Sí, porque un siux, y sólo éstos andan por aquí, no habría abierto tanto los ojos. Ahora sabemos que tenemos un enemigo cerca.

—Pero él sabe también que nos hemos enterado de su presencia.

—Desgraciadamente; lo ha comprendido al ver que ibas a disparar y desde ahora andará con cuidado.

—No le servirá de nada, porque ahora voy a ser yo quien le espíe a él.

—Eso es muy peligroso.

—¿Para mí?

—¡Claro! Lo adivinará en cuanto note que te alejas.

¡Bah! Haré como que voy a echar un vistazo a los caballos; así no llamaré la atención, y permanecerá confiado.

—Déjalo por mi cuenta, Winnetou.

—¿Crees que voy a permitir que te metas en un peligro que yo rehuya? Winnetou lo ha visto antes que tú y por lo tanto tiene derecho a poner la mano en ese hombre antes que nadie. Mi hermano debe ayudarme para que me pueda alejar sin que el interesado sospeche a lo que voy.

A consecuencia de esta resolución esperé un rato y luego me dirigí a los abstraídos en su conversación, diciendo:

—Ea, se acabó la charla por hoy. Mañana tenemos que emprender temprano el caminó y estamos todos necesitados de descanso. Míster Rollins, ¿ha atado usted bien su caballo?

—Sí —contestó el interpelado, de mala gana, como si le molestara la interrupción.

—Pues el mío está suelto todavía —contestó Winnetou en voz alta—. Voy a sacarlo a la pradera para que continúe paciendo durante la noche, cuando lo haya trabado. ¿Quiere mi hermano Old Shatterhand que me lleve de paso el suyo?

—No hay inconveniente —contesté yo, para que pareciera que realmente se trataba de nuestros caballos.

Winnetou se levantó lentamente, se echó al hombro una manta de Santillo y se alejó. Yo ya sabía que en cuanto se hallara a cierta distancia se echaría al suelo y penetraría a gatas en el bosque, para lo cual le estorbaba la manta, que sólo se había llevado para despistar a los demás.

La conversación interrumpida volvió a reanudarse, lo cual, en parte, me convenía y en parte me disgustaba, pues así no podía oír lo que hacía Winnetou, aunque éste a su vez tampoco sería oído por el individuo a quien trataba de espiar. Yo bajé los párpados, haciendo como que me abstraía, mientras que por entre las pestañas no quitaba ojo del lindero del bosque.

Pasaron cinco minutos, luego diez, que se convirtieron en quince y en media hora. Ya empezaba a temer por mi amigo, aunque me tranquilizaba el pensamiento de las dificultades que ofrecía espiar en aquellas condiciones y la lentitud que exige cuando se trata de un enemigo que tiene los sentidos muy aguzados y que sospecha que van a sorprenderle. Por fin oí acercarse pasos en la dirección en que había salido mi amigo con los caballos. Volviendo ligeramente la cabeza le vi llegar desde lejos con la manta al hombro, señal de que había dado cuenta de su enemigo. Con el corazón aliviado, volví la cabeza, esperando tranquilamente que se echara a mi lado. Sus pasos fueron acercándose hasta detenerse detrás de mí y una voz que no era la suya exclamó:

—Ahora éste.

Volvíme rápidamente y vi que el que llevaba la manta no era Winnetou, sino un hombre barbudo, que no me era desconocido y que se la había echado encima, para engañarme mejor. Al decir «Ahora éste» había levantado el rifle para darme un culatazo; escurriéndome como una anguila traté de evitar el golpe, pero no tuve tiempo; la culata me dio no en la cabeza, sino en la nuca, golpe aun más peligroso que el del cráneo. Otro culatazo en la cabeza me privó del sentido.

A consecuencia del golpe en la nuca debí de permanecer cinco o seis horas desmayado, pues al volver en mí y al abrir con gran esfuerzo los párpados, que me pesaban como el plomo, empezaba a clarear el día.

Cerré otra vez los ojos y me encontré en un estado que no era de sueño ni de vela, ni de cosa intermedia entre ambos. Me parecía estar muerto y que desde la eternidad mi espíritu escuchaba las conversaciones que se sostenían junto a mi cadáver, pero sin entender las palabras, hasta que oí decir a una voz capaz, de despertarme del sueño eterno:

—Este perro apache no quiere confesar, y al otro lo he matado. ¡Qué lástima! Era el que más quería yo atrapar vivo para hacerle sentir lo que significa caer en mis garras. ¡Cuánto daría porque, en vez de muerto, estuviera únicamente desvanecido!

El sonido de aquella voz me sacó de mi sopor, obligándome a abrir los ojos y a mirarle cara a cara, pues antes, merced a la espesa barba que llevaba, no me había sido posible conocerlo. Se comprenderá el extraordinario efecto que hizo en mí su voz cuando se sepa que aquel hombre era Santer, Santer en persona. Quise cerrar de nuevo los ojos Rara que no notaran que vivía aún, pero me fue imposible; los párpados, que al principio se me cerraban involuntariamente, cayendo sobre las órbitas como plomos, se negaban a obedecer a mi voluntad; y seguí mirándole de hito en hito, sin pestañear ni poder quitarle la vista de encima, hasta que él se dio cuenta de ello. De un salto se puso en pie y exclamó, resplandeciendo en su rostro la alegría:

—¡Vive! ¡Vive! ¿No veis que ha abierto los ojos? Vamos a ver si me engaño o no.

Me dirigió una pregunta; pero como me era imposible articular las palabras, se arrodilló a mi lado, me agarró del cuello y me sacudió de un lado para otro, de modo que mi cabeza rebotaba contra las piedras que abundaban en aquel sitio. Yo, no podía defenderme porque estaba atado, sin que hubiera medió de hacer el más insignificante movimiento. Al mismo tiempo Santer rugía como un energúmeno:

—¡Contesta, perro! Ya veo que vives, que tienes conocimiento y puedes responder a lo que te pregunto. Si te niegas ya te obligaré a cantar.

Con las sacudidas quedó mi cabeza de modo que podía mirar de lado, y entonces distinguí a Winnetou atado en rueda, o sea en forma de círculo, del modo conocido por la f rase «uncido al carnero». Esta postura había de ser dolorosa hasta para un hombre de goma. ¡Cuánto debía de padecer mi amigo! Y lo probable era que hiciese muchas horas que le tuvieran atado de aquel modo inhumano.

Además del apache y Santer, estaban allí el supuesto Warton con su hijo y su sobrino. Rollins, el ayudante del pedlar, había desaparecido. Santer observó en tono amenazador:

—¿Conque no quieres hablar? ¿Pretendes que te afloje la lengua con mi navaja? Quiero saber si me conoces y si sabes quien soy y oyes lo que te digo.

¿De qué me hubiera servido guardar silencio, que sólo podía empeorar nuestra situación harto aflictiva? Hasta por el mismo Winnetou convenía bajar la cabeza. Verdad es que yo no sabía si lograría articular palabras; pero lo intenté y, en efecto, aunque con voz balbuciente y débil, pude contestar:

—Te conozco; eres Santer.

—¡Ah, ya! ¿Conque me conoces? —respondió el bandido riéndose con visible sarcasmo—. Tendrás gran placer en verme ¿no es eso? Estarás encantado del encuentro. Es una sorpresa incomparablemente deliciosa para ti ¿no es verdad?

Yo vacilé en asentir a sus burlas, y él, entonces, sacó el cuchillo y lo asestó contra mi pecho, diciendo:

—Di que sí, un si muy alto, que lo oiga todo el mundo, si no quieres que te clave este puñal. Winnetou, olvidando sus propios tormentos, me gritó:

—Mi hermano Old Shatterhand no dirá que sí; preferirá que lo apuñalen.

—¡Calla, perro! —gruñó Santer—. Si dices una palabra más, una sola, te hago apretar las ligaduras hasta descoyuntarte los huesos. Conque, Old Shatterhand, amigo del alma, tú que posees todo mi cariño… ¿verdad que estás encantado de verme?

—Sí —contesté yo con voz firme, no obstante la advertencia del apache.

—¿Lo oís? ¿Habéis oído? —gritó Santer con aire de triunfo—. Old Shatterhand, el famoso, el invencible Old Shatterhand, tiene tal horror a mi cuchillo, que confiesa como un niño que está gozosísimo de verme.

Sea que mi estado anterior no fuera tan malo como yo pensaba, o que el sarcasmo de aquel hombre causara en mí una transformación, lo cierto fue que de pronto sentí la cabeza despejada como si nunca hubiera recibido culatazo alguno, y volviendo hacia él el rostro y riéndome, le dije:

—Estás muy equivocado; yo no he dicho que sí por miedo a tu cuchillo.

—¿Conque no es por eso? ¿Entonces por qué?

—Porque es la pura verdad; me alegro infinito de volverte a ver. A pesar de mi risa no dije estas palabras en tono irónico o burlón, sino con tal expresión de sinceridad que le dejó pasmado. Echando atrás la cabeza, arrugó el entrecejo y me miró unos instantes con extraña ansiedad. Luego me dijo:

—¿Qué? ¿Hablas de veras? ¿O es que los golpes te han trastornado el cerebro hasta el punto de hacerte delirar? ¿Te alegras de veras?

—¡Claro! —asentí yo formalmente.

—¡Diablo! ¡Casi me hará creer, que dice lo que piensa!

—Te hablo con formalidad—. Entonces estás loco, rematadamente loco.

—¡Ni por pienso! En mi vida he estado tan cuerdo como ahora.

—¿Es posible? Entonces tienes un descaro superlativo, una insolencia maldita, como no la he encontrado en mi vida. Te voy a atar como a Winnetou, o bien te voy a colgar de ese árbol, pero cabeza abajo, hasta que te brote la sangre por todos los poros.

—Te guardarás muy bien.

—¿Por qué? ¿Por qué no he de hacerlo? ¿Qué motivos iban a detenerme?

—Uno que conoces tan bien como yo y que no necesito decirte.

—A ver: ¿qué motivo es ese?

—¡Bah! A mí no me engañas. Puedes colgarme cuando te dé la gana. Si lo haces, dentro de diez minutos seré cadáver y no llegarás a saber lo que te interesa.

Había adivinado, bien, por lo visto, pues Santer, mirando a Warton, movió negativamente la cabeza, y dijo:

—Teníamos a ese granuja por muerto y ni siquiera estaba sin conocimiento, pues ha oído todas las preguntas que he hecho a su compañero sin que el maldito rojo haya contestado a ninguna.

Vuelves a equivocarte —repliqué—. He estado realmente desvanecido; pero Old Shatterhand tiene suficiente cacumen para comprenderte.

—Pues, entonces, dime qué es lo que quiero yo averiguar de vosotros.

Déjate de tonterías, que no lograrás saber nada. Al contrario, te digo que me alegro en el alma de este encuentro. Hace mucho tiempo que anhelaba verte sin conseguirlo; así es que mi gozo es ahora muy sincero y cordial. Te hemos encontrado ¡por fin! ¡Por fin!

El criminal me miró largo rato como distraído luego soltó una blasfemia horrorosa y gritó como un bárbaro:

—¡Canalla! Alégrate de que te tenga por loco, porque si supiera que estás cuerdo y que hablas con intención y sentido, trataría de convencerte a fuerza de tormentos de que conmigo no se juega. Pero tal como estás quiero ser indulgente y hablar contigo con toda tranquilidad, aunque si no me contestas franca y abiertamente, prepárate a sufrir una muerte tan horrible como no la hubo ni la habrá en el mundo.

Se sentó delante de mí, estuvo un rato pensativo, mirando al suelo, y comenzó el interrogatorio:

—Os tenéis, tú y el apache, por dos personas de talento extraordinario, por los más agudos de todo el Oeste; pero, en realidad, sois los más tontos que darse puede, tontos de capirote. ¡Cuánto me persiguió Winnetou! Parecía un lebrel detrás de un conejo; pero ¿logró pescarme? Cualquier otro en su lugar, se habría escondido de vergüenza, para que la gente no le viera, y en cambio él… ¿Confesarás que anoche visteis lucir mis ojos en la espesura?

—Sí —asentí yo.

—¿Iba a dispararme un tiro, verdad?

—En efecto.

—Ya lo vi, y por eso desaparecí cómo un duende. Entonces salió a espiarme, ¿no es así?

—¿Y por qué no?

—¡Ja, ja, ja! ¡Espiarme a mí! Ya sabía yo que había sido descubierto; lo hubiera comprendido un chiquillo; y empeñarse a pesar de eso en espiarme, es una tontería tan grande que no cabe en cabeza humana. Habéis merecido una azotaina por estúpidos. En lugar de ser el espiado fui yo el que espió y él recibió el culatazo que me había destinado. Luego me disfracé con su manta, que había soltado, y me acerqué a ti. ¿Qué pensaste al verme a mí en lugar de tu camarada?

—Me alegré muchísimo.

—¿Y también de los golpes que recibiste? Eso sí que no. En fin, que os habéis dejado atrapar como niños de teta, que en vez de burla inspiran compasión. Ahora ya sabéis que estáis seguros en mi poder y que vuestra salvación es un imposible, a no ser que me entrara un fugaz momento de misericordia. No estoy libre de sentirlos, y puede que me incline a la piedad; pero sólo en el caso exclusivo de que me digáis toda la verdad. Ved a esos tres hombres; son de los míos; yo los envié a vuestro encuentro. ¿Por quiénes nos tienes ahora?

Sabía perfectamente quiénes eran y lo que eran; pero la prudencia me aconsejó no decírselo. Así fue que contesté solamente:

—Siempre fuiste un pillete y seguirás siéndolo. No necesito saber más.

—Está bien; pero yo quiero advertirte una cosa; por ahora, acepto tus insultos sin protestar, pues en cuanto haya terminado nuestra conversación vendrá el castigo. Tenlo por seguro. Primeramente, te confesaré con toda lealtad, que, en efecto, preferimos cosechar a sembrar. Esto último resulta tan pesado, que se lo dejamos a los demás; pero allí donde encontramos la cosecha a punto y sin que nos produzca molestias, echamos mano en seguida, sin fijarnos mucho en si les gusta o no que la cojamos a los dueños del terreno. Así lo hemos hecho siempre y seguiremos haciéndolo mientras convenga.

—¿Cuándo será eso?

—Acaso muy pronto, pues tenemos al alcance de la mano y muy cerca un campo de mieses maduras y buenas, que necesitamos segar. Si lo conseguimos, podremos decir que hemos hecho nuestro agosto.

—¡Que sea enhorabuena! —exclamé irónicamente.

—Gracias —contestó en el mismo tono—. Ya que nos felicitas y que al parecer nos tienes simpatía, presumo que nos ayudarás gustoso a encontrar ese campo tan rico.

—¡Ah! ¿De modo que todavía no sabéis dónde se halla?

—No; sólo sabemos que está por aquí cerca.

—Eso sí que no es tan agradable.

—¿Por qué no, cuando te tenemos a ti para que nos lo descubras?

—Lo dudo mucho.

—¿Por qué?

—Porque no sé de ningún campo que pueda conveniros.

—Eso es lo que tú supones; pero yo te ayudaré a refrescar la memoria. Ya comprenderás que no se trata de un campo en el sentido vulgar de la palabra, sino de un escondrijo que deseamos vaciar.

—¿Qué clase de escondrijo es ese?

—Uno que encierra pieles, cueros y otras cosas muy buenas.

—¿Y cómo voy yo a saber dónde está?

—Sí lo sabes.

—Me parece que te engañas.

—¡Ca! No lo creas estoy seguro de lo que digo. No me negarás que habéis estado en casa del viejo Corner, junto al Turkey-River.

—Allí estuvimos.

—¿Qué ibais a buscar allí?

—Fuimos a hacerle una visita, como es costumbre, sin ningún objeto especial.

—No trates de engañarme. Yo hablé con Corner al marcharos vosotros y él me dijo lo que habíais ido a buscar a su casa.

—¿Y qué era?

—A un pedlar, llamado Burton.

Pudo habérselo callado.

—Pues nos dijo que queríais venderle al pedlar gran número de pieles.

—¿Nosotros?

—Si no vosotros, Old Firehand, que es el director de toda una compañía de cazadores y ha reunido un gran depósito de pieles.

—¡Caramba, qué bien enterado está!

—¿Verdad que sí? —contestó riendo, sin observar la ironía de mis palabras—. Vosotros no encontrasteis al tratante, pero sí a un comisionista suyo, y os lo llevasteis. Nosotros os seguimos sin pérdida de tiempo para echaros la zarpa a todos; pero el dependiente, que se llama Rollins, se nos escapó de entre los dedos, mientras nos ocupábamos en cazaros a vosotros.

Acostumbrado a fijarme en el pormenor en apariencia más insignificante, no se me escapó que al hablar del comisionista echó una, mirada hacia el matorral en que se había ocultado la víspera. La mirada fue sin intención, involuntaria, lanzada en un momento de descuido, y por eso me fijé particularmente en ella. ¿Había en el matorral algo que estuviera en relación con lo que hablaba, o sea con Rollins? Era preciso averiguarlo; pero me guardé mucho de dirigir la vista en seguida al lugar indicado, para no llamar su atención. El continuó:

—No importa absolutamente que ese Rollins se nos haya escapado: no le necesitamos para nada, con tal de teneros a vosotros. ¿Conocéis a Old Firehand?

—Sí.

—¿Y su escondite también?

—Sí.

—Me alegro muchísimo de que lo confieses así; tan graciosamente.

—¡Bah! ¿Para qué había de negarlo si es la pura verdad?

—Bien. Eso me da motivo para suponer que no me fastidiarás mucho.

—¿Lo supones de veras?

—Claro que sí, pues ya comprenderás que el mayor favor que podéis haceros a vosotros mismos es cantar de plano, porque es el único medio que tenéis de aliviar vuestra suerte.

—¿Y qué suerte va a ser la nuestra?

—La más negra que cabe, pues vais a morir. Ya me conocéis y yo os conozco, de modo que sabemos exactamente a qué hemos de atenernos; el que caiga en manos del otro, está perdido, condenado a muerte irremisiblemente. He tenido la fortuna de atraparos, y así os toca a vosotros soltar el pellejo. Ahora sólo falta discutir el modo de mataros. Yo tuve la sana y firme intención de daros largo martirio para gozar viéndoos morir poco a poco; pero ahora que se trata del escondite de Old Firehand desisto de tanta severidad.

—¿Y qué decides?

—Primero me diréis dónde está eso y me lo describiréis detalladamente.

—¿Y qué nos das a cambio de esa revelación?

—Una muerte rápida y poco dolorosa; me conformaré con pegaros un tiro.

—Bonito procedimiento, con el cual das una prueba de fina sensibilidad, pero de escasa agudeza.

—¿Cómo es eso?

—Figúrate que para lograr esa muerte tan agradable y rápida te describimos un lugar muy distinto del verdadero.

—Ya veo que me tienes por menos discreto de lo que soy; yo ya me las compondré de modo que tengáis que decir la verdad, mal que os pese. Antes que nada, necesito saber si estáis dispuestos a traicionar el secreto.

—Traicionar es la palabra adecuada; pero sabe también que Old Shatterhand no es ningún traidor. Ya veo que Winnetou no ha querido, revelártelo. Acaso no haya contestado una sola palabra a todas tus insinuaciones, porque es demasiado altivo para tratar con granujas como vosotros. En cambio, yo te he respondido porque así sigo cierto plan.

—¿Un plan? Dilo en seguida.

Y al decir estas palabras me miró como si fuera a tragarme.

—No te importa; más adelante lo sabrás sin que yo te lo diga. Santer, que me había hablado hasta entonces con relativa cortesía, se incorporó furioso de pronto y volvió a su primer lenguaje:

—¿Es decir que te niegas?

—Decididamente.

—¿No hablarás?

—Ni una sola palabra.

—Entonces te ataremos en rueda, como a tu camarada.

—Ya podéis empezar.

—Y os atormentaremos hasta que muráis.

—Eso no te traerá maldita la cuenta.

—¿Lo crees así? Pues yo te aseguro que de todas maneras hallaremos tu escondite.

A lo sumo, por pura casualidad pero entonces ya será tarde, porque si no regresamos nosotros en el plazo fijado, Old Firehand volará con todos sus bienes. En eso quedamos al separarnos.