LOS OKANANDAS
Le arrastré hacia el interior de la casa, mientras Winnetou cerraba la puerta y echaba el cerrojo. Luego le dije al colono:
—Encienda la luz, señor Corner, que hay que ver la pieza que hemos cazado.
El colono obedeció encendiendo una bujía de sebo de ciervo y acercándola al rostro del indio, a quien había yo soltado el cuello pero no los brazos.
—El «Caballo bayo», caudillo de los okananda-siux! —exclamó Winnetou gozoso—. Ahora sí que puede decir mi hermano Old Shatterhand que ha dado un golpe maestro.
El cobrizo, que estaba medio asfixiado a causa del apretón que le había yo dado en el gaznate, después de respirar unas cuantas veces anhelosamente balbució consternado:
—¡Winnetou, el cacique de los apaches!
—Ese soy —contestó Winnetou—. Tú me conoces porque otras veces me has visto pero a éste no le has tenido nunca delante de los ojos. ¿Has oído el nombre que acaban de pronunciar mis labios?
—¡Old Shatterhand!
—Sí: habrás conocido que es él, porque él ha sido el que te ha apresado y metido en la casa sin que pudieras resistirte. Estás en nuestro poder. ¿Qué piensas que haremos contigo?
—Mis famosos hermanos me volverán a dejar en libertad.
—¿Es posible que pienses eso?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque los guerreros de los okanandas no son enemigos de los apaches.
—Son siux, y los ponkas que hace poco nos asaltaron pertenecen al mismo pueblo.
—No tenemos nada que ver con los ponkas.
—Eso no debías decírselo a Winnetou. Yo soy amigo de todos los hombres rojos; pero el que hace mal es mi enemigo, sea su piel del color que quiera; y si afirmas no tener nada que ver con los ponkas dices una mentira, pues yo sé muy bien que los okanandas y los ponkas no se han hecho nunca la guerra, y ahora, precisamente, están más estrechamente unidos que nunca. Por lo tanto, tus disculpas no son válidas para mis oídos. Habéis venido a asaltar la hacienda de estos rostros pálidos; ¿y crees que Old Shatterhand y yo vamos a tolerarlo?
El okananda se quedó un momento ensimismado, con el rostro sombrío, y preguntó después:
—¿Desde cuándo se ha vuelto injusto Winnetou, el gran caudillo de los apaches? La gloria de su nombre está precisamente en que siempre se ha esforzado en no hacer daño a nadie, y hoy se levanta contra mí, que estoy en mi derecho.
—Te engañas, pues lo que venias a hacer aquí no es justo.
—¿Por qué no? ¿No es nuestra esta comarca? El que quiera habitarla y explotarla ¿no ha de pedirnos licencia para ello?
—Sí.
—Pues esos rostros pálidos no lo han hecho así, de modo que estamos en nuestro perfecto derecho al echarlos.
—Yo no discuto vuestro derecho, me guardaré muy bien; pero no apruebo la forma en que queréis ejercerlo. ¿Es preciso incendiar, saquear y matar para deshaceros de los intrusos? ¿Es necesario llegar Como ladrones y salteadores, —como lo que son ellos, pero no nosotros—, de noche y a escondidas? El guerrero valeroso no teme dar la cara al enemigo, leal y abiertamente. En cambio, tú llegas con muchos guerreros y en la oscuridad de la noche para atacar a unos pocos hombres indefensos. Winnetou se avergonzaría de hacerlo, y referirá en todas partes lo miedosos que son los hijos de los okanandas, pues ni siquiera se les puede llamar guerreros.
«Caballo bayo» quiso erguirse colérico; pero los ojos del apache le miraban con tal poder de superioridad, que no se atrevió a moverse, y replicó solamente en tono gruñón:
—Yo he obrado según la costumbre entre los hombres rojos: al enemigo siempre se le ataca de noche.
—Cuando es preciso atacar.
—Pero ¿es que quieres que trate todavía a esa gente con blandura? ¿Voy a suplicar cuando puedo mandar?
—No quiero que supliques, sino que ordenes; pero tampoco que llegues cautelosamente como un ladrón nocturno, sino que te presentes erguido y soberbio, a la luz del día, como señor de este territorio. Diles a esos colonos que no toleras su presencia en tus dominios; fíjales un plazo para que se marchen, y si para entonces no cumplen tus órdenes, deja caer sobre ellos todo el peso de tu cólera. Si así hubieras obrado te consideraría como al cacique de los okanandas, a quien debo tratar de igual a igual; pero tal como has obrado sólo veo en ti al hombre que se arrastra astuta y ocultamente porque no se atreve a presentarse con la cabeza alta.
El okananda tenía clavados los ojos en un ángulo de la habitación y no dijo una palabra. ¿Qué iba a responder al apache? Yo le había soltado los brazos y estaba libre ante nosotros, aunque en la actitud de un hombre que sabe que su situación no tiene nada de envidiable. En el rostro de Winnetou se dibujó una ligera sonrisa al preguntarme.
—«Caballo bayo» ha pensado que le dejaríamos libre. ¿Qué dice a eso mi hermano Old Shatterhand?
—Que se ha equivocado —contesté yo—. El que llega como un malhechor debe ser tratado cómo tal. Tiene la vida perdida.
—¿Acaso piensa Old Shatterhand asesinarme? —preguntó bruscamente el okananda.
—Nada de eso; yo no soy asesino. Hay una gran diferencia entre asesinar a un hombre y castigar con muerte merecida a un criminal.
—¿He merecido yo la muerte?
—Sí.
—No es verdad. Yo estoy en terreno que me pertenece.
—Tú te encuentras en el wigwam de un rostro pálido, y hállese éste en territorio suyo o tuyo, es indiferente. El que sin mi licencia penetra en mi wigwam es reo de muerte, según las leyes que rigen en el Oeste. Mi hermano Winnetou ya te ha dicho cómo debiste obrar, y yo opino en todo como él. No hay quien pueda censurarnos por quitarte la vida, pero tú nos conoces y sabes que no derramamos sangre cuando no es absolutamente preciso. Acaso sea posible llegar a un acuerdo contigo, por el cual puedas salvarte. Dirígete al cacique de los apaches, que él te dirá lo que te espera.
El okananda había venido a sentenciar y ahora resultábamos nosotros sus jueces. El hombre se hallaba en gran apuro, y bien lo demostraba, no obstante los esfuerzos que hacía por disimularlo. Habría querido decir algo más en su defensa; pero como no logró articular palabra, prefirió guardar silencio, mientras contemplaba al apache con expresión que indicaba en parte expectación y en parte cólera contenida. De cuando en cuando lanzaba una mirada a Rollins, el dependiente del pedlar. Yo no sabía en aquel momento si aquello era casual o intencionado; pero me pareció leer en la mirada del indio una invitación a prestarle ayuda.
Rollins debió de comprenderlo así, porque volviéndose a Winnetou le dijo:
—El cacique de los apaches no será sanguinario. Aquí, en el Oeste, se suelen castigar sólo los hechos que hayan sido realmente cometidos; pero no ha ocurrido hasta ahora nada que merezca castigo.
Winnetou lanzó al intercesor una mirada recelosa y contestó:
—Lo que mi hermano Old Shatterhand y yo hemos de pensar y decidir lo sabemos sin que nadie venga a dictárnoslo. De modo que tus palabras son vanas; y ten presente que los hombres no deben ser charlatanes; sólo deben hablar cuando se les pregunte.
¿A qué venía tal reprensión? El mismo Winnetou no lo sabía; pero según averigüé después, le impulsé a ella su instinto, tantas veces comprobado y que acertaba como siempre. Volviéndose nuevamente al okananda, prosiguió:
—Ya has oído las palabras de Old Shatterhand; su opinión es, la mía. No queremos derramar sangre, si te decides a decir la verdad. No trates de engañarnos, porque no lo conseguirías. Conque dime lealmente a qué has venido aquí ¿o serás acaso tan cobarde que vayas a ocultarlo?
—¡Uf! —gruñó el indio, furioso—. Los guerreros de los okanandas no son miedosos, como tú has dicho antes. Yo no niego nada; veníamos a asaltar la casa.
—¿Para incendiarla?
—Sí.
—¿Qué ibais a hacer con sus habitantes?
—Matarlos.
—¿Lo habéis decidido por propio impulso?
El okananda vaciló un instante, por lo cual Winnetou repitió con mayor insistencia:
—¿Os lo sugirió otro, por ventura?
El interpelado calló; pero sus ojos decían claramente que sí.
—El «Caballo bayo» no parece encontrar palabras para contestarme —observó Winnetou—. Piense que se juega la vida y si quiere conservarla ha de decir toda la verdad. Yo quiero saber si hay un inspirador de ese crimen, que no pertenezca a la tribu de los okanandas.
—En efecto: lo hay.
—¿Quién es?
—El cacique apache ¿vendería a un aliado?
—No —contestó Winnetou.
—Pues, entonces, no debe extrañar que yo calle el nombre del mío.
—No lo extraño ni me ofende; el que hace traición a un amigo merece que lo maten a palos, como a un perro sarnoso. Puedes callarte el nombre; pero yo necesito saber si es de la tribu de los okanandas.
—No lo es.
—¿Pertenece a otra tribu india?
—No.
—¿Es blanco?
—Sí.
—¿Está ahí fuera con tus guerreros?
—No; no viene con nosotros.
—Entonces es lo que yo me figuraba y lo que también sospechaba mi hermano Old Shatterhand; un blanco es el que mueve los hilos de esta intriga, y eso me inclina a la indulgencia. Que los okanandas no quieran tolerar en su territorio ningún establecimiento ilegal, no hay que censurárselo; pero no por eso están autorizados para ser asesinos. La intención la tenían, aunque no haya llegado a convertirse en hecho, y así haremos gracia a su cacique de la vida y libertad, con una sola condición.
—¿Qué exiges de mi? —preguntó «Caballo bayo».
—Dos cosas: primera que te apartes de ese blanco que te induce al mal.
La condición no pareció ser del agrado del indio; pero después de cierta vacilación la aceptó por fuerza, y al preguntar por la segunda oyó de boca del apache lo siguiente:
—Tú exiges de ese rostro pálido que se llama Corner que os compre el terreno o que se vaya, y siempre que no cumpla ninguna de sus condiciones vuelves con tus guerreros para echarlo de aquí.
«Caballo bayo» aceptó esta condición en el acto; pero en cambio desagradó la especie al colono, quien sacando el derecho de colonización nos echó un largo discurso, que fue contestado por Winnetou con una breve réplica:
—Nosotros conocemos a los blancos como ladrones de nuestras tierras: lo que entre ellos pueda ser ley, derecho o costumbre, no nos importa. Si crees poder robar aquí la tierra que te parezca, y luego verte protegido por la ley de tus latrocinios, allá tú. Nosotros hemos hecho por ti todo lo que podíamos, y no puedes exigir más de nosotros. Ahora Old Shatterhand y yo fumaremos con el caudillo de los okanandas el calumet para dar validez a nuestros acuerdos.
Dijo esto en tono tan resuelto que Corner desistió de su oposición. Winnetou llenó la pipa de la paz y luego se sellaron nuestros pactos con «Caballo bayo» con las ceremonias de costumbre. Hecho esto no dudamos ya de la lealtad del caudillo okananda. Winnetou descorrió el cerrojo y abriendo la puerta de par en par, le dijo:
—Mi hermano puede reunirse de nuevo con sus guerreros, pues estamos seguros de que cumplirá la palabra que ha dado.
El indio salió. Corrimos el cerrojo tras él y nos colocamos junto a las ventanas para seguirle con la vista, como gente previsora, todo el tiempo que pudiéramos. El caudillo rojo se alejó unos pasos y luego se quedó parado, iluminado por la luz de la luna, como para dar lugar a que le viéramos. Púsose los dedos en la boca, lanzó un silbido penetrante y vimos acudir en tropel a sus guerreros, que se asombraron mucho al oírse llamar de modo tan ruidoso, cuando habían recibido orden de tomar todo género de precauciones y evitar el menor ruido. Entonces el jefe les dijo en voz alta, sin duda para que a nosotros no se nos escapase una palabra:
—Atiendan los guerreros okanandas a lo que ha de comunicarles su cacique. Llegamos aquí con objeto de castigar al rostro pálido Corner por haberse afincado en este terreno sin nuestro permiso. Yo me adelanté para espiar la casa, y lo habría logrado si no se hubieran hallado en ella los dos hombres más famosos de la pampa y de la sierra. Old Shatterhand y Winnetou, el caudillo de los apaches, llegaron aquí a acampar cerca de la casa, nos vieron y abrieron sus fuertes brazos para recibirme, sin que yo pudiera sospecharlo, y caí preso en sus manos. Los puños de Old Shatterhand me arrastraron a la casa. Haber sido vencido por él no constituye deshonra, sino un honor. Con él y Winnetou he hecho alianza y he fumado el calumet. Eso hemos hecho, y al propio tiempo hemos decidido que perdonásemos la vida a los blancos que habitan esa casa si nos compran la hacienda o la dejan en el plazo que nosotros fijemos. Eso ya se ha acordado, y yo cumpliré la palabra dada. Winnetou y Old Shatterhand están junto a las ventanas y oyen lo que estoy diciendo a mis guerreros. Hay paz entre ellos y nosotros. Mis hermanos pueden seguirme, pues regresamos a nuestros wigwams.
En efecto, le vimos echar a andar seguido de su gente y desaparecer tras la esquina de la empalizada. Salimos entonces todos para ver si continuaban su camino y convencernos de que realmente se alejaban. Así lo hicieron, y quedamos persuadidos de que no pensaban volver. Sacamos, pues, los caballos de la casa y nos echamos a dormir en el sitio donde lo habíamos hecho antes. Rollins, el tratante, se había vuelto desconfiado y siguió a los indios para observarlos. Más adelante supimos que se había alojado por motivo muy distinto. Yo no sabía cuándo volvería; pero al levantarnos al día siguiente nos lo encontramos sentado con Corner en un tronco que servía de banco delante de la puerta.
Corner nos dio unos «buenos días» que no tenían mucho de amables. Estaba furioso con nosotros, porque tenía el convencimiento de que habría sido mucho más ventajoso para él que hubiéramos ido «apagando» a los cobrizos uno por uno, como él decía. Ahora no le quedaba más recurso que marcharse o pagar. Por lo demás, no me daba mucha lástima. ¿Por qué se había atrevido a meterse en aquel terreno vedado? ¿Qué se diría en Illinois o Vermont si fuera un indio siux a establecerse con su familia en el sitio que mejor le pareciera, afirmando ser suyo?
A nosotros no nos hizo mella alguna su actitud; y después de darle las gracias por su hospedaje, nos fuimos tranquilamente.
El dependiente del pedlar nos acompañó, naturalmente; pero como si no nos conociera, pues en vez de caminar a nuestro lado, cabalgaba a cierta distancia de nosotros, poco menos que si fuera un criado que con ello quisiese demostrar el debido respeto a sus superiores. Nada de extraño tenía esto, y nos complacía tanto más cuanto que así podíamos conversar sin que nos estorbara y pensar sólo en nosotros mismos.
Únicamente al cabo de algunas horas se nos acercó para hablar del negocio que íbamos a concertar. Nos preguntó por la clase y número de las pieles que pensaba vender Old Firehand, y nosotros le dimos los datos que conocíamos. Luego nos pidió pormenores respecto del sitio en que nos esperaba y de qué medio se valía para tenerlas ocultas. También habríamos podido darle estas noticias, pero no lo hicimos porque no le conocíamos lo suficiente y por no ser costumbre en los hombres de la pampa hablar de los escondites en que guardan sus cosas. Que le disgustase o no nuestro silencio nos era indiferente. Entonces volvió a alejarse y se mantuvo a mayor distancia aún que antes.
Habíamos tomado para la vuelta la misma ruta que seguimos a la ida, y no encontramos motivo alguno que nos hiciera examinar detenidamente el terreno que atravesábamos, como habríamos hecho de no conocerlo. No estaban excluidas, naturalmente, las precauciones que emplea el westman aun en los lugares que mejor conoce. Seguimos, pues, atentos a descubrir posibles huellas de hombres y animales, y esta atención fue causa de que observáramos al mediodía una pista que de otro modo se nos habría escapado, porque indudablemente se había puesto gran cuidado en borrarla. Acaso se nos habría pasado por alto si no hubiéramos tropezado con ella en un punto en que los que la habían dejado habían hecho alto para descansar un poco, y la hierba que se había aplastado no había vuelto a enderezarse. Nos detuvimos y echamos pie a tierra para examinar los rastros. Mientras esto hacíamos se nos acercó Rollins y desmontó también para hacer lo mismo, preguntando:
—¿Son de animal o de persona?
Winnetou calló; pero esto a mí me pareció una descortesía y así contesté:
—Parece que no es usted muy ducho en descifrar huellas. Aquí se ve a primera vista quién las ha dejado.
—¿Un hombre, acaso?
—Claro está.
—Pues a mí no me lo parece, porque en tal caso estaría la hierba más pisoteada.
—¿Piensa usted que haya quien aplaste el césped por el gusto de ser descubierto y tal vez muerto?
—No; pero no hay medio de evitar las huellas de los caballos.
—Es que los que han estado aquí no tenían caballos.
—¿Que no? Eso sí que sería chocante y hasta sospechoso. Yo creía que en estas tierras es imposible vivir sin cabalgadura.
—Opino lo mismo; pero ¿no ha oído usted decir nunca que alguien se ha quedado en tierra porque, le han quitado el caballo en una u otra forma?
—Sí; pero usted no habla de una, sino de varias personas. Una sola puede quedarse sin caballo; pero varias…
Se las echaba el hombre de entendido, aunque parecía muy ignorante en las cosas de la pampa. Yo hice propósito de no contestarle. Entonces Winnetou me dijo:
—¿Sabe mi hermano Old Shatterhand lo que indican estas huellas?
—Sí.
—Son de tres rostros pálidos desmontados, que no llevaban rifles, sino palos. Han salido de aquí, pisando uno las huellas del otro y tratado el último de borrar las pisadas.
Esto prueba que se juzgan perseguidos.
—Lo mismo digo yo. Vamos a ver si llevaban armas.
—Rifles no; de eso respondo, pues habiendo descansado aquí hallaríamos impresas en el césped las formas de los mismos.
—Me parece muy extraño que tres blancos desarmados recorran una comarca tan peligrosa. Yo me lo explico solamente suponiendo que han tenido alguna desgracia. Acaso hayan sido atacados y despojados por los indios.
—Mi hermano blanco opina como yo. Esos hombres se han apoyado en palos que han cortado de los árboles, pues han dejado agujeros en el suelo. Deben de estar necesitados de auxilio.
—¿Quiere Winnetou que se lo prestemos?
—El jefe de los apaches favorece gustoso al necesitado sin preguntar si es blanco o rojo, pero Old Shatterhand ha de resolver. Yo quisiera ayudarlos; pero siento desconfianza.
—¿Por qué?
—Porque el proceder de esos blancos es harto dudoso. ¡Han puesto tanto cuidado en borrar sus huellas! No han tomado precaución alguna para disimular dónde acamparon…
—Acaso creyeran que no les daría tiempo, o bien no les importaba ocultar el sitio donde habían descansado y sí el camino que seguían.
—Puede que sea tal como dice mi hermano; pero en tal caso esos hombres no son westmen, sino gente sin experiencia. Los seguiremos con objeto de auxiliarlos.
Estoy dispuesto a ello, tanto más cuanto no parece que tengamos que desviarnos mucho de nuestro camino. Volvimos a montar. Rollins vaciló aún y dijo en tono que denotaba preocupación:
—¿No será mejor dejar a esa gente que se las componga como quiera? ¿Qué beneficio sacamos con seguirlos?
—Nosotros ninguno; pero sí ellos —contesté.
—Pero perderemos un tiempo precioso —insistió el dependiente.
—No es tanta nuestra prisa para que dejemos de acudir al socorro de personas que acaso lo necesiten. Dije esto en tono áspero. Rollins gruñó unas cuantas palabras de mal humor y volvió a montar para seguirnos, mientras nosotros continuábamos andando guiados por el rastro de los fugitivos. A mí no me inspiraba Rollins absoluta confianza; pero no se me ocurrió que fuera tan perverso como lo era en realidad.
La pista atravesaba el bosque y la espesura para salir a la pampa abierta. Era reciente; de hacía una hora escasa, y como caminábamos de prisa no tardamos mucho en dar con los fugitivos. Cuando los encontramos se hallarían a kilómetro y medio; y apenas habíamos recorrido la mitad de esa distancia cuando ellos nos vieron a su vez. Uno de ellos, al volverse, notó nuestra presencia y lo comunicó a sus compañeros. Pareció primero que el susto los clavaba en el suelo, y luego echaron a correr como si se tratara de salvar la vida. Nosotros apresuramos el paso, y aunque nos era sumamente fácil darles alcance, les dije a gritos algunas palabras tranquilizadoras, lo cual les hizo detenerse en su carrera.
Estaban completamente inermes; ni un cuchillo llevaban, razón por la cual no pudieron cortar los palos, sino que los desgajaron con las manos. Los trajes sí los llevaban en muy buen estado. Uno de ellos llevaba un pañuelo atado a la cabeza y otro el brazo izquierdo en cabestrillo; el otro estaba ileso. Los tres nos miraban con ojos recelosos y al parecer con miedo. Yo les pregunté:
—¿Por qué corren de ese modo, señores?
—¿Sabemos por ventura quiénes son ustedes? —contestó el de más edad.
—Era igual, fuésemos quienes fuésemos. De todos modos los habríamos alcanzado pronto a ustedes, y por eso era una gran tontería que corrieran. Sea como fuere, pueden estar tranquilos; somos gente honrada, y al dar con las huellas de ustedes los hemos seguido, con objeto de ver si podíamos servirles de algo, pues hemos supuesto desde luego que el estado actual de ustedes no es el que desearían.
—En eso no anda usted equivocado, señor. Nos ha ido muy mal, y damos gracias a Dios por haber salvado el pellejo.
—Lo siento mucho. ¿Quién los ha tratado a ustedes con tanta dureza? ¿Han sido blancos o indios?
—Los okananda-siux.
—¿Es posible? ¿Cuándo?
—Ayer, por la mañana.
—¿Dónde?
—Allá arriba, en el Turkey-River superior.
—¿Cómo ocurrió, si es que no piensan ustedes que fuera mejor no preguntarlo?
—Si son ustedes, como dicen, gente honrada, ¿por qué no? Si es así me permitirán que les pregunte también sus nombres.
—No hay inconveniente. Este caballero indio se llama Winnetou y es el cacique de los apaches; a mi acostumbran llamarme Old Shatterhand, y este señor es míster Rollins, mercader, que se ha unido a nosotros con fines comerciales.
—¡Loado sea Dios! Entonces queda excluida toda desconfianza. De Winnetou y Old Shatterhand hemos oído hablar bastante, aunque no somos westmen. Sabemos que son hombres en quienes se puede fiar del todo, y damos gracias al Señor que los ha puesto en nuestro camino. Sí, estamos necesitados, muy necesitados de protección, señores, y Dios los recompensará a ustedes si se dignan favorecernos.
—Con mucho gusto; pero diga usted cómo podemos ayudarlos.
—Para eso necesitan ustedes primera saber quiénes somos. Yo me llamo Warton, y éste es mi hijo y el otro mi sobrino. Vinimos de la comarca de New-Ulm para establecernos en el Turkey-River.
—¡Qué imprudencia!
—Desgraciadamente; pero nosotros no lo sabíamos. Nos lo pintaron todo tan fácil y tan bonito, que parecía que no había más que llegar y recoger las cosechas.
—¿Pero no pensaron ustedes en los indios?
—¡Ya lo creo! Pero nos los describieron muy distintos de como son. Veníamos muy bien equipados a reconocer primero las tierras y a escoger luego las mejores. En esto caímos en manos de los indios.
—Den ustedes gracias a Dios porque los dejaron con vida.
—Claro que sí. Al principio tuvo la cosa mucho peor aspecto que lo que después ocurrió. Los salvajes hablaban del palo de los tormentos y cosas por el estilo; pero luego se conformaron con quitarnos todo lo que llevábamos, menos la ropa, y echar a correr. Parecía que tenían cosas más precisas que hacer que cargar con nosotros.
—¿Más precisas dice usted? ¿Se enteró usted de cuáles son?
—No entendemos su lengua; pero el cacique al chapurrear con nosotros el inglés, citó a un tal Corner, colono con el cual trataba de habérselas.
—Eso concuerda perfectamente, pues le iban a asaltar aquella misma noche, y por eso no tenían ganas ni tiempo que perder con ustedes. A esa circunstancia deben ustedes sin duda la vida.
—¡Pero qué vida, Dios mío!
—¿Qué quiere usted decir?
—Una vida que no es vida. Carecemos de armas, pues ni siquiera nos dejaron un cuchillo con el cual pudiéramos matar algún venado para mantenernos. Desde ayer no hemos probado sino raíces y bayas, y hasta eso se ha acabado en la pampa. Yo creo que si no llegamos a encontrarlos a ustedes nos moriríamos de hambre. Espero que podrán ustedes darnos un pedazo de carne con que alimentarnos.
—En efecto; pero dígame ¿adónde van ustedes ahora?
—A Fort Wilkes.
—¿Saben ustedes el camino?
—No, pero creemos estar en dirección aproximada del mismo.
En efecto, así es. Pero ¿tienen ustedes un motivo concreto para ir allá?
—Uno muy lógico. Ya le he dicho a usted que nosotros nos habíamos adelantado a examinar el terreno. Nuestros compañeros venían detrás, y nos esperan ahora en Fort Wilkes. Así es que si llegamos con felicidad se han acabado todas nuestras penas.
—Pues en medio de todo tienen ustedes suerte, pues llevamos el mismo camino y estamos en buenas relaciones con el comandante de Fort Wilkes. Pueden ustedes venir con nosotros.
—¿De veras? ¿Nos lo permiten ustedes?
—Claro que sí: no vamos a dejarlos a ustedes aquí abandonados.
Pero como los indios nos han quitado los caballos tendremos que ir a pie y eso les hará a ustedes perder mucho tiempo.
—¡Qué le vamos a hacer! Siéntense aquí y descansen; ante todo es preciso que tomen ustedes un bocado.
El dependiente del pedlar no parecía muy satisfecho del curso que tomaban las cosas; maldecía entre dientes y refunfuñaba algo sobre la pérdida de tiempo y la caridad mal entendida… Nosotros no le hicimos el menor caso, sino que echando pie a tierra nos sentamos en la hierba y dimos a los hambrientos parte de nuestras provisiones. Los infelices comieron ávidamente, y en cuanto hubieron descansado continuamos nuestro viaje, dejando las huellas anteriores y siguiendo nuestro rumbo primitivo. Los fugitivos hacían grandes demostraciones de agradecimiento por la suerte que tenían de habernos encontrado, y habrían hablado mucho más si no hubieran encontrado en Winnetou y en mí personas tan calladas y graves.
En cuanto a Rollins, hicieron varias tentativas para inducirle a hablar; pero todo en vano, porque el hombre estaba furioso por el encuentro y los rechazó ásperamente. Esto me lo hizo aún más antipático de lo que ya me era y tuvo por consecuencia que me fijara en él con más atención que antes, aunque disimulándola. El resultado de mi observación fue muy distinto de lo que mis lectores pueden figurarse.