CAPÍTULO QUINTO

EN BUSCA DEL PEDLAR

Tres meses haría que habían ocurrido los acontecimientos que acabo de relatar y todavía se hacían sentir sus consecuencias. Nuestras esperanzas de salvar la vida a Old Firehand se habían realizado; pero su curación avanzaba con extraordinaria lentitud. Una gran postración le tenía clavado aún en el lecho, y así hubimos de desistir de nuestro propósito de trasladarlo a Fort Wilkes, y decidimos dejarle en la «fortaleza» hasta su completo restablecimiento, convencidos de que nuestros cuidados le serían suficientes.

La herida de Harry no fue, felizmente, de tanta gravedad como temíamos; Winnetou ostentaba varias cuchilladas y golpes sin importancia, que estaban ya en vías de completa curación, y en cuanto a mis rasguños y magullamientos tampoco eran cosa mayor; y aunque me dolían al tocarlos, estaba ya tan curtido contra el dolor como los mismos indios. El mejor parado había sido Sam Hawkens, que sólo había recibido unos cuantos porrazos que no merecen ser citados siquiera.

Era de prever que Old Firehand, aun después de su completo restablecimiento, se vería obligado a cuidarse mucho y durante largo tiempo, siendo imposible que volviera a emprender la vida de westman, por lo cual decidió hacer un viaje al Este, para ver a su hijo mayor, llevándose a Harry consigo.

Lo natural era que de paso se llevaran también las pieles almacenadas que había reunido la colonia de cazadores, a fin de ponerlas a la venta y percibir su valor en metálico. En Fort Wilkes no había ocasión de venderlas; y, sin embargo, ofrecía una gran dificultad, para el convaleciente el traslado de tan gran cantidad de valiosa mercancía. ¿Cómo obviar tamaño inconveniente? Un soldado de la pareja que nos había dejado el pelotón para nuestra guarda, nos sacó del apuro, diciéndonos que había oído decir que al otro lado del Turkey-River se encontraba un pedlar (buhonero) que compraba todo lo que le ofrecían, y que no sólo se dedicaba al cambio de mercancías, sino que lo pagaba todo en dinero contante y sonante. Con aquel tratante podríamos quizá entendernos respecto de las pieles y quedaríamos desde entonces libres del obstáculo.

Pero ¿cómo ir en su busca? No teníamos medio de mandarle aviso, pues sólo contábamos con los soldados, que no podían abandonar su puesto sin faltar a las órdenes de sus superiores. Así es que no quedaba otro recurso que ir uno de nosotros en busca del pediar. Yo me ofrecí a ello sin hacer caso de las dificultades que ofrecía para un blanco llegar a Turkey-River, por hallarse toda aquella comarca infestada por los sanguinarios okananda-siux. El tratante en pieles debía de estar exento de tales peligros, porque los indios suelen respetar a los tratantes, que comercian con ellos y los proveen de lo que necesitan. En cambio, los demás blancos no pueden esperar de ellos nada bueno; y aunque esta circunstancia no me atemorizaba, me alegré en el alma cuando Winnetou declaró que quería acompañarme. Nuestra presencia en la «fortaleza» no era imprescindible, pues quedaban Sam y Harry al cuidado del enfermó, y los soldados cuidaban de surtirles de caza, alternando para ello sus salidas.

Nos pusimos en camino, y como Winnetou conocía admirablemente la comarca, al tercer día llegamos a Turkey-River o mejor Turkey-Creek. Existen varios riachuelos de este nombre, pero el que digo es muy conocido por los choques sangrientos que en sus márgenes han ocurrido entre los blancos y las diversas tribus de los siux.

¿Cómo dar con el pedlar? Si se hallaba en los campamentos indios, teníamos que tomar precauciones extraordinarias. A orillas del riachuelo y en las cercanías del mismo había algunos colonos blancos, que habían osado establecerse allí desafiando el peligro, y convenía acercarnos a ellos para averiguar el paradero del tratante. Fuimos, pues, río abajo sin hallar rastro alguno de vivienda, hasta que al hacerse de noche, nos encontramos con un campo de centeno, junto al cual se tendían otros de diversos cereales. Junto a un arroyo, cuyas aguas desembocaban en el Turkey- Creek, vimos una casa bastante grande, construida de robustos troncos sin desbastar y rodeada de huerto cercado por fuerte empalizada. A un lado de la casa había un patio en que pacían unas cuantas vacas y varias caballerías. Nos acercamos a la valla, desmontamos y atamos nuestros caballos a uno de los postes y luego nos dirigimos a la casa, que tenía varios ventanucos estrechos y en forma de aspillera, por dos de los cuales vimos asomar los cañones de sendas escopetas, que nos apuntaban, mientras desde dentro nos decían con voz áspera:

—¡Alto ahí; ni un paso más! Esto no es ningún palomar donde se entra y se sale a capricho. ¿Quién sois y qué queréis?

—Yo soy alemán y vengo en busca de un pedlar que dicen que recorre esta comarca— contesté sin titubear.

—Pues id a buscarlo a otra parte, que yo no tengo nada que ver ni con vosotros ni con él. ¡Conque fuera de aquí, al momento!— Pero, señor, no le cuesta a usted nada decirnos si sabe usted algo; esos informes no se niegan a nadie, y solamente a la gentuza se la echa como usted lo hace.

—Pues porque lo sois así os trato.

—¿Nos toma usted por vagabundos?

—Sí.

—¿Por qué?

—Eso es cuenta mía, y no necesito dar explicaciones; además es mentira que sea usted alemán.

—Es la pura verdad.

—¡Bah! No hay alemán que se atreva a llegar hasta aquí, a no ser Old Firehand.

—Pues de su parte vengo.

—¿De veras? ¿De dónde viene usted?

—De su campamento, a tres jornadas de aquí. ¿Acaso conoce usted el sitio?

—Una vez alojamos aquí a un tal Dick Stone, quien nos dijo que Firehand acampa a esa distancia.

—Stone ha muerto; era nuestro amigo y compañero.

—Puede que diga usted la verdad, pero no me fío, pues le acompaña a usted un indio, y no están los tiempos para franquear la puerta a gente de ese color.

—Si recibe usted a éste en su casa, se dará usted por muy honrado, porque es Winnetou, el cacique de los apaches.

—¿Winnetou, dice usted? ¡Caramba, si así fuera! Pero no me convenzo si no me enseña su escopeta.

Winnetou descolgó el rifle del hombro en que lo llevaba y lo levanté de modo que pudiera verlo bien el colono; y éste exclamó entonces:

—¡Claveteado de plata! En efecto, eso concuerda. Y usted blanco, ¿lleva dos rifles, uno grande y otro pequeño? Ahora se me ocurre una cosa: ¿ese fusil grande es, por ventura, un mataosos?

—Sí, señor.

—Y el pequeño ¿es un «rifle Henry»?

—En efecto.

—¿Y usted lleva un apodo pampero en lugar de su verdadero nombre?

—Sí, señor.

—¿Es usted acaso Old Shatterhand, un alemán que ha venido de la otra banda?

—El mismo.

—Entonces, adelante, adelante, señores. Hombres como vosotros siempre son bien recibidos, y estoy dispuesto a obsequiares con lo mejor que haya en la casa.

Las escopetas desaparecieron de los ventanucos, y pocos momentos después nos recibía el colono en la puerta de su casa. Era un viejo robusto, de poderosa osamenta, que a primera vista revelaba que había luchado con la vida sin dejarse aplanar. Nos tendió ambas manos y nos introdujo en el interior de su vivienda, donde nos presentó a, su mujer y a su hijo, mocetón joven y robusto como un roble. Sus otros dos hijos se hallaban trabajando en la selva.

La casa constaba de una sola habitación, cuyas paredes estaban cubiertas de armas y trofeos de caza. En el sencillo fogón de piedra hervía un caldero, y sobre una repisa de madera estaban los utensilios de cocina más indispensables. Unos cuantos cajones hacían oficio de armario y despensa, y del techo pendía tal cantidad de carne ahumada, que una familia de cinco personas habría podido mantenerse cómodamente con ella durante meses enteros. En el ángulo anterior había una mesa y unos asientos rústicos, construido todo por el mismo colono. Nos invitaron a tomar asiento mientras el hijo atendía a nuestros caballos y el padre y la madre ponían en la mesa una cena, que, dadas las circunstancias, nada dejaba que desear. Durante el ágape regresaron del campo los otros dos hijos, y sin más cumplidos se sentaron a la mesa y dieron buena cuenta de la comida, sin tomar parte en la conversación, que corría de cuenta del padre exclusivamente. Este nos decía:

—Sí, señores: no debe ofenderos que os recibiera tan huraño; aquí tenemos que estar continuamente alerta, a causa de los indios, especialmente de los okananda-siux, que hace pocos días asaltaron otro cortijo, a una jornada del nuestro; y aun podemos fiarnos menos de los blancos, porque aquí solamente acuden los que no pueden vivir en el Esté, por tener algo que ver con la justicia. Como es gente de cuidado la que abunda por aquí, está uno deseoso de ver de cuando en cuando a caballeros como vosotros. ¿Conque vienen ustedes en busca del pedlar? ¿Tienen algún negocio que tratar con él?

—En efecto —contesté yo, pues Winnetou seguía callado, como de costumbre.

—¿De qué clase dé negocio se trata? No pregunto por curiosidad, sino por ver si puedo darles a ustedes algunas instrucciones. —Deseamos venderle una, partida de pieles.

—¿Grande?

—Sí.

—¿A cambio de mercancías o por dinero?

—Si posible fuera, mejor por dinero.

—Entonces es el hombre que les conviene a ustedes, y además el único que encontrarán aquí. Otros tratantes se dedican exclusivamente al comercio de cambio en especies; pero ése lleva siempre encima buena cantidad en moneda o en oro, porque también recorre los placeres. Es un capitalista en grande y no un pobre diablo, como podría usted figurarse, de los que llevan toda su hacienda en su hatillo.

—¿Será honrado, no?

—Eso ya es otra cosa, y depende de la apreciación de cada uno; los pedlars quieren hacer buen negocio, ganar mucho, y por lo tanto no cometerá ése la tontería de dejar escapar el menor provecho. Quien se deja engañar es porque quiere. Ese se llama Burton, es maestro en su profesión, y la ejerce tan a lo grande que viaja siempre con cuatro o cinco ayudantes.

—¿Dónde cree usted que se le puede encontrar?

—Hoy mismo lo sabrá usted. Uno de sus dependientes, qué se llama Rollins, estuvo ayer aquí en busca de encargos, y subió río arriba a visitar a los demás colonos, después de lo cual volverá para pasar la noche en esta casa. Por lo demás, asegura que Burton ha tenido últimamente algunas contrariedades.

—¿Cómo es eso?

—Ya le ha ocurrido en poco tiempo cinco o seis veces que al llegar a una hacienda para hacer compras o ventas se la haya encontrado saqueada e incendiada por los indios. Eso no sólo significa para él una gran pérdida de tiempo, sino un perjuicio directo, sin contar con que hasta para un pedlar puede ser fatal cruzarse en el camino con esos rojos exterminadores.

—¿Han ocurrido ataques de esos cerca de aquí?

—Sí; es decir, si se tiene en cuenta que aquí, en el Oeste, no se toman las palabras cerca o lejos en el sentido en que se dice en otras tierras. Mi vecino más próximo se halla a nueve millas de mi casa.

—Es de lamentar que a causa de la distancia no puedan ustedes auxiliarse unos a otros en caso de peligro.

—Es verdad; pero no por eso los temo. Al viejo Corner, porque ha de saber usted que me llamo Corner, no hay indio que le asuste. No sería mal recibimiento el que les haría.

—Y esto que no son ustedes más que cuatro hombres.

—¿Cuatro? ¡Mi mujer vale tanto como un hombre, y con unas agallas, que ya, ya! Tampoco la aterran los indios y maneja el rifle tan bien como yo.

—No lo dudo; pero si los indios llegan en gran número hay que convenir con el viejo refrán en que muchos galgos matan la liebre.

¡Well! Pero ¿es preciso hacer de liebre? Yo no soy un westman famoso como usted y no poseo escopeta de plata ni rifle Henry; pero tiro como el primero; nuestras es, copetas son muy buenas, y si atranco la puerta, no hay indio que se meta dentro. Y aunque fueran cien los que nos sitiaran, los iríamos «apagando» uno a uno como si fueran bujías. Pero ¿no oye usted? Debe de ser Rollins, que regresa.

Oímos, en efecto, las pisadas de un caballo, que paró delante de la puerta. Corner salió, habló con el recién llegado y nos lo presentó con las siguientes palabras:

—Aquí tienen ustedes a míster Rollins, de quien les he hablado, y que es el dependiente del pedlar a quien buscan.

Luego, volviéndose al viajero, añadió:

—Ya le he dicho a usted que le aguardaba una gran sorpresa con la vista de estos señores, que son: Winnetou, el cacique de los apaches, y Old Shatterhand, de quienes ha oído hablar con frecuencia. Vienen en busca de míster Burton, con objeto de venderle una partida de cueros y pieles.

El recién llegado era un hombre de mediana edad, de aspecto vulgar, cuya fisonomía, que no chocaba por ningún rasgo bueno ni malo, no era muy apropiada para formar juicio desfavorable; y sin embargo el modo como nos contemplaba no acababa de gustarme. Si realmente éramos hombres tan distinguidos como acababan de decirle, era natural que expresara cierta satisfacción al conocernos y más, cuando, por añadidura, le ofrecíamos un buen negocio; pero su rostro no revelaba ni contento ni satisfacción; más bien se me antojó ver en él contrariedad y disgusto por el encuentro. Pero era también posible que me engañara, y lo que a mí me desagradaba podía ser la natural timidez de un dependiente ante dos westmen famosos. Traté, pues, de dominar el injustificado prejuicio y le invité a sentarse y a tratar con nosotros de nuestro asunto.

Se le ofreció cena, pero al parecer no tenía apetito, y salió, con el pretexto de echar un vistazo a su caballo. Pero pasó un cuarto de hora sin que volviera a parecer, y no sé si llamarlo recelo, pero fue algo parecido lo que me impulsó a salir de la casa. El caballo del viajero seguía en su sitio; pero de su dueño no vi ni rastro. Ya era bien entrada la noche; pero era tan clara la luna que habría debido verle si se hubiera hallado en los alrededores de la casa. Sólo después de mucho tiempo le vi torcer la esquina del cercado; al verme i él se quedó un momento parado y luego se acercó apresuradamente.

—¿Es usted aficionado a los paseos a la luz de la luna, míster Rollins? —le pregunté.

—No me da por la poesía —contestó el aludido.

—Pues cualquiera diría lo contrario.

—¿Por qué?

—Porque le encuentro a usted paseando.

—Pero no por amor a la luna; no me encuentro bien; debo de estar indigesto desde esta mañana y luego ¡tantas horas de caballo! Tuve necesidad de hacer ejercicio… y eso es lo que he hecho.

Desató su caballo y lo metió con los nuestros en el patio; luego me siguió al interior de la casa. ¿Qué me importaba aquel hombre? Era dueño y señor de su persona y podía hacer lo que quisiera; pero todo westman está acostumbrado a tomar precauciones y siempre inclinado a la suspicacia y al recelo; pero el motivo que Rollins me había dado para alejarse era altamente plausible y satisfactorio. Además, había comido tan poco, que bien podía deberse su salida a un malestar. Luego, cuando nos vimos reunidos en la habitación, se mostró tan modesto, tan ingenuo y tan cándido, que mi desconfianza se habría disipado por completo en caso de que la hubiera tenido.

Hablamos, naturalmente, de nuestro asunto, de los precios de las pieles, del embalaje y transporte de las mismas, en una palabra, de todo lo referente al negocio. El hombre mostró tener grandes conocimientos en el asunto, y los hizo aparecer en forma tan sencilla, que hasta Winnetou se complacía en escucharle y tomar parte en la conversación, cosa tan ajena a sus costumbres.

Le referimos entonces nuestras últimas aventuras y encontramos en él un oyente fino y atento. Como era natural, le pedimos informes respecto del pedlar, sin cuya anuencia y presencia no podía cerrarse el trato. A lo cual contestó Rollins:

—Yo no puedo decirles a ustedes, desgraciadamente, dónde se encuentra hoy mi principal, ni dónde se hallará mañana o pasado. Yo recojo solamente los encargos y se los llevo en días determinados en que sé de fijo dónde encontrarle. ¿Cuánto hay que andar para llegar al sitio donde está el señor Firehand?

—Unas tres jornadas.

—De hoy en seis días estará míster Burton más arriba del Riffley-Fork y yo tendría tiempo de ir con ustedes a examinar la mercancía y a ajustar el precio aproximado. Luego iré a decírselo a mi jefe y lo acompañaré; claro que sólo en el caso de tener la seguridad de que vamos a hacer el negocio y de que lo aprecie como yo. ¿Qué dicen ustedes a esto?

—Que es natural que desee usted ver el género antes de comprarlo; sólo que preferiría tratar directamente con míster Burton.

—Eso no puede ser. Aunque estuviera él aquí, sería muy dudoso que los acompañara a ustedes a la residencia. Nuestro negocio tiene una extensión mucho mayor de lo que usted se figura, y mi principal no dispone de tiempo suficiente para caminar tres jornadas seguidas sin saber de fijo si el género le conviene o no. Yo estoy convencido de que no irá personalmente a verlo, sino que mandará a alguno de nosotros a acompañarlos a ustedes, y así viene muy bien que pueda yo ahora hacer el viaje en su compañía. De modo que debe usted decirme sí o no, para saber a qué atenerme.

No había motivo alguno para rechazar el ofrecimiento; más bien creí obrar en beneficio de Firehand al contestar:

—Si tiene usted tiempo para ello, no hay inconveniente; pero en tal caso mañana mismo y a primera hora.

—Naturalmente; nosotros no tenemos horas que perder, y menos días enteros. Saldremos de aquí en cuanto amanezca y por lo mismo propongo que nos acostemos temprano.

Tampoco esto daba ocasión a oponernos, aunque más adelante hubimos de ver que aquel hombre no era tan inofensivo como aparentaba. Levantóse de la mesa y ayudó a la mujer del colono a extender las pieles y mantas en que habíamos de dormir. En cuanto hubieron terminado, nos señalaron los lechos que habíamos de ocupar.

—Gracias —les dije—. Preferimos dormir a la intemperie. La habitación está llena de humo y afuera se respira mejor.

—Pero, míster Shatterhand, no va usted a poder pegar los ojos con la luna que hace; y además las noches son frescas.

—Estamos acostumbrados, y en cuanto a la luna, no hay medio de prohibirle que meta las narices por donde quiera.

El dependiente hizo otras tentativas para disuadirnos, pero fue en vano; no hicimos el menor caso de ellas, y sólo después, cuando le hubimos conocido, caímos en la cuenta de que aquel empeño era algo sospechoso y ya entonces debió ponernos en guardia. Cuando lo advertimos ya era tarde.

Al salir, el amo de casa nos dijo:

—Estoy acostumbrado a atrancar la puerta. ¿Quieren ustedes que la deje abierta, señores?

—¿Por qué?

—Por si les ocurre algo.

No nos ocurrirá nada; en estas tierras conviene tener las puertas bien cerradas; y si tuviéramos algo que decir a usted lo haríamos por la ventana.

—Está bien, pues las ventanas permanecen abiertas.

En cuanto hubimos salido, oímos distintamente correr el cerrojo de la puerta. La luna estaba tan baja que el edificio proyectaba una espesa masa de sombra sobre el cercado, en el sitio en que estaban los caballos, y adonde nos dirigimos nosotros con objeto de dormir a oscuras. Swallow y el potro de Winnetou se habían echado uno al lado del otro; yo extendí allí la manta y me tendí sobre ella haciendo del cuello de mi caballo blanda almohada, como tenía por costumbre, cosa que el animal consentía satisfecho, y al punto me quedé dormido.

Habría dormido una hora escasa, cuando me despertó un movimiento de Swallow, que no se movía lo más mínimo en casos así, a no ser que ocurriera algo extraordinario; y entonces le vi levantar la cabeza y sorber el aire con recelo. En el acto me puse en pie y eché a andar en la dirección en que Swallow olfateaba, esto es, hacia la valla y agachado para que no se me viera desde afuera. Al mirar cautelosamente por cima de la empalizada observé, a la distancia de unos doscientos pasos, algo que se movía lentamente; era un grupo de hombres que se acercaban a gatas al cortijo. Yo me volví para avisar a Winnetou y me lo encontré detrás de mí. Había oído en sueños los ligeros pasos con que me deslicé hacia la valla.

Yo le pregunté:

—¿Ve mi hermano esas sombras?

—Sí; son guerreros rojos.

—Sin duda serán los okanandas que quieren asaltar la casa.

—Old Shatterhand lo ha adivinado; es preciso avisar al dueño.

—Y auxiliarle; pero quiero poner en seguro los caballos, porque los indios se los llevarían.

—Los introduciremos en la casa. Vamos pronto, pues gracias a que estamos en la sombra no nos han visto aún los siux.

Volvimos rápidamente al patio donde estaban los caballos y nos los llevamos de las riendas a la casa. Ya iba Winnetou a llamar por la ventana cuando observamos que la puerta estaba entreabierta. Yo la abrí del todo e introduje a mi caballo, seguido de Winnetou con el suyo; y una vez que estuvimos dentro echamos el cerrojo. Con el ruido despertaron los de la casa y Corner se puso en pie, diciendo:

—¿Qué hay? ¿Qué pasa? Esos caballos…

—Somos nosotros, Winnetou y Old Shatterhand —respondí yo, pues no podía conocernos en la oscuridad.

—¿Ustedes? ¿Pero cómo han entrado?

—Por la puerta.

—¡Si estaba cerrada!

—Pues la hemos encontrado abierta.

—¡Diablo! Entonces no habré echado bien el cerrojo cuando han salido ustedes; pero ¿por qué nos meten los caballos en la casa?, ¿por qué?

Corner había echado bien el cerrojo; pero el tratante lo había descorrido, mientras los demás dormían, para dejar que entraran los indios. Yo contesté:

—Entramos los caballos para que no nos los roben.

—¿Quién? ¿Por ventura…?

—Los okananda-siux, que se acercan con objeto de asaltar la casa.

Fácil es de comprender la impresión que causaron estas palabras. Corner había dicho horas antes que no temía a los indios; pero al saber que llegaban de veras se asustó horriblemente. Rollins hizo aspavientos, como si estuviera tan aterrado como los demás; pero Winnetou ordenó silencio, diciendo:

—¡Callaos! Con gritos no se vence a un enemigo. Hemos de ponernos de acuerdo para ver la manera de rechazarlo. —No hay que hablar nada. Empezamos a tiros con ellos y los matamos según vayan presentándose. Ya podremos reconocerlos bien, porque la luna les dará de lleno.

—Pues yo no opino así —observó el apache:

—¿Por qué no?

—Porque no conviene derramar sangre humana sin necesidad.

—Pues aquí es del todo imprescindible, porque a esos perros rojos hay que darles una lección que no se les olvide fácilmente.

—Mi hermano blanco llama perros a los indios, pero debiera tener en cuenta que yo también soy indio, y por lo tanto conozco mejor que él a mis hermanos. Cuando atacan a un rostro pálido es que tienen motivo para ello: o bien han sufrido de él algún grave daño o bien otro blanco, en quien tienen confianza, los ha impulsado a ello con cualquier pretexto. Los ponkas nos atacaron en la residencia de Old Firehand porque su caudillo era blanco, y si esos okanandas vienen a saquearte, ten la convicción absoluta de que algún blanco los instiga.

—No puedo creerlo.

—Que lo creas o no le es del todo indiferente al caudillo de los apaches, porque él sabe de cierto lo que dice.

—Pues aunque así fuera, merecen esos okanandas un duro castigo por dejarse seducir. Al que intente penetrar en mi casa por la fuerza le meto una bala en la cabeza; estoy en mi derecho y decidido a ejercerlo.

—Tu derecho nos importa un comino. Ejércelo cuando estés solo: hoy hospedas a Old Shatterhand y a Winnetou, que están acostumbrados a que se guíen por ellos los demás. ¿A quién compraste esta hacienda?

—¡Qué compra ni qué ocho cuartos! Yo me establecí aquí porque el terreno me gustó, y si permanezco aquí el tiempo prescrito, por la ley, soy dueño y señor de mi finca.

—¿Es decir que te instalaste aquí sin licencia de los siux, propietarios legítimos del terreno?

—¡Claro que sí!

—¿Y extrañas que te traten como enemigo, como ladrón de sus tierras? ¿Y te atreves a llamarlos perros rojos, y encima piensas exterminarlos como a salteadores? Suéltales un solo tiro y te meto yo una bala en los sesos.

—Pero ¿qué voy a hacer? —contestó el colono intimidado al oír al apache expresarse de tal modo.

—Nada, absolutamente nada —contestó Winnetou—. Mi hermano Old Shatterhand y yo obraremos por ti. Si te guías por nosotros no te pasará nada malo.

Estas frases fueron tan rápidas, que escasamente duraron un minuto. Yo, entretanto, estaba en una ventana mirando hacia afuera para observar a los okanandas. No se los veía. Debían de estar espiando desde lejos hasta convencerse de que no tenían nada que temer y de que su llegada no había sido advertida. En esto se me acercó Winnetou, diciendo:

—¿Los ves llegar, hermano?

—Todavía no.

—¿Estás de acuerdo conmigo en que no hay que matar a ninguno?

—En absoluto. El colono les ha despojado de sus terrenos; pero acaso su venida tenga otros motivos.

—Es muy probable. Pero ¿cómo haremos para rechazarlos sin derramar sangre?

—Mi hermano Winnetou lo sabe tan bien como yo.

—Old Shatterhand adivina siempre mis pensamientos; cazando a uno de ellos.

—Eso es; al primero que se acerque a la puerta.

—Muy bien: no hay duda de que enviarán a un espía, y a ése le agarrotaremos.

Nos acercamos a la puerta, descorrimos el cerrojo y la dejamos entornada de modo que quedara una rendija bastante ancha para mirar afuera. Allí me coloqué yo en acecho. Pasó un buen rato; en el interior de la casa reinaban la oscuridad y el silencio, pues nadie se atrevía ni a respirar. De pronto oí los pasos cautelosos del espía; es decir, no es que los oyera en realidad, sino que me lo dijo ese instinto peculiar que se desenvuelve en todo buen westman, y pocos minutos después lo vi; estaba, echado en el suelo y se arrastraba hacia la puerta. Levantando la mano intentó tocarla; pero en aquel instante la abrí yo del todo y precipitándome sobre él, le eché la zarpa al cuello: el hombre se defendía con pies y manos, pero no logró exhalar un solo sonido.