SALVADOS
En aquel momento se notó un movimiento entre el ovillo de ponkas que nos asaltaban y apareció Parranoh abriéndose paso como un toro furioso. En cuanto vio a Old Firehand, exclamó, rugiendo como una fiera:
—¡Por fin te cojo! ¡Piensa en Ribanna, y muere!
Disponíase a saltar sobre Firehand; pero yo le agarré por un hombro y levanté el brazo para darle el golpe mortal. Mas al conocerme retrocedió de un salto, de modo que mi tomahawk hendió el aire sin herirle.
—¿Tú también? —gritó exasperado—. A ti te quiero cazar vivo. ¡Echadle un lariat!
Y pasando a mi lado como una exhalación, sin darme tiempo a levantar de nuevo el hacha, apuntó a Old Firehand. Sonó un tiro; el coloso levantó los brazos en el aire, dio un salto terrible hacia adelante y se desplomó en medio de los enemigos.
En aquel instante experimenté, ante la caída del héroe, un dolor como si la misma bala me hubiera traspasado a mí el pecho, y deshaciéndome de un hachazo del indio que en aquel momento me atacaba quise precipitarme sobre el asesino de mi amigo, cuando observé una sombra ligera y oscura que con la agilidad de un reptil se deslizó por entre las filas enemigas, y se incorporó de repente delante de Parranoh, a quien dijo:
—¿Dónde está el sapo de los atabaskas? Aquí está Winnetou, el caudillo de los apaches, para vengar la muerte de su hermano blanco.
—¡Ah! ¡Perro de Pimo, vete al diablo!
Y ya no oí más: el incidente me había llamado de tal modo la atención, que había descuidado la propia defensa. Sentí un lazo que me apretaba la garganta, un tirón y simultáneamente un golpe terrible en la cabeza que me hizo perder el conocimiento.
Cuando recobré el sentido reinaban la oscuridad y el silencio a mi alrededor, y en vano me quebraba los sesos por averiguar de qué modo y manera había llegado yo a tan tenebroso lugar. Un dolor agudo en la cabeza me recordó el golpe sufrido, y poco a poco fueron alineándose en mi memoria los recuerdos hasta el completo cuadro de cuanto había acontecido. Al dolor en la cabeza había que añadir el tormento que me causaban las demás heridas y las ataduras que con crueldad refinada me apretaban los pies y las manos hasta segarme las carnes, imposibilitándome todo movimiento, De pronto oí a mi lado algo semejante al carraspeo de un hombre.
—¿Es qué hay aquí alguien más? —pregunté débilmente.
—¡Vaya una pregunta! ¡Como si Sam Hawkens no fuera nadie!
—¿Es usted, Sam? Dígame, por amor de Dios: ¿dónde estamos?
—Bajo techado. Nos han metido en la cueva de las pieles: ya sabe usted, donde habíamos enterrado la cosecha; pero se van a llevar chasco porque no darán, ni con una sola.
—¿Y los demás?
—Regular, que digamos. Old Firehand, «apagado»; Dick Stone, «apagado»; Will Parker, «apagado» —era un greenhorn, aunque no quería creerlo, si no me equivoco—; Bill Bulcher, «apagado»; Harry Korner «apagado»; a todos los han apagado como candelas: sólo arden aún usted, el apache, el señorito Harry, que llamea todavía un poco, al parecer, y Sam Hawkens, a quien no han apagado del todo. ¡Ji, ji, ji!
—¿Sabe usted de fijo que Harry vive aún? —le pregunté ansiosamente.
—¿Piensa usted que un viejo escalpador como yo no tiene ojos en la cara? Acaban de meterlo en el agujero de al lado, en compañía de su amigo de usted el rojo. Yo quise colarme también ahí, pero no me dieron audiencia.
—¿Y Winnetou?
—En el agujero de al lado. Si escapa de ésta, parecerá el chaquetón de desecho en que han arrebujado a Sam por precaución: remiendo sobre remiendo y mancha, sobre mancha.
—No habrá que pensar en la fuga, ¿verdad? Pero ¿cómo llegó a poder de los rojos?
—En la misma forma que usted y yo. Se defendió con dientes Y uñas, claro está, pues es de los que, si no me equivoco, prefieren morir luchando a que los asen a fuego lento. ¡Ji, ji, ji! Pero no le valió: le derribaron y casi le hicieron trizas. ¿Dice usted que no hay que pensar en la fuga? Pues le aseguro que Sam no piensa en otra cosa.
—¿Para qué, si es imposible?
—¡Imposible! ¡Eso suena a Will Parker! Vaya, que los rojos no son tan mala gente como dicen… Le quitaron a este liberalote todo lo que llevaba encima, todo; la pistola y la pipa inclusive —¡no les arriendo la ganancia cuando la huelan, pues apesta a stunk que es una delicia!— Pero eso mismo les apetecerá más. A Liddy se la ha llevado el demonio ¡pobre Liddy, a qué manos de chacal irá a parar! Además me han quitado el sombrero y la peluca; ¡lo que les chocará ese scalp! ¡Ji, ji, ji! ¡Claro, como que me costó tres brazados de pieles en Deckama, según ya le he dicho a usted otras veces, si no me equivoco! Pero en medio de todo le han dejado el cuchillo que lleva en la manga. El viejo oso redomado, al ver que no había que pensar en seguir guarecido en la rendija, se lo escondió donde menos pensaran.
—¿Le queda a usted el cuchillo, Sam? Pero no podrá usted llegar a sacárselo, ¿verdad?
—¡Claro que no! Tendrá usted que echarle una mano al hijo de mi madre.
—En seguida. Vamos a ver lo que se puede hacer.
No había aún echado a rodar en dirección a mi compañero, único movimiento que podía hacer para llegar a él, cuando se abrió la puerta y vimos aparecer a Parranoh y su escolta. Llevaba en la mano un tizón encendido con el cual nos alumbró la cara. Yo no me di el trabajo de fingir que continuaba en mi desmayo, pero tampoco le miré.
El jefe de los ponkas, encarándose conmigo, rugió:
—Por fin estás en mis manos, y aunque quedé debiéndote alguna cosilla, ahora te lo pagaré todo por duplicado. ¿Conoces esto?
Y me metió por los ojos el scalp que Winnetou le había quitado la noche en que yo le derribé de una cuchillada, pormenor que debía de tener muy presente, aunque yo estaba seguro de que el apache no se lo había revelado, y antes bien habría contestado a su interrogatorio con un silencio altanero. Finnetey debió de verme aquella noche memorable.
Como yo no le contestara, añadió:
—Ya experimentaréis todos el gusto que da que le saquen a uno el pellejo por las orejas. Esperad a que sea de día y gozaréis a vuestro placer de la gratitud que os tengo.
—No os dará tanto gusto como tú crees, si no me equivoco —observó Sam, sin poder contenerse—; pues, la verdad me inspira curiosidad saber cómo vais a desollar a Sam Hawkens, cuyo pellejo tenéis ya entre las manos; y que no es un pellejo vulgar, sino obra de un hair dresser (peluquero), cuya labor os habrá complacido, ¿no es cierto, so granuja?
—Insúltame todo lo que quieras; ya te quedará pellejo bastante para desollarte vivo.
Y después de una pausa, durante la cual examinó cuidadosamente nuestras ligaduras, observó:
—¡Qué ajenos estabais de que Tim Finnetey conociera vuestra ratonera! Yo conocía este escondrijo mucho antes de que el perro de Firehand, cuya alma Dios confundas sospechara su existencia, y además estaba bien enterado de que os habíais ocultado aquí. Este me lo había dicho.
Y sacando un cuchillo de la faja le metió a Sam el mango por los ojos. Sam, al ver las letras grabadas en el mismo, exclamó:
—¿Conque fue Fred Ovins quien nos descubrió? Siempre fue un canalla. Supongo que le darías a probar también su cuchillo…
—No te apures por eso. Pensó libertarse revelándome el secreto; pero fue en vano, pues en cuanto hubo cantado le quitamos la vida el pellejo, como vamos á hacer con vosotros, sólo que al revés, pues a vosotros os desollaremos primero y luego os quitaremos la vida.
—Haced lo que queráis. Sam tiene ya su testamento listo y os deja como recuerdo cariñoso ese chisme que llaman, peluca, si no me equivoco, y que a ti te irá como anillo al dedo. ¡Ji, ji, ji!
Parranoh le largó un puntapié y salió seguido de sus silenciosos compañeros.
Buen rato continuamos callados e inmóviles pero en cuanto nos juzgamos seguros de toda vigilancia, nos echamos a rodar los dos a la vez hasta quedar pegados uno junto a otro. A pesar de tener las manos atadas, logré a fuerza de paciencia dar con el cuchillo de Sam, sacárselo de la manga y segarle las ligaduras de los brazos. Así lograba tener las manos libres, y pocos momentos después nos hallábamos ambos en pie, en pleno uso de nuestros miembros, y frotándonos el cuerpo para restablecer la circulación.
—Has estado acertadísimo, Sam Hawkens decía alabándose a sí mismo el hombrecillo. —Por lo visto, no eres tan animal como supone la gente. Claro que ya te, has visto en más de un mal paso, pero tan malo como éste ninguno. Tengo ya ganas de saber cómo vas a sacar las orejas del cepo, si no me equivoco.
—Primero hay que ver lo que pasa fuera, querido Sam.
—En efecto, eso es imprescindible, si no me equivoco.
—Y luego hay que procurarse armas, pues usted tiene siquiera un cuchillo, pero yo me encuentro completamente desarmado.
—Todo se andará.
Nos acercamos a la puerta y apartamos un poco las pieles que servían de cortina. En aquel momento sacaban unos cuantos indios a los dos presos de la cueva contigua, y vimos acercarse a la misma a Tim Finnetey. Ya era día claro, y así podíamos abarcar todo el valle. No muy lejos de la puerta del agua peleaba Swallow con el alazán cazado por el pobre Will Parker, y la vista de animal tan querido me hizo renunciar en el acto a la huida a pie, que era sin duda la más acertada. No lejos de ambos se hallaba el fuerte y resistente jaco de Winnetou, caballo que en realidad valía mucho más de lo que aparentaba; y si lográbamos apoderarnos de algunas armas y llegar hasta nuestras monturas, la fuga sería más fácil. Sam observó con su risita burlona:
—¿Ve usted aquello, sir?
—¿Qué?
—Aquel buen mozo que se revuelca tan satisfecho sobre la hierba.
—En efecto.
—¿No ve usted también el chisme que se apoya en la piedra a su lado?
—También.
—¡Ji, ji, ji! ¡Pues no pone el muy babieca su rifle al alcance de la mano del bueno de Sam! ¡Ni que se lo hubiera dicho al oído! Y si realmente merezco el nombre que me dieron, es la Liddy, mi Liddy del alma, la que lleva el grandullón, que llevará también la bolsa de las municiones, como si lo viera…
Yo no podía atender como se merecía al entusiasta discurso de Sam, porque Parranoh me absorbía por completo la atención, y eso que no podía oír las palabras que dirigía a los prisioneros, cuyo interrogatorio duró bastante tiempo; pero las últimas que les dijo y que pronunció en voz alta no me dejaron duda alguna respecto del contenido de su discurso.
—Ya puedes prepararte, Pimo, pues ya están clavando el poste; y tú —añadió dirigiendo una mirada de odio reconcentrado a Harry—, tú te asarás a su lado…
Hizo después seña a su gente para que condujeran a los presos junto a la hoguera donde acampaban los demás indios, y se alejó con gran prosopopeya y en actitud majestuosa y arrogante.
Era, por consiguiente, cuestión de obrar con rapidez, pues una vez se hallaran nuestros compañeros rodeados por el núcleo principal de los indios ya no habría que pensar en acercarse a ellos. Anhelante le pregunté a Sam:
—¿Puedo fiar en usted?
—No sé. Si no está usted seguro todavía podría usted probarlo, si no me equivoco.
—Pues bien: usted se encargará del indio de la derecha y yo del de la izquierda; y luego a cortar las amarras de los presos.
—Y a raptar a mi Liddy.
—¿Está usted listo?
Sam asintió con una expresión del rostro que denotaba claramente el placer que le causaba el golpe que íbamos a intentar.
—¡Pues a ellos!
Con paso rápido y cauteloso nos aproximamos a los indios, que se llevaban casi arrastrando a los presos; y aunque a causa de esto nos daban la cara, conseguimos llegar junto a ellos sin que lo notasen.
Sam derribó al suyo de una cuchillada tan certera, que el indio se desplomó sin exhalar una queja; yo, que no tenía armas, arranqué al otro el puñal que llevaba al cinto y le atravesé el cuello, ahogando el grito que iba a comprometernos y que se convirtió en un ronquido sibilante.
Con unos cuantos cortes en sus ligaduras libertamos a los presos, antes que ninguno de los indios lo notara; tal fue la rapidez con que se llevó todo a cabo.
—¡Ahora, en busca de armas! les dije, —pues sin ellas no habrá esperanza de fuga.
Y después que hube arrancado al muerto la bolsa de las municiones, seguí corriendo detrás de Winnetou, quien con rápida y certera comprensión de los acontecimientos, no se dirigió al portón del agua, sino que se plantó de un salto en medio del corro de indios que rodeaba la hoguera.
Así como al tratarse de un caso de vida o muerte el hombre se transforma por completo, la consideración del riesgo que corríamos nos daba la agilidad necesaria para salir de él. Aun no se habían percatado los indios de lo que les pasaba, cuando ya les habíamos arrebatado las armas y salvado el cerco que formaban.
—¡Swallow! ¡Swallow! —grité al animal, que acudió corriendo a mi llamada.
Segundos después montaba en él, mientras Winnetou hacía lo mismo con su fiel caballo y Sam se apoderaba del primero que se le puso por delante.
—¡Sube al mío, por el amor de Dios! —le grité a Harry, que trataba en vano de coger al castaño de Finnetey, el cual se defendía enloquecido.
Cogí al muchacho de los brazos, le puse delante de mí y galopé furiosamente hacia la entrada por donde acababa de desaparecer Sam Hawkens.
Fue un momento de terrible excitación y de confusión espantosa; alaridos de rabia resonaban por todas partes; descargas cerradas retumbaban en las rocas, y una nube de flechas silbó a nuestro alrededor, al mismo tiempo que retemblaba el suelo herido por los cascos de los caballos, que jadeaban al ser azotados por los salvajes anhelosos de alcanzarnos.
Yo era el último de los tres fugitivos, y aun ahora no me explico cómo pude recorrer el angosto pasadizo sin caer en manos de los ponkas. Al salir afuera no vi ya a Sam por ningún lado. Winnetou torcía en línea recta hacia el valle que habíamos subido días antes, a nuestra venida, y volvía la cabeza para ver si le seguíamos.
Iba a dar la vuelta al recodo cuando sonó un tiro detrás de mí, que hizo estremecer a Harry, pues había sido herido.
—¡Swallow, valiente Swallow, vuela, sálvanos! —grité inclinándome hacia la cabeza del animal, que parecía comprender mi angustia, pues salió disparado en la misma carrera desenfrenada que emprendió cuando el incendio de New-Venango.
Al volver el rostro vi a Parranoh, que montado en su mustango corría hacia mí y estaba próximo a darme alcance. A los demás indios los ocultaban los recodos del camino. Aunque no miré a mi perseguidor más que un segundo, pude ver su rostro descompuesto por la rabia con que trataba de apoderarse otra vez de nosotros. Yo volví a animar con palabras cariñosas a mi, leal caballo, de cuya velocidad y resistencia dependía nuestra salvación, pues aunque no me aterraba la lucha con aquel hombre, el cuerpo del muchacho me impedía la libertad de movimientos necesaria para manejar las armas, por lo cual sólo me quedaba el recurso de huir de él.
Como exhalaciones pasamos por la orilla del río. El bayo de Winnetou estiraba sus remos fuertes y duros, haciendo saltar chispas y lanzando tras de sí en el sendero pedregoso una verdadera lluvia de guijarros. Swallow no le iba en zaga, a pesar de llevar doble carga; yo, aunque no me atrevía a volver la cabeza, sentía que Parranoh nos iba a los alcances, porque las pisadas de su caballo resonaban cada vez más cerca.
—¿Estás herido, Harry? —pregunté al muchacho, sin cejar en la carrera.
—Sí.
—¿De gravedad?
Un chorro de sangre caliente me inundó la mano con que le sostenía; y era tanto lo que ya quería yo al muchacho, que el terror paralizó mi corazón.
—¿Podrás aguantar hasta el fin? —le pregunté angustiado.
—Así lo espero —me contestó con voz tranquila.
Espoleé de nuevo al caballo para que aumentara su velocidad, y en efecto, no en vano llevaba su nombre, pues su carrera semejaba el raudo vuelo de una golondrina, y no parecía tocar el suelo con los cascos.
—Agárrate bien, Harry, que estamos ya casi en salvo.
—No me importa la vida. Puede usted dejarme caer si mi carga ha de impedir su salvación.
—No digas eso; es preciso vivir, tienes derecho a la vida.
—Ahora ya no, pues ya no tengo padre. ¡Ojalá hubiésemos muerto juntos!
Continuaba la vertiginosa carrera y callamos un momento, hasta que el muchacho me dijo:
—Yo tengo la culpa de su muerte. Si hubiéramos seguido el consejo de usted, Parranoh habría sido ejecutado y los indios no habrían matado a mi padre.
—Dejemos lo pasado. Ahora hay que pensar en lo presente.
—No; déjeme usted bajar. Parranoh se va quedando atrás, y podemos respirar un momento.
—Veamos.
Y con el firme propósito de no cejar en mi empeño miré hacia atrás.
Ya hacía rato que nos habíamos alejado del río para entrar en una llanura, par la cual volamos paralelamente al lindero de la selva que se hallaba a la izquierda. Parranoh se había quedado a bastante distancia, y Swallow por lo tanto había demostrado ser muy superior al caballo del jefe ponka. Detrás de éste, aislados o en grupos, galopaban los indios, que no querían abandonar la persecución, a pesar de que nuestro avance era cada vez mayor.
De pronto vi a Winnetou, que había desmontado y se parapetaba detrás de su caballo, mientras cargaba el fusil arrebatado a los ponkas. Entonces detuve yo también a Swallow, dejé escurrirse al suelo suavemente al herido, salté a tierra y le acosté en la hierba. No tenía tiempo de cargar el arma, porque Parranoh se hallaba muy cerca de mí. Así fue que empuñé el tomahawk, monté de nuevo y le salí al encuentro. El caudillo había observado mi maniobra, pero dejándose llevar por la cólera se precipitó sobre mí blandiendo su hacha de guerra. En aquel momento sonó el tiro del apache, Parranoh se estremeció y cayó al suelo, con la cabeza partida a la vez por mi tomahawk.
Winnetou se acercó y dio con el pie al cadáver diciendo:
—La serpiente de Atabaska no volverá a silbar ni a injuriar con el nombre de Pimo al cabecilla de los apaches. Mi hermano puede recoger sus armas.
En efecto, nuestro perseguidor llevaba el cuchillo, el hacha, el, revólver y el rifle de mi pertenencia. Recogí mis armas y volví junto a Harry, mientras Winnetou se apoderaba del caballo de Parranoh.
Como los indios se habían acercado tanto que podíamos ser alcanzados por sus tiros, montamos otra vez a caballo y emprendimos de nuevo la carrera.
De pronto relampaguearon a nuestra izquierda los reflejos metálicos de las armas de la milicia, y un nutrido pelotón de caballería, saliendo de la selva, se interpuso entre nosotros y nuestros perseguidores, y dando media vuelta se dirigió a galope tendido hacia los ponkas.
Era un destacamento de dragones de Wilkes Fort. En cuanto Winnetou los vio volvió grupas y adelantándose a los soldados, blandiendo, el tomahawk se precipitó en medio de los ponkas, que no habían tenido tiempo, siquiera de revolver sus caballos. Yo, en cambio, me dediqué a examinar la herida del muchacho, y vi que no era grave. Saqué el cuchillo, ya que no tenía otra cosa a mi disposición, me corté una tira de la camisa, y con ella improvisé una venda y le hice adherido una cura provisional que por lo menos restañara la sangre.
—¿Puedes montar Harry? —le pregunté cuando estuvo vendado.
El muchacho sonrió y se acercó al caballo de Parranoh, cuyas bridas me había arrojado Winnetou al pasar por mi lado como una exhalación. De un salto montó, diciendo:
—Ahora que ha cesado de correr la sangre, ya no siento la herida. Ya huyen los indios… Vamos a hostilizarles, sir.
Y era tal como decía. Privados los ponkas de su caudillo, cuya autoridad les habría animado a resistir o a organizar la huida, retrocedían por el mismo camino que recorrieron al venir contra nosotros, perseguidos de cerca por los dragones, e intentando al parecer refugiarse en la «fortaleza».
A todo el correr de nuestros caballos, y saltando por cima de cadáveres de indios que yacían en el suelo, llegamos con el pelotón a corta distancia de la puerta del agua. Importaba mucho evitar que los indios se hiciesen fuertes en nuestro refugio, y nos convenía por tanto penetrar en el recinto a la par que ellos. Por esto espoleé a Swallow, con objeto de acercarme lo antes posible a Winnetou, que no se separaba de los fugitivos, entre quienes hacía sentir la fuerza de sus armas.
Penetraron por la izquierda en el portón, y ya iba el delantero a meter su caballo por el estrecho túnel, cuando salió del mismo un disparo que le hizo caer de cabeza de su caballo. Sonó otro tiro y el segundo indio fue derribado; y al verse los siguientes con el paso cerrado y cercados por retaguardia, consternados se precipitaron hacia el Mankizila, perseguidos sin cesar por los dragones, que volaban detrás de ellos a todo escape.
Mi asombro igualaba a la sorpresa de los cobrizos al oír aquellos disparos inexplicables y que tan excelentemente habían apoyado nuestra táctica, o más bien la hacían inútil. Y no había de tardar mucho en averiguar quién era aquel valiente tirador; pues aún se oía el galopar de los fugitivos cuando vimos asomar cautelosamente por una grieta de la roca una selva enmarañada de cabello y una trompa elefantina, sobre la cual chispeaban unos ojillos de viveza ratonil. Al ver que no quedaban enemigos a la vista, fue apareciendo confiadamente el resto del enanillo, detrás de aquel órgano explorador y olfateante.
—¡Benditos sean estos ojos, sir! ¿Qué cañón de escopeta le ha vuelto a disparar hacia acá, si no me equivoco? —preguntó el buen Sam, tan asombrado de mi presencia como yo de la suya.
—¡Sam! ¿Es usted? ¿Cómo demonios ha venido usted aquí, cuando yo mismo le vi huir como alma que lleva el diablo?
—¿Yo huir? ¡Gracias por el favor! ¡Si tenía un penco que no se movía del sitio, y sacudía su descarnada osamenta entre mis piernas, de tal manera que a este viejo le parecía que iba a ser partido por la mitad como una nuez! Entonces se me ocurrió dejar al penco que hiciera lo que le viniera en gana, y saltando aquel potro del tormento me volví por donde había venido, ¡ji, ji, ji!, pues calculé muy bien que esos estúpidos os seguirían ciegos de rabia, dejando la fortaleza a disposición de cualquier intruso; y así ha sido, si no me equivoco. Vaya una sorpresa que les he preparado a la vuelta. Algo daría porque hubiera usted visto sus carátulas al encontrarse con la trampa cerrada. ¡Ji, ji, ji! Me muero de risa al pensarlo. Pero, diga usted: ¿de dónde han sacado ustedes tanta gente?
—Ya averiguaremos el objeto que llevaban los soldados al presentarse tan inopinadamente por estos parajes. Su auxilio para mí ha sido providencial, y casi me parece un milagro que hayan logrado salvarnos en el instante más crítico.
—Pues yo no opino así. Old Shatterhand, Winnetou y Sam Hawkens son gente capaz de salvarse sin ayuda de la milicia. Lo que apruebo es que hayan llegado a tiempo para sacudir el polvo a esos malditos ponkas, y que les dejen un buen recuerdo para muchos años. ¿Le parece a usted que los sigamos?
—¿Para qué? Ya darán buena cuenta de los cobrizos, aun sin nuestra ayuda. Eso mismo ha debido de pensar Winnetou cuando ha entrado con Harry en la «fortaleza». Yo también quiero ver a nuestros pobres muertos.
Cuando hubimos pasado el estrecho túnel y llegamos a la residencia que hubo de sernos tan fatal, vimos en el lugar de la lucha de la víspera a Winnetou y a Harry junto al cadáver de Old Firehand. El muchacho, lloroso, sostenía la cabeza de su padre sobre su regazo, mientras el apache examinaba sus heridas. Precisamente al llegar nosotros, exclamaba Winnetou:
—¡Uf, uf, uf! No ha muerto aún… ¡Vive!
Estas palabras nos hicieron el efecto de una corriente eléctrica. Harry dio un grito de alegría, y todos nos aprestamos a ayudar al apache en sus esfuerzos por reanimar al herido. En efecto, al cabo de un rato, tuvimos la inmensa satisfacción de ver pestañear a Old Firehand. Cuando abrió los ojos y nos reconoció, saludó a su hijo con una ligera sonrisa, pero sin poder articular una sola palabra, y al poco rato volvió a perder el conocimiento. Entonces le reconocí yo, y vi que la bala le había penetrado por la parte superior del pulmón a la derecha, volviendo a salir por la espalda. Era una herida grave, a causa de la gran pérdida de sangre; pero a pesar de haber sido herido hacía tanto tiempo, asentí a la opinión de Winnetou de que Old Firehand, con su robusta naturaleza, y con un tratamiento extraordinario y delicado, podría salvarse. Le curamos y vendamos según el método tantas veces experimentado por Winnetou, y le preparamos un lecho, todo lo bueno que permitían el lugar y las circunstancias.
Luego pudimos pensar en nosotros mismos. Como ninguno había escapado sin algún rasguño, nos dedicamos en primer lugar a remendarnos mutuamente lo mejor que pudimos. En cambio todos los demás que habían despreciado mis avisos, habían pagado su imprevisión con la vida.
Hacia el mediodía regresaron los dragones que habían perseguido a los ponkas por parejas y sin perder un solo hombre. El oficial que los mandaba nos manifestó que su aparición no había sido casual, sino que habiéndose sabido que los ponkas proyectaban saquear el tren, habían recibido orden de castigarlos. Mas al llegar al poblado de la tribu, les dijeron que los guerreros habían, emprendido una expedición de guerra y venganza, y los siguieron.
Con objeto de descansar, permaneció la tropa tres días en la «fortaleza», durante los cuales nos dedicamos a enterrar a los muertos. Cumplido este deber, el oficial nos invitó a que trasladáramos a Old Firehand a Fort Wilkes, donde hallaría asistencia facultativa y todos los cuidados necesarios, a lo cual asentimos gustosos.
El viejo Sam no podía consolarse de la pérdida de sus queridos compañeros Dick Stone y Will Parker, y me aseguraba a menudo que desde aquel día mataría sin piedad a todo ponka que se le pusiera a tiro. Yo, sin embargo, juzgaba el caso de modo distinto. Parranoh, su caudillo, era un blanco, y así otra vez me hallaba ante la repetición de mi antigua experiencia; a saber, que el indio se ha convertido en lo que es, gracias a los rostros pálidos.