CAPÍTULO TERCERO

LA DEFENSA

No había momento que perder. Me eché a la cara el rifle Henry y disparé. En los primeros instantes fueron mis disparos los únicos ruidos que se oyeron, porque tanto amigos como enemigos se quedaron mudes dé sorpresa ante aquel repentino e inesperado fracaso de sus proyectos. Pero luego resonó el grito de guerra de los indios detrás de cada arbusto; una nube de flechas salió de todos lados, y en el acto el claro se llenó de hombres que gritaban, aullaban y jadeaban y dio principio una lucha cuerpo a cuerpo.

Al mismo tiempo que los indios saltaba yo a la plazoleta con oportunidad suficiente para derribar a un ponka que amagaba a Harry. Este se puso en pie de un salto y levantó la pistola en alto con ánimo de matar a Parranoh; pero un indio que comprendió la intención que llevaba se interpuso. Apoyándose uno en la espalda de otro o en los troncos de los árboles, los cazadores se defendían con tremenda energía. Todos ellos eran trappers bien adiestrados, que habían sufrido ya duras acometidas /en su vida aventurera y desconocían el miedo; pero era inevitable que habían de ser agobiados por el número, tanto más cuanto que, habiendo presentado a los indios blanco tan excelente, casi todos se hallaban heridos de mayor o menor gravedad.

Unos cuantos indios se habían precipitado al árbol donde estaba atado Parranoh, a fin de libertarlo, y aunque Winnetou y Firehand trataran de impedirlo, como fueron alejados del preso a fuerza de acometidas, los ponkas lograron su objeto. El musculoso blanco estiró vigorosamente los brazos para restablecer la circulación de la sangre, arrancó un tomahawk de manos de uno de sus hombres y precipitándose hacia Winnetou, rugió:

—¡Ven acá, perro de Pimo, que voy a cobrarme la piel que me arrancaste!

Al oír el apache el apodo denigrante de su tribu, le hizo frente, pero fue herido al par que otros le atacaban por otro lado. Old Firehand se hallaba cercado de enemigos, y los demás estábamos tan ocupados en defendernos que no había que pensar en prestarse ayuda.

Prolongar más la resistencia habría sido la mayor de las locuras, y un exceso de amor propio inoportuno y contraproducente. Por eso grité, arrastrando a Harry por un brazo al través del círculo de indios que le tenía encerrado:

—¡Al río, compañeros! y ya en esto sentí que las aguas se cerraban sobre mi cabeza. Mi voz fue oída, no obstante el tumulto de la lucha, y cuantos lograron desasirse de sus adversarios siguieron mi consejo.

El Beefork era, aunque profundo, tan angosto que con unas cuantas brazadas se llegaba a la orilla opuesta; pero aun poniendo el pie en ella no estábamos en seguridad. Yo traté más bien de cruzar la estrecha lengua de tierra que lo separaba del Mankizila, y e atravesar éste a nado. Ya señalaba al muchacho la dirección que íbamos a tornar, cuando vimos pasar a nuestro lado, rápido como una flecha, el cuerpecillo desmedrado de Sam, con la zamarra chorreante, y los mocasines aleteando; lanzó con sus malignos ojillos una mirada a sus perseguidores, y se hundió de un salto entre los juncales.

Seguímosle todos, porque lo acertado de su propósito era tan visible, que renuncié a seguir el mío.

—¡Mi padre, mi padre! —exclamaba Harry, angustiosamente. ¡Yo quiero estar a su lado; yo no quiero abandonarle!

—¡Ven, ven! —le respondía yo arrastrándole conmigo—. Nos es imposible salvarle si es que no lo ha logrado ya por sus propias fuerzas.

Y abriéndonos rápidamente camino por entre la maleza llegamos por fin al Beefork, más arriba de donde nos habíamos arrojado a sus aguas. Los indios, entretanto, se encaminaban todos al Mankizila, de modo que nosotros pudimos continuar con relativa seguridad nuestro camino. Sam Hawkens parecía vacilar:

—¿Ve usted allí unos rifles, sir? —me preguntó.

—En efecto, los indios los han soltado antes de entrar en el agua.

—¡Ji, ji, ji! Sir, ¡qué tontos son esos salvajes al dejar a nuestra disposición sus armas, si no me equivoco!

—¿Pretende usted quitárselas? Corre usted un gran peligro.

—Sam Hawkens y el peligro se conocen hace tiempo… Y dando unos saltos que le asemejaban a un canguro perseguido, llegó al sitio donde estaban los rifles y se los echó al hombro. Yo le seguí, naturalmente, y me dediqué a cortar las cuerdas de los arcos que se hallaban esparcidos por el suelo, para inutilizarlos al menos por algún tiempo.

Nadie nos interrumpió en nuestra operación, porque los indios no sospechaban ni por asomo que unos cuantos hombres perseguidos fueran a tener la osadía de volver al campo del combate. Hawkens examinó las armas de fuego con ojos de lástima y las arrojó todas al río.

—¡Esto es género de pacotilla! Ya pueden anidar ratas en sus cañones sin temor a que las molesten. Pero, vamos, que no estamos aquí en ninguna fortaleza, si no me equivoco.

Nos encaminamos derechamente, por entre zarzales y matas, hacia el campamento. Sólo una parte de los indios había peleado en el Beefork, y como yo había visto que nos espiaban, y habían adquirido por tanto conocimiento de nuestro escondite, era de suponer que el resto de los ponkas habría aprovechado la ausencia de los cazadores para penetrar en la «fortaleza».

Poco habíamos andado cuando oímos un disparo en dirección al valle.

—¡Aprieten el paso! —gritó Hawkens echando a correr.

Harry no había vuelto a abrir los labios; pero con el rostro descompuesto por la angustia avanzaba sin detenerse. Había ocurrido todo como yo lo había pronosticado, y aunque se me hacia muy duro expresar un reproche, por la actitud del muchacho comprendía que ahora lamentaba su decisión.

Los tiros se repetían sin cesar, y ya no nos quedó duda alguna de que los guardianes de nuestro refugio se hallaban en lucha abierta con el enemigo. Era preciso acudir en su auxilio, y así, a pesar de lo intrincado del bosque, logramos llegar pronto al sitio donde se hallaba la salida de la «fortaleza». Nos encaminamos allá y antes de llegar encontramos huellas de indios. No cabía duda de que los ponkas se hallaban ocultos en el lindero del bosque, desde donde amenazaban la puerta del agua. Era preciso, pues, atacarlos por la espalda si habíamos de lograr algún resultado.

De pronto oí ruido como de alguien que entrara corriendo en la espesura. A una seña mía nos agazapamos todos detrás de las matas, en espera de que apareciera el que corría. ¡Cuál fue nuestro gozo al reconocer en él a Old Firehand, seguido de Winnetou y otros dos cazadores! También ellos habían logrado burlar la persecución del enemigo, y aunque Harry no hizo manifestación ruidosa alguna, se veía la alegría tan bien retratada en su rostro, que me convenció de que su corazón era capaz de albergar hondos y elevados sentimientos, lo cual me reconcilió en absoluto con él.

Old Firehand preguntó ansiosamente:

—¿Han oído ustedes los disparos?

—Sí.

—Pues, adelante; es preciso acudir en ayuda de los nuestros, pues aunque la entrada es tan estrecha que basta un hombre solo para defenderla, no sabemos lo que haya podido ocurrir.

—No ha pasado nada, sir, si no me equivoco, —observó Hawkens—. Los indios han descubierto nuestro nido, y ahora lo acechan para ver lo que empollamos en él. Bill Bulcher, que está de centinela, les dará a probar un poquito de plomo, y así todo se reducirá a que tengamos que salir después en busca de otras pocas pieles de rata.

—Es fácil que así sea; pero de todos modos, es preciso avanzar, para estar seguros de que sucede todo como usted dice. Además, hay que tener en cuenta que nuestros perseguidores no tardarán en llegar aquí, y tendremos que habérnoslas con doble número de ponkas.

—Pero ¿y nuestra gente desparramada?

—En efecto, estamos tan necesitados de brazos, que no podemos desperdiciar ninguno. Ni un solo indio podrá forzar el paso, por lo cual hemos de ver si encontramos todavía a algunos de los nuestros que andan desperdigados por el bosque.

—Mis hermanos blancos deben permanecer aquí. Winnetou irá a ver en qué árbol penden los scalps de los ponkas.

Sin esperar la respuesta, el caudillo apache se marchó, y a nosotros no nos quedó otro remedio que obedecerle y aguardar su regreso. Entretanto se reunieron con nosotros otros dos de los nuestros, que habiendo oído el tiroteo en la «fortaleza» acudían con objeto de ayudar a la defensa. La circunstancia de haber atravesado todos la selva en línea recta, sin temor a los obstáculos era el "verdadero motivo de nuestro encuentro; y aunque ninguno había escapado de la pelea sin algún arañazo, todos estábamosconvencidos de salir con bien de la empresa. Éramos nueve hombres decididos, que, yendo de acuerdo, podíamos hacer grandes cosas.

Pasó un buen rato antes que Winnetou regresara pero cuando apareció vimos un scalp fresco en su cinturón, señal evidente de que había «despenado» a un indio en el mayor silencio, lo cual nos obligaba a alejarnos de allí cuanto antes, pues si advertían la muerte de uno de los suyos, tenían que comprender que estábamos los demás muy cerca.

Por consejo de Old Firehand formamos una línea paralela con el lindero de la selva, a fin de que, precipitándonos sobre el enemigo por la espalda, pudiéramos desalojarle de su guarida. De acuerdo con esto, nos separamos, no sin haber puesto los rifles en condición de servicio, después del baño que habían tomado. Escasamente habían pasado unos minutos desde que ocupábamos la nueva posición, cuando sonaron nuestros disparos, uno tras otro. Cada bala hacía su blanco y los alaridos de dolor de los heridos retumbaron en el valle.

Como nuestra fila era muy extensa y nuestras descargas no cesaban, nos juzgaron los indios en número mucho mayor de lo que éramos en realidad, y acometidos de terror pánico emprendieron la fuga. Pero en lugar de salir al claro del valle, donde nos habrían servido de blanco seguro, rompieron por entre nosotros, abandonando a los caídos.

Bill Bulcher, el centinela, había observado la llegada de los pieles rojas y se había retirado oportunamente al interior de nuestra «fortaleza». Los indios le habían seguido dentro del túnel; pero después de unos cuantos balazos, en lo cual le había ayudado Stone, que acudió en su auxilio, hubieron de retirarse los ponkas, guareciéndose en la maleza de donde acabábamos de desalojarlos a nuestra vez.

Bulcher y Stone seguían aún en la puerta del agua, guardando la entrada, pues como no querían dar la cara al enemigo, les estaba vedado aparecer, hasta que nos hubieran visto. Cuando esto hubo ocurrido se nos acercaron ellos y todos los demás habitantes de la «fortaleza», a quienes referimos el incidente.

En aquel momento sonó un estrépito como si se acercara a galope una manada de bisontes furiosos. Inmediatamente nos escondimos en la maleza, con el rifle apercibido. Pero ¡cuál sería nuestro asombro cuando vimos aparecer un pelotón de caballos ensillados, capitaneados por un potro en que iba montado un cazador, cuyas facciones nos ocultaba un chorro de sangre que manaba de su cabeza! También en el cuerpo llevaba varias heridas y todo su aspecto nos demostraba que su situación era poco envidiable. Precisamente en el sitio en que habitualmente se hallaba el centinela detuvo su caballo en seco, pareció buscar con la vista al guardián, y al no verle metió espuelas al caballo y se internó por la puerta del agua tranquilamente. Entonces Sam hizo sonar su vocecilla destemplada para decirme:

—Consiento que ahora mismo me desuellen y vacíen, como a un castor, si el recién llegado no es Will Parker. No hay quien sepa caerse del caballo con tanta limpieza como él, si no me equivoco.

—¡Tienes razón, viejo mapache! Soy Will Parker, el greenhorn. ¿Te acuerdas aún, Sam Hawkens? ¡Will Parker y greenhorn, ja, ja, ja!

Y cuando asomamos todos, exclamó:

—¡Benditos sean mis ojos! ¡Ya están ahí todos los saltamontes que corrían tan presurosos delante de los cobrizos, con el hijo de mi madre! ¡Vaya, sir, aunque usted se empeñe, a veces el correr vale más que todo!

—Por sabido se calla; pero dígame: ¿de dónde ha sacado usted tanto caballo? —le preguntó Old Firehand.

—¡Hum! Yo también presumí que los rojos buscarían al viejo Will por todas partes menos en su propio campamento. Por eso me he escurrido hasta el canalón sin encontrar nada. Entonces este greenhorn —¿me oyes, Sam Hawkens?— este greenhorn, repito, se ha dirigido al sitio donde tenían sus caballos. Los pájaros habían volado, y sólo quedaban dos al cuidado de los animales, para que me hicieran entrega de las pieles que se nos llevaban. No he querido privarlos de ese gusto y claro que no de balde, pues me ha producido unos cuantos agujeros en mi persona; pero Will Parker ha pensado hacer un gran favor a los indios si les evitaba el trabajo de llevarse tanta impedimenta de caballerías y botín. Así es que me he traído a los mejores y he echado a los malos a la pampa; y aquí tienen ustedes a los elegidos.

—Así debe ser —exclamó Dick Stone, asombrado de la hazaña de su compañero.

—¡Claro que sí! —contestó Parker—, porque cogiéndoles a los flecheros sus caballos, les quitamos el mejor de sus recursos y tienen que perecer miserablemente. Pero allí veo los cadáveres de tres ponkas. Por eso estaba el campamento tan solitario, porque ellos rondaban por aquí. Pero, contemple un momento este potro, sir: un caballo «como un tabaco»… Debía de ser el del cabecilla.

—Al que hemos permitido tan bonitamente darnos esquinazo —gruñó el pequeño Sam—. La verdad es que ha sido una jugada de primera.

Old Firehand no oyó el reproche de Hawkens, pues acercándose al potro lo contemplaba con visible admiración.

—Un caballo de primer orden —dijo al cabo de un rato, volviéndose a mí—. Si me dieran a elegir no sabría si decidirme por Swallow o por éste.

—Winnetou habla con el alma del caballo, y escucha el latir de sus venas; y se quedará con Swallow —observó el caudillo apache.

De pronto se oyó un silbido penetrante y una flecha rozó el brazo de Hawkens; pero cayó al suelo, incapaz de atravesar el cuero, duro como el bronce y rígido como la madera, de la manga de su zamarra. Al mismo tiempo se oyó un ¡ho-ho-hi! en la espesura; pero no obstante esta demostración de hostilidad, no se dejó ver ningún indio, y Sam observó, recogiendo la flecha del suelo y examinándola burlonamente:

—¡Ji, ji, ji! ¡Semejante juguete pretendía atravesar la zamarra de Sam Hawkens! Hace treinta años que no ceso de aplicar remiendo sobre remiendo y ahora me encuentro en ella tan seguro como con una coraza, si no me equivoco.

No oí más de la oda que cantó en honor de su vieja zamarra, porque nos lanzamos a la maleza para contestar como era debido a saludo tan cordial. Si hubiéramos intentado penetrar en el castillo, la retirada habría sido tan lenta, a causa de lo angosto de la entrada, que, hallándonos sin reparo alguno, nos podían ir matando uno a uno como a conejos, sin contar con que al mismo tiempo nos veríamos precisados a soltar nuestro botín de caballos, ya que su conducción por el túnel nos habría detenido extraordinariamente. Además, la circunstancia de que el enemigo no procediera al ataque directo, daba a entender claramente que no se consideraba en número suficiente y que echaba de menos las armas que les había quitado Sam y las que yo les había inutilizado.

Todo el incidente se reducía, por tanto, a una nueva manifestación del valor guerrero de los indios, pues aunque penetramos bastante en la espesura, no llegamos a echar la vista encima a ninguno. Todos se habían apresurado a retirarse en espera de refuerzos, y nosotros nos hallábamos tan avisados por aquel episodio inofensivo, que no nos detuvimos más y nos retiramos al amparo de la «fortaleza».

Uno de los cazadores que habían permanecido en ella, y que, por tanto, se hallaba descansado, fue encargado de la vigilancia, mientras los demás se vendaban las heridas, para comer después todos juntos y entregarnos al descanso.

Al amor de la lumbre, punto de reunión de todos los que sentían la necesidad de cambiar impresiones, reinaba gran alborozo. Cada uno de los circunstantes relataba sus proezas y expresaba su opinión sobre el curso de la lucha. Todos coincidían en la dulce ilusión de que no había motivo alguno para temer a los indios. El número de los scalps cogidos era grande, la aventura había tenido un éxito brillante y ninguna de las heridas era grave. Por añadidura, nuestra residencia era un refugio seguro, bien provisto de municiones de boca y guerra; así es que el enemigo podía sitiarnos todo el tiempo que quisiera o, romperse la cabeza en las rocas peladas que formaban la fortaleza. También Old Firehand participaba de esta opinión, y sólo Winnetou no la aprobaba, y echado a cierta distancia junto a su caballo parecía abstraído en graves y profundas reflexiones. Acercándome a él le pregunté:

—Los ojos de mi amigo están sombríos y en su frente se marcan las, arrugas de la preocupación. ¿Qué pensamientos le conturban?

—El caudillo de los apaches ve penetrar la muerte por la puerta y descender la perdición por los montes. El valle llamea con el calor del fuego y el agua se tiñe del color de la sangre de los que mueren. Winnetou habla con el Gran Espíritu: los ojos de los rostros pálidos se hallan cegados por el odio y su prudencia ha cedido a los sentimientos de la venganza. Parranoh vendrá y tomará los scalps de los cazadores; pero Winnetou se halla apercibido para la lucha y entonará los cantos fúnebres sobre los cadáveres de sus enemigos.

—¿Cómo ha de penetrar el polka en el campamento de los cazadores si no puede atravesar el portón?

—Mi hermano dice palabras que no cree. ¿Puede un solo rifle contener al número de hombres que intentan romper la puerta?

Tenía razón. Contra un número reducido de enemigos podía un hombre solo defender la angostura; pero no ante una horda tan numerosa como la que nos cercaba, pues aunque entrara un solo hombre de una vez, uno solo era el que le opondría resistencia y cuando los de atrás empujaran, podían ser muertos los primeros, pero no se impediría la invasión de los siguientes.

Así se lo hice ver luego a Old Firehand pero éste me contestó:

—Y aunque se atrevan nos será muy fácil despenarlos uno a uno según vayan pasando el túnel.

También esto tenía visos de realidad, y así hube de darme por satisfecho, aunque estaba íntimamente persuadido de que el menor percance podía dar al traste con aquella verdad estratégica.

Al llegar la noche se duplicó la vigilancia, y aunque por expresa voluntad mía se me designó la vela de la madrugada, que es la hora preferida por los indios para sus asaltos, no hallaba paz ni sosiego en ninguna parte y estaba preparado a todo lo que pudiera ocurrir.

Pasaba la noche tranquila y serena sobre el valle, en cuyo primer término ardía una gran hoguera, que desparramaba su claridad oscilante por toda la hondonada. Swallow, al que yo dejaba en libertad en aquel recinto, cerrado por altas montañas, pacía en la oscuridad. Yo me acerqué a verlo y lo encontré en el borde de las empinadas vertientes. Después de acariciarlo, según tenía por costumbre, iba ya a volverme, cuando me alarmó un ruido apagado. También el potro empinó las orejas; pero como hasta la respiración podía comprometernos, le cogí del ronzal y le apreté con la mano las narices a fin de que no lanzara el resoplido que el recelo iba a arrancarle. Mientras desde arriba no podíamos ser vistos, yo sí podía ver destacarse sobre la claridad del cielo cualquier bulto que se aproximara al borde del peñasco; y así, con los ojos clavados ansiosamente en lo alto, traté de investigar la causa de que se desprendiera la piedra que dio origen a mi alarma.

En los primeros momentos, después de la caída de aquélla, no observamos nada anormal, señal evidente de que se habían dado cuenta del ruido producido tan bien como yo, y guardaban silencio un rato para convencerse de si había sido oído o no.

Esta suposición mía fue acertada, porque después de haberme mantenido tranquilo un rato, vi destacarse varias sombras de la roca sombría y bajar cautelosamente por entre los picachos. Al poco tiempo observé a toda una hilera de indios, saltar por la cima del monte y escurrirse por la vertiente, siguiendo en silencio al que iba delante y que parecía estar admirablemente enterado de la topografía del lugar, pues tardó escasamente dos minutos en hallarse al pie de las rocas.

Si hubiera tenido el rifle a mi alcance, me habría sido fácil tumbar al guía y dar de paso la señal de alarma en el valle. La muerte del conductor había de detener forzosamente el avance de los demás, que no se habrían atrevido a dar un paso en terreno tan arriesgado y peligroso. Pero, desgraciadamente, sólo llevaba el revólver, que no tenía suficiente alcance para tal distancia, y si lo utilizaba, estaría abajo el enemigo antes que acudiera auxilio, y me colocaría en situación muy apurada, pues para intentar la retirada había de salir de mi escondite de espesos matorrales, ofreciendo con ello un excelente blanco al enemigo. Por eso hube de seguir otra táctica.

Parranoh, que era seguramente el guía, y que por lo visto no recorría por primera vez aquel camino, se hallaba en aquel instante cerca de una peña que tenía que rodear para seguir adelante. Si me era posible llegar a la roca antes que él, se me pondría delante del cañón del revólver, y así la situación cambiarla de aspecto. Decidido a todo, corrí hacia el picacho, a cuyo amparo podía hacer frente a todo el que intentara pasar, y matarlo sin exposición mía.

Pero apenas hube dado el primer paso, sonó un tiro en la puerta del agua, tiro que fue seguido de otros muchos. Comprendí entonces la hábil maniobra de los indios, que simulaban un ataque a la entrada para desviar nuestra atención del punto principal del asalto. Con rapidez inaudita y esfuerzos sobrehumanos trepé monte arriba y llegué tan cerca de la roca que casi podía tocarla con la manó, cuando sentí que el suelo cedía bajo mis plantas y caí rodando de roca en roca hasta llegar al fondo del valle, donde quedé unos momentos sin sentido.

Cuando hube recobrado el conocimiento y abrí los ojos, vi a los primeros invasores a pocos pasos de mí. Me puse en pie de un salto, a pesar de las terribles contusiones que me laceraban el cuerpo, y descargué mi revólver varias veces seguidas sobre las negras sombras que se me acercaban. Luego monté en Swallow y galopé hacia la hoguera, pues no quería exponer mi caballo a cualquier peligro.

Al verse descubiertos, los ponkas lanzaron sus gritos de guerra y se precipitaron detrás de mí según iban llegando al fondo del valle.

Al llegar a la hoguera y saltar del caballo me encontré el sitio vacío, pues todos los cazadores que se habían apostado junto a la entrada, al oír mis disparos se encaminaban en la dirección en que éstos habían sonado y al encontrarse conmigo, Me acribillaban a preguntas, que yo contestaba diciendo:

—¡Los indios llegan! ¡A las cuevas, sin tardar!

Era éste el único medio de salvarnos ante la superioridad numérica del enemigo. En las cuevas estábamos seguros, y desde ellas podíamos defendernos admirablemente matándolos como a conejos. Por eso, repitiendo el consejo, me encaminé en derechura a mi boudoir, que me había servido de alcoba; pero ya era tarde.

Los pieles rojas me iban pisando los talones, e infieles a su habitual modo de combatir, atacaban individualmente a los cazadores, a quienes la presencia inexplicable de los indios asombraba tanto que sólo pensaron en la defensa cuando ya las armas indias vomitaban la muerte sobre ellos.

Acaso habría yo logrado burlar a mis perseguidores y colarme en mi cueva, pero vi a Harry, Old Firehand y Will Parker acosados por el enemigo, y acudí a prestarles auxilio.

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡A los peñascos! —grité como un energúmeno, precipitándome en medio de aquel ovillo de combatientes, hasta el punto de que los indios perdieron la serenidad un momento, que nosotros aprovechamos para arrimarnos a las rocas, con lo cual conseguíamos la ventaja de tener las espaldas guardadas.

—¿Es eso preciso, si no me equivoco? —dijo una voz desde una grieta del peñasco, tan estrecha que escasamente daba paso a un hombre—. Entonces Sam Hawkens, el viejo trapper, está vendido.

El astuto hombrecillo había sido el único que había conservado la serenidad de espíritu necesaria para aprovechar ventajosamente aquellos segundos de respiro. Desgraciadamente, nosotros contribuimos a malograr el resultado de su empeño, refugiándonos precisamente en las rocas en que él se había parapetado. No obstante, Sam sacó rápidamente el brazo por la grieta y arrastró consigo a Harry, diciendo:

—El señorito estará bien en mi nido. Estrechándome un poco habrá aún sitio para él, si no me equivoco.

Los indios nos siguieron, como era natural y se echaron sobre nosotros con ímpetu salvaje. Nosotros pudimos considerar como una gran suerte que merced al ataque simulado en el portón los cazadores hubieran tomado todas sus armas. Claro está que en una lucha cuerpo a cuerpo los rifles resultaban inútiles, mientras que el hacha de guerra de los indios hacía estragos entre nosotros.

Sólo Harry y Hawkens hacían buen uso de sus armas de fuego, cargando el viejo y el joven disparando sin cesar sus tiros, que como relámpagos pasaban entre mi cuerpo y el de Old Firehand.

Era una lucha horrible, espantosa, como apenas lograría representársela la fantasía más exuberante. La hoguera medio apagada lanzaba un resplandor rojo oscuro sobre la parte anterior de la hondonada, en que los grupos aislados de luchadores parecían demonios salidos del infierno que se destrozaban entre sí. Entre los alaridos de los indios se oían las voces de mando y de ánimo de los cazadores y el chasquido agudo y breve de los tiros de revólver. El suelo retemblaba bajo los saltos y pisadas de los combatientes.

No había duda de que estábamos perdidos irremisiblemente, pues el número de los ponkas era tal que no había esperanza de poder resistirles. Tampoco había que contar con cambio alguno favorable; ni con la posibilidad de abrirnos paso por entre las filas de ponkas, por lo cual cada uno de nosotros tenía el convencimiento íntimo de que pronto iba a salir del mundo de los vivos. Pero no queríamos morir sin hacer pagar cara la vida, y aunque resignados a tan triste suerte, nos defendamos con todas nuestras fuerzas, y con aquella serenidad y presencia de espíritu que da al europeo tan gran superioridad sobre los rojos habitantes de las llanuras americanas.

En medio de la sangrienta lucha recordaba a mis viejos padres, a quienes había dejado en mi patria y a los que no volvería a llegar noticia alguna del hijo ausente… Pero no; era preciso rechazar tan tristes pensamientos, porque el momento presente exigía, no sólo el máximum del esfuerzo corporal, sino también toda la energía y fortaleza del espíritu.

¡Ojalá hubiese tenido yo mi rifle! Pero lo había dejado en mi dormitorio y no había medio de llegar hasta él. Yo había previsto lo que había de suceder, lo había advertido con tiempo, y además de haber acertado en mis pronósticos me tocaba pagar culpas ajenas. Se apoderó de mí una rabia como no la había experimentado nunca y que duplicaba mis energías hasta hacerme manejar mi tomahawk con tal destreza, que desde la grieta de la roca oí que me decían:

—¡Así, así! ¡Duro con ellos! ¡Hace usted con Sam Hawkens la gran pareja, si no me equivoco! ¡Qué lástima que hayamos de perecer de esta manera! ¡Y eso que podíamos cazar aún tan divinamente unas cuantas pieles de rata!

Los demás luchábamos callados y silenciosos como espectros, pero por lo mismo aquella muda labor era más terrible. Las palabras del hombrecillo se oyeron con toda claridad, y llegaron a oídos de Will Parker, quien, a pesar de las cuchilladas recibidas el día anterior, repartía culatazos a granel, mientras contestaba a su amigo:

—¡Sam Hawkens, echa un vistazo hacia acá, viejo mapache, para aprender a hacer las cosas como es debido! Sal de tu agujero a decirme si el greenhorn —¡ja, ja, ja! Will Parker se declara greenhorn ¿lo oyes, Sam?— si el greenhorn de Will sabe manejar o no el arma.

A la derecha, a pocos pasos de mí, se hallaba Old Firehand, y el modo con que destrozaba con ambas manos a cuantos se le acercaban, me inspiraba profunda admiración. Salpicado de sangre de arriba abajo, se apoyaba en la peña; los cabellos largos y canosos se le revolvían alrededor de la cabeza; sus piernas despatarradas parecían troncos arraigados en el suelo; y manejando con una mano el hacha y con la otra el cuchillo afilado y corvo, lograba mantener a distancia a los que le acometían. Tenía aún más heridas que yo, pero ninguna había logrado derribarle, y yo no podía menos de volver de cuando en cuando la vista hacia aquel coloso, alto y macizo como una roca.